Bitterblue le examinó la cara magullada mientras su primo alisaba el papel volador contra la pierna. Saltaba a la vista que estaba disgustado por algo que no decía.
—¿De qué discuten Helda y Katsa? —preguntó con suavidad.
—De bebés —respondió, y le dedicó una fugaz sonrisa—. Como siempre.
—¿Y por qué discutíais Katsa y tú?
La sonrisa se borró en el rostro de su primo.
—Por Giddon.
—¿Por qué? ¿Es porque a Katsa no le cae bien? Me encantaría que alguien me explicara eso.
—Bitterblue, no metas las narices en los asuntos de ese hombre.
—Oh, qué consejo tan encomiable viniendo de un mentalista. Tú puedes husmear en sus asuntos siempre que quieras.
Po alzó la vista hacia ella.
—Como bien sabe él —dijo.
—Se lo has dicho a Giddon —comprendió de repente; lo entendió cuando él agachó la cabeza—. Fue él quien te pegó —continuó—. Y Katsa está furiosa contigo por contárselo a Giddon.
—Katsa está asustada —la corrigió su primo en voz baja—. Katsa es muy consciente de la tensión en la que vivo. Le aterra saber a cuánta gente me gustaría decírselo.
—¿A cuántos querrías contárselo?
Esta vez, cuando su primo alzó los ojos hacia ella, Bitterblue también se asustó.
—Po —susurró—, empieza por un número reducido, por favor. Si vas a hacerlo, díselo a Celaje, y a Helda, y tal vez a tu padre. Luego espera, déjate aconsejar y reflexiona. ¿Lo harás, por favor?
—Solo lo estoy pensando. No puedo dejar de darle vueltas al asunto. Estoy muy cansado, Escarabajito.
Los problemas de Po eran tan peculiares… El corazón de Bitterblue buscó el contacto con su primo, que se encontraba hundido en el sofá con aire de estar exhausto, disgustado y dolorido.
—Po. —Se acercó a él, le acarició el pelo y le besó en la frente—. ¿Cómo puedo ayudarte?
—Podrías ir a consolar a Giddon —respondió él con un suspiro.
Una voz respondió a su llamada a la puerta. Cuando entró en los aposentos de Giddon, este se hallaba sentado en el suelo y apoyado en la pared, absorto en la contemplación de su mano izquierda.
—Es zurdo —le dijo Bitterblue—. Supongo que debería haberme fijado antes en ese detalle.
Él flexionó la mano y habló en tono desabrido, sin alzar la vista:
—A veces entreno con la derecha, por practicar.
—¿Se ha hecho daño?
—No.
—¿Ser zurdo implica tener ventaja en las peleas?
Giddon le lanzó una mirada sarcástica.
—¿Contra Po? —preguntó luego.
—Contra gente normal.
—A veces. —Se encogió de hombros con desinterés—. La mayoría de los luchadores están mejor entrenados para defenderse contra el ataque de un diestro.
La voz de Giddon, incluso malhumorada, tenía un timbre agradable.
—¿Puedo quedarme o prefiere que me marche? —preguntó ella con delicadeza.
Giddon aflojó la mano y alzó la vista hacia Bitterblue para mirarla a los ojos. El gesto del noble se suavizó.
—Quédese, majestad. —De pronto pareció recordar los buenos modales e hizo un amago de ponerse de pie.
—Oh, por favor, no se levante —le pidió Bitterblue—. Es una costumbre absurda.
Se sentó en el suelo al lado de Giddon y apoyó la espalda en la pared, aunque solo fuera para estar igual que él; a continuación empezó a hacer un profundo examen de sus propias manos.
—Hace menos de dos horas estaba sentada al lado de un amigo, así, como ahora, en el tejado de un comercio de la ciudad.
—¿Qué? ¿En serio?
—Nos había estado siguiendo gente que quería matarlo.
—Majestad, ¿lo dice en serio? —preguntó Giddon, atragantado.
—No se lo cuente a nadie y no interfiera —ordenó.
—¿Quiere decir que Katsa y Po…?
