Aullidos (14 page)

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Authors: James Herbert

Tags: #Ciencia ficción, Intriga

BOOK: Aullidos
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Atravesé un seto que se alzaba junto a la carretera, enganchándome en los espinos y las zarzas. Pasé junto a dos reyezuelos que me miraron sorprendidos y atemorizados. Vi una Celedonia menor compuesta por cuatro deslumbrantes estrellas amarillas, una de las primeras plantas que se regeneran cuando llega la primavera. Corrí por el campo revoleándome en la húmeda hierba hasta que mi pelo quedó empapado. Chupé la hierba para sorber las gotas de rocío y cavé unos hoyos en la tierra para ver si descubría algo. Unos escarabajos y un topo se cruzaron en mi camino y se alejaron apresuradamente, huyendo de mi inquisitiva mirada. Me topé con una babosa de un palmo de longitud, la cual se encogió como una bola cuando me puse a olfatearla. Probé su sabor, pero la escupí en seguida. Quizá los caracoles hervidos constituyan un manjar para muchos, pero una babosa cruda no puede comérsela ni un perro.

Mi apetito se había despertado y exploré el campo en busca de algo que comer. Tuve la suerte de hallar a un joven conejo que mordisqueaba el tronco de un árbol, pero no conseguí atraparlo. Le maldije por ser más veloz que yo, pero luego me pregunté si habría sido capaz de matarlo. Nunca había matado a un animal para alimentarme.

Afortunadamente, hallé unos hongos que crecían entre un grupo de árboles y los devoré con avidez, sabiendo de alguna forma que no eran venenosos. ¿Era debido a mi instinto animal o tenía algún conocimiento humano sobre los hongos? No me molesté en buscar la respuesta, pues en aquel momento apareció un ratón campestre escudriñando el suelo con sus ojillos negros en busca de caracoles. Aunque no sentía deseos de comérmelo ni de pelearme con él, le di un amistoso manotazo en el lomo. Él se detuvo, me miró y prosiguió impertérrito su camino, sin hacerme el menor caso. Le observé mientras se alejaba y luego decidí reemprender también mi camino. Me había divertido pero no había hecho ningún descubrimiento personal importante. Eché a correr por el campo, atravesé el seto y enfilé de nuevo la carretera.

Al cabo de un rato me encontré de nuevo rodeado de tiendas y edificios, pero seguí adelante, deteniéndome una sola vez para robar una manzana de un puesto de frutas. Dejé atrás las complicadas calles urbanas y seguí a lo largo de la carretera, la cual me resultaba cada vez más familiar.

Cuando llegué a Keston tenía las patas llagadas, pero seguí avanzando hasta llegar a una pequeña población llamada Leaves Green. Pasé la noche en un pequeño bosque, pero los ruidos del campo me atemorizaban y decidí refugiarme en el jardín de una casa particular. Me sentía más tranquilo sabiendo que me hallaba cerca de seres humanos.

Al día siguiente apenas probé bocado, pero no les aburriré relatándoles las desventuras que me acaecieron cuando traté de hallar comida; basta decir que al llegar a Westerham estaba tan famélico que hubiera devorado un buey.

En Westerham me aguardaba una experiencia muy penosa, la cual debo referirle.

Capítulo 13

Me despertó el tañido de unas campanas, cuyo estridente sonido dominical me hizo evocar otras épocas, unas épocas humanas.

Sin embargo, mi presente situación me hizo olvidar esos recuerdos antes de que me abrumaran y estiré mis doloridas patas para desentumecerme. Había pasado la noche a cubierto, en una parada de autobuses, pero el frío de la mañana me había calado los huesos. Bostecé y mis tripas protestaron a causa del hambre. Miré a mi alrededor pero no vi ninguna tienda, así que eché a caminar por la calle con el hocico levantado, tratando de captar el más leve aroma a comida. Al poco rato llegué a la calle principal y comprobé que, efectivamente, era domingo y todos los comercios —aparte de un par de quioscos de periódicos— estaban cerrados. Me detuve junto a la cuneta, temblando, mirando a diestro y siniestro, indeciso, sintiéndome solo y famélico.

