Aullidos (23 page)

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Authors: James Herbert

Tags: #Ciencia ficción, Intriga

BOOK: Aullidos
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—Debieron pasarlo estupendamente.

Newman se echó a reír y dijo:

—En efecto. He pasado muchos fines de semana enfrascado en mis papeles y mi esposa comenzaba a protestar.

El gerente asintió mientras aguardaba a que Newman abriera la puerta de la fábrica.

—A propósto, ¿cómo está su esposa? —le oí preguntar.

—Mucho mejor. Todavía le recuerda, como es natural, a pesar del tiempo que ha transcurrido, lo mismo que nosotros. Podríamos repasar la agenda de la semana hasta que lleguen los empleados…

Ambos penetraron en el edificio y cerraron la puerta. ¿Su esposa? ¿De modo que Carol se había casado con él?

Me sentía dolido y desconcertado. ¡Ese canalla se había apoderado de todo!

Permanecí agazapado junto al seto, tratando de dominar mi impaciencia, mientras los obreros de la fábrica emprendían sus actividades habituales. Me hallaba a la sombra y de pronto sentí un escalofrío, pero decidí esperar el momento propicio para lanzarme al ataque.

Newman salió hacia el mediodía, con la chaqueta colgada del brazo y aflojándose la corbata, pero no me moví, pues había varios obreros sentados a la sombra, comiéndose unos bocadillos, y tumbados al sol. Newman se montó en el coche, bajó la ventanilla y partió en dirección a la carretera.

Yo rechiné los dientes, pero decidí segir aguardando.

Mi asesino regresó una hora más tarde, pero aún no era el momento propicio para atacarlo.

Dormí hasta el atardecer. Los obreros —muchos de los cuales había reconocido— abandonaron la fábrica, deseosos de escapar del sofocante calor. Poco después salió el personal de oficina, consistente en dos secretarias y un administrador, y una hora más tarde lo hizo el gerente. Newman seguía trabajando.

Al cabo de unos minutos se encendió una luz en la ventana de nuestro —su— despacho. Salí sigilosamente de mi escondite y me acerqué al edificio, sin apartar la vista de la ventana. Me alcé sobre mis cuartos traseros y apoyé las patas en el muro. Estiré el cuello hasta que los tendones me dolieron, pero sólo alcancé a ver la lámpara fluorescente que había en el techo.

Di una vuelta alrededor de la fábrica, buscando alguna abertura, pero no hallé ninguna.

Entonces me fijé en el coche de Newman, el cual se hallaba aparcado frente al edificio. Al acercarme comprobé que la ventanilla junto al asiento del conductor estaba abierta. Aquel día había hecho un calor sofocante.

Comprendí lo que debía hacer, aunque el medio de conseguirlo no era tan sencillo. Después de cuatro infructuosos intentos de introducirme por la ventanilla, caí sobre el asiento del conductor. Permanecí tendido unos minutos, tratando de recuperar el resuello y frotándome mi dolorido vientre. Luego me deslicé hacia la parte posterior y me tumbé en el suelo, temblando de pies a cabeza.

Al cabo de una hora Newman abandonó el edificio. Le oí abrir la portezuela, arrojar una cartera en el asiento delantero y montarse en el coche. Luego puso el motor en marcha, encendió los faros y salió del aparcamiento haciendo marcha atrás. Al arrancar, colocó la mano sobre el respaldo del asiento y sentí unos incontenibles deseos de morderle los dedos, pero necesitaba contar con algo más que mi propia fuerza para vengarme de él.

Necesitaba contar con la velocidad de su automóvil.

Newman se dirigió hacia la carretera que conducía al pueblo. Tenía que atravesar Edenbridge para llegar a Marsh Green y, puesto que la ciudad se hallaba a escasa distancia del pueblo, yo sabía que no tardaría en presentarse el momento de atacarlo. Desde Edenbridge había un largo tramo recto hasta llegar a un desvío a la izquierda que conducía a Hartfield, y luego enfilaría un camino más estrecho, a la derecha, que conducía a Marsh Green. La mayoría de los conductores aceleraban en el tramo recto hasta llegar a la curva, y supuse que Newman haría lo mismo, puesto que a aquellas horas de la noche la carretera estaría desierta. Entonces entraría en acción, aunque significara matarme. A fin de cuentas, no tenía nada que perder.

Al pensar en lo que ese canalla había hecho conmigo, sentí que me bullía la sangre. Del fondo de mi garganta brotó un gruñido sofocado que fue ascendiendo lentamente, como un torrente de lava, hasta que al fin estalló en un grito de odio y violencia.

Newman se giró y vi el temor dibujado en su rostro mientras me miraba con los ojos desorbitados, olvidándose de retirar el pie del acelerador. El coche se precipitó hacia delante y vi la curva unos segundos antes de que me abalanzara sobre él.

Newman se inclinó hacia delante, tratando de protegerse, pero me arrojé sobre él y casi le arranqué la oreja de un mordisco. Newman gritó, yo también grité, el coche comenzó a dar bandazos y se salió de la carretera.

