—He disculpado tu ausencia. Por lo que tengo entendido, te sobran los conocimientos de ilusión como para tener que prestar oídos a ese charlatán dos veces por semana. —Gair pestañeó—. ¿Qué más?
—Lo intenté con el perro, el gato, el ciervo y un caballo, pero no pude mantenerlas mucho tiempo.
—Trabajaremos en ello en otro momento. —Una brisa sacudió el pelo corto de Aysha, que volvió el rostro hacia él, parpadeando para evitar deslumbrarse—. ¿Qué me dices del lobo?
—Aún no lo he intentado.
Entonces lo miró fijamente con sus ojos febriles y una sonrisa en el rostro. Tenía los dientes muy blancos.
—Lo harás.
Extendió ambos brazos y dejó que los bastones repicaran al caer en las baldosas de pizarra. Gair percibió cómo recurría al canto antes de reparar en la transformación. Entonces su silueta resplandeció, la blusa clara y los calzones verdes se volvieron indistintos y amorfos como humo. En un torbellino de color y movimiento desapareció y, en su lugar, un cernícalo apareció sentado en la balaustrada. Los talones rascaban la piedra mientras sacudía su plumaje, y acto seguido inclinó la cabeza hacia él.
«¿Y bien?»
El canto estuvo allí en cuanto quiso tomarlo, estimulado por lo que acababa de presenciar. Al cabo de unos segundos se vio posado en la piedra junto a ella, y su cuerpo de águila encarnada sobrepasaba a la frágil forma del cernícalo. Sin mediar palabra, ella echó a volar llevada por el viento. Tuvo que seguirla en seguida para no perderla entre las tejas y las chimeneas que coronaban la casa capitular.
Aysha remontó el vuelo con la naturalidad de quien ha nacido ave. Ágil como una bailarina surcó la corriente cálida, y Gair se vio forzado a seguirla. Él llevaba con soltura su propia piel tras una década de practicar, pero las amplias alas del cernícalo le sacaron ventaja en ese espacio tan reducido. En cielo abierto la habría vencido por pura fuerza y resistencia, pero la maniobrabilidad de Aysha le obligó a proceder con torpeza.
En cuanto dejaron atrás los edificios, Aysha voló en dirección al mar. La bruma que cubría el agua enturbió el horizonte, pero en la costa el ambiente estaba despejado, claro como cristal. La luz del sol centelleaba en la cresta del oleaje, y las gaviotas de lomo gris planeaban en el aire en busca de alimento. El aspecto de Aysha en mitad de la bandada causó consternación. Entre cantos descendieron súbitamente, dando vueltas a su alrededor, regañándola por interponerse en su camino, pero ella alabeó para alejarse. Gair no tuvo tanta suerte y recibió una reprimenda en forma de picotazos antes de caer sobre un ala y dejar atrás a las gaviotas para seguir a la maestra y, tras ella, remontar los acantilados.
Aysha encabezó una trayectoria tortuosa, laberíntica, que más o menos seguía la desigual línea costera hasta la parte septentrional de la isla, donde cayó en picado sobre una cala. Era poco más que una muesca en un costado de la isla, apenas lo bastante grande para proporcionar abrigo a un par de barcas de pesca que buscaran capear el temporal. Pronunciados promontorios abrazaban la pequeña playa y atrapaban la calidez del día como el recipiente donde se precipita la grasa de un asado.
Aysha la sobrevoló hasta posarse en la arena. Una vez allí adoptó su forma habitual. Él tomó tierra junto a ella, esperando la siguiente parte de la lección, pero ella se limitó a permanecer sentada, con la espalda apoyada en una de las rocas. Cuando lo vio de pie dio una palmada en el suelo junto a ella, para darle a entender que podía sentarse. Y así lo hizo.
—Vuelas bien —lo alabó—. ¿Autodidacta?
—Sí.
—Cambiar de forma es un don muy peculiar. ¿Cómo descubriste tu talento?
