Blancanieves debe morir (24 page)

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Authors: Nele Neuhaus

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Blancanieves debe morir
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—Ya se ha ido otras veces —respondía en ese momento su padre a la pregunta de Bodenstein de por qué había denunciado la desaparición de su hija tan tarde—. Amelie es hija mía de mi primer matrimonio y es algo… bueno, difícil. Hace seis meses se vino con nosotros, antes vivía con mi exmujer en Berlín, y allí tuvo problemas gordos con… la Policía.

—¿Cómo de gordos?

—Robo en tiendas, drogas, allanamiento de morada y vagabundeo —enumeró Arne—. A veces desaparecía semanas. En un momento dado, mi exmujer se vio desbordada y me pidió que me hiciera cargo de Amelie. Por eso, primero efectuamos algunas llamadas telefónicas y esperamos.

—Pero a mí me llamó la atención que no se hubiera llevado nada de ropa —arguyó Barbara Fröhlich—. Ni siquiera el dinero que ha ganado trabajando de camarera. Me resultó extraño. Y además, se dejó aquí el carné de identidad.

Bodenstein formuló las preguntas de rigor:

—¿Se llevaba mal Amelie con alguien? ¿Tenía problemas en el instituto o con algún amigo?

—No, al revés —contestó la madrastra—. Incluso me daba la impresión de que últimamente había cambiado, para bien. Ya no se peinaba de forma tan estrafalaria, y me cogía ropa. Por regla general solo viste de negro, pero de repente empezó a ponerse falda y blusa… —Se detuvo y enmudeció.

—¿Cree que detrás de este cambio podría haber un chico? —quiso saber Pia—. Quizá haya conocido a alguien por Internet y haya ido a verlo...

Arne y Barbara Fröhlich se miraron desconcertados y se encogieron de hombros.

—Le hemos dado mucha libertad —comentó el padre—. De un tiempo a esta parte, Amelie se ha portado muy bien. Mi jefe, el señor Terlinden, le facilitó un trabajo de camarera en el Zum Schwarzen Ross porque quería ganar dinero.

—¿Problemas en el instituto?

—No tiene muchas amigas —respondió Barbara Fröhlich—. Le gusta estar sola. Del instituto no hablaba mucho, solo está allí desde septiembre. El único al que ve con regularidad es a Thies Terlinden, el hijo de los vecinos.

Por un momento, Arne Fröhlich apretó los labios. Se le notó que no aprobaba esa amistad.

—¿Qué quiere decir con eso? —puntualizó Pia—. ¿Salen juntos?

—Ah, no, eso no. —Barbara Fröhlich negó con la cabeza—. Thies es… bueno…, distinto. Es autista, vive con sus padres y se ocupa del jardín de la propiedad.

A instancias de Bodenstein, Barbara Fröhlich los condujo hasta el cuarto de Amelie. Era grande y agradable, con dos ventanas, una de las cuales daba a la calle. Las paredes estaban desnudas, los pósteres de estrellas del pop que les gusta colgar a las chicas de la edad de Amelie brillaban por su ausencia. Barbara Fröhlich lo explicó aduciendo que, sin duda, Amelie se sentía allí solo «de paso».

—Quiere volver a Berlín en cuanto cumpla los dieciocho, el año que viene —añadió, y pareció sentirlo de veras.

—¿Cómo se lleva con su hijastra? —preguntó Pia mientras recorría la habitación y abría los cajones de la mesa.

—Nos entendemos bien. No le doy órdenes. Ante la severidad, Amelie reacciona replegándose en sí misma más que protestando. Creo que a estas alturas confía en mí. Con sus hermanastros a menudo es desabrida, pero ellos le tienen mucho cariño. Cuando no estoy yo, se pasa horas enteras jugando con ellos con los Playmobil o les lee algo.

Pia asintió.

—Nuestros colegas se llevarán el ordenador —informó—. ¿Escribía Amelie un diario?