Salí despedido a través del parabrisas, me deslicé por el capó y caí al suelo frente a los faros, envuelto en un resplandor blanco y cegador. Durante una fracción de segundo que a mí me pareció una eternidad, me sentí flotar en un útero incandescente, hasta que el dolor me hizo perder el conocimiento y me sumí en la oscuridad.

Más tarde recordé todo cuanto había sucedido y comprendí que estaba equivocado.

Capítulo 20

Reg Newman había sido un amigo leal, incluso después de mi muerte.

Al comprender mi error me quedé aturdido. Miré en torno mío y vi que yacía en un accidentado camino que arrancaba de la carretera principal y que sólo utilizaban los residentes de aquella zona. Habíamos tenido suerte; en lugar de chocar con los árboles que bordeaban la carretera, el automóvil se había adentrado en el camino y había chocado con un terraplén.

Los fragmentos del rompecabezas empezaban a encajar. Comprendí por qué después de mi muerte me habían seguido atormentando los malos recuerdos de Reg, por qué mi muerte había confundido y distorsionado esos recuerdos. Comprendí que las estupideces de la vida podían alterar los sentidos incluso después de la muerte y perturbar nuestra tranquilidad de espíritu. Permanecí tendido en el camino mientras los recuerdos afluían a mi memoria, avergonzado y al mismo tiempo aliviado. Comprendí que el motivo de que mis recuerdos de Reg fueran borrosos se debía a que éste estaba relacionado con mi muerte y yo deseaba olvidar las circunstancias en que se había producido. El único culpable de mi muerte era yo mismo.

Reg y yo solíamos discutir con frecuencia, pero uno de nosotros acababa cediendo siempre por el profundo respeto que nos profesábamos. Pero esta vez había sido distinto. Esta vez ninguno de los dos estaba dispuesto a dar su brazo a torcer.

Un día nos planteamos la posibilidad de ampliar el negocio. Yo era partidario de mantener nuestra posición en el mercado de los plásticos blandos, reformar las instalaciones e introducirnos en algunos sectores. Reg, por el contrario, era partidario de ampliar el negocio, introducirnos en el mercado de los plásticos duros e investigar las posibilidades que ofrecía el polipropileno en este campo. Sostenía que el vidrio no tardaría en ser sustituido por el plástico, por ser éste un material más duradero, primero en el mercado de los contenedores y más tarde en otros sectores. El polipropileno poseía numerosas cualidades: transparencia, robustez, capacidad de resistir diversas temperaturas y durabilidad.

En aquella época utilizábamos el polietileno principalmente para fabricar envoltorios flexibles, tales como bolsas para alimentos congelados y contenedores para verduras y hortalizas; introducirnos en el sector de los plásticos duros significaría una fuerte inversión. Aunque yo estaba de acuerdo con él en cuanto al futuro de los plásticos, sostenía que todavía no estábamos preparados para meternos en este terreno. Sería preciso adquirir nuevos extrusores para ablandar y moldear las materias primas, tendríamos que ampliar la fábrica o trasladarnos a otro lugar donde dispusiéramos de más espacio. Tendríamos que contratar a otros ingenieros y los costes del transporte se dispararían debido al incremento del volumen de mercancías. Todo ello suponía una inversión de un millón y medio de libras como mínimo, lo cual significaría que tendríamos que asociarnos con otras personas o empresas. Yo era partidario de dejar las cosas como estaban, pues consideraba que sería una locura arriesgarnos después de la reciente crisis del petróleo. Si volvía a estallar una crisis, o si se producían demoras que impedían traer a nuestras costas el crudo del mar del Norte, muchas compañías se verían en graves aprietos. A mi entender, lo más sensato era consolidar nuestra posición, alcanzar un buen nivel económico y aguardar. Pero Reg no compartía mi opinión.

Me tachó de arrogante al oponerme a que participaran otros socios en el negocio que habíamos construido juntos, de ser incapaz de plantearme de forma realista el futuro de la empresa. Me acusó de mantener una postura obcecada y de falta de imaginación. Yo le acusé de ser demasiado ambicioso.

Ambos nos equivocábamos respecto al otro y, en el fondo, lo sabíamos, pero uno tiene que recurrir a las palabras para defender su postura y con frecuencia exageramos.

Todo terminó el día en que averigüé que Reg, a espaldas mías, había iniciado tratos con una compañía de plásticos duros. «Se trata únicamente de unos contactos iniciales», me dijo cuando se lo eché en cara (un día en que se había ausentado del despacho y llamó el director de la otra compañía, ignorando que yo me oponía a los planes de mi socio), pero yo no quise avenirme a razones. Hacía tiempo que sospechaba que Reg se llevaba algo entre manos, aunque respetaba su capacidad profesional, y temí que mis conocimientos técnicos no estuvieran a la altura de la empresa que él se proponía acometer. Ese temor hizo que me enfureciera.

