Claudius Terlinden se tomó el café de pie y miró por la ventana de la cocina la casa de al lado. Si se daba prisa, podría llevar de nuevo a la chica hasta la parada del autobús. Cuando unos meses atrás su apoderado, Arne Fröhlich, le presentó a la hija casi adulta que había tenido en su primer matrimonio, no le llamó la atención de inmediato. Los piercing, ese peinado estrafalario y la extravagante ropa negra le resultaron irritantes, al igual que su rostro enfurruñado y su actitud reservada. Sin embargo, el día anterior, en el Zum Schwarzen Ross, cuando ella le sonrió, de pronto cayó en la cuenta: la chica tenía un parecido casi inquietante con Stefanie Schneeberger. Los mismos rasgos delicados, la misma tez alabastrina, la boca jugosa, los ojos oscuros, cómplices. ¡Sencillamente increíble!
—Blancanieves —musitó. Esa noche había soñado con ella, un sueño extraño, siniestro, en el que presente y pasado se mezclaban de un modo desconcertante. Cuando despertó en mitad de la noche, bañado en sudor, tardó un instante en comprender que solo había sido un sueño. Oyó pasos a sus espaldas y se volvió. Su mujer apareció en la puerta de la cocina, perfectamente peinada a pesar de lo temprano que era—. Has madrugado. —Fue hacia el fregadero y echó agua caliente en la taza—. ¿Haces algo hoy?
—He quedado a las diez con Verena en la ciudad.
—Bien. —No le interesaba lo más mínimo cómo pasara el día su mujer.
—Otra vez igual —decía ella—. Ahora que todo empezaba a olvidarse.
—¿De qué estás hablando? —Terlinden le dirigió una mirada confundida.
—Tal vez habría sido mejor que los Sartorius se hubieran marchado de aquí.
—¿Y dónde iban a ir? Una historia así te persigue allí adondequiera que vayas.
—Habrá problemas. La gente del pueblo ya está afilando los cuchillos.
—Me lo temía. —Claudius Terlinden introdujo la taza de café en el lavavajillas—. Por cierto, Rita tuvo un accidente el viernes por la tarde y está grave. Al parecer, alguien la empujó desde un puente y cayó encima de un coche que pasaba.
—¿Cómo dices? —Christine Terlinden abrió los ojos como platos, afectada—. ¿Cómo te has enterado?
—Ayer por la tarde estuve hablando un momento con Tobias.
—¿Que hiciste… qué? ¿Por qué no me lo has contado? —Miró a su marido sin dar crédito. A sus cincuenta y un años, Christine Terlinden seguía siendo una mujer muy guapa. Lucía una melenita a lo paje, el corte de moda, en su cabello rubio natural. Era menuda y delicada y conseguía estar elegante incluso en bata.
—Porque después no te vi.
—Hablas con el chico, lo vas a ver a la cárcel, ayudas a sus padres. ¿Acaso has olvidado que te comprometió en aquel lío?
—No, no lo he olvidado —contestó. Su mirada descansó en el reloj de pared de la cocina: las siete y cuarto. Dentro de diez minutos Amelie saldría de su casa—. Tobias se limitó a decirle a la Policía lo que oyó. Y a decir verdad, fue mejor así que si… —No dijo más—. Date con un canto en los dientes de que las cosas saliesen de esa manera. De lo contrario Lars no estaría donde está hoy, eso seguro.
Obedientemente, Terlinden besó la mejilla que su mujer le ofreció.
—Debo irme. Puede que hoy llegue tarde.
Christine Terlinden esperó a oír la puerta de la calle y cogió una taza del estante, la colocó bajo la cafetera y presionó el botón para un expreso doble. Con la taza entre las manos se acercó a la ventana y vio que el Mercedes oscuro de su marido bajaba despacio por el camino de entrada. Poco después se detuvo ante la casa de los Fröhlich; las rojas luces de freno iluminaron la oscuridad matutina. La hija de los vecinos parecía estar esperándolo, y se subió al coche. Christine Terlinden inspiró aire, sus dedos aferraron con fuerza la taza. Lo había visto venir, desde que conoció a Amelie Fröhlich. El inquietante parecido le había llamado la atención en el acto. No le hacía gracia que la chica fuera amiga de Thies. Por aquel entonces, no fue fácil mantener apartado de todo aquello a su hijo discapacitado. ¿Y si volvía a repetirse todo? La sensación de desesperación y desvalimiento, casi olvidada, se apoderó de ella.
—No, Dios mío —musitó—. Te lo ruego, otra vez no.
Aunque la foto que Ostermann sacó del vídeo del andén estaba en blanco y negro y era bastante granulada, el hombre de la gorra de béisbol se veía perfectamente. Por desgracia, el ángulo de la cámara no había permitido que esta captara el incidente de la pasarela, pero la verosímil declaración de Niklas Bender, el testigo de catorce años, era suficiente para detener al hombre, en el caso de que lo encontraran. Bodenstein y Pia iban camino de Altenhain para enseñarles la foto a Hartmut Sartorius y a su hijo. Pero después de llamar varias veces, nadie abrió la puerta.
