—¡Voy a entrar!
Se quitó de encima las mantas y se puso en pie como pudo. Casi de inmediato se vio empujado de nuevo al camastro. Para cuando encontró las botas en la oscuridad, se había golpeado con todos los baos y esquinas de la cabina. Arriba se oyeron campanadas que daban la alarma, tres golpes rápidos, una pausa breve y, luego, la repetición. Voces agudas sobre un viento que arreciaba y ruido de pasos en la cubierta.
Alderan esperaba en el pasadizo, aferrado con fuertes brazos a los mamparos. El agua de mar se abrió paso a popa en el pasillo, buscando un lugar en las puertas por el que filtrarse. El anciano tenía la ropa empapada, pegada a la piel, y un cabo grueso atado alrededor de la cintura. Con la barba goteante y el pelo encogido, iluminado por la solitaria linterna que colgaba de un cardán, parecía un dios marino salido de las sagas nórdicas. Una expresión desabrida le cubría el rostro.
—Vamos, muchacho, ¡te necesito!
—¿Tan mal está la cosa?
—Peor.
La
Kittiwake
se alzó con la siguiente ola, forzando a Gair a aferrarse al pasamano. Luego cabeceó de mala manera, y tanto Alderan como él se vieron arrojados contra la escala de toldilla. Cada ola se comportó de igual forma, un impresionante ascenso seguido por una caída en espiral hasta el seno de la siguiente ola. El agua fría, salada, se precipitaba por la escala cada pocos segundos, y Gair estaba empapado cuando logró subir a cubierta tras Alderan. Allí las condiciones eran si cabe peores. El viento arrastraba la lluvia, cuya fuerza al caer rivalizaba con la del oleaje que veía de proa, y la tormenta gemía al sacudir el aparejo como un loco cargado de cadenas.
—¡Maldita sea, no sé de dónde ha salido! —Dail se tambaleó por la resbaladiza cubierta desde la rueda del timón, a la que habían atado a dos timoneles que se esforzaban por mantener a la
Kittiwake
en rumbo—. El viento roló tan rápido que casi nos entró de través, lo único que pude hacer fue tomar rizos y correr la tormenta. ¡Menudos embates!
Alderan llevó a Gair hasta el palo mayor, y ató un cabo alrededor de su cintura. En torno se alzaba un mar oscuro como la brea. Las nubes estiraban sus largos dedos hacia el este para asfixiar la escasa luz del sol. El aparejo flameaba a pesar de los rizos que habían tomado a las velas, y cada ola ocultaba con una cortina de agua la cubierta.
—Jamás había visto algo semejante —rugió Dail—. ¡Y eso que llevo treinta años surcando estas aguas! Proviene de la dirección equivocada, sopla en el momento erróneo y está quinientas millas más al este.
El agua se precipitó sobre Gair, a quien hizo resbalar por cubierta. Alderan se había agarrado con fuerza y logró salvarla, de modo que lo ayudó a ponerse en pie. Fue capaz de levantarse, pero el anciano no le quitó la mano del hombro y clavó en él la mirada.
—Necesito tu ayuda, Gair.
El apremio que infundió a su voz atravesó con su angustia el estruendo del viento, el agua y la madera.
—¿Qué puedo hacer?
—Ayúdame a virar el barco. La tormenta lo lleva lejos, al sur, y hay un bajío frente a las islas Maling que lo reducirá a un montón de astillas.
—Pero ¿cómo? No sé manejar el barco.
—El canto. —Al anciano le brillaron los ojos a la luz poniente—. Esta tormenta es una anomalía, hay algo que huele a sobrenatural. Acabará con este barco si no hacemos algo al respecto. Para mí es demasiado, pero con tu ayuda podríamos rechazarla. Sé cómo hacerlo.
Aturdido, Gair levantó la mano para apartarse el pelo mojado del rostro. Debía de haberlo oído mal.