—No piense al mismo tiempo en él y en lo que le estoy diciendo —advirtió con tranquilidad—. Ni siquiera lo nombre en cualquier conversación o reflexión que no quiera compartir con él.
Giddon resopló con incredulidad; después se quedó en silencio y reflexionó sobre ello durante un tiempo.
—Hablemos en otra ocasión de lo que me ha contado, majestad, porque ahora mismo tengo la mente centrada en Po —pidió.
—La única observación que quería hacer es que tengo un miedo irracional a las alturas —comentó Bitterblue.
—A las alturas —repitió Giddon con aire confuso.
—A veces resulta muy humillante.
Giddon se quedó callado otra vez. Cuando volvió a hablar, ya no se lo veía perplejo:
—Le he mostrado el peor rasgo de mi conducta, majestad, y usted ha respondido con amabilidad.
—Si de verdad ese es el peor que tiene, entonces Po es afortunado de contar con un amigo excelente.
Giddon volvió a mirarse las manos, que eran anchas y grandes como platos. Bitterblue resistió el impulso de poner las suyas encima para maravillarse por la diferencia del tamaño.
—He estado intentando decidir qué es lo más humillante —dijo él—. Tal vez el hecho de que pude golpearlo porque él me dejó… Se quedó ahí quieto, como un saco de arena, majestad…
—¿Sí? Y encima no se le reconocerá el mérito de haberlo hecho —comentó Bitterblue—. Todo el mundo creerá que Katsa cometió un error en una de sus prácticas de lucha. Nadie creerá que usted fue capaz de lograrlo.
—No se sienta obligada a no herir mis sentimientos, majestad —espetó él de forma brusca.
—Continúe —animó Bitterblue con una sonrisa—. Estaba enumerando usted los puntos de su humillación.
—Sí, es muy considerada. En segundo lugar, no es grato ser el último en saberlo.
—Ah, permítame señalar que está muy lejos de ser la última persona que lo sabe —puntualizó Bitterblue.
—Pero usted lo entiende, majestad. Paso más tiempo con Po que cualquiera de ustedes. Incluso que Katsa. Aunque, en realidad, no hay comparación.
—¿Qué quiere decir?
—La verdadera humillación —empezó, pero enmudeció de repente, con la mandíbula en tensión y el gesto abatido; apretó los brazos contra el cuerpo y encorvó los hombros, como si así pudiera protegerse de algo físico, como un golpe o un viento frío, lo cual, por supuesto, no era cierto.
Bitterblue estiró las piernas para ponerlas rectas y, en silencio, hizo toda una exhibición de alisarse los pantalones a fin de evitarle la vergüenza de saberse observado.
—Sí, lo sé —dijo.
Giddon asintió con un cabeceo.
—Me he sincerado tanto con él, le he contando tantas cosas… Sobre todo los primeros años, cuando no albergaba sospechas y jamás se me ocurrió tener cuidado con lo que pensaba… y también daba la casualidad de que lo odiaba. Sabía hasta la última pizca de resentimiento que albergaba hacia él, cada pensamiento celoso; lo sabía. Y ahora lo estoy recordando todo, cada resquemor, cada sentimiento de malicia. Y la humillación es doble porque mientras lo revivo, él también lo hace.
Sí. Eso era lo peor, lo más injusto y humillante respecto a cualquier mentalista, sobre todo uno encubierto. Esa era la razón de que Katsa estuviera tan asustada: un inmenso manantial de cólera y humillación enfocado en Po, sobre todo si este empezaba a revelar su verdad de forma indiscriminada.
—Katsa me ha dicho que ella también se sintió humillada cuando Po se lo confesó —explicó Bitterblue—. Y furiosa. Le amenazó con contárselo a todo el mundo. No quería volver a verlo.
—Sí. Y entonces se escapó con él.
Giddon pronunció esa frase con ligereza, cosa que le llamó la atención. Bitterblue consideró ese tono un instante y después decidió aprovecharlo como justificación para hacer una pregunta indiscreta sobre algo que se había preguntado muchas veces:
—¿Está enamorado de ella?
Giddon le lanzó una mirada hostil de incredulidad.
—¿Acaso eso es de su incumbencia? —instó el noble.