Levantó el portátil y vio algo que confirmó sus peores sospechas: en el cartapacio había un corazón dibujado. Y dentro, un nombre con las letras con muchos ringorrangos: Tobias.

—Me preocupa Thies —replicó Christine Terlinden a la airada pregunta de su marido de qué podía ser tan urgente para sacarlo de una reunión y hacerlo ir a casa—. Está… alterado.

Claudius Terlinden sacudió la cabeza y bajó al sótano. Cuando abrió la puerta de la habitación de Thies, vio en el acto que su mujer se había quedado muy corta con lo de «alterado». Con la mirada fija y en cueros, su hijo estaba arrodillado en el suelo en mitad del cuarto, dentro de un perfecto círculo de juguetes, dándose puñetazos en el rostro. Le brotaba sangre de la nariz y le caía en el mentón, y había un fuerte olor a orines. Ver aquello retrotrajo a Terlinden dolorosamente de un golpe al pasado. Durante mucho tiempo se había negado en redondo a aceptar que su hijo mayor era un enfermo mental. No quiso escuchar el diagnóstico: autismo. Los estereotipos que presentaba el comportamiento de Thies eran alarmantes, y peor aún la repugnante costumbre del muchacho de destrozarlo todo y embadurnarlo con excrementos y orina. Christine y él hicieron frente a esos problemas sin saber a qué atenerse, y no vieron más solución que encerrar al niño y apartarlo de otras personas, sobre todo de su hermano, Lars. Pero cuando el muchacho se volvió más furioso y agresivo con la edad, ya no pudieron seguir manteniendo los ojos cerrados. Claudius Terlinden se volcó a regañadientes en el síndrome de su hijo y supo por médicos y terapeutas que no había posibilidad de curación. Daniela Lauterbach, su vecina, acabó explicándole lo que necesitaba Thies para poder vivir medianamente bien con su enfermedad. Era importante proporcionarle un entorno familiar, donde a ser posible no cambiara nada y hubiese pocos imprevistos. También era importante permitir que Thies tuviera su propio mundo, un mundo con rutinas específicas al que pudiera retirarse. Durante una temporada todo fue bien, hasta el décimo segundo cumpleaños de ambos muchachos. Ese día pasó algo que desquició a Thies. El muchacho perdió los estribos de tal forma que estuvo a punto de matar a su hermano y herirse a sí mismo de gravedad. Aquello fue el colmo para Claudius Terlinden, y el hijo furioso y chillón acabó encerrado en el psiquiátrico infantil, donde pasó tres años. Allí lo trataron con tranquilizantes, y su estado mejoró. Las pruebas demostraron que Thies poseía una inteligencia por encima de la media, pero por desgracia no sabía qué hacer con ella, pues vivía como un prisionero en su propio mundo, completamente aislado de su entorno y sus semejantes.

Tres años después, Thies pudo abandonar por vez primera la institución en la que vivía para ir de visita a su casa. Se mostró tranquilo y pacífico, pero como ido. En casa, bajó inmediatamente al sótano y se dedicó a poner en fila sus juguetes de antes. Estuvo así horas, una estampa chocante. Bajo la influencia de los medicamentos, no volvieron a vivir ningún arrebato. Thies incluso se abrió un poco: le echaba una mano al jardinero y empezó a pintar. Cierto que en la mesa seguía utilizando sus cubiertos infantiles y su plato con el osito, pero comía, bebía y se comportaba con bastante normalidad. Los médicos se mostraron sumamente satisfechos con semejante evolución y aconsejaron a los padres que se llevaran al chico a casa. Desde entonces, desde los quince años, no había vuelto a producirse ni un solo incidente. Thies se movía libremente por el pueblo, y pasaba la mayoría del tiempo en el jardín, que convirtió sin ayuda ninguna en un espacio simétrico con setos de boj, arriates y numerosas plantas mediterráneas. Y pintaba, a menudo hasta la extenuación. Los cuadros, de gran formato, impresionaban: eran mensajes angustiosos impactantes, turbadoramente sombríos, nacidos de las profundidades ocultas de su mundo interior autista. No se opuso a que se expusieran, y en dos ocasiones incluso acompañó a sus padres a la inauguración, ni tampoco se molestó por tener que separarse de sus obras, tal como temía en un principio Claudius Terlinden. De manera que Thies pintaba, cuidaba del jardín y todo iba bien, hasta logró relacionarse con los demás sin sulfurarse. De vez en cuando, incluso decía algunas palabras. Parecía ir por el mejor camino para abrir un resquicio la puerta de su yo más profundo. Y ahora esto. ¡Menudo retroceso! Mudo y muy preocupado, Claudius Terlinden observaba a su hijo. Verlo en aquel estado le partía el alma.