Fue el tañido de las campanas lo que me dio la idea. Un pequeño grupo de personas, muy atildadas, se dirigían a la iglesia. Los niños caminaban de la mano de sus padres o brincando ante ellos; las abuelas asían el brazo de sus hijos; los maridos caminaban taciturnos junto a sus sonrientes esposas. En el aire flotaba una alegría y animación ante la llegada de la primavera que realzaba el rito dominical y alentaba a todos los hombres a ser bondadosos y comprensivos. Quizá también a los perros.

Seguí al grupo hasta la iglesia, la cual se hallaba sobre una colina, medio oculta por unos árboles. Llegamos a ella por un camino asfaltado que atravesaba el camposanto que la rodeaba. Algunas personas hacían gestos de desaprobación al verme, mientras otras me daban unas palmaditas. Luego penetraron en el frío edificio de piedra gris y yo permanecí fuera, sentado en una lápida.

Disfruté mucho con los cánticos que entonaban los feligreses e incluso recité algunas estrofas que conocía. Pero el oficio se hacía interminable y al fin, aburrido de las largas pausas entre los himnos, decidí explorar el cementerio. Me asombró comprobar la animada vida de los animales e insectos que lo poblaban. Cuando me hallaba observando una tela de araña que parecía un arco iris, oí alzarse a los feligreses y regresé junto al enorme portal de la iglesia, caminando sobre la húmeda hierba para aliviar el dolor que sentía en las patas. Aguardé junto al porche hasta que salieron. Algunos parecían sentirse reconfortados y otros satisfechos de haber cumplido con sus deberes religiosos. Yo buscaba a una persona que se sintiera reconfortada.

No tardé en dar con ella: se trataba de una anciana de unos sesenta años, la cual no cesaba de sonreír y saludar a todo el mundo. Respiraba bondad por todos los poros de su cuerpo. Era perfecta.

La anciana se detuvo unos minutos para conversar con el pastor, interrumpiendo de vez en cuando su charla para saludar a un conocido, bendiciéndolo con una mano enfundada en un guante blanco. Yo aguardé pacientemente hasta que concluyó su diálogo con el clérigo y luego la seguí por entre el grupo de feligreses, los cuales conversaban y chismorreaban acerca de sus vecinos. La anciana se detuvo varias veces para hablar con ellos, sonriendo dulcemente, hasta que por fin echó a andar por el sendero. Yo la seguí a unos metros de distancia, esperando el momento oportuno para presentarme. Cuando llegamos a la carretera, la anciana dobló a la izquierda y comenzó a subir la colina.

—Buenos días, Miss Birdle —le decía la gente al verla pasar. Ella les devolvía el saludo agitando alegremente la mano.

Ésta es la mía, pensé. Eché a correr, me detuve a unos metros delante de ella, me giré y le sonreí dulcemente.

— Vuf! —dije.

Mis Birdle levantó las manos sorprendida y sonrió.

—¡Qué simpático! —exclamó, mientras yo agitaba el rabo.

Se acercó y me cogió la cabeza con ambas manos.

—¡Qué chico tan guapo! —dijo, frotándome el lomo. Yo intenté lamerle la cara, felicitándome por haber dado con otra Bella—. Eres un chico muy guapo —repitió la anciana.

Después de hacerme algunas caricias, me saludó con la mano y continuó su camino. Yo la seguí y me arrojé sobre ella, sonriendo y tratando desesperadamente de conquistar su corazón y su compasión. Lo reconozco: no tenía vergüenza.

Mis Birdle me apartó suavemente y me dio unas palmaditas en la cabeza.

—Hala, sé bueno y vete a casa —dijo en tono bondadoso.

Lo lamento,
Rumbo
, pero confieso que en aquel momento me puse a gemir.

No sólo eso, sino que agaché la cabeza, metí el rabo entre las piernas y la miré con aire compungido. Era patético.

La anciana me miró conmovida.