—No —admitió—. ¿Está enamorado de él?
Giddon se quedó mudo de asombro.
—Majestad —dijo al recuperar el habla—, ¿de dónde ha sacado esa idea?
—Bueno, encajaría, ¿no es así? Explicaría la tensión entre Katsa y usted.
—Espero que no haya estado entablando conversaciones de este tipo con los demás. Si tiene que hacer preguntas indiscretas respecto a mi persona, hágamelas directamente a mí.
—Lo soy. —Él la miró, extrañado—. Indiscreta, quiero decir.
—Sí —ratificó Giddon pronunciando la palabra con un buen humor admirable—. Lo es.
—No lo he hecho —añadió Bitterblue.
—¿Perdón, majestad?
—Que no he hecho a nadie esa pregunta excepto a usted. Y nadie me ha dicho nada definitivo. Y sé guardar secretos.
—Ah. Bueno, tampoco es algo tan secreto, a decir verdad, y supongo que no me importa contárselo.
—Gracias.
—Oh, es un placer. Creo que es por su delicadeza, ¿sabe? Hace que un hombre quiera desnudar su alma.
Bitterblue esbozó una sonrisa.
—En otro tiempo estuve… bastante obsesionado con Katsa —dijo—. De eso hace mucho. Dije cosas de las que me avergüenzo y que Katsa no me perdona. Entre tanto, me he curado de mi obsesión.
—¿Es eso cierto?
—Majestad —contestó con paciencia—, entre mis cualidades menos atractivas se encuentra cierto orgullo que me es muy útil cuando descubro que una mujer a la que amo nunca querrá ni podrá darme lo que deseo.
—Lo que desea —repitió con acritud Bitterblue—. ¿Se trata de eso, de las cosas que usted desea? ¿Y qué es lo que quiere?
—Alguien que sea capaz de soportar la penosa pesadez de mi compañía, para empezar. Me temo que me obstino en eso.
Bitterblue estalló en carcajadas. Sonriente, él la observó y después suspiró.
—Perdura cierta hostilidad —añadió en voz queda—, aun cuando la razón que generó ese sentimiento haya dejado de existir. He deseado golpear a Po prácticamente desde la primera vez que lo vi. Me alegro de que por fin eso haya acabado. Ahora veo lo absurdo que era ese deseo.
—Oh, Giddon. —Bitterblue se quedó callada porque todo lo que quería decir eran cosas a las que no podía darles voz. Quería a Katsa y a Po con un cariño tan grande como el mundo. Pero sabía lo que era estar perdida en los confines del amor que se profesaban el uno al otro.
—Necesito su ayuda —dijo con la esperanza de que la distracción ayudara a consolarlo.
—¿De qué se trata, majestad? —preguntó él, que la miraba sorprendido.
—Hay alguien que intenta matar a las personas que quieren sacar a la luz los desmanes de Leck —dijo—. Si durante sus paseos por ahí oyera algo sobre ese asunto, ¿querría informarme de ello?
—Por supuesto. Cielos. ¿Cree que es alguien como Danzhol? ¿Otros nobles que robaron para Leck y no quieren que la verdad de su pasado se descubra?
—No tengo la menor idea, pero al menos le daría algo de sentido a tal locura; sí, tendré que investigar eso. Aunque no sé por dónde empezar —añadió con cansancio—. Hay cientos de nobles de los que ni siquiera he oído hablar. Giddon, ¿qué opina de mi guardia Holt?
—Holt es un aliado del Consejo, majestad. Fue el que estuvo de guardia durante la reunión que tuvimos en la biblioteca.
—¿De veras? También ha estado robando mis estatuas.
Giddon se la quedó mirando con absoluta estupefacción.
—Y después las ha traído de vuelta —continuó Bitterblue—. ¿Querrá prestarle atención cuando trate con él, Giddon? Me preocupa su salud.
—¿Quiere que esté pendiente de Holt, que le roba esculturas, porque le preocupa su salud? —repitió el noble con incredulidad.
—Sí. Su salud mental. Por favor, no le diga que he mencionado lo de las esculturas. Usted confía en él, ¿verdad, Giddon?