—No sé cómo utilizarlo para algo así. Además, no puedo oírlo. Lleva días en silencio.
El anciano apretó con mayor fuerza la mano con que le pellizcaba el hombro.
—Sigue ahí, Gair. Nunca te abandona, ni por un instante. Forma parte de ti y nadie podrá arrebatártelo.
—¿Y si se aleja de mí? ¡No puedo controlarlo, Alderan!
—No te preocupes por eso. Yo me encargaré de tejer; tan sólo necesito tu fuerza.
Ay, diosa, no podía hacerlo. Cosas mucho más simples se le habían ido de las manos. En una ocasión, había encendido fuego en una parrilla en lugar de un fuego para hacer más llevadero el frío nocturno. Había hecho explotar la madera seca en un montón de astillas. A veces, al conjurar unas luces, éstas temblaban y dudaban, se apagaban y debía volver a invocarlas. La magia era demasiado impredecible, demasiado salvaje; no sabía qué hacer, y tal vez su vida y la de todos a bordo dependieran de él. El temor se le subió a la garganta e intentó asfixiarlo.
La mirada de Alderan lo paralizó como si pudiera ver sus pensamientos escritos en el interior de su cráneo. El joven fue incapaz de apartar la vista.
—Puedes hacerlo, Gair.
Aquella voz profunda, suave, le llenó los oídos imponiéndose al estruendo de la tormenta, blanda como un susurro. Las gigantescas olas rompían con fuerza sobre el casco de la
Kittiwake
y bañaban por completo la cubierta inclinada, intentando arrancar de ella a hombres y equipajes. Las olas caían a sus pies. Sobre sus cabezas se oyó un restallido que anunciaba la fractura de un cabo debido al exceso de trabajo. Gair titubeó.
—No… No creo que sea capaz. ¡Es demasiado fuerte!
—No pienses, limítate a creer. Cree en el canto. Confía en ti mismo.
Las palabras de Alderan se convirtieron en un aleteo que llenó su mente como un fuerte batir de alas. A modo de respuesta, una nota temblorosa sonó donde antes no había más que silencio. Frágil al principio, se reforzó con cada latido de corazón. Más notas resonaron, entretejiéndose en torno a la primera para dar forma a una armonía compleja que aumentó y creció y presionó contra su voluntad. Lo único que tenía que hacer era estirar la mano y tomarla.
No podía.
«No temas. No va a hacerte daño.»
La voz de Alderan se oyó clara y próxima, como si sus palabras resonaran en el interior de su cabeza. Gair se quedó atónito. La siguiente ola estuvo a punto de tumbarlo, y sólo el fuerte brazo del anciano lo mantuvo de pie. El agua de mar lo cegó por un momento; pestañeó para poder ver y se encontró con que Alderan lo miraba fijamente. No perdía detalle.
«Tócala. Abrázala. Forma parte de ti, Gair. Te pertenece.»
—Tengo miedo —susurró cuando abrió la puerta a la magia.
Fluyó a través de él. La tormenta, el mar, el barco, todo pasó a un plano secundario. No había dejado de ser consciente de ellos, pero le hablaban bajo, como una conversación oída desde la habitación contigua. Lo que en ese instante le llenaba los sentidos era aquella música vibrante.
El instinto movió a Gair a dar un respingo. ¡No podía hacerlo! En el momento menos pensado, la magia se volvería en su contra y le haría mil pedazos. Alderan había cometido un error. Había abierto la puerta del establo y, en lugar del recio poni de Barrowshire, había encontrado dentro un caballo de batalla. Diecinueve manos de músculo adiestrado para el combate, con fuego en la mirada. Lo pisotearía con sus cascos de hierro sin darle más importancia que a un excremento del establo. ¿Cómo iba a ser capaz de domar a ese gigante? Acabaría con él sin pestañear.