—Fue accidentalmente. Estaba observando a un águila encarnada que volaba sobre un prado, y me pregunté cómo debía sentirse surcando el cielo de ese modo. Lo siguiente que recuerdo es que estaba en el aire. —Gair tomó de la arena un pedazo de alga marina, renegrido y seco, y jugueteó con él entre los dedos—. Me asusté tanto a mí mismo que caí del cielo sobre unos arbustos.
—¿Qué edad tenías en ese momento?
—Casi once años. Fue el verano siguiente al momento en que escuché la música por primera vez.
—¿Y tenías la menor idea de lo que hacías?
—En absoluto. Contemplé al águila en el cielo y oí una nueva melodía en el canto. Aguda, desatada, solitaria. Quise alcanzarla, y… —«El canto me vertió en una nueva forma, como se vierte agua en una copa», pensó.
—Y volaste.
Él asintió.
—Y volé. No llegué muy lejos, pero durante unos segundos supe cómo era.
—¿A qué te refieres?
—Ya lo sabes. Tú también puedes volar.
—Pero no sé qué sentiste.
Gair agachó la cabeza, rascando el alga con la uña.
—Me sentí libre.
—¿Se lo contaste a alguien?
—No. Nadie lo supo hasta que me sometí a las pruebas nada más llegar a la casa capitular.
—Me pareció que Alderan se mostraba sorprendido. —Volvió a esbozar la deslumbrante sonrisa que la caracterizaba, al tiempo que hundía los dedos en la arena—. A menudo el canto acude a personas así, cuando hay algo que quieren o necesitan lo bastante para abrirse a él. O algo de lo que quieran huir. Alderan me ha dicho que eres huérfano.
—Y no miente —admitió Gair—. No conozco a mi padre, probablemente fue un soldado. Mi madre me confió a la caridad días después de dar a luz.
—¿Y la familia que te encontró y adoptó?
—En mi hogar de adopción siempre hubo huérfanos de un tipo u otro. Niños huérfanos de las granjas de los arrendatarios, primos que se entrenaban para convertirse en escuderos, cosas así. Uno más o uno menos no supuso ninguna diferencia.
—Somos lo que hacemos de nosotros, no lo que los demás hacen de nosotros —dijo Aysha—. Nuestra procedencia, cómo nacemos… Eso no es más que biología.
—Querría creer que es cierto.
—Hay amargura en tu voz.
—Soy realista. No tengo nombre, maestra Aysha. Sin nombre no tengo lugar, ni posición, excepto aquella que los demás escojan atribuirme.
Los ojos azules miraron fugaces en su dirección, y luego más allá, al lugar donde el oleaje rompía incesante sobre la costa.
—Algunos dirían que no tener una posición determinada en la vida te convierte en el patrón de tu propia nave. Sin nadie a quien dar explicaciones ni nadie a quien decepcionar. Sin más expectativas, que las que tú te marques. Una vida libre, ¿no crees?
—Tal vez. —El alga se hizo añicos en los dedos de Gair, que soltó los restos para que cayeran en la arena antes de sacudirse el polvo de las manos—. Pero me gustaría saber de dónde provengo.
—Encontrarás tu lugar —aseguró ella—, date tiempo. Y si no lo encuentras, constrúyetelo. Eso fue lo que hice cuando llegué aquí hace quince años, y yo tampoco tenía nada que me atara a ninguna parte, aún menos que tú.
—No te entiendo.
—Cuando me encontró Alderan, vivía con los niños callejeros en Abu Nidar, robando bolsas en el zoco para mi siguiente comida, y mírame ahora. Estoy en el consejo interno de una orden olvidada en el culo del Imperio, mis iguales apenas me toleran y mis estudiantes me consideran un bicho raro. Me llaman la Mujer Pájaro. Imagina las elevadas cumbres que podrías alcanzar. —Se recostó en la roca y cerró los ojos con un suspiro—. Perdóname. No he debido hablarte así.
¿Qué podía decir?
