Bajo la hiedra (31 page)

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Authors: Elspeth Cooper

Tags: #Ciencia ficción, fantástico

BOOK: Bajo la hiedra
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—Parece un rasguño —dijo—. Siéntate en ese taburete para que pueda limpiarte la herida.

—Creo que antes tendrías que atender a Arlin —dijo Gair—. El maestro Haral piensa que es posible que se haya roto un par de costillas.

La joven astolana arqueó ambas cejas.

—¿Por casualidad te refieres al que te golpeó?

—Sí.

Puso los ojos en blanco.

Arlin maldijo entre dientes y anduvo con torpeza hasta la mesa de operaciones, donde la sanadora le abrió con destreza la túnica con la ayuda de un escalpelo. Dejó al descubierto el verdugón púrpura oscuro que se extendía en las costillas del estudiante, que respiraba con dificultad.

—Auch —dijo ella, poniendo la mano sobre el cardenal.

Gair sintió cómo llamaba al canto, aunque el tono no se parecía a nada que él hubiera oído antes. Se le erizó el vello del cuerpo, como acariciado por una pluma. Ella cerró los ojos y movió la palma de la mano por las costillas de Arlin, casi como si estuviera escuchando la herida. Sin pensar, Gair hizo un esfuerzo por oír lo que ella oía. De pronto el canto se extendió en su interior. La joven volvió la vista.

—Oye, ¿te importa?

—Disculpa.

Limitó su acceso al canto y ella volvió a ocuparse de su labor. Su concentración era ahora absoluta; permanecía inmóvil, con la mente en otra parte. Al cabo de unos minutos se irguió, callado de nuevo el canto en su interior.

—Bueno, el maestro Haral no se equivocaba. Una costilla rota limpiamente, y la otra fracturada. ¿Con qué te han golpeado? ¿Un árbol? —Ofreció una sonrisa a Arlin. El tylano apartó el rostro sin hablar, y la sonrisa de ella se desvaneció. Lanzó una breve mirada a Gair—. Empezaré a curarte, pero me temo que no podré darte el alta hasta que te examine Saaron. Estará de vuelta mañana a primera hora.

De nuevo Arlin guardó silencio. La sanadora impuso de nuevo las manos en las costillas y recurrió otra vez al canto. A Gair le habría gustado observarla, pero hizo un esfuerzo por resistir el tirón de su poder, para lo cual se volvió hacia la ventana, donde vio a un par de novicios escardando, mientras un adepto con banda verde se desplazaba por el semillero, introduciendo semillas en una bolsa de lino. A su espalda, el latido rítmico del canto perdió intensidad y se tiñó de cierta somnolencia. Cuando cesó por completo, Gair se dio la vuelta. Arlin cabeceaba.

—¿Está dormido? —preguntó.

La sanadora asintió.

—Pasa a menudo. Es un efecto secundario del proceso de curación. —Señaló el taburete con un gesto—. ¿Por qué no te sientas y me dejas limpiarte la herida?

Con la rapidez que le proporcionaba la experiencia llenó una jofaina de agua y cogió una gasa y un botellín del estante que recorría la pared. Vertió un chorro del botellín en la jofaina y lo removió con los dedos. Humedeció la gasa en la solución y limpió la sangre seca de la sien de Gair, así como la que tenía en la mejilla.

—Bueno, ¿piensas contarme qué ha pasado o voy a tener que sacártelo con unas tenazas? —preguntó ella mientras le limpiaba la herida.

—¿A qué te refieres? —preguntó a su vez Gair, que intuía la respuesta. La solución le escoció en la herida, y el dolor hizo que torciera el gesto.

—Me refiero a que ése tiene dos costillas fracturadas y que a ti te han abierto la cabeza. Da la impresión de que se os ha ido un poco la mano.

—A Arlin no le caigo demasiado bien.

—Eso es obvio.

—El maestro Haral nos emparejó para que practicáramos juntos, y cuando gané el primer punto no se lo tomó nada bien. A partir de ese momento la situación empezó a deteriorarse.

—Él te golpeó y tú le devolviste el golpe, eso lo entiendo.

—No pretendía hacerle daño.

Los ojos castaños de la sanadora vacilaron sobre sus hombros y enarcó una ceja una fracción de segundo, expresando con ese gesto imperceptible su valoración profesional de hasta qué punto podía Gair golpear con fuerza cuando se lo proponía. El joven se sintió avergonzado.

—Supongo que me excedí —admitió.

—¿Te provocó?

—Un poco.

—Entonces creo que la cosa ha quedado igualada. —Dejó la gasa y tomó otra para limpiar la herida. Gair ahogó una protesta ante aquel dolor repentino—. Debe de haber una astilla. Déjame mirar.

La sanadora tomó unas pinzas de un cajón y se inclinó sobre él, pellizcando la piel con los dedos de la otra mano. Gair intentó mantenerse inmóvil, pero la herida era demasiado reciente y las pinzas estaban frías. Con sumo cuidado, la astolana arrancó dos astillas de madera que depositó en la gasa. Luego limpió y secó de nuevo la zona afectada.

