—Encantado de conocerte —dijo, pero Arlin se limitó a recoger la espada de madera con la que practicaba y se alejó caminando. Cuando encontró un hueco entre las parejas de estudiantes empezó a mover la espada de práctica en círculos.
Gair envainó la espada larga y la apoyó en la escalera de la armería, donde no molestara. No había necesidad de mostrarse maleducado, pero quizá ése era el comportamiento habitual de Arlin. Fuera como fuese, se tomó su tiempo mientras escogía la espada de práctica del estante de la armería, repasando todas las espadas de madera hasta encontrar una que le pareció razonablemente recia.
Vio por el rabillo del ojo a Arlin de pie con el peso del cuerpo apoyado en un pie y la mano en la cadera, rasgando el aire con la espada a izquierda y derecha, como la cola de un gato peleón. Gair no permitió que le metiera prisa. Después de ejercitarse con un arma de verdad, la espada de madera se le antojó extrañamente liviana; la blandió para sopesarla bien. Arlin lanzó un suspiro teatral al ver que lo hacían esperar. «Que se fastidie.» Gair aflojó la tensión de cuello y hombros, y miró de nuevo a lo largo de la espada. «Yo también puedo jugar a ese juego.»
—No hay prisa, cuando estés preparado —murmuró el tylano cuando Gair se le acercó.
—Lo estaré cuando tú lo estés.
Saludó tal como le habían enseñado y asentó los pies. Arlin no respondió al gesto, ni siquiera pareció interesado en que la disputa fuese amistosa. Se lanzó sobre su oponente, la espada en alto. Las maderas chocaron con un fuerte crujido. El impacto sacudió las muñecas de Gair, que se movió lo bastante rápido para parar el golpe y evitar las consecuencias. Reparó en las nuevas astillas de la madera que empuñaba.
—Dijiste que estabas preparado. Si eres lo mejor que la Iglesia puede ofrecer, habrá que temer por el futuro de los suvaeanos.
Gair se mordió la lengua para evitar responder. Permitir que las emociones te dominen es el modo más seguro de perder. Ajustó el modo en que empuñaba el arma y aguardó. El segundo ataque no se hizo de rogar, pero estaba mucho mejor preparado. Las espadas de madera volvieron a encontrarse una, dos veces, y luego hubo una breve pausa antes de que Arlin dirigiera una lluvia de golpes en dirección a Gair. Por escasos segundos fue incapaz de hacer nada, excepto defenderse. Su oponente era bueno, muy bueno. Ligero de pies y rápido como el azote del látigo, pero ¿sería Arlin tan rápido con cuatro libras de acero en la mano, en lugar de un pedazo de madera? Mientras se movían en círculo, intercambiando golpes de vez en cuando en busca de las debilidades mutuas, Gair sospechó que sí lo era.
—Pensé que ibas a mostrarnos cómo se pelea con la espada, monaguillo, en lugar de esos pasos de baile —dijo Arlin con tono burlón.
—Lo siento, te confundí con una chica.
En cuanto las palabras abandonaron su boca, Gair deseó haberse mantenido fiel a su propósito de no decir nada. Arlin abrió los ojos como platos, y entonces su rostro adquirió la inexpresividad del granito. Dio dos lentos pasos a la derecha y lanzó un golpe tan firme como veloz. Gair lo bloqueó en lo alto y luego tuvo que hacerlo de nuevo sin tener los pies bien firmes en el suelo; el palo pasó silbando de tal modo que, en caso de haberse tratado de una espada de verdad, le hubiera causado un corte en el esternón. Arlin cerró distancias sin dar su brazo a torcer. Gair paró los ataques una y otra vez, y logró bascular el peso del cuerpo sobre el pie adelantado. Eso le facilitó encajar la fuerza de los embates del tylano. Al cabo de unos segundos logró atacar él. Arlin cedió terreno a regañadientes, luego se destrabaron para volver a desplazarse en círculos.