Pero no había nadie más. Únicamente Alderan y él. Cabos y pernos no aguantarían tanto esfuerzo, y ni por asomo despejaría la tormenta antes de que la
Kittiwake
se hiciera pedazos. Si cabía la posibilidad de salvar el barco, nadie excepto él podría aprovecharla. Se preparó antes de alcanzar el canto.
Para su asombro, acudió a él como un caballo de tiro acude a su amo. Se apoyó en su voluntad como una bestia lo haría en el arnés. Sintió su fuerza, la sensación de un poder inmenso que temblaba bajo una piel lustrosa, pero contenido, templado con algo que se antojaba respeto.
Lo tocó maravillado. La magia nunca le había dado esa impresión antes, y no supo cómo era posible. Debía de ser cosa de Alderan.
—¿Estás preparado? ¡No tienes mucho tiempo!
La
Kittiwake
cayó sobre el seno de la siguiente ola con tal rapidez que el estómago le dio un vuelco. Los restallidos se multiplicaron a medida que los cabos fueron cediendo. El mastelero de velacho se quebró.
—¡Cuidado ahí abajo! —gritaron los marineros desde el castillo de proa.
Sobre sus cabezas, el mastelero roto se precipitó hacia el pasamano de babor entre el estruendo de la lona. Los estayes lo siguieron, sacudiendo la cubierta. Otra ola forzó los obenques; la vela cayó al mar y se llenó de agua. En cosa de unos instantes, la
Kittiwake
se vio arrastrada por proa, y cada ola fue hundiéndola más y más.
—¡Gente a proa! —aulló Dail—. ¡Cortad esa vela o nos vamos al fondo!
Gair se apartó el cabello de los ojos. Tenía que hacer algo. A los marineros les llevaría un rato armarse de hachas con que cortar la maraña de cabo que ataba el barco a esa ancla marina en que se había convertido el velacho, pero a la
Kittiwake
no le quedaba tiempo. El poder que lo aguardaba en su interior le vaciaría la mente en lo que el presente se convierte en pasado. Pero subía la apuesta y quiso saber qué se siente al cabalgar a lomos de todo ese poder. Tragó saliva.
—Estoy preparado. —Pegó la espalda al tembloroso palo mayor cuando el barco encajó una nueva sacudida—. ¡Adelante!
Nada pudo prepararlo para la sensación que experimentó. Fue como si una mente ajena penetrase en la suya. Desplegó toda su conciencia como una manta y el canto dio alegres volteretas a modo de respuesta. Si Gair cerraba los ojos podía ver los hilos del tejido de Alderan. El dibujo era inmenso como el firmamento; seguir su urdimbre lo aturdió un poco, pero era magnífica, poseía una lógica asombrosa, y ahí en medio estaba él, sirviéndole de ancla. Lo vio todo con tal claridad que tuvo ganas de reír a carcajadas.
El tejido se llenó en cuestión de segundos, una telaraña centelleante de fuerza, brillante como el interior de una piedra preciosa. En derredor la tormenta no dejó de sacudir al barco. En ese instante habló Alderan:
«Ahora.»
Gair asió el palo con todas sus fuerzas y aflojó la presión que ejercía sobre el canto, que recorrió hasta la última fibra de su ser para desembocar en la telaraña de Alderan y golpear la tormenta como un puño. La
Kittiwake
se tambaleó. Gair se vio empujado hacia atrás contra el palo, pero el flujo de poder que Alderan extraía de él no disminuyó un ápice. Los vientos de la tormenta formaron un confuso torbellino que proporcionó a los marineros un respiro para encaramarse al aparejo y cortar el mastelero que los lastraba. Cayó con un fuerte chapoteo, y la vela suelta burbujeó cuando las olas la hundieron. La
Kittiwake
adrizó la proa y ganó andadura, deslizándose con mayor soltura. En el timón, los marineros soltaron exclamaciones de alivio cuando recuperaron el gobierno del barco. Lentamente la nave emprendió la virada.
