Una súbita racha de viento le alcanzó el pecho. Las llamas temblaron, llenándole los guantes de chispas. Oyó un leve gemido a su espalda. El viento entre las rocas. Las montañas Brindling eran de piedra arenisca y miles de años a la intemperie habían esculpido en ellas chapiteles fantásticos; el viento jugaba con ellas como el trapero con su flauta. No obstante, Masen llevó a
Brea
al galope corto. El gemido se perdió a su espalda convertido en nada, y poco después reapareció. Por espacio de unos pocos segundos alzó su tono hasta proferir un chillido. Pero no era más que el viento. Las antorchas durarían aún un par de horas, y para entonces ya sería la hora de Caída. Si lograba mantener el paso, apenas tendría de qué preocuparse.
La yegua cubrió otra milla. El viento siguió decayendo y aumentando, cambiando de sentido en claro desafío a la dirección en que debería soplar, a la dirección en que debía entablarse. En un instante le tiraba con fuerza de la capa, casi hasta asfixiarlo, pero al siguiente lo empujaba en la dirección que llevaba.
Brea
, nada contenta, agachó las orejas y siguió trotando.
Otra milla. Reinaba una oscuridad absoluta más allá de la rojiza luz de las antorchas. El frío hería el rostro de Masen y se le introducía por la tela de los guantes para morderle los dedos. Cada aliento humeaba antes de que el viento se lo llevara consigo.
Al cabo de una milla más la oscuridad adquirió una textura distinta y las paredes del paso se volvieron más escarpadas. Reinaba una atmósfera densa, pesada como la aflicción. Los nervios se habían adueñado del estómago de Masen. Si los silbadores iban a mostrarse, no tardarían en hacerlo.
Formas espectrales surgieron de la oscuridad a ambos lados del camino. Espirales de piedra arenisca, agudas como hojas de espada obligaron al viento a gemir a su paso, envuelto en torno a cuernos de narval y chimeneas de trasgo hasta que chilló. Masen frenó a
Brea
hasta que la yegua avanzó al trote. En ese punto el paso era muy angosto, y el Silbador retorcía el camino a través de sus dedos crispados como si fuera una cinta. Mejor mostrarse cauto, a menos que no tuviera otra elección.
Un silbido agudo sonó a su izquierda. Otro respondió arriba, al frente, transformado al cabo en una risilla. El miedo acarició con dedos de hielo la espina dorsal de Masen. Los silbadores, eran los silbadores. Más sonidos procedentes de la retaguardia, audibles a pesar del ruido que hacían los cascos de
Brea
. Tenían un tono burlón, como cuando los niños cantan en el patio del colegio. Una risotada estalló al frente, interrumpida de pronto antes de sonar de nuevo al otro lado del camino.
Brea
resopló mientras sacudía la cabeza, reduciendo la marcha. Masen apretó los muslos en las costillas del animal para enardecerlo, y levantó tanto como pudo las antorchas.
«Haznos compañía.»
Una forma clara surgió de la oscuridad de la noche. Pálida como la ceniza, pálida como la huesa, demasiado grande para ser un copo de nieve.
«¿Por qué huyes?»
Más y más bajo acudió, flotando lenta como una pluma al caer, acercándose sin embargo cada vez más rápido hacia Masen, como la piedra que proyecta una honda. Pasó por encima de su cabeza y el instinto lo empujó a agacharse. Hubo risas a su alrededor.
«No temas.»
Entonces desapareció, dejando tan sólo el recuerdo del viento en su mejilla y el frío, el tenue hedor que desprende una tumba antigua. Otro destello blanco en la oscuridad, a su izquierda, seguido de otros dos a su derecha. Masen intentó no mirarlos. Mantuvo la vista clavada en el camino que, entre las orejas de
Brea
, serpenteaba ante él, mientras la hierba blanca resplandecía con el reflejo de las antorchas.
«¿Quieres que cantemos para ti? Sí, cantemos. Cantemos cantemos cantemos cantemos cantemos cantemos sí cantemos cantemos para ti cantemos con tal dulzura cantemos con pesar cantemos a tu alma cantemos a tu alma cantemos para que duermas duerme querido mi amor querido duerme otra vez para que duermas otra vez tan triste tan triste un sueño tan largo duerme para dormir en silencio silencio tan hondo tan largo sueño, ¿o quieres que gritemos?»
Aulló una docena de voces. El sonido horadó los oídos de Masen cuando las sombras pálidas cayeron súbitamente a su alrededor. Se inclinó un poco más en la silla y apremió a
Brea
a apretar el paso. La melena de la yegua le azotó el rostro y el gélido viento nocturno le arrancó lágrimas de los ojos. No podía permitirse el lujo de que lo cercaran allí.
«¡Agárrate!»