—Podemos ir a la tienda de enfrente y enseñar la foto —propuso ella—. No sé por qué, me da la sensación que este ataque está relacionado con Tobias.
Bodenstein asintió. La buena intuición de Pia era similar a la de su hermana, y no solía errar en sus suposiciones. Bodenstein se había pasado la noche entera pensando en la conversación que mantuvo con Theresa y esperando en vano que Cosima le contase con quién estaba hablando por teléfono en la herrería. Se había convencido de que probablemente no tuviera ninguna importancia, y por ese motivo a Cosima se le había olvidado. Hablaba mucho por teléfono y sus colaboradores la llamaban a menudo, incluso los domingos. Esa mañana, desayunando, decidió no darle demasiada importancia al asunto, sobre todo porque ella se comportó con absoluta normalidad. Su mujer le habló de los planes que tenía para ese día con alegría y buen humor: trabajar en la película en la sala de montaje, reunirse con el locutor de la voz en off, y luego, almorzar con el equipo en Maguncia. Todo de lo más normal. Cuando se despidieron, le dio un beso, como casi todas las mañanas de los últimos veinticinco años. No, Bodenstein no tenía de qué preocuparse.
La campanilla del pequeño ultramarinos sonó cuando entraron. Unas mujeres con sendas cestas de la compra estaban de pie con la cabeza apoyada en las estanterías, probablemente comentando los últimos chismes del pueblo.
—Todas tuyas, jefe —le dijo Pia en voz baja a Bodenstein, que por regla general se ganaba sin problemas a la mayoría de féminas con su indiscutible buena planta y su atractivo a lo Cary Grant. Ese día, sin embargo, no se sentía en forma.
—Será mejor que te ocupes tú —contestó. Por una puerta abierta se veía la parte de atrás, donde un hombre de cabello cano descargaba fruta y verdura de una camioneta de reparto. Pia se encogió de hombros y fue directa al grupo de mujeres.
—Buenos días. —Les mostró el carné—. Policía Judicial de Hofheim.
Miradas de recelo y curiosidad.
—El viernes por la tarde, la exmujer de Hartmut Sartorius fue víctima de una agresión con alevosía. —Pia escogió las palabras con cierto dramatismo, intencionadamente—. Supongo que conocen a Rita Cramer, ¿no es así?
Asentimiento generalizado.
—Tenemos una foto del hombre que la empujó desde una pasarela justo antes de que pasara un coche por debajo.
Del hecho de que no reaccionaran con espanto se podía inferir que la noticia del accidente ya había llegado al pueblo. Pia sacó la foto y se la enseñó a la señora de la bata blanca, a todas luces la propietaria del establecimiento.
—¿Conoce usted a este hombre?
La aludida observó la fotografía un instante con los ojos entrecerrados, después alzó la cabeza e hizo un gesto negativo.
—No —replicó con pesar fingido—. Lo siento. No lo he visto en mi vida.
Las otras tres la secundaron y sacudieron la cabeza, desconcertadas, pero a Pia no se le escapó la rápida mirada que una de ellas intercambió con la dueña de la tienda.
—¿Están completamente seguras? Mírenla de nuevo con atención. La calidad no es muy buena.
—No lo conocemos. —La propietaria le devolvió la foto a Pia y sostuvo su mirada sin pestañear. Mentía. Estaba claro.
—Es una pena. —Pia sonrió—. ¿Le importaría decirme cuál es su nombre?
—Richter. Margot Richter.
En ese preciso instante, el hombre del patio entró en la tienda con tres cajas de fruta que dejó en el suelo ruidosamente.
—Lutz, es la Policía Judicial —informó Margot Richter antes de que Pia pudiera abrir la boca. Su marido se acercó. Era alto y corpulento, con rostro bonachón, de nariz abultada, con la piel enrojecida por el frío y el esfuerzo. Su forma de mirar a su mujer reveló que era ella quien llevaba los pantalones y que tenía poco que decir. Cogió la foto con su manaza, pero antes de que pudiera mirarla, Margot Richter se la arrebató—. Mi esposo tampoco conoce a este hombre.
Pia compadeció al marido, que sin duda no tenía muchos motivos para reírse.
—Con su permiso. —Pia le quitó la foto a la señora Richter y se la puso al marido delante de las narices antes de que ella pudiera poner ningún pero—. ¿Ha visto alguna vez a este hombre? El viernes empujó a su antigua vecina por un puente cuando pasaba un coche. Desde entonces, Rita Cramer está en cuidados intensivos, en coma, y no es seguro que sobreviva.
Richter titubeó un instante, parecía sopesar su respuesta. No sabía mentir, pero era un marido obediente. Su mirada insegura se posó un segundo en su esposa.
—No —respondió—. No lo conozco.
—Muy bien. Muchas gracias. —Pia esbozó una sonrisa forzada—. Que tengan un buen día.
Salió del establecimiento, seguida de Bodenstein.
—Lo conocen todos.
—Sí, sin duda. —Bodenstein echó un vistazo a la calle principal—. Ahí abajo hay una peluquería. Probemos.
