Bajo la hiedra (32 page)

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Authors: Elspeth Cooper

Tags: #Ciencia ficción, fantástico

BOOK: Bajo la hiedra
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Pensar que había ocultado con el pulgar las palabras que figuraban en la nota que había mostrado a Darin hizo que Gair respirara hondo para calmar la emoción que sentía en el estómago.

—Tengo la sensación de que el resto del consejo no lo ha autorizado.

—Siempre podrías preguntárselo. Me refiero a que ella tomó parte en las pruebas, ¿no? Y pertenece al consejo. Pregúntale.

Supuso que podría agradecerle el obsequio, pero no pudo evitar preguntarse por qué había escogido entregarlo de ese modo. ¿Por qué se la había guardado en el armario? ¿Por qué no se había limitado a entregársela?

—Se supone que mañana tengo clase con ella. Veré si lo menciona.

Darin rió.

—En otras palabras: temes preguntar. No te culpo, a mí me tiene muerto de miedo.

—No es tan terrible —dijo Gair, ausente, apoyando la espalda en la puerta del armario. Desconcertante, quizá. Dogmática, independiente, valiente.

La última vez que habían volado juntos ella se había regocijado en su dominio del aire, y el canto era una enorme cascada en su interior mientras volaba alrededor de él. Ella rió de pura alegría, y la riqueza tonal de su risa burbujeó en sus pensamientos, y luego trabó sus garras en ella y ambos dieron tumbos en el cristalino aire de montaña. Recordó cuando ella inclinó el rostro hacia el sol como un gato en una pared, con el viento pegándole al cuerpo la blusa húmeda…

No. Se suponía que era su maestra. No tenía derecho a pensar en ella de ese modo. Era totalmente inapropiado, pero ahora que había pensado en ella era incapaz de borrar su imagen de la mente. Sobre todo sus ojos.

—Hooola —canturreó Darin. Gair pestañeó—. Estabas a millas de distancia. Veo que ese golpe en la cabeza te ha sacudido bien el cerebro.

—Lo siento. —Que la diosa lo ayudara, tenía que controlarse.

—Insisto en que deberías preguntarle.

—Humm. Lo pensaré.

Se oyó una campana, seguida por una serie de portazos y el susurro de los pasos.

—¡A cenar! —El belisthano se dirigió apresuradamente hacia la puerta—. Será mejor darse prisa o no encontraremos más que las migas.

Gair le dirigió un gesto de despedida.

—Ve delante. Dentro de un rato me reuniré contigo.

—¿Seguro?

Cuando el joven asintió, Darin se alejó como un terrier en pos de las ratas. Por mucho que el belisthano se dejara llevar por el estómago, Gair estaba demasiado cansado y dolorido para correr. Se tocó el rostro hinchado y torció el gesto. Puede incluso que el hecho de reflexionar tanto no fuese buena idea.

Lentamente sacó la nota para volver a leerla. «Hacemos una bonita pareja», había escrito. Ni media docena de palabras, pero una vez juntas podían interpretarse de una docena de formas distintas. Tal vez era un rompecabezas arkadiano. Habría sido fácil descifrarlo. Introdujo de nuevo la nota en el bolsillo y se dirigió al refectorio dispuesto a cenar, a pesar de sentir el estómago lleno.

El maestro que tenía a los novicios a su cargo estaba muy comprometido con la higiene personal de los muchachos y los jóvenes. Se bañaban con frecuencia, con mucho jabón, pero allí terminaba el parecido con la casa capitular. Los baños de la casa materna eran una cueva iluminada por lámparas, situada bajo la planta abovedada de los dormitorios, y contenía un estanque grande y comunitario cuyas aguas apenas llegaban a la altura de la cintura, aparte de otro estanque de dimensiones más modestas donde poder zambullirse. El primero estaba lleno de aguas sulfurosas, y el segundo se abastecía mediante un conducto de piedra que se alimentaba directamente de las aguas del río Awen, que llegaban con alguna que otra rana. Allí no había intimidad para el muchacho que se sintiera incómodo, a punto de franquear la frontera que lo separaba de la hombría. Gair había crecido rápidamente y se había librado en seguida de las mofas y los latigazos de toalla de los demás novicios, pero para los más jóvenes, los más delgados, la hora del baño se convertía en un suplicio hasta que se les dibujaban los músculos y se les cubría de pelo el cuerpo.

En cambio, los baños de la casa capitular ocupaban una estancia cubierta de baldosas, bien iluminada por la luz que se filtraba por altos ventanales. Una hilera doble de baños hundidos estaba alimentada por una red de tuberías de cobre de color verdín, que partían de un agujero en la pared opuesta y se extendían como tentáculos, procedentes de los enormes hervideros de cobre que había en la sala contigua. En cada bañera cabían cuatro personas, aunque rara vez se juntaban tantas por baño. Estantes de madera llenos de toallas y paños para lavarse colgaban sobre las bañeras, y había unos mamparos que separaban unas de otras, para los más pudorosos.

