Así habló Zaratustra (38 page)

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Authors: Friedrich Nietzsche

BOOK: Así habló Zaratustra
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¡Perdonadme, hombres desesperados, que yo hable ante vosotros con estas sencillas palabras, indignas, en verdad, de tales huéspedes! Pero vosotros no adivináis qué es lo que vuelve petulante mi corazón:

¡vosotros mismos y vuestra visión, perdonádmelo! En efecto, todo aquel que contempla a un desesperado cobra ánimos. Para consolar a un desesperado siéntese bastante fuerte cualquiera.

A mí mismo me habéis dado vosotros esa fuerza, ¡un buen don, mis nobles huéspedes! ¡Un adecuado regalo de huéspedes ! Bien, no os irritéis, pues, porque también yo os ofrezca de lo mío.

Éste es mi reino y mi dominio: pero lo que es mío, por esta tarde y esta noche debe ser vuestro. Mis animales deben ser­viros a vosotros: ¡sea mi caverna vuestro lugar de reposo!

En mi casa, aquí en mi hogar, nadie debe desesperar, en mi coto de caza yo defiendo a todos contra sus animales salvajes. Y esto es lo primero que yo os ofrezco: ¡seguridad!

Y lo segundo es: mi dedo meñique. Y una vez que tengáis ese dedo, ¡tomaos la mano entera!, ¡y además, el corazón! ¡Bienvenidos aquí, bienvenidos, huéspedes míos!»

Así habló Zaratustra, y rió de amor y de maldad. Tras este saludo sus huéspedes volvieron a hacer una inclinación y ca­llaron respetuosamente; mas el rey de la derecha le contestó en nombre de ellos.

«Por el modo, oh Zaratustra, como nos has ofrecido mano y saludo reconocemos que eres Zaratustra. Te has re­bajado ante nosotros; casi has hecho daño a nuestro respe­to-.

¿mas quién sería capaz de rebajarse, como tú, con tal or­gullo? Esto nos levanta a nosotros, es un consuelo para nues­tros ojos y nuestros corazones.

Sólo por contemplar esto subiríamos con gusto a montañas más altas que ésta. Ávidos de espectáculos hemos venido, en efecto, queríamos ver qué es lo que aclara ojos turbios.

Y he aquí que ya ha pasado todo nuestro gritar pidiendo so­corro. Ya nuestra mente y nuestro corazón se encuentran abier­tos y están extasiados. Poco falta: y nuestro valor se hará petu­lante.

Nada más alentador, oh Zaratustra, crece en la tierra que una voluntad elevada y fuerte: ésa es la planta más hermosa de la tie­rra. Todo un paisaje entero se reconforta con uno solo de tales ár­boles.

Al pino comparo yo al que crece como tú, oh Zaratustra: largo, silencioso, duro, solo, hecho de la mejor y más flexible leña, soberano,

y, en fin, extendiendo sus fuertes y verdes ramas hacia su dominio, dirigiendo fuertes preguntas a vientos y temporales y a cuanto tiene siempre su domicilio en las alturas,

dando respuestas aún más fuertes, uno que imparte ór­denes, un victorioso: oh, ¿quién no subiría, por contemplar tales plantas, a elevadas montañas?

Con tu árbol de aquí, oh Zaratustra, se reconforta incluso el hombre sombrío, el fracasado, con tu visión se vuelve segu­ro incluso el inestable, y cura su corazón.

Y, en verdad, hacia esta montaña y este árbol se dirigen hoy muchos ojos; un gran anhelo se ha puesto en marcha, y mu­chos han aprendido a preguntar: ¿quién es Zaratustra?

Y, aquel en cuyo oído has derramado tú alguna vez las go­tas de tu canción y de tu miel: todos los escondidos, los eremi­tas solitarios, los eremitas en pareja, han dicho de pronto a su corazón:

“¿Vive aún Zaratustra? Ya no merece la pena vivir, todo es idéntico, todo es en vanos;
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o ¡tenemos que vivir con Zara­tustra!”