—¿En Holt, que le roba esculturas y cuya salud mental es cuestionable?
—Sí.
—Confiaba en él hace dos minutos, pero ahora no sé qué pensar.
—Su opinión de hace dos minutos me sirve. Tiene buena intuición.
—¿Sí?
—Supongo que debería regresar ya a mis aposentos —anunció Bitterblue con un suspiro—. Katsa está allí e imagino que tiene intención de poner el grito en el cielo en cuanto me vea.
—Eso lo dudo mucho, majestad.
—Los dos juntos pueden resultar muy dominantes, ¿sabe? —comentó ella bromeando—. Una parte de mí espera que usted le haya roto la nariz.
Los nudillos de la mano izquierda de Giddon se estaban oscureciendo con moretones del impacto contra la cara de Po. El noble no mordió el anzuelo. En cambio, sin dejar de observarse la mano, susurró:
—Jamás revelaré su secreto.
De vuelta en su sala de estar miró a Po, que se había quedado dormido en el sofá y roncaba con el sonido atascado de alguien que tiene la nariz hinchada; lo tapó con una manta. Después, sin más excusas a las que recurrir, entró en el dormitorio.
Katsa y Helda estaban haciendo la cama.
—Menos mal —dijo Katsa al verla—. Helda ha estado intentando impresionarme con los bordados de las sábanas. Un minuto más y hubiera empezado a pensar en ahorcarme con ellas.
—Mi madre hizo los bordados.
Katsa cerró de golpe la boca y lanzó una mirada feroz al ama.
—Gracias, Helda, por pasar por alto ese detalle.
Con un movimiento experto, Helda desdobló de una sacudida una manta y la extendió sobre la cama.
—¿Acaso no es comprensible que se me pasen por alto detalles debido a la preocupación por haber descubierto que la reina no se halla en su cama? —dijo.
El ama fue hacia las almohadas y las golpeó sin compasión hasta que quedaron mullidas, como nubes obedientes. Bitterblue pensó que podría jugar a su favor hacerse con el control de esa conversación desde el principio.
—Helda, necesito la ayuda de mis espías. Alguien está matando gente de la ciudad que intenta descubrir verdades sobre el reinado de Leck. He de saber quién está detrás de esos asesinatos. ¿Podemos descubrirlo?
—Pues claro que podemos —contestó el ama, que aspiró por la nariz con aire petulante—. Y entre tanto, mientras hay asesinos que andan sueltos por la ciudad, usted se moverá entre ellos vestida como un muchacho, sin guardia que la proteja y sin usar siquiera su propio nombre como salvaguarda. Ustedes dos creen que soy una vieja tonta, cuyas opiniones carecen de importancia.
—¡Helda! —exclamó Katsa, que casi saltó por encima de la cama para acercarse al ama—. Nosotras no pensamos eso en absoluto.
—Da igual —dijo la mujer mayor, que dio una última sacudida a las almohadas y después se irguió para mirar a las dos damas con una inabordable dignidad—. En realidad no tiene importancia. Aunque creyeran que tengo la gracia de un conocimiento supremo, ninguna de las dos me haría caso y ambas cometerían cualquier insensatez que les apeteciera. Todos ustedes se consideran invencibles, ¿no es cierto? Creen que lo único que carece de importancia es su seguridad. Es para volverse loca. —Buscó en un bolsillo y echó un paquetito en la cama de Bitterblue—. He sabido desde el principio que se escabullía de noche, majestad. Las dos noches que no volvió las pasé en vela. Quizá quiera recordar eso la próxima vez que considere la posibilidad de dormir en una cama que no sea la suya. No voy a fingir que ignoro que está sometida a mucha presión, y eso va también por usted, mi señora —añadió, señalando a Katsa—. No voy a negar que sus responsabilidades son diferentes a cualesquiera otras que me son conocidas y, llegado el momento, no se mide por el mismo rasero a personas como ustedes. Pero ello no significa que sea agradable que le mientan a una ni que la tomen por tonta. Transmítaselo así a su joven amigo —finalizó, levantando la barbilla lo bastante para mirar a los ojos a Katsa, tras lo cual abandonó el dormitorio.