Aullidos (11 page)

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Authors: James Herbert

Tags: #Ciencia ficción, Intriga

BOOK: Aullidos
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Acto seguido me tragué el caramelo, extrañado ante las exclamaciones de asombro y la evidente satisfacción de Lenny, el cual me dio varias palmaditas en el lomo.

—Eso ha sido de chiripa. Estoy seguro de que no podría volver a hacerlo —dijo uno de los hombres, sonriendo.

—Claro que podría. Es un cachorro muy listo —replicó Lenny.

—Pues hagamos una apuesta.

Los otros asintieron entusiasmados. Es curioso las cosas que se inventan las personas cuando están aburridas.

Uno de los hombres me agarró de nuevo por el collar mientras Lenny sacaba otro caramelo e iniciaba su repertorio de gestos.

—Está bien. Apuesto una libra a que esta vez no lo consigue.

—De acuerdo.

—Acepto la apuesta.

—Yo también.

De pronto aparecieron cuatro billetes de una libra en el suelo. Los cuatro hombres me miraron fijamente.

Lenny repitió el número de las tazas y uno de los hombres le dijo que se apresurara. Reconozco que Lenny tenía una habilidad especial para moverlas de tal forma que era imposible seguir sus movimientos con la vista, pero sí con un olfato tan fino como el mío. A los tres segundos de haberme soltado, derribé la taza y engullí el caramelo que había debajo de ella.

—¡Es fantástico! ¡Increíble!

Lenny recogió satisfecho las cuatro libras del suelo.

—Insisto en que ha sido de chiripa —dijo uno de los hombres.

—¿Quieres apostar otra vez, Ronald?

Los hombres volvieron a hacer sus apuestas, excepto uno.

—Yo creo que lo huele —dijo.

Sus compañeros se pusieron a reflexionar, pues no se les había ocurrido.

—No —dijo Lenny—, es imposible que huela el caramelo debajo de la taza.

—Tiene un olor muy fuerte a menta.

—De acuerdo, utilizaremos otra cosa.

Los hombres comenzaron a rebuscar en sus bolsillos, pero no encontraron ningún objeto que sirviera para sus propósitos.

—Un momento —dijo uno. Se dirigió al «Granada», abrió la portezuela, metió la mano en la guantera y sacó media barra de chocolate—. Siempre llevo chocolate para los niños —se justificó. Luego se la entregó a Lenny, diciendo—: No le quites el envoltorio, de esta forma no podrá olerlo.

Al ver la barra de chocolate, la boca se me hizo agua y tuvieron que contenerme para que no me abalanzara sobre ella.

—Está bien, intentémoslo de nuevo —dijo Lenny, envolviendo cuidadosamente el chocolate y ocultándolo debajo de una taza que tenía una mancha en la parte inferior.

El cuarto hombre decidió unirse a la apuesta y Lenny empezó a mover las tazas. Como es natural, en cuanto me soltaron me precipité sobre la taza que estaba manchada.

Los hombres me arebataron el chocolate de la boca antes de que pudiera tragármelo, pero Lenny se mostró más generoso que sus compañeros.

—Podría ganar una fortuna con este perro —dijo, partiendo el chocolate y dándome un pedazo—. Es más inteligente de lo que parece. —Yo me enfurecí al oír ese comentario, pero la perspectiva de comerme otro pedazo de chocolate hizo que me contuviera—. ¿Te gustaría regresar conmigo a Edenbridge? Connie y los niños estarán encantados de que te lleve a casa. Podría forrarme trabajando contigo.

—Es el perro del Jefe, no dejará que te lo lleves —dijo Ronald.

—Quizá no le importe, puesto que tiene dos.

—Yo creo que lo ha descubierto por casualidad. Los perros no son tan inteligentes.

Lenny puso los ojos en blanco y preguntó irritado:

—¿Quieres que lo intentemos otra vez?

Mientras Ronnie vacilaba, entró un coche en el taller. El Jefe aparcó su elegante «Jaguar» detrás del «Granada» y se apeó; cambiaba de automóvil con más rapidez de lo que la mayoría de la gente cambia de neumáticos. Llevaba una chaqueta de piel de borrego y sostenía su acostumbrado puro entre los dientes. Los hombres le saludaron con una cordialidad que más bien era una muestra de respeto que de aprecio.

—¿Qué hacéis? —les preguntó, acercándose al grupo.

—Estamos jugando con el perro, Jefe —respondió Lenny.

—Es muy listo —dijo uno de sus compañeros.

Lenny parecía reacio a explicarle al Jefe lo listo que era yo, quizá porque había vislumbrado la posibilidad de hacerse millonario conmigo.

—Estoy seguro de que no podría volver a hacerlo —soltó Ronald—, ni en un millón de años.

—¿Hacer qué, Ron? —preguntó el Jefe afablemente.

—Lenny le ha hecho el truco de los trileros y el chucho lo ha descubierto cada vez —dijo uno de los hombres.

—No lo creo —contestó el Jefe.

—Es cierto —dijo Lenny, sacrificando sus futuros planes a cambio de embolsarse rápidamente otras cuantas libras.