—Esto facilitará mucho las cosas —le dijo. Tomó del dispensario un canutillo de papel que acto seguido ofreció a Gair—. Ten, creo que lo necesitarás.

—¿Qué es?

—Unos polvillos para el dolor de cabeza que tendrás más tarde.

Él acarició la hinchazón.

—¿Tan mal aspecto tiene?

—Mañana estarás hecho un cuadro. —Le sonrió—. Disuelve los polvos en un vaso de agua y bébetelo sin respirar. Mucho me temo que no tienen muy buen sabor.

—La experiencia me dice que pocas medicinas saben bien.

—Entonces ésta no te decepcionará. Ah, por cierto, soy Tanith.

—Yo Gair.

—De la ciudad santa, lo sé. Tu reputación te precede. ¿Puedo? —Tomó su mano izquierda y le dio la vuelta. Los dedos fríos examinaron la cicatriz; un hilo del canto le hizo cosquillas y desapareció—. Querría que no hicieran cosas así. Tanto dolor para… ¿qué?

—Creo que la Iglesia está convencida de que mi pecado es lo bastante grave para que se me marque de por vida.

—Es una atrocidad. Tienes suerte de que haya cicatrizado tan bien.

—Alderan hizo lo que pudo con los suministros de que disponía.

—Saaron y yo nos ocupamos de que nunca le falte de nada. Es una lástima que no le cupiera un sanador en las alforjas. Prácticamente no te habría quedado cicatriz.

—Si los deseos fueran coronas, todos seríamos ricos —dijo Gair tras encogerse de hombros—. Gracias por la medicina y por curarme la herida. —Se señaló la sien.

—De nada. Pero te sugiero que la próxima vez te agaches.

18

AHORA A CAZAR

G
air dio un rodeo de camino a los baños para asearse antes de regresar a su cuarto. El espejo que había en el vestuario le devolvió la imagen del imponente moretón que se le estaba formando en el ojo derecho, con un verdugón rojo en la mitad, en la zona donde se le había levantado la piel. Tanteó con cuidado los bordes de la hinchazón. Tanith no se equivocaba: a la mañana siguiente, el color púrpura se le habría extendido desde el nacimiento del cabello hasta el pómulo.

Una vez se hubo aseado, se puso de nuevo la muda habitual, y subió la escalera que lo llevaba a su cuarto con la túnica blanca ensangrentada hecha un ovillo bajo el brazo. Cuando llegó encontró a Darin sentado en el escritorio, cruzado de piernas junto a una montaña de ropa doblada. Darin despegó los labios para hablar, pero Gair levantó la mano.

—Mejor no preguntes —dijo—. No quiero hablar de ello, lo único que quiero es tomarme estos polvos y que desaparezca el dolor.

Gair dejó caer la ropa en el arcón que había al pie de su cama. Vertió los polvos en una taza, añadió un poco de agua de la jarra que había en la mesilla de noche y luego tomó un sorbo. Era tan amargo que estuvo a punto de escupirlo sin más.

—¡Santa diosa!

—Contén el aliento —aconsejó Darin—. Así no tendrás que saborearlo.

—Eso he hecho.

Gair torció el gesto al mirar la taza. Los polvos eran incluso más amargos que la athalina, si es que tal cosa era posible. Engulló el resto y luego se sirvió más agua para que arrastrara parte del mal sabor de boca. La verdad es que no mitigó el amargor. Darin le tendió con aire solemne una caja de hojalata.

—¿Bombones?

—Gracias. Los polvos tienen un sabor asqueroso.

Masticó el bombón y se dejó caer en la cama con la espalda vuelta hacia la pared.

—Bueno, ¿y a qué debo este honor?

—Esperaba que me ayudases con los deberes de historia que me ha encargado la maestra Donata.

—¿Cuál es el tema?

—La batalla del río Run. Dado que te educaron los caballeros, pensé que sabrías algo al respecto.

—Durante una década me estuvieron inculcando la historia de la Iglesia. —Gair se frotó los ojos, luego se incorporó e intentó concentrarse—. ¿Qué necesitas?

—Verás, fue una de las últimas batallas importantes de la Fundación. Gwlach presentó batalla a los caballeros, acompañado por toda su mesnada. Los superaba en número en una proporción de cuatro a uno, a pesar de lo cual los caballeros vencieron. ¿Cómo se las ingeniaron? Fue un desenlace impensable.

Darin tenía razón. Tendrían que haber emprendido la retirada. Doce legiones de los caballeros de la Iglesia contra unos cincuenta mil guerreros nimrothianos era algo muy desproporcionado, incluso teniendo en cuenta la armadura de los caballeros, su disciplina y el aplastante poder de sus cargas de caballería pesada. Los nimrothianos eran jinetes consumados, tendrían que haber segado con guadaña los flancos suvaeanos y desjarretarlos tan limpiamente como una manada de lobos ataca a un alce.

En lugar de ello, los caballeros salieron vencedores tras quince días de lucha, la batalla más sangrienta que se recordaba desde la Fundación o cualquier otro conflicto en la historia del Imperio. Había costado la vida a Gwlach y a muchos de sus cabecillas, y quebrado los clanes de tal modo que las fronteras septentrionales de Arennor y Belistha se habían considerado seguras durante un millar de años.