—¿Eres infeliz aquí?
—No. Créeme, podría estar en un lugar mucho peor. —Volvió el rostro al sol—. Hace una tarde tan agradable. Tendríamos que haber organizado una merienda campestre.
Gair la miró con asombro. Estaba resultando una lección muy extraña.
—Jamón a la pimienta —pensó ella en voz alta—. Pollo a la miel. Pan recién horneado. Ese queso de cabra suave que elaboran aquí, el que tiene hierbas. Albaricoques.
—¿Maestra Aysha?
—Oh, y algunos de esos pastelillos de sirope de arce que prepara el pastelero del puerto de Pensaeca. Son como trocitos de cielo.
—¿Forma esto parte de la lección?
A Gair le gruñó el estómago. Cuando se sonrojó, Aysha rompió a reír.
—Veo que el tigre de alguien necesita alimentarse. Si te empeñas en hacer que te acompañe, quizá debamos llenar un par de cestos. Dime qué te gusta comer, leahno. ¿Qué meterías en el cesto para disfrutar de una merienda campestre en la playa?
Trazó en el aire un arco con la mano. No tenía ni idea de por dónde empezar.
—Bueno, supongo que no tengo manías. Me gusta todo y tu lista me ha parecido muy prometedora. —Su falta de contribución al banquete lo sorprendió—. ¿Fresas? —sugirió finalmente.
—Ah, me encantan las fresas. No las había probado hasta que llegué aquí, pero si llego a saber cómo eran creo que habría abandonado mucho antes el desierto. ¿Qué más? ¿Te gustan las ostras?
—No lo sé. No las he probado.
—Tendrías que intentarlo. Recién recogidas, les exprimes un limón encima y te las comes directamente de la valva.
Eso no querría decir que fuera a tener que comerlas…
—¿Crudas?
—Saben a mar.
—¿Saladas y llenas de arena? —dijo. Ella rió.
—Son deliciosas, créeme. Con un trago de vino blanco son increíbles.
—Si no te importa, maestra Aysha, daré por sentado que lo que dices es cierto. Prefiero tomar alimentos que hayan muerto.
Ella se hizo visera con la mano y le observó.
—No pensé que tuvieras manías.
—¿Por qué?
—Eres un cambiaformas, como yo. Habrás salido de caza alguna que otra vez.
—No.
—¿Nunca?
—Jamás. Una vez atrapé una liebre, pero tuve que soltarla. No pude… ya sabes. Matarla, devorarla.
Se estremeció al recordarlo. El águila encarnada quiso alimentarse, pero los chillidos de la liebre lo enervaron, y pensar en la sangre caliente en los labios, amarga por el miedo, le había provocado arcadas.
—Para entender del todo una forma, para sentirla en tu alma, tienes que experimentar todos sus comportamientos. Cazar como caza, vivir como vive. Es vigorizador.
—No estoy seguro de que pueda hacerlo. Siento que no es correcto.
—Eso se debe a que te permites el lujo de pensar como un hombre. El águila ni siquiera se lo plantearía. —Miró con ojos bizcos hacia la altura en que se alzaba el sol—. Vamos. El tiempo pasa y aún no he visto todo lo que puedes hacer.
—Se supone que esta tarde tengo tutoría con el maestro Godril —se excusó Gair.
—El canto abarca mucho más de lo que él enseña. No te echará de menos.
—¿Estás segura?
—Lo estoy. Godril es un asno pomposo. ¿No viste su expresión cuando alzaste el vuelo en el patio? Creí que iba a darle un infarto. Le habría estado bien empleado. A juzgar por cómo se comporta, cualquiera diría que fue él quien descubrió el canto. —Adoptó un tono grave, ronco, una notable imitación del maestro de pelo rubio—: «Eso es una ilusión. ¡Muéstrame fuego!». Como si nadie excepto él tuviera el don de hacerlo.
Muy a su pesar, Gair rompió a reír. Aysha sonrió. Se le formaron arrugas en las comisuras de los ojos, lo que les dio un aire exótico. Eran de un azul asombroso.