Gair sudaba profusamente. Sin apartar un instante los ojos de su oponente, se pasó la espada de práctica de una mano a la otra para poder secarse el sudor de la palma en la ropa. Arlin aprovechó la ocasión para atacar. Gair levantó el palo para bloquear. El impacto reverberó en todo su cuerpo, pero giró la muñeca, apartó la espada de práctica y dio un paso al frente para cubrir el espacio libre. Su propio ataque se vio rechazado por una serie de contraataques, tan rápidos que los palos de madera se convirtieron en un borrón.
Durante la mayor parte de la hora, ninguno de ellos fue capaz de sacar ventaja al otro más allá de unos escasos segundos. Gair era más alto y eso le permitía alcanzar más lejos con el arma, pero Arlin era muy veloz y le sobraba energía, porque, maldito fuera, no parecía cansado. Al contrario que Gair, que acusaba la fatiga en los músculos y sentía cada vez más pesadas las extremidades. Tenía que poner fin a aquello, y cuanto antes mejor.
—¿Has tenido bastante, monaguillo? —preguntó Arlin, cuya arrogancia le valió una mirada de advertencia por parte de Haral. El maestro se movía por el perímetro de su enfrentamiento armado con un bastón largo. Gair mostró los dientes.
—Creo que no. ¿Y tú?
Se lanzó de nuevo a fondo, dirigiendo una finta a la parte izquierda de Arlin. El tylano tenía tendencia a cargar sobre ese lado y dejar un poco al descubierto el flanco contrario, pero sus reacciones eran tan rápidas que Gair rara vez lograba burlar la guardia. Y cuando lo conseguía, tan sólo basculando el cuerpo en el golpe hubiese obtenido resultados. No podía abusar de esa táctica. Había llegado el momento de comprobar si también podía servirse de la astucia para vencerlo.
Aunque Arlin mantuvo una defensa tan pronta como al principio, su espada de madera rasgó el aire cuando Gair se agachó y empeñó en el ataque el peso del cuerpo, momento en que la punta alcanzó el esternón de su oponente. La expresión de Arlin se tiñó de consternación y sus labios pronunciaron una maldición.
—Bien hecho. —Haral descargó un golpe en el suelo con el pie del bastón—. Un punto para ti, Gair.
Arlin no dio muestras de haberlo oído. Se limpió con la manga el sudor que le perlaba la frente y luego se secó las palmas de las manos, mientras clavaba en Gair la mirada imperturbable de una serpiente. Retrocedió sin ofrecer a su oponente el saludo de rigor, y acto seguido se arrojó de nuevo al ataque. Sorprendido con la guardia baja, Gair se defendió hasta que logró de nuevo asentar bien los pies y oponer una defensa coherente. Arlin siguió sin mostrar indicios de fatiga, pero al leahno los hombros le dolían horrores debido al cansancio. Reculó siguiendo las enseñanzas de Selenas, recurriendo a las defensas clásicas, hasta que cedió la furiosa energía de los ataques de Arlin. En ese momento, Gair se empeñó en el ataque para sacar provecho de la debilidad de su contrincante, decisión recompensada por un golpe en un lado de la cabeza que lo tumbó despatarrado en el suelo.
Por breves instantes el cráneo de Gair retumbó como la campana de la sacristía el día de todos los santos. Cuando se acarició la sien, la sangre le tiñó de rojo la yema de los dedos. Fue consciente de la voz grave de Haral, quien felicitó a Arlin por haber empatado el duelo antes de advertirle de que debía cuidarse mucho de la mirada del oponente, capaz de mover a engaño, pero lo único que Gair pudo ver fue la tonalidad escarlata de sus dedos. Carecía de fuerza en las extremidades.
Alguien le puso la mano en el hombro.
—¿Te encuentras bien, Gair? —preguntó Haral.
Asintió, pero quiso no haberlo hecho porque el estómago amenazaba con devolver el desayuno. Cuando se recuperó, se puso en pie sirviéndose de la espada de madera. La sangre le corría por el cuello. Se señaló el rostro dolorido. Las manos callosas de Haral lo forzaron a volver la cara hacia el sol para examinarla. Por encima del hombro del maestro de armas vio que Arlin sonreía desdeñoso.