—Según la mayoría de los historiadores de la Iglesia, fue la fuerza de la fe. Llevaron consigo a la cabeza del ejército los huesos de san Agostin
el Desafiador
metidos en una urna. Tal vez eso los ayudó.

—Pero ¿cómo vencieron? Eso es lo que no puedo entender.

—Me temo que yo tampoco lo entiendo.

—Maldita sea —masculló Darin, cuya frente se llenó de arrugas bajo los mechones de pelo rizado—. Contaba contigo para que me pusieran una buena nota.

—De acuerdo. Dime exactamente en qué consiste el ejercicio mientras ordeno un poco esto, y veremos qué se nos ocurre. —Gair se puso en pie y recogió la montaña de ropa doblada. A Darin se le iluminó la expresión y empezó a hurgarse los bolsillos.

—Gracias, Gair. Lo guardo escrito en alguna parte. ¿Cómo es que eres tan ordenado? Para mí nunca tuvo sentido ordenar la ropa. Total, para revolverla luego y ponértela, ¿para qué preocuparse de colgarla o guardarla doblada?

—A ti nunca te inculcaron el orden a fuerza de golpes de vara. Luego cuesta horrores saltarse costumbres así.

Sin levantar la mirada, Gair abrió el armario y empezó a separar las camisas del resto de la montaña de ropa que descansaba en precario equilibrio sobre su brazo.

—Está aquí, en alguna parte… ¡Ajá! —Darin le mostró un pedazo de papel arrugado que había encontrado entre los objetos del bolsillo que había volcado en el escritorio de Gair. Lo desplegó y lo leyó—. Quiere un análisis del trasfondo de la batalla, y su efecto en la estabilidad política y económica de las provincias septentrionales durante los doscientos años que siguieron a lo sucedido. Vale veinte puntos.

Gair apenas escuchó una palabra. Había volcado toda su atención en el estante del medio del armario y en las prendas azules perfectamente dobladas que había en él.

—¿Qué sucede? ¿Se han excedido en la lavandería con el almidón de tu ropa interior o algo por el estilo? —Darin asomó la cabeza por la puerta del armario—. ¡Sangre y piedras!

Gair colocó lentamente el resto de la ropa en el armario. Levantó la prenda de lana azul y la desplegó. La capa era lo bastante larga para rozar el suelo que había a sus pies. Darin lanzó un silbido reverencial.

—Pruébatela —lo animó—. Me apuesto a que te sienta como un guante.

Gair se la probó por encima. El largo era perfecto, el bajo apenas le rozaba el tacón de las botas. Cuando se la puso sobre los hombros, una hoja de papel cayó al suelo. Tenía un tacto especial, caro, y un buen gramaje. La breve nota estaba firmada con una solitaria inicial caligráfica. Se la tendió a Darin para que la viera.

—¿Una «a»…? No es de Alderan, ese trazo descendente no es suyo —dijo Darin.

Gair examinó de nuevo la inicial. Su autor utilizaba una pluma con punta amplia y tinta muy negra, pero no cabía duda en su mente de que era letra de mujer.

—Aysha —dijo.

Introdujo la nota en el bolsillo y ajustó la posición de la capa. En su opinión, no le habría sentado mejor de haber acudido personalmente a la sastrería. Darin se lo quedó mirando con ojos de asombro, la expresión teñida de envidia.

—Creo que te sienta como un guante.

—¿De veras?

—De veras.

¿Se la había regalado Aysha? Gair alisó el tejido sobre el pecho, deseando tranquilizar las mariposas que sentía en su interior. De modo que ella lo consideraba listo para convertirse en maestro, tanto que había cubierto el difícil ascenso a los dormitorios. El control que Gair ejercía de sus poderes había mejorado desde aquellas primeras lecciones que Alderan le dio a bordo de la
Kittiwake
. Era capaz de hacer mucho más, aparte de cambiar de forma, aunque no poseía la soltura de los demás maestros, la confianza nacida de toda una vida de práctica. Pero… un maestro ¿él? Era demasiado pronto para algo así. Por el amor de la diosa, pero si apenas llevaba un mes en la islas.

Gair se quitó la capa, que dobló cuidadosamente; luego la puso en el estante superior, justo detrás de la capa de invierno, donde pudiera hacer compañía al portacartas de plata.

Darin estaba atónito.

—Pero ¿qué haces? ¿Por qué la guardas?

—Aún no me la he ganado.

—¡Pero si te han puesto a prueba!

—Pero no me han ascendido a maestro. Al menos que yo sepa. —Gair se rascó la frente. Confiaba que los polvos de Tanith surtiesen efecto pronto. El dolor de cabeza se había instalado como un invitado inoportuno—. De hecho, no sé muy bien qué soy. Aún no me lo han contado.

—¿Y esto no te parece suficiente explicación? —Darin arrugó el entrecejo, extrañado—. Por lo general el consejo al completo se reúne para presentarlo en público, pero eso no es más que una formalidad. Estarás listo cuando alguien lo diga, y eso es lo que te está diciendo ella.

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