Se ayudó con las manos para ponerse en pie. Gair se apresuró a ofrecerle ayuda, pero ella ni siquiera lo miró hasta incorporarse y sacudirse el polvo de las manos. Le dirigió una mirada insondable.
—Los modales hacen al hombre —dijo ella—. Gracias, pero puedo apañármelas sola.
Se dio la vuelta y se transformó en un águila encarnada. Tras dar unos pasos, batió las alas, sacudió la arena a su alrededor y remontó el vuelo. Gair la siguió de cerca mientras ascendían lejos de la cala. Aysha la sobrevoló en círculos una vez antes de caer a sotavento, siguiendo el contorno de las colinas tierra adentro.
«Y ahora, leahno, veamos de qué pasta estás hecho.»
SILBIDOS EN LA OSCURIDAD
M
asen ató las riendas a la perilla de la silla. Una vuelta, lo suficiente para mantenerlo atado, pero sin complicaciones, que resultase fácil soltarla. No podía permitirse que lo entretuviera, ni siquiera un instante. No era aconsejable recorrer de noche el paso del Silbador.
Miró al cielo. A poniente el sol se había ocultado tras las montañas, y las sombras se arrastraban hasta el camino desde detrás de las rocas. En el punto más álgido del verano era posible cubrir a caballo todo el paso entre el alba y el atardecer. Pero el año estaba tan avanzado que los días eran cortos y no había luz suficiente. Había partido en dirección sureste antes de que asomaran las primeras luces y había cabalgado tanto como se atrevió, pero aún tenía una tercera parte del viaje por delante y ni siquiera disfrutaría del consuelo de la luz de la luna. Miriel apenas había asomado, y su trayectoria ascendente no la llevaría lo bastante alto para iluminar las montañas; Lumiel no se dejaría ver hasta pasada la hora en que la necesitaba.
Maldita fuera su suerte. La diosa debía de estar burlándose de él para enviarlo a través de uno de los lugares más inquietantes de la tierra sin contar siquiera con la ayuda de la luz lunar, y con el Velo tan deshilachado como la tela de un viejo calcetín. Lo único que podía hacer era confiar en el fuego y en el paso veloz de su yegua.
Masen recogió las dos antorchas empapadas en aceite, se subió a lomos de
Brea
y llamó al fuego para encenderlas. Prendieron con rapidez, y las llamas voltearon caprichosas a merced del viento cambiante. Con una antorcha en cada mano, presionó con los talones a la yegua para que echase a andar hacia el paso oscuro. Al menos allí el suelo estaba en buen estado. La hierba había cubierto hacía tiempo las losas del camino real, pero era lo bastante firme para permitirle cabalgar al galope, si llegaba el momento de hacerlo. Apremió a
Brea
para llevarla al trote y mantuvo las antorchas en alto.
El último vestigio de la luz solar desapareció como el calor de una forja fría, tiñendo el cielo de un azul glacial. En cosa de una hora anochecería por completo. Ya era incapaz de ver más allá del círculo de luz que proyectaban las antorchas, mientras
Brea
cabalgaba, pero no había nada que pudiera hacerse. La pérdida de la visión nocturna era el precio que tenía que pagar por la seguridad de las llamas. El fuego era la única cosa que temían los silbadores.
Masen mantuvo el miedo a raya y siguió adelante. Una milla, luego dos, momento en que el camino giraba de nuevo hacia el este en la quinta curva que trazaba de las siete con que contaba el paso en total. Ocho millas más y contemplaría la enorme fortaleza de Brindling Fall recortada contra el cielo, incluso más negra que la noche que la cubría. Otras dos millas hacia sus puertas y empezaría a relajarse. En Escalera de Roisin acamparía en cualquier lugar próximo al último castillo, donde procuraría dormir un poco. Lo necesitaría. El paso se cobraba un precio, por mucha sangre fría que se tuviera.