—Lo habrá descubierto de chiripa. Los perros no son tan listos.

—Eso dije yo —terció Ronald.

—Y perdiste el dinero que habías apostado —dijo Lenny, sonriendo.

—¿Cuánto has ganado hasta ahora, Lenny?

—Unas ocho libras, Jefe.

—Está bien. Apuesto otras ocho a que no consigue volver a descubrirlo. —Hay que reconocer que el Jefe tenía estilo.

Lenny vaciló tan sólo un segundo. Luego cogió las tazas y las colocó en el suelo.

—Pórtate bien, chico, no me falles —me dijo, recalcando las últimas palabras. Yo me divertía mucho con ese juego; me gustaba complacer a Lenny por haber reconocido que yo no era un perro como los otros. No les suplicaba que me arrojaran unas migajas, sino que me estaba ganando el sustento.

Lenny movió las tazas más rápidamente que antes para impresionar al Jefe, pero esta vez colocó el chocolate debajo de la taza que no estaba manchada. Luego miró al Jefe y preguntó:

—¿Vale?

El Jefe asintió y Lenny me miró fijamente.

—Está bien, chico, a ver si descubres dónde está el chocolate.

En aquel momento apareció
Rumbo
.

Picado por la curiosidad, se acercó al grupo. Al ver a uno de los hombres sujetándome por el collar y las dos tazas en el suelo, arrugó el ceño. En seguida adivinó que se trataba de un juego para divertir a los amigos del Jefe y que yo, su protegido, el imbécil al que había ofrecido su amistad, el cretino a quien había intentado inculcar un poco de dignidad, era la estrella del espectáculo. Sentí que las orejas se me ponían rojas como un tomate y agaché la cabeza avergonzado. Miré tímidamente a
Rumbo
, pero él me contempló con desprecio.

—Vamos, chico —dijo Lenny—, busca el chocolate.

Me quedé inmóvil, con el rabo entre las piernas: había decepcionado a
Rumbo
. Él había procurado enseñarme a ser independiente, a no convertirme en un juguete de los hombres, a no ser inferior a ellos; y héteme aquí, convertido en un animal circense que hacía trucos para divertirles. Me acerqué a las tazas, di una patada a la que estaba vacía y me alejé en busca de un agujero donde ocultarme.

Lenny levantó las manos desesperado y el Jefe soltó una carcajada. Ronald se agachó sonriendo, recogió las ganancias del Jefe y se las entregó. Al doblar la esquina del cobertizo, oí decir al Jefe:

—Os dije que lo había descubierto de chiripa. ¡Eso es! Le llamaré
Fluke
! ¡Eh, Georgie! —le gritó a uno de sus empleados—. Quítale el collar al cachorro y pon el nombre de
Fluke
.

El Jefe parecía muy satisfecho de sí mismo: el dinero no tenía importancia, sino el hecho de haber ganado la apuesta. Luego le oí abrir la puerta de su oficina y entrar en ella seguido de sus amigos.

Así fue como me pusieron
Fluke
[1]
, un nombre que, dicho sea de paso, me sentaba perfectamente.

Capítulo 10

Rumbo
no hizo ningún comentario sobre ese episodio. Durante unos días estuvo un poco distante conmigo, pero mi último gesto me había salvado de caer en la más absoluta ignominia y, debido a nuestra mutua dependencia (cosa que
Rumbo
jamás habría reconocido), pronto reanudamos nuestra amistad.

Lenny dejó de interesarse en mí, pues había arruinado sus planes de hacerse millonario conmigo. Aparte de dirigirme una sonrisita de vez en cuando, apenas se fijaba en mí cuando acudía al taller. El empleado que se llamaba Georgie me quitó el collar y me lo devolvió más tarde.
Rumbo
me explicó que en la placa de metal había unas marcas que parecían arañazos y deduje que habían grabado el nombre de «
Fluke
». A partir de entonces, tanto los empleados del taller como la gente que se detenía en la calle para acariciarme me llamaban así. De todos modos, me gustaba más que Horacio.

El invierno se hizo cada vez más crudo y las cosas se complicaron para
Rumbo
y para mí. Seguíamos yendo todos los días al mercado de frutas, pero cada vez resultaba más peliagudo robar comida. Los tenderos ya nos conocían y nos echaban a patadas tan pronto como aparecíamos por allí. El frío hacía que las amas de casa se mostraran más precavidas, menos amables. Yo había perdido buena parte de mi encanto de cachorro (por aquel entonces debía tener unos siete u ocho meses), y la gente no solía detenerse para acariciar a un chucho de patas largas y desgarbadas, así que ya no le servía de señuelo a
Rumbo
. No obstante, los problemas con los que nos topábamos hicieron que nos volviéramos más astutos, más veloces en nuestros ataques y más ingeniosos en nuestros métodos.