Recorrieron los escasos metros de la estrecha acera que los separaban del lugar, pero al entrar en el pequeño y anticuado salón, la peluquera colgaba el teléfono con cara de culpabilidad.
—Buenos días —saludó Pia, y señaló con la cabeza el teléfono—. Seguro que la señora Richter ya le habrá informado de lo que queremos, así que me ahorraré la pregunta.
La mujer puso cara de atontada, su mirada pasó de Pia a Bodenstein y allí se quedó. De haber estado en mejor forma su jefe ese día, la peluquera no habría tenido nada que hacer.
—Pero ¿qué te pasa? —preguntó Pia, ligeramente enfadada, cuando un minuto después se vieron de nuevo en la calle—. Con que le hubieras sonreído, esa peluquera se habría derretido y probablemente te hubiese dado el nombre, la dirección y el número de teléfono del sospechoso.
—Perdona —contestó él como sin fuerzas—. No sé qué me pasa, pero hoy no tengo la cabeza en su sitio.
Un coche pasó a toda velocidad por la calle, y otro, después un camión. Tuvieron que pegarse a la pared para que no les rozara el retrovisor.
—En cualquier caso, hoy a mediodía pediré el sumario del caso Sartorius —dijo ella—. Juraría que todo esto está relacionado.
Preguntaron en la floristería y tampoco obtuvieron respuesta, al igual que en el parvulario y en la secretaría del colegio. Margot Richter ya había transmitido sus instrucciones. La comunidad cerraba filas y se refugiaba en la supuesta ley del silencio siciliana para proteger a uno de los suyos.
Amelie estaba en la hamaca que Thies había colocado expresamente para ella entre dos palmeras, meciéndose suavemente. Ante las ventanas de baquetillas se escuchaba el murmullo de la lluvia, que repiqueteaba contra el tejado del invernadero que se ocultaba tras un imponente sauce llorón en los extensos jardines de la villa de los Terlinden. Allí hacía calor y se estaba a gusto, olía a óleo y aguarrás, ya que Thies utilizaba como estudio esa construcción alargada en la que pasaban el invierno las delicadas plantas mediterráneas del jardín. Cientos de lienzos pintados se alineaban en las paredes, dispuestos con precisión según el tamaño. En tarros de mermelada vacíos había docenas de pinceles. Thies era sumamente meticuloso en todo cuanto hacía. Todas las macetas —adelfas, palmeras, lantanas, limoneros y naranjos estaban en fila como soldados de plomo, asimismo ordenadas por tamaño. Nada era arbitrario. Las herramientas y los útiles que Thies empleaba en verano para ocuparse del enorme jardín estaban o bien colgados de la pared o en hileras debajo. A veces Amelie movía algo de sitio o dejaba una colilla en alguna parte adrede para fastidiar a Thies, que enmendaba en el acto algo que para él era insoportable. También se percataba de inmediato de si ella cambiaba las plantas.
—Me parece extraordinario —afirmó Amelie—. Me gustaría averiguar más cosas, pero no sé cómo.
No esperaba oír respuesta alguna, pero así y todo observó un instante a Thies, que se hallaba ante el caballete, y pintaba concentrado. Casi todos sus cuadros eran abstractos y de colores sombríos, no aptos para casas de personas depresivas, en opinión de Amelie. A primera vista, Thies parecía completamente normal. De no tener unos rasgos tan pétreos, incluso habría sido un hombre bastante atractivo, con su rostro ovalado, la nariz recta y estrecha y la boca delicada y carnosa. El parecido con su bella madre era evidente. De ella había heredado el cabello rubio y los grandes ojos azules, enmarcados por unas pestañas abundantes y oscuras. Sin embargo, a Amelie lo que más le gustaba de él eran sus manos. Thies tenía las manos delicadas y finas de un pianista, ni siquiera la jardinería las había dañado. Cuando el muchacho se agitaba, esas manos cobraban vida propia, aleteaban a un lado y a otro como pájaros espantados en una jaula. Pero ahora estaba completamente tranquilo, como casi siempre cuando pintaba.
—Me pregunto qué pudo hacer Tobias con las dos chicas —continuó Amelie—. ¿Cómo es que no lo dijo? Si lo hubiera hecho, quizá no se habría pasado tanto tiempo en la cárcel. Es extraño. Pero me cae bien, no sé. Es tan distinto de los demás tíos de este pueblucho.
Cruzó los brazos detrás de la cabeza, cerró los ojos y se abandonó a un agradable escalofrío.
—¿Las descuartizaría? Puede que hasta las enterrara en algún lugar de la granja.
Thies seguía a lo suyo como si tal cosa. Mezcló en la paleta un verde oscuro con un rojo rubí, tras una breve reflexión desechó el resultado y le añadió algo de blanco. Amelie dejó de balancearse.
—¿Tú crees que estoy mejor cuando me quito los piercings?
Thies no dijo nada. Amelie se incorporó con cuidado de la hamaca tambaleante y se acercó a él. Cuando miró el lienzo por encima de su hombro, se quedó boquiabierta al ver lo que el muchacho había estado pintando en las últimas dos horas.
—¡Atiza! —exclamó, impresionada y sorprendida al mismo tiempo—. Esto sí que es una guarrada...