—Thies —dijo con suavidad, y luego con mayor dureza—: ¡Thies!

—Ha dejado de tomarse los medicamentos —musitó detrás Christine Terlinden—. Imelda los vio en el retrete.

Claudius Terlinden entró en la habitación y se arrodilló fuera del círculo.

—Thies —repitió en voz baja—, ¿qué te ocurre?

—Quéteocurre —contestó él inexpresivo, golpeándose la cara con la regularidad de un reloj—. Quéteocurre… quéteocurre… quéteocurre…

Terlinden vio que tenía algo en el puño. Cuando intentó cogerle el brazo a su hijo, éste se levantó de repente y se abalanzó contra su padre, propinándole puñetazos y patadas. A Claudius Terlinden el ataque lo pilló por sorpresa; se defendió instintivamente, pero Thies ya no era ningún niño, sino un adulto con músculos de acero debido al trabajo en el jardín. Tenía la mirada furibunda, de la barbilla le goteaban saliva y sangre. Jadeante, Claudius Terlinden se defendió mientras, como en una nebulosa, oía a su mujer chillar histérica. Por fin consiguió abrirle el puño a su hijo a la fuerza y quitarle lo que sostenía. Después corrió hacia la puerta a cuatro patas. Thies no lo siguió, sino que profirió un alarido espeluznante y se quedó en el suelo hecho un ovillo.

—Amelie —mascullaba—. Amelie Amelie Amelie Amelie. Quéteocurre… Quéteocurre… Quéteocurre… Papá… Papá… Papá…

Claudius Terlinden se puso de pie, respirando con dificultad. Le temblaba el cuerpo entero. Su mujer clavó la vista en él, tapándose la boca con las manos, los ojos llenos de lágrimas. Cuando desdobló el papel que tenía su hijo en la mano, a Terlinden estuvo a punto de darle un ataque. En la arrugada foto reía Stefanie Schneeberger.

El sábado por la mañana, Arne y Barbara Fröhlich fueron con sus dos hijos menores a Rheingau a ver a unos amigos y volvieron a casa a última hora de la tarde. Amelie trabajaba ese día en el Zum Schwarzen Ross, y cuando a medianoche no había vuelto, su padre llamó al restaurante y supo por la enfurecida jefa que Amelie se había marchado poco después de las diez, aunque antes de ir a trabajar no sabían lo que había hecho. Después, los Fröhlich llamaron por teléfono a todos los compañeros de clase y conocidos de su hija con cuyo número pudieron hacerse. En vano. Nadie había visto a la joven o hablado con ella.

Bodenstein y Pia interrogaron a Jenny Jagielski, que regentaba el Zum Schwarzen Ross, y les confirmó lo que había dicho antes Arne Fröhlich. Amelie había estado ausente la tarde entera, cosa rara en ella, y en la cocina no había parado de llamar por teléfono. Luego, a las diez, recibió una llamada y se marchó sin más. Y el domingo no se presentó como debía a la hora del aperitivo. No, ella no sabía de quién era la llamada que probablemente la hiciera huir en desbandada del trabajo, y el resto del personal tampoco tenía idea. Esa noche, en el restaurante había habido un lío de mil demonios.

—Para un instante en la tienda —pidió Pia a Bodenstein cuando se vieron de nuevo en la calle principal—. Con probar, no perdemos nada.

