Aullidos (18 page)

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Authors: James Herbert

Tags: #Ciencia ficción, Intriga

BOOK: Aullidos
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La zorra agarró la alambrada con los dientes y, tras grandes esfuerzos, consiguió levantarla y desprenderla de su base de madera, pero no pudo sostenerla y la alambrada cayó de nuevo al suelo. El estrépito alertó a las gallinas, las cuales comenzaron a alborotarse.

La zorra lo intentó de nuevo y logró enderezar la alambrada, la cual quedó ligeramente inclinada.

—Apresúrate —dijo, mientras se deslizaba por la abertura.

Yo traté de seguirla, pero mi cuerpo era más voluminoso que el de mi compañera y quedé atrapado bajo la alambrada. La zorra se acercó al gallinero, abrió la puerta con el hocico y entró rápidamente.

Súbitamente volvió a abrirse la puerta del gallinero y aparecieron las gallinas chillando y agitando las alas, mientras las plumas volaban por los aires.

Quizá lo ignoren, pero las gallinas, como muchos otros grupos de animales, poseen su propia jerarquía. Se llama «la orden del pico». La gallina que tiene el pico más grande y poderoso es el jefe, seguida de la que tiene un pico más pequeño que el suyo pero mayor que el de sus compañeras, y así sucesivamente. En aquellos momentos, sin embargo, todas se hallaban en pie de igualdad.

Las gallinas echaron a correr despavoridas, compitiendo para ver cuál de ellas volaba más alto.

La zorra salió del gallinero sosteniendo entre sus dientes una gallina tan grande como ella. Corrió hacia la abertura donde me hallaba yo, con la alambrada clavada en el lomo, sin poder entrar ni salir.

—Muévete —me ordenó en voz baja.

—¡Estoy atrapado! —grité.

—¡Apresúrate, se acerca el perro! —dijo, corriendo de un lado para el otro en busca de un agujero por el que escabullirse. El perro debía estar atado, pues aunque le oíamos ladrar, no apareció. En aquel momento se abrió una ventana en la planta superior y el granjero lanzó un rugido.

Eso me hizo reaccionar. Tras grandes esfuerzos, conseguí librarme de la alambrada, la cual me dejó un profundo arañazo en el lomo, y la zorra, la gallina y yo nos escabullimos por la abertura.

—¡Ve por allí! —gritó la zorra, con la boca llena de plumas.

—¡De acuerdo! —dije, y eché a correr hacia la casa, hacia el perro y hacia el granjero que me aguardaba con su escopeta, mientras mi amiga corría en dirección opuesta.

Súbitamente me detuve, miré a mi alrededor y vi a la zorra atravesar un campo y desaparecer al otro lado de un seto.

Retrocedí sobre mis pasos y en aquel momento se abrió la puerta de la casa y salió el granjero, vestido con una camiseta, unos pantalones y unas botas. Al ver el objeto alargado que sostenía entre las manos, por poco me desmayo. El otro perro, un mastín de aspecto robusto, me miraba furioso, tratando de librarse de la cadena que lo sujetaba para abalanzarse sobre mí.

No sabía por dónde escapar. A mi izquierda estaba el establo de las vacas, a mi derecha unos edificios anexos a la granja y frente a mí el granjero y su monstruoso perro. Desesperado, di media vuelta y eché a correr hacia los campos que había atravesado la zorra.

Al verme, el granjero lanzó otro rugido y se encaminó hacia el corral. No hizo falta que me girara para comprobar que se había echado la escopeta al hombro. La detonación rne dio a entender que se trataba de un fusil de caza y el silbido que percibí sobre mi cabeza me demostró que el granjero tenía bastante buena puntería. Aterrado, eché a correr más de prisa, moviendo las patas al compás de los furiosos latidos de mi corazón.