“¿Por qué no viene él, que se anunció hace ya tanto tiempo?, así preguntan muchos; ¿se lo ha tragado la soledad? ¿O acaso somos nosotros los que debemos ir a él?”

Ahora ocurre que la propia soledad se ablanda y rompe como una tumba que se resquebraja y no puede seguir conte­niendo a sus muertos. Por todas partes se ven resucitados.
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Ahora suben y suben las olas alrededor de tu montaña, oh Zaratustra. Y aunque tu altura es muy elevada, muchos tienen que subir hasta ti; tu barca no debe permanecer ya mucho tiempo en seco.

Y el hecho de que nosotros, hombres desesperados, hayamos venido ahora a tu caverna y ya no desesperemos: una premoni­ción y un presagio es tan sólo de que otros mejores están en ca­mino hacia ti,

pues también él está en camino hacia ti, el último resto de Dios entre los hombres, es decir: todos los hombres del gran anhelo, de la gran náusea, del gran hastío,

todos los que no quieren vivir a no ser que aprendan de nuevo a tener esperanzas ¡a no ser que aprendan de ti, oh Za­ratustra, la gran esperanza!»

Así habló el rey de la derecha, y agarró la mano de Zaratus­tra para besarla; mas Zaratustra rechazó su homenaje y se echó hacia atrás espantado, silencioso y como huyendo de re­pente a remotas lejanías. Tras un breve intervalo, sin embar­go, volvió a estar junto a sus huéspedes, los miró con ojos cla­ros y escrutadores, y dijo:

«Huéspedes míos, vosotros hombres superiores, quiero hablar con vosotros en alemán y con claridad.
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No era a vo­sotros a quien yo aguardaba aquí en estas montañas.»

(«¿En alemán y con claridad? ¡Que Dios tenga piedad!, dijo entonces aparte el rey de la izquierda; ¡se nota que este sabio de Oriente no conoce a los queridos alemanes!

Pero querrá decir, “en alemán y con rudeza” ¡bien! ¡No es éste hoy el peor de los gustos!»)

«Es posible, en verdad, que todos vosotros seáis hombres superiores, continuó Zaratustra: mas para mí no sois bas­tante altos ni bastante fuertes.

Para mí, es decir: para lo inexorable que dentro de mí calla, pero que no siempre callará. Y si pertenecéis a mí, no es como mi brazo derecho.

Pues quien tiene piernas enfermas y delicadas, como vo­sotros, ése quiere, lo sepa o se lo oculte, que se sea indulgen­te con él.

Mas con mis brazos y mis piernas yo no soy indulgente, yo no soy indulgente con mis guerreros: ¿cómo podríais vosotros servir para mi guerra?

Con vosotros yo me echaría a perder incluso las victorias. Y muchos de vosotros se desplomarían ya con sólo oír el so­noro retumbar de mis tambores.

Tampoco sois vosotros para mí ni bastante bellos ni bastan­te bien nacidos. Yo necesito espejos puros y lisos para mis doctrinas; sobre vuestra superficie se deforma incluso mi propia efigie.

Vuestros hombros están oprimidos por muchas cargas, por muchos recuerdos; más de un enano perverso está acu­rrucado en vuestros rincones. También dentro de vosotros hay plebe oculta.

Y aunque seáis altos y de especie superior: mucho en voso­tros es torcido y deforme. No hay herrero en el mundo que pueda arreglaros y enderezaros como yo quiero.

Vosotros sois únicamente puentes: ¡que hombres más altos puedan pasar sobre vosotros a la otra orilla! Vosotros repre­sentáis escalones: ¡no os irritéis, pues, contra el que sube por encima de vosotros hacia su propia altura!

Es posible que de vuestra simiente me brote alguna vez un hijo auténtico y un heredero perfecto: pero eso está lejos. Vo­sotros mismos no sois aquellos a quienes pertenecen mi he­rencia y mi nombre.