—¡Pobrecito, debes de estar hambriento! ¡Qué flacucho estás! —Yo agaché la cabeza hasta casi rozar el suelo con el hocico.— Ven conmigo y te daré algo de comer. ¡Pobrecito, qué lástima me das!

La había conquistado. Intenté lamerle el rostro, pero ella me contuvo con firmeza. Aunque no era preciso que insistiera, la anciana se detuvo varias veces, dándose una palmada en el muslo y diciendo:

—Sígueme.

La encantadora anciana rebosaba energía y no tardamos en llegar a una oxidada verja de hierro. Después de franquearla, enfilamos un estrecho sendero rodeado de matorrales. Percibí el olor de Miss Birdle a lo largo del sendero, no el fresco y delicado aroma que dejaba ahora tras de sí, sino una versión algo más rancia que se mezclaba con los olores de numerosos animales. De vez en cuando me detenía para explorar un olor particularmente interesante.

Al cabo de un rato llegamos a un claro en el que se alzaba una casita con los muros de ladrillo y las esquinas, la puerta y la ventana reforzadas con piedra labrada. Era una escena maravillosa —como descubrir de pronto una caja de chocolates—, la cual encajaba perfectamente con Miss Birdle. Satisfecho de haber sido tan listo, corrí hacia la puerta y me senté a esperar a la anciana.

Ésta abrió la puerta sin utilizar la llave y me invitó a entrar. Penetré directamente en la sala de estar, pues no había vestíbulo, y comprobé con satisfacción que el interior de la casa era tan acogedora como su fachada. La habitación estaba llena de muebles antiguos, viejos y confortables, así como varias figuras decorativas. Adosado a una de las paredes había un inmenso aparador de madera oscura que contenía una hermosa vajilla de porcelana. Yo agité el rabo en señal de aprobación.

—Veamos si llevas alguna dirección en el collar y luego te daré de comer —dijo Miss Birdle, depositando el bolso en una silla e inclinándose sobre mí.

Yo me senté, resuelto a no matar a la gallina de los huevos de oro con mis impetuosas demostraciones de afecto. La anciana miró la placa de mi collar, pero no podía leer lo que había escrito en ella.

—Mi vista es cada día más débil —se lamentó. Yo sonreí para expresarle mi simpatía. Deseaba decirle que yo poseía una vista extraordinaria, hablarle sobre la multitud de tonalidades que observaba en su rostro, el azul profundo de sus viejos ojos, los deslumbrantes colores que nos rodeaban, incluso los de sus viejos muebles. Era desesperante no poder explicar esas cosas. Ni siquiera
Rumbo
había comprendido el alcance de mi sensibilidad visual.

La anciana metió la mano en el bolso y sacó un par de gafas con montura de metal.

—Eso está mejor —dijo, colocándose las gafas y leyendo el nombre que figuraba en la placa de mi collar.


Fluke
—dijo—. Qué nombre tan raro para un perro. No hay ninguna dirección. Algunas personas son muy dejadas, ¿verdad? No te había visto nunca por aquí. ¿De dónde vienes? ¿Te has escapado? Enséñame tus patas… Pobrecito, las tienes llagadas. Debes de haber recorrido un buen trecho. ¿Te trataban mal tus amos? ¡Qué flaco estás!

Yo empezaba a impacientarme y solté un gemido para darle a entender que estaba famélico.

—Sí, sí, ya sé lo que quieres. Quieres llenarte la tripita, ¿no es cierto? —Es una lástima que la gente se empeñe en hablarles a los animales como si fueran niños, pero decidí perdonárselo y seguir soportando sus tonterías. Golpee la alfombra con el rabo confiando en que lo interpretara como una respuesta afirmativa—. No te inquietes, en seguida comerás.

En un rincón de la minúscula cocina, durmiendo en un cesto en el suelo, se hallaba Victoria.

Victoria era la gata más odiosa y arisca que jamás he conocido. Esos felinos suelen ser muy irascibles, pues se consideran superiores a los demás animales, pero este monstruo se llevaba la palma. La gata se incorporó súbitamente, alzando el rabo y mirándome enfurecida.

—Tómatelo con calma —dije, un tanto nervioso—. Sólo estoy de paso.

