Pia asintió y tomó buena nota. Nuevamente su jefe la dejaba completamente sola; estaba allí plantado a su lado sin decir ni media palabra.
—¿Qué cree usted que ha podido pasarle a la chica?
Margot Richter vaciló un instante, pero su mirada se desvió a la derecha, y Pia supo en el acto de quién sospechaba, pues desde donde estaba, en la caja, la señora Richter veía perfectamente el Zum Goldenen Hahn. Los chismes sobre el hijo de Terlinden no habían sido más que un pretexto. En realidad todos los habitantes sospechaban de Tobias Sartorius, que a fin de cuentas ya había hecho algo así antes.
—No tengo ni idea de lo que le puede haber pasado —repuso, evasiva, Margot Richter—. Quizá aparezca.
—Tobias Sartorius corre un gran peligro de ser linchado —afirmó Pia, seriamente preocupada, de vuelta en la K 11—. El viernes por la noche fue atacado y apaleado en el pajar, y su padre no para de recibir cartas amenazadoras anónimas, por no hablar de la pintada de la fachada.
Ostermann ya se había puesto con el portátil y el diario de Amelie, el cual, para gran descontento suyo, estaba en su mayor parte en una escritura secreta que no era capaz de descifrar. Kathrin Fachinger y Frank Behnke, que llegaron a la vez que Bodenstein y Pia, no informaron de nada que pudiera ser de ayuda. Amelie no tenía amigas íntimas, se mantenía al margen, en el autobús solo hablaba con las dos compañeras de clase que vivían en Altenhain. Sin embargo, una de las dos chicas contó que de un tiempo a esa parte Amelie había mostrado un gran interés por Tobias Sartorius y los terribles acontecimientos de hacía once años y no paraba de hacer preguntas. Sí, creía que además había hablado con ese tío, y más de una vez.
Ostermann entró con un fax en la sala de reuniones.
—Ya tenemos los datos de las llamadas que hizo Amelie —anunció—. La última es del sábado por la noche a las 22.11. Llamó a un fijo de Altenhain, lo he comprobado.
—¿Sartorius? —aventuró Bodenstein.
—Exacto. La llamada duró siete segundos, está claro que no hablaron. Antes marcó doce veces ese mismo número y colgó en el acto. Después de las 22.11 el móvil estuvo apagado y no podemos saber cuáles fueron los movimientos, ya que el teléfono solo lo localiza la única antena de Altenhain, y tiene un radio de unos cinco kilómetros.
—Las llamadas recibidas no se registran, ¿no? —inquirió Bodenstein, y Ostermann negó con la cabeza.
—¿Qué hay del ordenador?
—Todavía no he resuelto el problema de la clave. —Ostermann puso cara larga—. Pero he hojeado el diario, por lo menos las partes que he podido descifrar. Menciona a menudo a Tobias Sartorius, a un tal Thies y a un tal Claudius.
—¿En qué contexto?
—Parece interesarse por Sartorius y por el tal Claudius, pero aún no puedo decir en qué sentido.
—Bien. —Bodenstein miró al resto; la resolución que lo caracterizaba había vuelto—. La chica lleva cuarenta horas escasas desaparecida. Quiero el dispositivo completo: al menos dos unidades, perros, helicópteros con cámara de infrarrojos. Behnke, organice una comisión especial, quiero a todos los agentes disponibles para que interroguen a todos los habitantes de pueblo. Señora Fachinger, compruebe los servicios de autobuses y las centrales de taxis. El periodo de tiempo en cuestión es el sábado entre las 22 horas y, digamos, las dos de la madrugada. ¿Alguna pregunta?
—Deberíamos hablar con el tal Thies y su padre —propuso Pia—. Y con Tobias Sartorius.
—Ya. Iremos tú y yo ahora mismo. —Bodenstein miró de nuevo a los presentes—. Ah, Ostermann: prensa, radio, televisión y el procedimiento habitual en el fichero de desaparecidos. Nos vemos de nuevo aquí a las seis de la tarde.