Brea
derrapó hasta detener el paso apenas a unas yardas del guerrero cubierto de pieles que se hallaba en mitad del camino, lanza de guerra en ristre. Masen se mantuvo en la silla con cierta dificultad mientras la yegua cabriolaba y movía la cabeza. Relinchó presa del pánico. Lo único que pudo hacer fue susurrarle unas palabras tranquilizadoras al oído; tenía las manos ocupadas con las antorchas. Le susurró sin apartar la vista del guerrero. Era un tipo alto y llevaba las largas trenzas adornadas con plumas. En los brazos musculosos tenía brazaletes de bronce y un broche enjoyado prendido del grueso manto que llevaba sobre los hombros, un manto que parecía gastado, como si lo hubieran lavado a menudo. El cabello del hombre era descolorido como tela de araña. Una ilusión, no más real que los demás silbadores, pero lo suficiente para espantar a la pobre
Brea
.
—Vuelve a tu lugar de descanso —voceó Masen, adelantando una de las antorchas. Obligó a la yegua a adoptar un paso más lento—. Aquí no hay riña.
«¡Agárrate!», le urgió de nuevo la voz. El lancero no despegó los labios.
—¡He dicho que desaparezcas!
Con un aliento del canto, Masen separó una lengua de fuego de las antorchas, que proyectó hecha una bola en dirección al espectro. Éste levantó la lanza para apartarla, y luego la disolvió en humo y copos de nieve que crujieron bajo los cascos de
Brea
cuando la yegua pisó el lugar donde había surgido la aparición. Bastó con darle ánimos para que volviese a cabalgar al trote, aunque no dejó de mover las orejas hacia atrás y hacia adelante.
Cayó más nieve, densa, salida de la noche para arrancar susurros de las antorchas. De la retaguardia llegó un renovado coro de maullidos, acompañados por gritos de frustración más discordantes que nunca.
«¡Despecho! ¡Nos tratas con despecho! ¡Nos menosprecias a pesar de nuestro canto! Te cantaremos otro uno de lanzas un canto de almas idas tiempo ha convertidas en polvo un canto de piedras un canto de huesos rompe los huesos rompe las lanzas que quebraron nuestros huesos quiebra las lanzas que pulverizaron los huesos en las piedras que alfombran esta tierra que en tiempos nos perteneció esta tierra que obtuvimos con sangre y huesos.»
Las sombras volvieron a amontonarse, docenas de ellas yendo a la deriva, como nubes. Procuró no mirarlas directamente, pero eran demasiadas. Planearon sobre él con sus rostros cadavéricos, los ojos hundidos, cariacontecidos por las penas y los horrores. Allí había fenecido todo un ejército, casi un pueblo entero, aplastado entre el martillo de las mejores tropas de Endirion y el yunque de Brindling Fall, a pesar de lo cual no hallaba descanso.
Tres millas hasta el sexto recodo del camino y el fin del paso del Silbador. Era pedir demasiado a su montura, que galoparía hasta reventar mientras él le clavara las espuelas. Uno de los caballos de carreras del emperador se permitía esa distancia en el Círculo del Rey, pero
Brea
no era un caballo de carreras. No; a oscuras y cargada con las pesadas alforjas, lo más importante era que no tropezara. Algo de velocidad para ganar distancia, pero ante todo firmeza, y eso era algo de lo que
Brea
iba sobrada. Masen hincó los talones en las costillas de
Brea
e intentó dejar atrás a los muertos.
Cuando la espectral nube se fundió en la nieve, Masen redujo el paso de la yegua con una palabra. El animal se sacudió un copo de nieve de la cara. La piel, cubierta de sudor, despedía vapor, pero mantenía la cabeza alta. Masen echó un vistazo a las antorchas. Seguían ardiendo, pero no lo harían mucho más tiempo. Quizá disponía de una hora de luz. Confió en que bastase. Tenía por delante otras dos millas más.
Brea
avanzó laboriosamente, el estampido de los cascos casi enmudecidos bajo los jirones de niebla. Masen aguzó el oído, atento al regreso de los silbadores. Cada vez que el viento gemía a través de los pilares de roca que bordeaban el camino, miraba hacia la fuente del sonido, moviendo ambas antorchas. No vio más que nieve. Caía sobre el paso de norte a sur, callada como cuando se estremecen las alas de un ángel. El frío le hería los oídos con dedos crueles y le dolían los brazos debido al esfuerzo de sostener en alto ambas antorchas. No había nada más que nieve y roca, y la sofocante noche de terciopelo.
«¡Traidor!»
La voz sonó justo a su espalda. Masen obligó a
Brea
a volverse apretando las rodillas y notó en las costillas el fuerte martilleo de su corazón. Nada. No había más que nieve, que relucía al caer en el círculo rojizo que proyectaba la antorcha. En algún lugar a su espalda el viento penetró entre las rocas y guardó silencio. Nada. Se rebulló en la silla e hizo que la yegua se volviera.
Un espectro colgaba suspendido en el aire, delante, tan cerca que podía tocarlo. Era una mujer. El pelo largo flotaba como una nube en torno a su cabeza. Su piel era traslúcida, como si su rostro de pómulos marcados estuviese esculpido en piedra lunar. Cada uno de sus rasgos era perfecto. Desde los hombros suaves, lechosos, hasta los delicados pies, era adorable como el amanecer.