—Tranquilízate, Victoria —dijo Miss Birdle, tan nerviosa como yo—. El pobrecito está hambriento. Le daré algo de comer y se marchará en seguida.

Es inútil tratar de razonar con los gatos, son demasiado tozudos. Victoria se encaramó de un salto sobre el fregadero y se arrojó por la ventana de la cocina.

—Vaya por Dios —dijo Miss Birdle—, has enojado a Victoria. —Acto seguido, la afable anciana me propinó una patada en las costillas.

Por un instante creí que lo había soñado, pero el dolor que sentía en el costado me demostró que estaba equivocado.

—Veamos —dijo Miss Birdle, apoyando el índice en la comisura de la boca mientras echaba un vistazo a la despensa como si no hubiera sucedido nada. Me pregunté de nuevo si no lo habría soñado, pero las punzadas que sentía en el flanco me confirmaron de nuevo que había recibido una patada.

A partir de aquel momento procuré mantener una prudente distancia entre ambos, observando atentamente a la anciana cuando colocó un plato de hígado picado en la mesa. La comida estaba deliciosa, pero yo me sentía inquieto. No acertaba a explicarme lo ocurrido. Lamí el plato hasta dejarlo limpio y le di educadamente las gracias. La anciana me acarició las orejas y sonrió satisfecha al ver que había vaciado el plato.

—Estabas famélico, ¿verdad? —dijo—. Supongo que tendrás sed. Te daré un poco de agua. —Llenó el mismo plato con agua y bebí con avidez.

—Ahora descansaremos un rato —dijo.

La seguí hasta el cuarto de estar y me indicó una peluda alfombra frente a la chimenea.

—Túmbate allí mientras enciendo el fuego. Hace mucho frío y a mí me gusta el calor. —La anciana siguió parloteando mientras aplicaba una cerilla a la leña. Yo me sentía más tranquilo y supuse que el episodio de la cocina había sido simplemente un lapsus por parte de Miss Birdle, provocado por el susto de ver a su querida gata arrojarse por la ventana. O quizás había resbalado. La anciana se sentó en un sillón frente a la chimenea, hablándome suavemente hasta que me quedé dormido.

Me desperté a la hora del almuerzo, el cual no fue muy copioso dado que la anciana vivía sola, pero me dio una buena ración. La gata apareció de nuevo y se irritó al verme comiendo lo que creía que le correspondía a ella. Miss Birdle se dirigió a la cocina y regresó con un bote de comida para gatos. Echó un poco en un plato y lo colocó frente a la quisquillosa gata. Mirándome con gesto amenazador, Victoria se puso a comer de forma voraz pero pulcramente, como suelen hacer los gatos, muy distinta de los torpes ademanes que utilizamos los perros. Cuando terminé mi ración me acerqué a ella para ayudarle a limpiar el plato, pero la gata me soltó un bufido y decidí sentarme a los pies de Miss Birdle, contemplándola con expresión de súplica. La anciana me arrojó unas migajas, lo cual enfureció aún más a la gata, pero yo no le hice caso.

Cuando Miss Birdle hubo fregado los platos, nos instalamos de nuevo frente a la chimenea. Victoria se mantuvo distante hasta que, después de rogárselo la anciana, accedió a instalarse en su regazo. Yo apoyé la cabeza en los pies de mi benefactora y los tres nos quedamos dormidos. Me sentía cómodo y satisfecho, y más seguro que antes. Quizá debía permanecer en casa de la ancina en lugar de tratar de averiguar mis orígenes, lo cual podría suponer una aventura peligrosa. Aquí podía ser feliz; la gata era odiosa pero procuraría que no me molestara. Necesitaba cariño humano, sentir que pertenecía a alguien. Había perdido a un buen amigo y el mundo era un lugar demasiado grande y solitario para un pequeño chucho como yo. Más adelante, cuando hubiera adquirido más experiencia, intentaría averiguar mi pasado. Yo podía ofrecer a Miss Birdle compañía y proteger su casa, a cambio de que ella me alimentara.

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