No es a vosotros a quienes aguardo yo aquí en estas monta­ñas, no es con vosotros con quienes me es lícito descender por última vez. Habéis venido aquí tan sólo como presagio de que hombres más altos se encuentran ya en camino hacia mí,

no los hombres del gran anhelo, de la gran náusea, del gran hastío, y lo que habéis llamado el último residuo de Dios.

¡No! ¡No! ¡Tres veces no! Es a otros a quienes aguardo yo aquí en estas montañas, y mi pie no se moverá de aquí sin ellos,

a otros más altos, más fuertes, más victoriosos, más ale­gres, cuadrados
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de cuerpo y de alma: ¡leones rientes tienen que venir!
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Oh, huéspedes míos, vosotros hombres extraños, ¿no ha­béis oído nada aún de mis hijos?
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¿Y de que se encuentran en camino hacia mí?

Habladme, pues, de mis jardines, de mis islas afortunadas, de mi nueva y bella especie, ¿por qué no me habláis de esto?

Éste es el regalo de huéspedes que yo reclamo de vuestro amor, el que me habléis de mis hijos. Yo soy rico para esto, yo me he vuelto pobre para esto: qué no he dado,

qué no daría por tener una sola cosa: ¡esos hijos, ese vi­viente vivero, esos árboles de la vida de mi voluntad y de mi suprema esperanza!»

Así habló Zaratustra, y de repente se interrumpió en su dis­curso: pues lo acometió su anhelo, y cerró los ojos y la boca a causa del movimiento de su corazón.
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Y también todos sus huéspedes callaron y permanecieron silenciosos y consterna­dos: excepto el viejo adivino, que comenzó a hacer signos con manos y gestos.

* * *

La Cena
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En este punto, en efecto, el adivino interrumpió el saludo entre Zaratustra y sus huéspedes: se adelantó como alguien que no tiene tiempo que perder, cogió la mano de Zaratustra y exclamó: «¡Pero Zaratustra!

Una cosa es más necesaria que la otra, así dices tú mis­mo:
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bien, una cosa es ahora para mí más necesaria que to­das las otras.

Una palabra a tiempo: ¿no me has invitado a comer? Y aquí hay muchos que han recorrido largos caminos. ¿No querrás alimentarnos con discursos?

También os habéis referido todos vosotros, demasiado a mi parecer, al congelarse, ahogarse, asfixiarse y otras calami­dades del cuerpo: pero nadie se ha acordado de mi calamidad, a saber: la de estar hambriento »

(Así habló el adivino; y cuando los animales de Zaratustra oyeron tales palabras se fueron de allí corriendo, asustados. Pues veían que ni siquiera lo que ellos habían traído durante el día sería suficiente para llenar el estómago de aquel solo adivino.)

«Incluyendo también el estar sediento, prosiguió el adivino. Y aunque oigo ya al agua chapotear aquí, semejante a discur­sos de la sabiduría, es decir, abundante e incansable: yo ¡quiero vino!

No todos son, como Zaratustra, bebedores natos de agua. Además, el agua no les conviene a los cansados y mustios: a nosotros nos corresponde el vino, ¡sólo él proporciona cura­ción instantánea y salud repentina!»

En este punto, cuando el adivino pedía vino, ocurrió que también el rey de la izquierda, el taciturno, tomó a su vez la palabra. «Del vino, dijo, nos hemos preocupado nosotros, yo y mi hermano el rey de la derecha: tenemos vino suficiente, todo un asno cargado. Así, pues, no falta más que pan».
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«¿Pan?, replicó Zaratustra y se rió. Justamente pan es lo que no tienen los eremitas. Pero el hombre no vive sólo de pan, sino también de la carne de buenos corderos,
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y yo ten­go dos.
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A éstos debemos descuartizarlos
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enseguida y preparar­los con especias, con salvia: así es como a mí me gustan. Y tampoco faltan raíces y frutos, suficientemente buenos inclu­so para golosos y degustadores; ni nueces y otros enigmas para cascar.