«¿No piensas quedarte? —Le sonrió con los brazos extendidos, ofreciéndole la bienvenida que una doncella reserva a su amante—. No te separes de mí, amor mío. Hace tanto frío cuando tú no estás, hace tanto frío de noche. No te separes de mí y disfrutaremos de todo el tiempo del mundo.»
Por muy seductoras que fueran las palabras, tenía los ojos vacíos. Los dedos blancos que le tendía terminaban en las garras negras de un cuervo y los dientes, blancos también, eran afilados como los de un lobo. Masen sacudió con fuerza las antorchas. Una llamarada hizo que el espectro se encogiera. Masen avanzó, y el fuego perforó al fantasma entre los blancos pechos. Echó atrás la cabeza y lanzó un aullido. Desde las espirales de piedra arenisca que había a ambos lados del camino se alzó la respuesta de un millar de voces.
Masen hincó las espuelas en los costados de
Brea
al tiempo que lanzaba un grito. La yegua reculó antes de emprender el galope. Guerreros fantasma surgieron del camino con los arcos dispuestos, y dispararon andanada tras andanada de flechas. Si los proyectiles hubiesen sido reales, su cadáver estaría atravesado como un acerico; en lugar de ello, las astas fantasmales lo traspasaron de parte a parte, provocándole únicamente una fría sacudida en el alma. Una no mataba, pero un centenar o más lo dejarían debilitado y la noche amarga no ayudaría en nada. Inclinado sobre el cuello de
Brea
, mientras las llamas proyectaban una estela de luz a su paso, cargó al galope sobre la línea de espectros. Flechas y más flechas lo atravesaron;
Brea
tropezó una, dos veces. Su respiración se volvió trabajosa, y los espumarajos alcanzaron el pecho del jinete, pero a pesar del cansancio siguió galopando hacia la nieve y la lluvia de flechas.
Tras ellos el aullido subió un tono. Primero se convirtió en un grito, luego en un chillido agudo como cuando la fina hoja de un cuchillo corta los nervios. Un manto de silencio se extendió en el ambiente. Aunque no distinguía la diferencia en la nieve y la noche que lo rodeaban, Masen sintió que el paso se hacía más amplio, y las laderas de las montañas a ambos lados se volvían menos pronunciadas, suavizándose cuando por fin dejó atrás a los silbadores.
Alternando el trote con el paso corto, Masen consiguió que
Brea
lo llevase al amparo de las murallas de la fortaleza justo cuando se apagaron las antorchas. Tendría que hallar refugio pronto. En cuanto dejase de nevar, haría un frío de muerte y ambos estaban demasiado cansados para descender la Escalera. Conservaba en el pecho la gelidez de las flechas fantasma, era como una coraza de hielo que le hacía difícil respirar y mantener el calor, a pesar de las capas de ropa.
Brea
tropezaba al andar, cabizbaja, las orejas caídas. Probablemente debido a su tamaño le habían alcanzado la mayoría de las flechas.
Le pasó el brazo por el lomo.
—Vamos, moza. Un poco más, ¿de acuerdo?
Por la diosa, menudo esfuerzo le había costado hablar. Tuvo que arrastrar cada palabra fuera de la garganta como si pesara una tonelada. Soltó los restos humeantes de las antorchas. Demasiado pesados para él y no le servían de nada. Incluso los pies le pesaban mucho para levantarlos de la nieve, a pesar de lo cual lo hacía, un pie delante del otro fuera de la nieve, un paso más, y otro, lentamente bajo el arco de la Puerta de Endirion, hacia el sendero que ascendía por el lateral que llevaba a la puerta posterior.
Brea
avanzó con dificultad a su lado, acompañándolo paso a paso, yarda a yarda.
Podrían entrar en la fortaleza por la puerta trasera, donde los defensores habían recibido en una ocasión sus carros de suministro procedentes de Caminoverde. Si las murallas interiores no habían caído con las tormentas hallaría dentro refugio, al menos un rincón que estuviese protegido de la nieve, donde encender un fuego, calentar la comida. Tan sólo tenían que alcanzar la entrada.
Brea
emitió un quejido y cayó postrada de rodillas. Intentó incorporarse un par de veces, pero allí se quedó, temblando mientras la nieve le cubría de blanco las patas. Le quedaban pocas fuerzas. Masen se agachó para inspeccionarle las patas. Gracias a los santos no sufría cortes profundos. Le dio palmadas en el cuello.
—Llevamos juntos demasiado tiempo para que ahora te plantees abandonarme —advirtió Masen, asiendo de nuevo las riendas—. Arriba,
Brea
. Ya no queda mucho.
Le quitó la nieve del rostro y se volvió hacia la pendiente, pero se detuvo al ver una sombra que se apartaba de uno de los imponentes contrafuertes de la fortaleza para asomar en mitad del sendero. Masen no distinguió nada del aspecto del hombre, excepto el arco corto que llevaba en la mano, cuya forma era imposible confundir.