Una hora después, Altenhain estaba lleno de policías. Una unidad canina con perros adiestrados en la búsqueda selectiva de personas iba en camino, perros que podían seguir un rastro incluso de cuatro semanas de antigüedad. Una unidad de la brigada móvil peinó sistemáticamente los campos y las lindes del bosque en torno al pueblo, divididos en cuadrículas. Un helicóptero provisto de una cámara de infrarrojos sobrevoló rasante las copas de los árboles, los agentes de la Policía Judicial destinados a la Comisión Especial Amelie llamaron a todas y cada una de las puertas de Altenhain. Todos los participantes estaban motivados y muy esperanzados; cabía la posibilidad de que dieran con la chica pronto y estuviera sana y salva, pero asimismo todos eran conscientes de que la presión y las expectativas de un resultado rápido eran enormes. El teléfono de Bodenstein sonaba casi sin interrupción. Él había cedido a Pia el puesto al volante y coordinaba la operación absolutamente concentrado. Un cordón policial situado en la calle de la casa de los Fröhlich tenía por finalidad impedir que prensa y curiosos importunaran a los padres. Los guías caninos comenzarían la búsqueda allí donde se vio a Amelie por última vez, es decir, en el Zum Schwarzen Ross. Sí, una amiga podía ir a ver a los Fröhlich, y el sacerdote también. Sí, que alguien revisara la película del radar que había a la salida del pueblo. No, que los civiles no intervinieran en la búsqueda. Justo cuando se detenían delante del Zum Goldenen Hahn, llamó Engel para interesarse por la situación.
—En cuanto haya algo que comunicar, naturalmente será usted la primera a la que informe —se limitó a decir Bodenstein, y colgó sin más.
Hartmut Sartorius abrió la puerta, si bien solo asomó la cabeza tras la cadena de seguridad.
—Queremos hablar con su hijo, señor Sartorius —pidió Bodenstein—. Por favor, déjenos pasar.
—¿Es que van a sospechar de él cada vez que en alguna parte una chica tarde en llegar a su casa? —dijo grosero, casi agresivo.
—¿Ya se han enterado de lo sucedido?
—Pues claro. Una noticia así no tarda en circular.
—No sospechamos de Tobias. —Bodenstein mantenía una calma absoluta, pues veía lo nervioso que estaba Hartmut Sartorius—. Pero la noche de su desaparición, Amelie llamó trece veces a su teléfono fijo.
La puerta se cerró y después, tras oír la cadena, se abrió por completo. Hartmut Sartorius se irguió, a todas luces procurando parecer autoritario. Su hijo, sin embargo, tenía mal aspecto. Estaba postrado en el sofá del salón, con el rostro lleno de hematomas; saludó con un leve gesto a Bodenstein y Pia al verlos entrar.
—¿Dónde estuvo el sábado por la noche entre las 22 horas y la madrugada del domingo? —le preguntó Bodenstein.
—Así que era eso —espetó su padre—. Mi hijo estuvo toda la noche en casa. La noche anterior lo atacaron en el pajar y lo dejaron medio muerto.
Bodenstein no se dejó confundir.
—El sábado por la noche, a las 22.11, Amelie marcó su número de teléfono. Alguien lo cogió, pero la llamada fue tan breve que probablemente no hablaran. Antes ya había llamado aquí bastantes veces.
—Tenemos un contestador automático que salta de inmediato —aclaró Sartorius—. Por lo de los anónimos y los insultos.
Pia observaba a Tobias, que miraba al frente sin ver y no parecía seguir la conversación. Sin duda, intuía lo que se estaba tramando fuera contra él.
—¿Qué motivo podía tener Amelie para llamar aquí? —le preguntó Pia a bocajarro. Él se encogió de hombros—. Señor Sartorius —añadió con seriedad—, una chica del vecindario que se veía y hablaba con usted ha desaparecido. Tanto si le gusta como si no, se le relacionará con ello. Nosotros solo queremos ayudarle.
—Claro —espetó amargamente Hartmut Sartorius—. Eso mismo dijeron sus compañeros. Solo queremos ayudarte, muchacho. Dinos dónde has ocultado a las chicas. Y después nadie creyó a mi hijo. Váyanse. El sábado por la noche, Tobias estuvo en casa.