Gair se aclaró los restos de jabón y se recostó en las baldosas. El agua caliente resultaba relajante, pero tras casi una hora aún no había superado el dolor de los músculos. Si bien podía quejarse de los demás maestros, Aysha no se quedaba corta. En las dos semanas que habían transcurrido desde la primera vez que lo había citado, lo había llamado ocho o nueve veces más, habitualmente muy temprano, cuando estaba casi segura de que los demás maestros ni siquiera habían terminado de desayunar. Gair había perdido la cuenta de las millas que habían volado y corrido juntos por las islas, persiguiendo otras formas que no fueran las suyas.

Supuestamente tenía el día libre, el primero desde su llegada, y la llamada de ella lo había sorprendido en pleno afeitado, tan inesperada su voz en la mente que la cuchilla estuvo a punto de dibujarle una segunda sonrisa.

El rostro hinchado tan sólo había arrancado un enarcamiento de ceja y una pregunta irónica respecto a si el otro había acabado la pelea con mejor aspecto, después de lo cual ambos echaron a volar en dirección a las montañas. Aysha le mostró cómo adoptar la forma de un ciervo, y luego se rió al ver que sus primeros intentos asustaban a un grupo de ciervos de verdad que se alejaban saltando entre los abedules con la cola tiesa de miedo. Gair había contraatacado con un venado leahno, y lanzó una llamada tan alta que entonces fue ella quien no pudo contener el asombro. Entonces fue ella quien saltó sobre un árbol cercano en forma de ardilla, desde el que comenzó en lanzarle piñas, lo cual demostró que la puntería de ella era tan mortífera como su ingenio, y el escozor que sintió Gair en la oreja derecha dio fe de ello.

Aunque el rato que pasaba con Aysha tenía una finalidad didáctica, no había nada más alejado de una lección, puesto que no había estructura y muy poca formalidad; lo que hacían dependía de su humor, lo que en ocasiones suponía enseñarle algo nuevo. Pero no le importaba. Al cabo de horas de rigurosa disciplina mental en las salas de estudio, junto a los demás maestros, era un alivio que le diera el aire y dejarse llevar. Prefería estar fuera a estar dentro y, además, Aysha era una compañía agradable. Respetaba sus silencios sin que tuviera que pedírselo; parecía saber o percibir de algún modo cuándo permanecer en silencio, pero cuando no, ella lo desafiaba y lo interrogaba, levantaba ambas manos a modo de protesta ante su tozudez, y luego lo hacía reír con sus agudas imitaciones del resto del profesorado. Godril era el objeto preferido de sus burlas. Parecía haber convertido en una afición en toda regla el hecho de desinflarle el ego a la primera ocasión que se le presentaba, pero nadie se libraba. Siempre que Gair recordaba alguna de las más maliciosas afirmaciones que hacía al enfrentarse al maestro de pelo rubio, tenía que morderse la lengua para evitar reírse.

Una miríada de colores brillantes estalló en sus pensamientos.

«Me debes un favor, leahno», le dijo mentalmente Aysha.

Gair miró en torno de los baños, pero a mediodía estaban vacíos, así que no había quien pudiera avisar a los enfermeros si lo veían hablando al vacío.

—¿Por?

«Eavin te estaba buscando.»

—¿Para qué? Hoy es mi día libre.

Torció el gesto en cuanto lo dijo, por temor a que ella pudiera interpretar que no quería que lo molestara en su tiempo libre.

«Hoy tiene clases con los novicios y envió a uno de sus estudiantes a buscarte. No creo que te interese demasiado demostrar a una panda de mocosos cómo hacer girar una columna de agua, así que lo distraje.»

—El maestro Eavin no estará muy contento.

La risa de ella lo hizo temblar, fue como sentir su aliento en la oreja.

«Es un hombre adulto, lo superará. Además hoy tienes el día libre. Ven, sal de ahí.»

—Maestra Aysha, es que estoy en la bañera.

«Tentador, pero dejaremos para otro día lo de adoptar forma de pez. No tardes.»

—Sí, maestra Aysha.

«¿Sabes? No creo que debas seguir llamándome así. Con Aysha bastará.»

—¿Estás segura? Me refiero a que eres una de mis maestras…

Ella estaba sonriendo, pero no podría decir cómo lo sabía. Sencillamente lo sentía así, como la caricia del sol en el rostro. Por alguna razón se sonrojó.

«Lo estoy. Ahora corre a mi lado. Siento una comezón en los pies.»

Entonces desapareció de forma tan abrupta como había aparecido. Gair se pasó la mano por el cabello húmedo. Supuso que podría haberse negado, pretextar cansancio o que tenía algo que hacer, pero por algún motivo ni siquiera se le había pasado por la cabeza hacer tal cosa. La presencia de Aysha era tan intensa, tan apremiante, que bastaba para apartar cualquier otra cosa de la mente. Con un gruñido se impulsó fuera de la bañera y extendió la mano en dirección a la toalla. Qué diablos, de todos modos el agua se estaba enfriando.

El balcón de Aysha seguía ensombrecido, pero más allá de los muros de la casa capitular brillaba el sol, y el viento movía las copas de los árboles con mano inquieta. Nubes como la crin de una yegua tiznaban el cielo azul claro como pintadas con pincel.