En ese momento la tormenta golpeó de nuevo. Lo hizo por el través de estribor, y el barco tumbó sobre el oleaje. Alderan lanzó un juramento y reforzó el tejido, pero no fue suficiente. La ventaja que habían obtenido se vio comprometida. Gair sintió bajo sus pies que la
Kittiwake
sufría de nuevo a merced de la tormenta. Si tumbaba del todo sobre el oleaje estarían perdidos.
Se entregó aún más al canto, antes incluso de que Alderan se lo pidiera. Fluyó a través de él con mayor soltura que cualquier otra cosa que hubiese dependido de él, y poseía un poder sobrecogedor que, no obstante, fue absorbido por el tejido del anciano, quien le dio forma y lo canalizó hacia al centro de la tempestad.
Grado a grado el viento giró, obligado por la voluntad de Alderan a adoptar un rumbo más oriental, de forma que la maltrecha
Kittiwake
pudiese aprovecharlo para poner rumbo noroeste, en lugar de verse arrastrada al sur, en dirección a los arrecifes que había frente a las islas Maling. Gair no había prestado mucha atención a la carta náutica que colgaba de la pared de la cabina de Dail, y no pudo visualizarlos. Volvió el rostro y aguzó la mirada ante la rociada del mar cuando superaba el pasamano de babor. Era casi imposible distinguir algo en aquella negrura, pero la espuma blanca era inconfundible. Lanzó un juramento y gritó.
—¡Las rocas! ¡Estamos muy cerca!
Alderan ni siquiera volvió la vista. Redobló sus esfuerzos, y el tejido consumió más y más las fuerzas de Gair. Cada grado que forzaban al viento a girar parecía exigir más y más, lo que hacía de la siguiente ganancia marginal una labor más difícil. En lo alto, la gavia mayor, a la que habían tomado un rizo, se hinchó, tensa. La madera protestaba tras cada ola que golpeaba el casco, pero el barco volvía la amura hacia aquel maretón y ganaba velocidad nudo a nudo.
—¡Rumbo oeste noroeste! —ordenó Dail a voz en cuello, iluminado el rostro por la fantasmagórica luz de la caja de bitácora—. ¡Da lona!
Tras un cabeceo de asentimiento, el contramaestre dio órdenes a los gavieros de mayor.
—¡Gavieros arriba! ¡Desarriza y a dar la lona!
Los empapados marineros treparon por el palo y se extendieron a lo largo de la verga apoyándose en los marchapiés. Uno tras otro quitaron los rizos que habían tomado, y toda la lona empapada cayó con estruendo mareada al viento. En cubierta, las cuadrillas que atendían las drizas resbalaron, juraron y halaron hasta despellejarse las manos, orientando las vergas para que la vela atrapara todo el viento posible. Al principio con lentitud, luego con una seguridad que fue en aumento, el ángulo que formaba la cubierta de la
Kittiwake
fue aumentando.
—¡Ya vira! —El rostro del contramaestre exhibía una enorme sonrisa de incredulidad—. ¡Lo hemos logrado!
—¡Ojo, que aún no hemos cruzado ese puente! —Dail se desplazó por el pasamano en dirección a Alderan—. ¿Puedes apartarnos de esas islas?
El anciano apretaba con fuerza los dientes y la tensión no abandonaba su rostro.
—La tierra tiene poder. Podemos hacerlo.
Gair oyó la voz de Alderan en la mente.
«Un último esfuerzo para apartarnos de las rocas y todo habrá terminado —dijo con suavidad, aunque su voz reverberó con todo el poder del canto que comandaba—. Has estado muy bien.»
Gair sintió un aumento del poder que anidaba en su interior, un poder que liberó. En ese momento no era más que un conducto, un canal a través del cual el poder podía deslizarse. Apenas tenía control, poco más del necesario para enfocar esa tremenda energía. Cerraba los ojos con fuerza, cabizbajo. La sensación de náusea fue en aumento, por lo que se aferró al palo mayor y se esforzó en combatirla.