—No importa, papá —se oyó decir de repente a Tobias, que torció el gesto al incorporarse a duras penas—. Sé que solo lo haces por mi bien. —Miró a Pia con los ojos enrojecidos—. El sábado a mediodía me encontré a Amelie por casualidad. Arriba, en el bosque. Quería contarme algo urgentemente. Al parecer, había descubierto algo relacionado con lo que ocurrió hace años. Pero entonces llegó Nadja, y Amelie se fue. Probablemente por eso me llamó más tarde. No tengo móvil, por eso llamaría al fijo.
Pia recordó su encuentro con Nadja von Bredow el sábado, el Cayenne plateado. Podía ser.
—¿Qué le dijo la chica? —inquirió Bodenstein.
—Por desgracia, no mucho —contestó Tobias—. Dijo que había alguien que vio todo lo que ocurrió, mencionó a Thies y algo de unos cuadros en los que se veía a Lauterbach.
—¿Quién?
—Gregor Lauterbach.
—¿El ministro de Educación y Ciencia?
—El mismo, sí. Su casa está al lado de la del padre de Amelie. Fue profesor de Laura y Stefanie.
—Y de usted también, ¿no es así? —Pia recordaba las declaraciones que había leído y que después desaparecieron misteriosamente de los expedientes.
—Sí —asintió Tobias—. Me dio alemán en último curso.
—¿Qué averiguó Amelie de él?
—Ni idea. Como le he dicho, llegó Nadja y Amelie no dijo más, solo que me lo contaría todo más tarde.
—¿Qué hizo usted cuando Amelie se fue?
—Nadja y yo estuvimos hablando un rato y luego vinimos aquí y estuvimos otra media hora aproximadamente en la cocina. Hasta que tuvo que irse para coger el avión a Hamburgo. —Tobias Sartorius torció el gesto y se pasó la mano por el despeinado cabello—. Después, fui a ver a un amigo. Y estuvimos bebiendo con más gente. Bebimos bastante. —Levantó la mirada, el semblante inexpresivo—. Por desgracia, no me acuerdo de cuándo ni cómo volví a casa. Tengo una laguna de veinticuatro horas.
Hartmut Sartorius sacudió la cabeza desesperado. Daba la impresión de querer romper a llorar. La vibración del móvil de Bodenstein, que tenía en modo silencio, rompió la repentina calma que se había instalado en el ambiente. Bodenstein cogió el teléfono, escuchó y dio las gracias de manera escueta. Luego, miró a Pia.
—¿Cuándo llegó a casa su hijo, señor Sartorius? —le preguntó al padre de Tobias. Éste titubeó.
—Dile la verdad, papá. —La voz de Tobias parecía cansada.
—Sobre la una y media de la madrugada del domingo —repuso el padre al cabo—. Lo trajo la doctora Lauterbach, nuestra médico. Lo encontró cuando volvía de una urgencia.
—¿Dónde?
—En la parada del autobús que hay delante de la iglesia.
—¿Utilizó el coche ayer? —le preguntó Bodenstein a Tobias.
—No, fui andando.
—¿Cómo se llaman esos amigos con los que estuvo usted el sábado? —preguntó Pia, quien sacó un lápiz y anotó los nombres que Tobias le dio.
—Hablaremos con ellos —aseguró Bodenstein con seriedad—. Pero tengo que pedirle que no se ausente sin avisarnos.
El jefe del operativo de búsqueda informó a Bodenstein de que habían encontrado la mochila de Amelie. Estaba en unas matas entre el aparcamiento del Zum Schwarzen Ross y la iglesia, no muy lejos de la parada del autobús en la que el sábado por la noche la doctora Lauterbach encontrara a Tobias Sartorius.
—Lo mismo que la otra vez —observó Pia pensativa mientras recorrían en coche los escasos metros que los separaban del lugar del hallazgo—. Tobias había bebido alcohol y sufrió amnesia temporal, pero ni la fiscalía ni el tribunal lo creyeron.
—¿Es que tú lo crees? —inquirió Bodenstein.