—No será necesario coser la herida, pero creo que tendrías que ir a ver a un sanador —opinó Haral, soltándolo—. Eso sí, tendrás un buen dolor de cabeza.
Otro. Estupendo.
—Un punto más —dijo Gair.
—¿Cómo?
—Quiero el desempate, maestro Haral.
El syfriano arrugó el entrecejo.
—Aquí no hay lugar para la venganza, Gair.
—Un punto más para determinar el vencedor. Eso es todo lo que pido.
—¿Luego acudirás a la enfermería?
—Te doy mi palabra.
—Si estás seguro, dejaré que riñáis por otro punto. Pero ni uno más, ¿entendido? —preguntó, señalando a Gair con el dedo índice.
—Sí, maestro Haral.
Haral asió con fuerza la espada de madera, al tiempo que lanzaba un gruñido.
—Último punto, caballeros —anunció—. Después a descansar.
Arlin se mostró sorprendido y sus labios insinuaron una protesta que no llegó a ser pronunciada. Gair se situó delante de él y se deshizo de la ensangrentada túnica que se había liado a la cabeza porque le estorbaba. Se puso en guardia y percibió movimiento en la periferia de su campo de visión. Los demás estudiantes habían dejado de ejercitarse y formaron un círculo alrededor de ambos. Sorchal, con las muñecas apoyadas en la espada que llevaba a hombros, cruzó la mirada con Gair e inclinó la cabeza a modo de saludo.
Arlin también había reparado en los espectadores. Encogió los hombros, un gesto que les dirigió para dar a entender que le daba lo mismo que Gair estuviera tan dispuesto a encajar otra paliza. Adoptó la posición.
Gair evitó los primeros golpes sin intentar siquiera contraatacar. Quería saber cuán cansado estaba Arlin, pero era difícil intuirlo. Tenía la mente embotada y le extrañaba que el tiempo pareciera estirarse. La sangre le corría por la mejilla y amenazaba con estorbarle la visión, lo cual le obligó a limpiarse con el hombro. Arlin fintó veloz, cerrando sobre él como un halcón sobre una golondrina. Gair se recuperó con la suficiente rapidez como para lanzar un ataque. Arlin lo paró, pero acabó cediendo terreno. Gair presionó dispuesto a sacar partido de su ventaja, aprovechando la que le daba la longitud de su brazo para tantear las defensas de Arlin. De nuevo el tylano amagó a la izquierda pero fintó a la diestra. Gair golpeó con fuerza, lo que obligó al oponente a parar con cierta torpeza. Cuando el equilibrio de Arlin titubeó, Gair renovó el ataque una y otra vez, empujándolo a asentar el otro pie y, seguidamente, a recular medio paso. La madera entrechocó con la madera, puntuado el triquitraque con el estampido de los pies y los gruñidos derivados del esfuerzo. La incertidumbre centelleó fugaz en la expresión de Arlin, cuyos contraataques perdieron firmeza a medida que los golpes le entumecían las muñecas y le obligaban a ceder más y más terreno.
El fuego prendió en el interior de Gair. Ya no tenía que plantearse siquiera las estocadas y los tajos, pues los ejecutaba sin pensar como si la baqueteada vara de madera que empuñaba fuese una extensión de sus brazos. La sangre que le corría por la mejilla dejó de importarle. Podía ignorarla. Volcó toda su atención en empujar a Arlin a cometer un error. Gair fintó a izquierda y derecha, y Arlin se dedicó a parar los ataques. Poco a poco le descubrió la guardia, hasta que su oponente levantó tanto la espada que Gair hizo un ataque, empuñando el arma con ambas manos, y la vara de madera dio en el costado del tylano.
Arlin se quedó sin resuello y se dobló sobre la espada como un saco de harina. Se llevó una mano a las costillas mientras recuperaba poco a poco el aliento.