Oí unos pasos detrás mío y luego silencio. Viré bruscamente y me agaché para evitar que me alcanzara el segundo proyectil. Al pasar junto a las gallinas éstas comenzaron a brincar y a agitar las alas, temiendo que hubiera regresado para llevarme a otra.

Pegué un salto al oír otra detonación y sentí que mi rabo estallaba en mil pedazos. Solté varios aullidos seguidos, como suelen hacer los perros cuando están heridos, pero no me detuve. A mis espaldas oí los excitados ladridos del mastín, los cuales habían alcanzado un nuevo paroxismo, y deduje que el granjero lo había soltado. Me precipité hacia los campos y me deslicé por debajo de la cerca que los rodeaba, sintiendo que tenía el rabo ardiendo.

—¡Ve a por él, muchacho! —oí gritar al granjero, y supuse que el mastín no tardaría en alcanzarme.

El campo que se extendía ante mí a la luz de la luna parecía cada vez más largo y más ancho mientras que el seto que se alzaba al otro lado parecía irse encogiendo. El mastín aún no me había dado alcance pero le oía jadear a mis espaldas. Había dejado de ladrar para ahorrar energía. Ese monstruo se había propuesto atraparme como fuera.

Me maldije por haber sido tan estúpido de dejar que la zorra me utilizara como señuelo. Al pensar en ello, me puse tan furioso que estuve a punto de girarme para descargar mi ira sobre el mastín. Naturalmente, no lo hice, pues no era tan estúpido.

Oí el mastín jadeando junto a mí y al volverme comprobé aterrado que tenía los dientes a la altura de mi flanco izquierdo.

Viré bruscamente en el preciso instante en que iba a atizarme un mordisco y el mastín pasó de largo, tropezando y rodando por la hierba. Luego se incorporó y echó a correr hacia mí mientras yo corría en dirección opuesta.

Me precipité a través del seto que se alzaba frente a mí, confiando en no chocar con un árbol, seguido del mastín. Nos enredamos con las zarzas y los pájaros se sobresaltaron al vernos, pero atravesamos el seto apresuradamente y echamos a correr por el campo que se extendía frente a nosotros. Supuse que mi perseguidor no tardaría en alcanzarme y decidí utilizar la táctica de virar bruscamente para confundirlo. Por fortuna, el mastín no era muy inteligente y conseguí despistarlo cada vez, pero era un juego agotador. En varias ocasiones sentí sus colmillos rozándome los flancos, pero al cabo de un rato noté que mi enemigo se había quedado sin fuerzas. De pronto giré en redondo y el mastín se adelantó unos cinco metros. Yo me detuve un instante para recuperar el resuello y mi enemigo se detuvo también. Ambos nos miramos frente a frente, exhaustos y jadeando.

—¿Por qué no lo discutimos? —dije yo.

Pero el mastín no quería discutir y se precipitó hacia mí. Yo eché a correr de nuevo y seguimos así durante un rato.

De improviso, percibí el olor de la zorra. Los zorros son muy hábiles para ocultar sus huellas —retroceden sobre sus pasos, trepan a los árboles, se arrojan al agua o se mezclan con las ovejas—, pero cuando llevan a una gallina muerta entre sus fauces, sangrando y soltando plumas, la situación es muy distinta. La zorra había dejado a lo largo del sendero un rastro tan poderoso como la vista de un gato.

El mastín había percibido también su olor y ambos echamos a correr por el sendero. Atravesamos otro seto y nos encontramos en un bosque. Comenzamos a correr por entre los árboles y los matorrales, asustando a los animales nocturnos y obligándoles a ocultarse en sus nidos, protestando ante nuestra intromisión.

No creo que el mastín viera en la oscuridad tan bien como yo —probablemente era mucho más viejo—, pues avanzaba más lentamente y en varias ocasiones le oí soltar un ladrido al chocar con un árbol. Al fin conseguí dejarlo atrás y di un suspiro de alivio. En aquel preciso instante me topé con la zorra.