—El viento ha cambiado —dijo Aysha—. Ha rolado a norte. Creo que quizá este año ya nos hayamos despedido del verano.

—Me preguntaba cuándo llegaría el invierno —dijo Gair—. Se me hace raro que el tiempo siga tan templado a estas alturas del año. En Leah ya estaríamos tirándonos en tobogán.

—¿Tobogán? ¿Qué es eso?

—Así llamamos nosotros al trineo. Es una plataforma de madera montada sobre patines —explicó al ver por su expresión que seguía sin entender. Le dibujó uno en el aire con el dedo—. Te sientas en él en lo alto de una pendiente nevada, te impulsas con los pies y te deslizas hasta el pie de la colina.

—¿Y después?

—Pues después lo arrastras de vuelta a lo alto y vuelves a tirarte. Es muy divertido.

—A mí me suena a frío y húmedo. —La sacudió un escalofrío.

—¿Es que aquí no nieva nunca?

—Hay nieve de sobras en las montañas, pero no abajo, gracias a los santos. No me gusta el frío. —Una sacudida nerviosa le dio a entender que ella había alcanzado el canto—. Vámonos. Los vientos del norte siempre me inquietan. Vamos a perseguir conejos.

En cuestión de segundos, Aysha adoptó la forma de cernícalo y se alejó de la casa capitular volando por el valle, sobre los huertos de árboles frutales de la granja. Gair la siguió en forma de águila encarnada. Hacía un día espléndido. El otoño, tal como él lo entendía, había llegado por fin y pintaba Penglas con la misma viveza que las vidrieras de una capilla. Rojos encendidos y amarillos que iluminaban el sotobosque, y los campos ajedrezados cubiertos de rastrojo en tonos de pálido oro, antes de dar con el pardo de la tierra arada. En lo alto, donde el paisaje empezaba a postrarse ante las montañas, los bosques cubiertos de hojas daban paso a abetos y árboles de hoja perenne, y colgaba del ambiente un fuerte aroma a escarcha. Si bien el invierno se hallaba de camino, el sol que sentía en el lomo le dio a entender que aún le quedaban unas millas por recorrer.

En la parte septentrional de la isla, el terreno era empinado y menos misericordioso. Los terraplenes alumbraban pendientes bordeadas por recios muros de piedra, y las ovejas de pelo rubio pacían la hierba baja. Teniendo en cuenta que Gair estaba acostumbrado a verlas cubiertas de lana, espantadizas, aquellas le recordaron más a las cabras, con sus cuernos en espiral. Hacían juego con el terreno rocoso, que a su vez casaba con el águila encarnada. Allí donde las extensiones de roca quemada por el sol cedían paso a la caída súbita de valles cuyas paredes estaban cortadas a cuchillo, el aliento helado del norte esculpía el aire en una catedral de vidrio, a través de la cual la forma de águila se deslizaba con la suavidad de una plegaria.

No era la única forma que Gair podría haber escogido. Gracias a Aysha era capaz de convertirse en casi una docena de aves distintas, desde una lechuza hasta un pinzón, pero en esa forma casi se sentía cómodo. Le era familiar, le encajaba como un par de botas viejas. A menos que se le ordenase lo contrario, cuando había que echar a volar, ésa era la forma que escogía.

La observó volando delante. Aunque ella no lo había mencionado directamente, supo que había aludido a la capa cuando dijo que no tenía que seguir llamándola maestra. La capa seguía guardada en el interior del armario, de donde no había salido desde que la había encontrado. Ni siquiera se había permitido el lujo de volver a probársela, aunque en una o dos ocasiones abrió las puertas del armario y a punto estuvo de estirar la mano para alcanzarla. Sabía que debía darle las gracias por el obsequio, y había intentado una docena de veces encontrar el modo de introducir el asunto en la conversación, pero por mucho que ordenase mentalmente las palabras, el discurso le parecía forzado cuando lo practicaba en la intimidad de su cuarto. Luego estaba esa nota. Por lo santos que ese texto tenía más posibles significados de los imaginables.

De pronto Aysha cayó sobre el valle que se abría ante ambos. Era como si el terreno se hubiese deslizado en el pasado, pues estaba cubierto por los restos de árboles caídos que recorrían una cicatriz y se apilaban en un montón allí donde la tierra besaba la ribera. Aysha sobrevoló el terreno hasta posarse en una roca situada en un saliente. Casi de inmediato el cernícalo se transformó en lobo. Sentada sobre los cuartos traseros, observó cómo se acercaba él con ojos grandes, ambarinos.

«¿Sabes qué es lo que debes escuchar?», preguntó cuando Gair recuperó a su lado la forma humana.

—Creo que sí.

Gair se tomó unos instantes para recobrar el aliento. Se trataba de una forma nueva; tendría que concentrarse. Ya no temía que el canto se alejase de él para convertirse en algo destructivo. Los instantes que seguían a cualquier cambio de forma se caracterizaban por la confusión, incluso por el mareo. Aysha tenía habilidad para pasar de una forma a otra sin que se le alterase el paso. Él apenas podía soñar con tener tanto control algún día.

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