Vamos, pues, a preparar rápidamente un buen festín. Quien quiera comer tiene que intervenir asimismo en la pre­paración, incluso los reyes. En casa de Zaratustra, en efecto, le es lícito ser cocinero incluso a un rey.»

Esta propuesta encontró la aprobación de todos: sólo el mendigo voluntario se oponía a la carne y al vino y a las espe­cias.

«¡Pero oíd a este comilón de Zaratustra!, decía bromeando: ¿acude la gente a las cavernas y a las altas montañas para ha­cer tales comidas?

Ahora entiendo, ciertamente, lo que él nos enseñó en otro tiempo: ¡Alabada sea la pequeña pobreza!
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Y por qué quie­re suprimir a los mendigos».
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«Procura estar de buen humor, le respondió Zaratustra, como lo estoy yo. Permanece fiel a tu costumbre, hombre ex­celente, muele tu grano, bebe tu agua, alaba tu cocina: ¡si ésta es la que te pone alegre!

Yo soy una ley únicamente para los míos, no soy una ley para todos. Mas quien me pertenece tiene que tener huesos fuertes y también pies ligeros,

deben gustarle las guerras y las fiestas, no ser un hombre sombrío, ni un soñador, debe estar dispuesto a lo más difícil como a una fiesta suya, hallarse sano y salvo.

Lo mejor pertenece a los míos y a mí; y si no nos lo dan, lo tomamos: ¡el mejor alimento, el cielo más puro, los pensa­mientos más fuertes, las mujeres más hermosas!»

Así habló Zaratustra; mas el rey de la derecha replicó: «¡Qué raro! ¿Se han escuchado alguna vez tales cosas inteli­gentes de boca de un sabio?

Y, en verdad, lo más raro en un sabio es que, además, hable con inteligencia y no sea un asno».

Así habló el rey de la derecha, y se extrañó; pero el asno, con malvada voluntad, dijo I-A a su discurso. Éste fue el comien­zo de aquel largo festín que en los libros de historia se llama «la Cena». Durante ella no se habló de otra cosa que del hom­bre superior.

* * *

Del hombre superior
1

Cuando por primera vez fui a los hombres cometí la tontería propia de los eremitas, la gran tontería: me instalé en el mer­cado.

Y cuando hablaba a todos no hablaba a nadie.
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Y por la noche tuve como compañeros a volatineros y cadáveres; y yo mismo era casi un cadáver.

Mas a la mañana siguiente llegó a mí una nueva verdad: en­tonces aprendí a decir «¡Qué me importan el mercado y la plebe y el ruido de la plebe y las largas orejas de la plebe!»

Vosotros hombres superiores, aprended esto de mí: en el mercado nadie cree en hombres superiores. Y si queréis ha­blar allí, ¡bien! Pero la plebe dirá parpadeando «todos somos iguales».

«Vosotros hombres superiores, así dice la plebe parpa­deando no existen hombres superiores, todos somos igua­les, el hombre no es más que hombre, ¡ante Dios todos so­mos iguales!»

¡Ante Dios! Mas ahora ese Dios ha muerto. Y ante la ple­be nosotros no queremos ser iguales. ¡Vosotros hombres su­periores, marchaos del mercado!

2

¡Ante Dios! ¡Mas ahora ese Dios ha muerto! Vosotros hom­bres superiores, ese Dios era vuestro máximo peligro.

Sólo desde que él yace en la tumba habéis vuelto vosotros a resucitar. Sólo ahora llega el gran mediodía,
{527}
sólo ahora se convierte el hombre superior ¡en señor!

¿Habéis entendido esta palabra, oh hermanos míos? Estáis asustados: ¿sienten vértigo vuestros corazones? ¿Veis abrirse aquí para vosotros el abismo? ¿Os ladra aquí el perro infernal?

¡Bien! ¡Adelante! ¡Vosotros hombres superiores! Ahora es cuando gira la montaña del futuro humano. Dios ha muerto: ahora nosotros queremos que viva el superhom­bre.

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