Por espacio de unos pocos segundos la alegría inundó a Gair. El punto era suyo. Entonces cayó en la cuenta de cuál era la realidad. Se deshizo de la espada de prácticas y se arrodilló junto a Arlin. El tylano masculló una maldición y lo apartó de un empujón, luego sollozó, la mano en el pecho.
—Déjame echarle un vistazo, muchacho, déjame verlo. —Haral levantó con cuidado la túnica de Arlin para inspeccionarle la contusión.
Arlin se quejó dolorido y maldijo de nuevo. Haral dejó caer la túnica y se puso en pie.
—Creo que tienes un par de costillas rotas, así que será mejor que Saaron te eche un vistazo —dijo—. Gair, acompáñalo.
—¡No! —Arlin apartó de un manotazo el brazo que le ofrecía Haral y se puso en pie con dificultad, los ojos muy abiertos.
—Tonterías, muchacho —replicó el maestro de armas—. ¡Estás ceniciento como unas gachas! Saaron nunca me perdonaría que te desmayaras en el corredor y te abrieras el cráneo. —Levantó la mano cuando Arlin se disponía a protestar—. No me discutas. Ve a la enfermería con Gair. Por hoy ya os habéis perjudicado bastante mutuamente.
Arlin, con los hombros hundidos y el cuerpo contraído como la viva imagen del dolor, se dirigió a la escalera que los llevaría fuera del patio. Gair lo siguió a un par de pasos de distancia. Cuando entraron en el claustro de la enfermería, Gair aventuró otra disculpa.
—Lo siento, Arlin. No quería hacerte daño.
Bueno, puede que un poco sí, pero sobre todo porque quería ganar el punto. Arlin siguió andando con dificultad, sin dar señal alguna de haberlo oído. Gair lanzó un suspiro. Al menos lo había intentado. Presionó la túnica en la herida. Ya no sangraba tanto, pero seguía doliéndole. Imaginó qué aspecto tendría.
Llegados a la enfermería, Arlin tiró de la cuerda de una campana y abrió la puerta con dificultad. Gair, detrás, tuvo que pararla con el hombro cuando se cerró sobre él, y una vez dentro la ajustó con fuerza. Los bancos de la sala de espera estaban vacíos. La puerta situada en el extremo opuesto de la estancia llevaba al quirófano y estaba entornada, pero Gair no vio a nadie dentro.
—Saaron no puede andar lejos —dijo—. Iré a buscarlo.
Arlin, furioso, se sentó en un banco con la mano en las costillas lastimadas. Gair se asomó al quirófano. Persianas amarillas cubrían las amplias claraboyas y tapaban a medias las ventanas. Las paredes de azulejos estaban húmedas, igual que la imponente mesa de operaciones, como si alguien hubiese fregado el lugar, pero no se veía ni rastro de Saaron. Se disponía a probar suerte en el despacho del sanador, tras la puerta contigua, cuando oyó pasos. Se abrió la puerta y entró una joven delgada, vestida con túnica y bandas de sanadora.
—Me pareció haber oído la campana —dijo—. Estaba en el dispensario. ¿En qué puedo ayudarte?
—Estoy buscando a Saaron.
—Me temo que no está. Se ha declarado la escarlatina en Pencruik y ha ido a echar una mano. —Dejó el jarrón de arcilla que llevaba y levantó la persiana para que el sol entrase en el quirófano—. ¿Qué te ha pasado en la cara?
—Me di un golpe con una espada de práctica.
—¿Eres uno de los estudiantes del maestro Haral?
Gair asintió. La joven aseguró al tope la cuerda de la persiana y se le acercó. De cerca pudo comprobar que era astolana. Llevaba el cabello pelirrojo recogido en una trenza sobre el hombro, pero algunos mechones rizados habían logrado escapar para dar forma a una especie de halo en torno a su atractivo rostro de piel bronceada. Tenía los ojos grandes, castaños, rasgados como los de un felino. Le asió la barbilla para inclinarle el rostro hacia la luz.