Nuestras redadas a los supermercados solían ser bastante fructíferas, siempre y cuando consiguiéramos salir con la misma velocidad con la que habíamos entrado. Mientras uno de nosotros derribaba una pila de botes, provocando el lógico alboroto, el otro agarraba el artículo comestible que tenía más a mano. Era muy emocionante. Nuestras incursiones en los patios de los colegios a la hora del almuerzo siempre nos proporcionaban un bocadillo o dos, o tal vez una manzana y una barra de chocolate. Se organizaban unos escándalos increíbles. Nuestras visitas al mercado callejero local nos ofrecían la oportunidad de llenarnos la tripa. Sin embargo, las amenazas que nos dirigían los tenderos resultaban un tanto inquietantes. Nos habíamos vuelto demasiado temerarios, y eso fue lo que provocó nuestra desgracia.

Un día
Rumbo
y yo nos metimos en un callejón siguiendo nuestro olfato, el cual había detectado unos suculentos aromas de comida. De pronto vimos una puerta abierta, de la que emanaba un delicioso vapor; nos hallábamos frente a la puerta de la cocina de un restaurante. Siempre habíamos tenido éxito en nuestras empresas y, convencidos de que esta vez también lo tendríamos, entramos resueltamente en el restaurante.

Era un restaurante muy elegante, aunque la cocina se hallaba en un estado lamentable. Adiviné de inmediato que se trataba de un buen restaurante cuando distinguí uno de los platos de la carta humeando sobre una mesa en el centro de la cocina: pato asado con salsa de naranja. Estaba rodeado de otros platos, aunque no tan suculentos, los cuales no tardarían en ser transportados por los camareros al comedor (o devorados por dos canes hambrientos). Aparte del cocinero, que se hallaba de espaldas a nosotros removiendo un enorme puchero de sopa, la cocina estaba desierta. Yo apoyé las patas en el borde de la mesa y sonreí con satisfacción. Hoy nos llenaríamos la tripa.

Rumbo
se paseó tranquilamente entre las fuentes (de haber sido un hombre, se habría puesto a silbar) hasta llegar al pato asado. Sacó la lengua y empezó a lamer la salsa de naranja. Luego me miró y les juro que puso los ojos en blanco. Yo aguardaba impaciente mientras la boca se me hacía agua.
Rumbo
siguió lamiendo la salsa durante unos minutos y luego abrió sus fauces para agarrar el pato asado entre los dientes. En aquel preciso instante se abrió la puerta que conducía al comedor.

Rumbo
y yo nos quedamos de piedra al ver entrar a un camarero, vestido con una chaqueta blanca y una pajarita negra, sosteniendo una bandeja llena de platos con restos de comida. Era más bien bajito en comparación con otros hombres (todos los hombres me parecían altísimos) y tenía el pelo negro y grasiento. Por encima de su bigote asomaba una nariz larga y afilada y dos ojos grandes y saltones. Al vernos se quedó boquiabierto, mientras los platos se deslizaban por la pendiente que había creado involuntariamente y se estrellaban contra el suelo. El estrépito nos hizo reaccionar.

El cocinero se giró rápidamente, llevándose las manos al pecho, el camarero lanzó un grito (creo que era italiano),
Rumbo
agarró el pato asado y yo (naturalmente) me oriné.

Rumbo
saltó de la mesa, resbaló en un charco que había en el suelo, perdió el pato, trató de recuperarlo, soltó un aullido cuando el cocinero le arrojó el cazo hirviendo, agarró el pato por la rabadilla y se precipitó hacia la puerta.

El camarero arrojó la bandeja sobre
Rumbo
, reprimió un sollozo, resbaló en el charco y cayó de espaldas, derribando al perro y al pato.

El cocinero se llevó las manos del pecho a la boca, lanzó un angustioso alarido, se abalanzó hacia delante, tropezó con una bandeja que ocultaba un charco de salsa de naranja, aterrizó sobre el pecho del camarero (era un hombre bastante fornido) y comenzó a bramar y emprenderla a patadas contra el perro, el pato y el camarero.

Yo me largué a toda velocidad.

Rumbo
entró sigilosamente en el taller unos cinco minutos después de haber llegado yo. Penetró a través de nuestra entrada particular, un agujero de treinta centímetros de alto situado en la parte inferior del muro de chapa ondulada, sosteniendo todavía entre sus fauces el pato asado. Éste presentaba un aspecto un tanto deteriorado: una piéce de résistance que no había resistido bien. Sin embargo, para dos chuchos famélicos no dejaba de ser un triunfo gastronómico y después de lamer los huesos hasta dejarlos limpios (advertí a
Rumbo
que no los triturara con los dientes) comentamos con satisfacción el éxito de nuestra aventura. Dos días más tarde, sin embargo, nos llevamos un buen susto.

Un policía se presentó en el taller y preguntó a uno de los empleados si vivían allí dos chuchos negros.
Rumbo
y yo desaparecimos detrás de un destartalado «Ford Anglia» y nos miramos ansiosos. Al parecer, los tenderos se habían unido para presentar una denuncia en la comisaría del distrito, quizás instigados por el dueño del restaurante. El caso es que la Policía no tardó en dar con nuestro paradero. Asomamos la cabeza por detrás del viejo automóvil y vimos al empleado señalando con el dedo la oficina del Jefe. El joven agente se dirigió al cobertizo, examinando los automóviles que se hallaban aparcados junto a él. En aquellos momentos el Jefe se hallaba reunido con sus compinches.

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