Se había detenido para recuperar a la gallina, la cual se le había caído de las fauces. Yo no sentía ningún rencor hacia la zorra —estaba demasiado preocupado por lo que tenía detrás— y probablemente hubiera pasado de largo de no haber tropezado con ella. Caímos los tres al suelo, la zorra, la gallina y yo, cuando de pronto apareció el mastín y empezó a propinar mordiscos a diestro y siniestro. Por fortuna, la zorra y yo conseguimos escapar y lo dejamos sacudiendo el cadáver de la gallina y tratando de despedazarlo. Imaginé la cara que pondría el granjero al ver regresar a su perro guardián con las fauces ensangrentadas y llenas de plumas.

La zorra y yo emprendimos caminos distintos, ella regresó junto a sus cachorros y yo busqué un lugar donde detenerme para recuperar el aliento y lamer mis heridas. Eché a correr sintiéndome más ligero, sin
Rumbo
fijo pero deseando alejarme de aquella zona antes del amanecer. Yo sabía (¿cómo lo sabía?) que los granjeros no se detenían hasta encontrar y destruir al perro asesino que había matado a uno de sus animales. Sentía un dolor intenso en el rabo, pero no me atreví a detenerme para examinar los daños. Al llegar a un arroyo me arrojé a él para aliviar el escozor que me producían las heridas y lo atravesé a nado. Cuando alcancé la otra orilla, me sacudí enérgicamente y eché a correr, ansioso de abandonar cuanto antes las tierras del granjero.

Había amanecido cuando decidí detenerme a descansar. Me dolía todo el cuerpo y me tumbé en una hondonada para recuperar las fuerzas. Al girarme para examinarme el rabo comprobé que la herida era menos profunda de lo que temía, aunque tenía la punta tan pelada como el rabo de Victoria. Las heridas que tenía en el lomo y los flancos, causados por la alambrada y los colmillos del mastín, eran superficiales pero muy molestas. Apoyé la cabeza entre las patas y me quedé dormido.

Cuando me desperté el sol se hallaba en lo alto, envolviéndome con su calor. Tenía la boca y la garganta secas, las heridas me escocían y mis tripas comenzaban a protestar. Miré a mi alrededor y vi que yacía en una pequeña hondonada sobre una pequeña pendiente. A mis pies se extendía un valle rodeado de frondosas colinas, cuyas cimas estaban coronadas de hayas. Bajé la cuesta confiando en hallar un arroyo al pie de la misma, deteniéndome de vez en cuando para mordisquear la hierba, la cual se llama cañuela; no tenía un sabor muy agradable, pero yo sabía que muchos animales de las tierras bajas se alimentaban de ella. Me pregunté de nuevo cómo sabía esas cosas: cómo sabía que el caracol que acaba de empujar con el pie era un caracol romano que utilizaba el calcio que contenía la tierra para construir su refugio; que el pájaro que cantaba a mi derecha era un jilguero; que la mariposa que revoloteaba ante mí era una Niña celeste que se había despertado prematuramente con la llegada de la primavera. Era evidente que en mi vida anterior había sentido un profundo interés por todo lo relacionado con el campo y la Naturaleza. ¿Había sido un naturalista o un botánico? ¿O se trataba simplemente de una afición? Quizá me había criado en el campo y ése era el motivo de que conociera los nombres y las costumbres de los animales. Tenía que averiguar quién había sido, qué había sido, cómo había muerto y por qué me había convertido en un perro. Tenía que descubrir quién era el siniestro individuo que se aparecía en mis sueños y que representaba una amenaza para mi familia. Mi esposa y mi hija… Tenía que hallarlas y decirles que no había muerto. Decirles que era un perro. ¿No existía nadie que pudiera ayudarme?

Existía, en efecto, pero yo no lo conocería hasta dos noches más tarde.