Reg me informó que estaba harto: había actuado en interés de la compañía, pues temía que si no nos introducíamos en el sector de los plásticos duros acabaríamos siendo devorados por otras empresas de más envergadura. El hecho de perder nuestra independencia no le inquietaba; en este negocio uno no podía permanecer inmóvil, o progresaba o retrocedía. Yo le impedía progresar, dejando que la empresa se deslizara lentamente hacia la mediocridad.

Reg me arrojó el teléfono y salió del despacho dando un portazo.

El teléfono me golpeó en el hombro y caí sentado en la silla, desconcertado ante el absurdo arrebato de mi socio. Al cabo de unos instantes, salí enfurecido tras él.

En aquel momento le vi partir en dirección a la carretera. Abrí bruscamente la portezuela del coche, buscando nerviosamente las llaves en el bolsillo, arranqué y salí del patio de la fábrica.

Frente a mí vi dos puntitos relucientes, las luces traseras del automóvil de Reg, y aceleré para alcanzarlo. Atravesamos Edenbridge a toda velocidad, descendimos el tramo recto de carretera, doblamos el recodo y seguimos avanzando. Yo le hice una señal con los faros para obligarle a detenerse, deseoso de pegarle un puñetazo en aquel mismo instante. Reg enfiló un camino transversal que conducía a Southborough, donde residía, mientras yo disminuía la velocidad para tomar la curva.

De pronto vi que se había detenido y frené en seco. Reg se apeó del coche y se dirigió hacia mi, con la mano extendida. Empezó a decir «nos estamos comportando como un par de ni…», pero no hice caso de su expresión de disculpa, de su mano extendida y dispuesta a estrechar la mía en un gesto de reconciliación ni de sus palabras destinadas a hacer que ambos entráramos en razón.

Abrí la portezuela bruscamente, golpeándole en la mano, me abalancé sobre él y le pegué un puñetazo en la mandíbula. Luego me monté de nuevo en el coche, di marcha atrás y retrocedí apresuradamente hacia la carretera principal. Cuando miré hacia delante le vi incorporarse sobre un codo, contemplándome horrorizado y moviendo los labios como si pronunciara mi nombre.

Recuerdo que avanzaba por la carretera principal, envuelto en una luz blanca cegadora. De pronto noté que perdía el control del coche, oí unos gritos y, a través del intenso dolor que sentí en aquellos momentos, comprendí que era yo quien gritaba. Luego, el dolor, el resplandor y mis gritos se desvanecieron y perdí el conocimiento.

Sentí que me alejaba flotando, mientras en la carretera yacía un montón de hierros retorcidos junto al camión contra el cual había chocado. Vi al conductor apearse del vehículo, demudado, mientras Reg sollozaba y trataba de sacarme de entre el montón de chatarra, pronunciando mi nombre y negándose a aceptar que yo había muerto.

Luego me sumí en la oscuridad y sentí una fuerza que me obligaba a salir del vientre de mi madre.

Me levanté tambaleándome. Estaba aturdido y la cabeza me daba vueltas, no sólo debido al golpe que había sufrido, sino al impacto de la terrible revelación.

Reg no era el hombre malvado de mis sueños: había sido un amigo leal en vida y después de mi muerte. Se había doblegado a mis deseos de no ampliar el negocio; el pequeño anexo que había construido en la parte trasera de la fábrica demostraba que la empresa seguía funcionando y creciendo tal como yo había deseado, sin necesidad de realizar grandes cambios, tan sólo unas ligeras reformas. ¿Lo había hecho por respeto a mi memoria o porque habían fracasado sus planes? No me cabía la menor duda de que lo había hecho por mí. Reg, el solterón empedernido, el hombre del que solía burlarme porque no se decidía a contraer matrimonio, el amigo que no había tenido reparos en confesar que sólo se había enamorado de una chica y yo me había casado con ella, por fin había decidido casarse y formar un hogar. No sólo por mí, para ocuparse de mi mujer y mi hija, sino porque siempre había amado a Carol. La había conocido mucho antes que yo (él mismo nos había presentado) y ambos habíamos competido ferozmente para conquistarla hasta que gané yo. Más tarde había sido un excelente amigo de ambos.

Nuestra relación profesional había sido complicada, pero nuestra amistad se había mantenido firme hasta que estalló nuestra última disputa. Yo sabía que él se arrepentía amargamente de ello, lo mismo que yo me arrepentía ahora.

Me giré hacia el coche y vi que tenía el motor parado pero los faros encendidos. Avancé hacia él, deslumbrado por el resplandor, y vi el cuerpo de Reg asomando a través del parabrisas. Parecía muerto.

Aterrado, corrí hacia él y me arrojé sobre el capó. Uno de sus brazos colgaba sobre la portezuela y tenía el rostro vuelto hacia mí. Le lamí la sangre que se deslizaba por su mejilla y su oreja, pidiéndole perdón por lo que había hecho y por lo que había pensado sobre él. No mueras, le supliqué. No mueras inútilmente como yo.

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