Pia pensaba. Tobias Sartorius parecía haber dicho la verdad. Le caía bien la vecina. Pero ¿acaso no le caían bien también las dos chicas a las que había asesinado hacía diez años? Por aquel entonces intervinieron los celos, el orgullo herido, algo que en lo tocante a Amelie no tenía ningún sentido. ¿De verdad habría averiguado la muchacha algo relacionado directamente con el antiguo caso? ¿O sería una invención de Tobias Sartorius?
—Con respecto a lo de antes, no puedo opinar —replicó—. Pero hoy creo que Tobias no nos ha mentido. De verdad no se acuerda.
Bodenstein se abstuvo de decir nada. A esas alturas sabía apreciar la intuición de su compañera, que a menudo los había puesto sobre la pista adecuada, mientras que la suya con frecuencia los había inducido a error irremediablemente. Así y todo, para él Tobias Sartorius no era inocente ni de los dos asesinatos cometidos entonces ni de lo que había sucedido ahora, tal como parecía pensar Pia.
En la mochila encontraron la cartera de Amelie, su iPod, cosméticos y toda clase de cachivaches, pero no el móvil. Una cosa estaba clara: no se había ido de casa, tenía que haberle ocurrido algo. El sabueso había perdido el rastro en el aparcamiento y ahora, con la lengua fuera, aguardaba impaciente con su guía la siguiente operación, que para él era un juego apasionante. Pia, que gracias a sus apuntes tenía claro el plano del pueblo, habló con los agentes, que poco a poco se iban reuniendo en el aparcamiento. El interrogatorio puerta por puerta no había servido de nada.
—El perro ha encontrado rastros en la linde del bosque, en la calle donde vive la chica, en casa de los vecinos, en el jardín de estos —informó el jefe del operativo de búsqueda.
—¿Cómo se llaman los vecinos? —quiso saber Pia.
—Terlinden —repuso el agente—. La mujer nos dijo que Amelie iba a ver a su hijo a menudo, así que no es necesariamente un buen rastro. —El hombre parecía decepcionado. No había nada menos estimulante que una búsqueda sin resultado.
Kai Ostermann logró averiguar por fin la contraseña del ordenador de Amelie y estuvo viendo el historial de páginas que Amelie había visitado en Internet recientemente. En contra de lo que esperaba, no había entrado mucho en las redes sociales de moda, como SchülerVZ, Facebook, MySpace o Wer-kennt-wen; aunque estaba registrada como usuario en todas partes, apenas las visitaba, y además tenía pocos contactos. Sin embargo, por lo visto había llevado a cabo una investigación exhaustiva de los asesinatos acaecidos en 1997 y la condena de Tobias Sartorius. Además, se interesó por los vecinos de Altenhain e introdujo varios nombres en distintos buscadores. Parecía mostrar un interés especial por la familia Terlinden. Ostermann estaba decepcionado. Esperaba toparse con algún compañero de chat o alguna amistad sospechosa de Internet, algo que permitiera efectuar pesquisas concretas. La reunión convocada deprisa y corriendo por Bodenstein, que congregó a veinticinco personas en la sala pertinente de la K 11, tampoco fue muy productiva. Cuando oscureció, la búsqueda había quedado interrumpida, sin resultado alguno. Gracias a la cámara de infrarrojos del helicóptero encontraron a una parejita en un coche en un aparcamiento escondido del bosque, así como un corzo agonizante que había escapado de su cazador tras un tiro fallido, pero de Amelie ni rastro. Hablaron con el conductor del autobús 803 que efectuaba el recorrido de Bad Soden a Königstein, que a las 22.16 se detuvo en Altenhain delante de la iglesia, y con su compañero, que poco después partió en dirección contraria. Ninguno de los dos había reparado en una chica de cabello oscuro. Las centrales de taxis de los alrededores informaron que tampoco sus vehículos había llevado a ninguna chica en ese periodo de tiempo. Uno de los compañeros de la K 23 había dado con un hombre que el sábado por la noche, cuando salió a pasear al perro, vio a un tipo sentado en el banco de la parada del autobús, a eso de las doce y media.