Capítulo 15

Presten atención, pues esto es importante. Hemos llegado al punto de mi narración en que comprendí el motivo de mi existencia, por qué me había convertido en un perro. Tal vez este capítulo les ayude, si están dispuestos a aceptarlo. No me importa si no me creen, eso es cosa suya, pero recuerden lo que les pedí al principio: desechen sus prejuicios.

Vagué sin
Rumbo
durante dos días, hasta que al fin hallé de nuevo la carretera. Estaba resuelto a no perder más tiempo, a buscar mi hogar y algunas respuestas.

Cada vez me resultaba más difícil leer los letreros de la carretera, pero tomé el camino adecuado y llegué a otra población, donde supuse que sería más fácil hallar comida. Algunos transeúntes se compadecían de mi lamentable estado (otros se alejaban de mí como si fuera la peste) y me arrojaban unas migajas. Pasé la noche en casa de una familia, la cual deseaba que me quedara a vivir con ellos, pero a la mañana siguiente, cuando me sacaron para hacer mis necesidades, eché a correr hacia la siguiente población. Lamento haberles decepcionado, pero no estaba dispuesto a permitir que nada me impidiera alcanzar mi objetivo.

En la segunda población fue más complicado hallar comida, pero al final conseguí comer algo. La carretera me resultaba cada vez más familiar y deduje que me estaba aproximando a mi casa, lo cual hizo que aumentara mi excitación.

Al anochecer me encontré entre dos poblaciones, de modo que abandoné la carretera y penetré en un denso bosque. Famélico (como siempre) y agotado, busqué un lugar seguro donde dormir. Ignoro si han pasado alguna vez la noche a solas en un bosque, pero les aseguro que es una experiencia muy inquietante. De entrada, todo está oscuro como la boca de lobo (no hay farolas) y los animales nocturnos no cesan de vagar de un lado para otro, pisando las ramas secas e impidiéndole a uno conciliar el sueño. De noche veo perfectamente —mejor que ustedes—, pero no era sencillo detectar los objetos en la oscuridad. De pronto vi unas luces y me asusté, hasta que comprendí que se trataba de un par de luciérnagas. Luego me llevé otro sobresalto al contemplar un extraño resplandor azul verdoso, hasta que comprobé que se trataba de un agárico melado que crecía en el tronco de un árbol podrido.

Oí a unos murciélagos revoloteando y chillando, y un erizo tropezó conmigo y me clavó sus púas en el hocico. Pensé en regresar a la carretera, pero la luz cegadora de los faros y el ruido de los coches me aterraban aún más.

Por la noche, la actividad en el bosque es casi tan intensa como durante el día, aunque todo es más misterioso. Anduve a hurtadillas buscando un lugar donde descansar hasta que hallé un mullido montón de tierra oculto bajo las hojas de un árbol. Me tumbé en él, pero de pronto me invadieron unos extraños presagios. Mi intuición no se equivocaba, pues al poco rato mi sueño se vio turbado por la presencia del tejón.

Y fue el tejón quien me lo explicó todo.

Yacía en la oscuridad medio adormilado, pues no había conseguido conciliar un sueño profundo, abriendo los ojos cada vez que percibía el más leve ruido, cuando de pronto me pareció que alguien removía la tierra a mis espaldas y me incorporé sobresaltado. Al volverme vi tres rayas anchas y blancas que salían de un hoyo y, en el extremo de la raya central, un hocico que olfateaba el aire.

—¿Quién anda ahí? —preguntó una voz.

Yo callé, dispuesto a salir huyendo.

Las rayas blancas se hicieron cada vez más anchas a medida que salían del hoyo.

—Qué olor tan extraño —dijo la voz—. Deja que te vea.

Entonces vi dos ojillos negros y relucientes a ambos lados de la raya del centro y comprendí que se trataba de un tejón, el cual tenía dos rayas negras sobre su blanca cabeza. Yo retrocedí, pues sabía que esos animales eran muy feroces cuando estaban asustados o enojados.

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