Resultó que llegaron en un buen momento para «probar». A última hora de la mañana de ese lunes, estaba claro que el pequeño establecimiento de Margot Richter era el principal punto de encuentro de las vecinas de Altenhain. En esa ocasión, las señoras se mostraron mucho más habladoras que la última vez.

—Así empezó todo entonces —afirmó la peluquera Inge Dombrowski, y las demás asintieron—. Yo no quiero decir nada, pero a mí Willi Paschke me ha contado que vio a Amelie en casa de los Sartorius.

—Yo también vi que hace poco estuvo en esa casa —aseguró otra mujer, quien añadió a modo de explicación que vivía prácticamente enfrente y veía de sobra la propiedad.

—Además, está que no mea con el tonto del pueblo —soltó una mujer gorda desde la zona de la frutería.

—Es verdad —aseveraron con vehemencia otras tres o cuatro mujeres.

—¿Con quién? —se interesó Pia.

—Con Thies Terlinden —contestó de nuevo la peluquera—. Le falta un tornillo, de noche anda por el pueblo y por el bosque. No me extrañaría que le hubiera hecho algo a la chica.

Las demás asintieron con la cabeza en señal de aprobación. Era evidente que en Altenhain sospechar estaba a la orden del día. Ni Bodenstein ni Pia dijeron nada, sencillamente dejaron hablar a las mujeres, que afilaron los cuchillos encantadas, ávidas de sensaciones, como si se hubiesen olvidado de que la policía estaba delante.

—Los Terlinden tendrían que haber encerrado al chico hace tiempo —se acaloró una de las mujeres—. Pero aquí nadie se atreve a decirle nada al viejo.

—Claro, porque tienen miedo de perder su empleo.

—El último que dijo algo en contra de los Terlinden fue Albert Schneeberger. Después, su hija desapareció, y al poco tiempo él también se fue.

—Es curioso cómo ha ayudado Terlinden a los Sartorius. Puede que los dos muchachos tuvieran algo que ver en el asunto.

—Después, Lars, el otro hijo de los Terlinden, también se marchó deprisa y corriendo de Altenhain.

—Y ahora tengo entendido que Terlinden hasta le ha ofrecido un trabajo al asesino. ¡Es increíble! En lugar de hacer que se largue de aquí.

Durante un momento reinó el silencio en la tienda; todas parecían rumiar el posible significado de esas palabras. De pronto, rompieron a cacarear a la vez. Pia decidió hacerse la tonta.

—¡Perdónenme! —exclamó, tratando de hacerse oír—. ¿Quién es ese Terlinden del que hablan?

De repente las mujeres fueron conscientes de que no se hallaban a solas, y una tras otra se apresuraron a salir del establecimiento alegando algún pretexto, la mayoría con la cesta vacía. Margot Richter seguía tras la caja. Hasta el momento se había abstenido de tomar parte en la conversación. Tal como era de esperar en una buena tendera, aguzaba los oídos, pero permanecía neutral.

—No era nuestra intención —observó Pia a modo de disculpa, pero la dueña ni se inmutó.

—Ya volverán —repuso—. Claudius Terlinden es el mandamás de la empresa Terlinden, ahí arriba, en el polígono industrial. La familia y la empresa llevan más de cien años en Altenhain. Y sin ellos, aquí no habría gran cosa.

—¿A qué se refiere?

—Los Terlinden son muy generosos. Colaboran con las asociaciones, la iglesia, la escuela primaria, la biblioteca... Es algo así como una tradición familiar. Y la mitad del pueblo trabaja en la empresa. El hijo al que Christa ha llamado el tonto del pueblo, Thies, es un muchacho de lo más tranquilo. Incapaz de hacerle daño a una mosca. Me cuesta imaginar que le haya hecho algo a esa chica.

—Ya que lo menciona, ¿conoce usted a Amelie Fröhlich?

—Sí, claro. —Sonrió con cierto encono—. Como para no verla, con esas pintas. Además, trabaja con mi hija en el Zum Schwarzen Ross.

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