Así habló Zaratustra (33 page)

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Authors: Friedrich Nietzsche

BOOK: Así habló Zaratustra
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El adivino, que se había dado cuenta de lo que ocurría en el alma de Zaratustra, se pasó la mano por el rostro como si qui­siera borrarlo; lo mismo hizo también Zaratustra. Y cuando ambos de ese modo se hubieron serenado y reanimado en silen­cio, diéronse las manos en señal de que querían reconocerse.

«Bienvenido seas, dijo Zaratustra, tú adivino de la gran fa­tiga, no debe ser en vano el que en otro tiempo fueras mi co­mensal y mi huésped. ¡Come y bebe también hoy en mi casa, y perdona el que un viejo alegre se siente contigo a la mesa!» «¿Un viejo alegre?, respondió el adivino moviendo la cabe­za: quien quiera que seas o quieras ser, oh Zaratustra, lo has sido ya mucho tiempo aquí arriba, ¡dentro de poco no esta­rá ya tu barca en seco!» «¿Es que yo estoy en seco?»,
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pre­guntó Zaratustra riendo. «Las olas en torno a tu montaña, respondió el adivino, suben cada vez más, las olas de la gran necesidad y tribulación pronto levantarán también tu barca y te llevarán lejos de aquí». Zaratustra calló al oír esto y se ma­ravilló. «¿No oyes todavía nada?, continuó diciendo el adi­vino: ¿no suben de la profundidad un fragor y un rugido?» Zaratustra siguió callado y escuchó: entonces oyó un grito largo, largo, que los abismos se lanzaban unos a otros y se de­volvían, pues ninguno quería retenerlo: tan funestamente re­sonaba.

«Tú, perverso adivino, dijo finalmente Zaratustra, eso es un grito de socorro y un grito de hombre, y sin duda viene de un negro mar. ¡Mas qué me importan las necesidades de los hombres! Mi último pecado,
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que me ha sido reservado para el final, ¿sabes tú acaso cómo se llama?»

«¡Compasión!, respondió el adivino con el corazón rebo­sante, y alzó las dos manos ¡oh Zaratustra, yo vengo para se­ducirte a cometer tu último pecado!»

Y apenas habían sido dichas estas palabras retumbó de nuevo el grito, más largo y angustioso que antes, también mucho más cercano ya. «¿Oyes? ¿Oyes, Zaratustra?, exclamó el adivino, ese grito es para ti, a ti es a quien llama: ¡ven, ven, ven, es tiempo, ya ha llegado la hora!»
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Zaratustra callaba, desconcertado y trastornado; final­mente preguntó, como quien vacila en su interior: «¿Y quién es el que allí me llama?»

«Tú lo sabes bien, respondió con violencia el adivino ¿por qué te escondes? ¡El hombre superior es quien grita llamándo­te!»

«¿El hombre superior?, gritó Zaratustra horrorizado: ¿qué quiere ése? ¿Qué quiere ése? ¡El hombre superior! ¿Qué quiere aqui ése?» y su piel se cubrió de sudor.

Pero el adivino no respondió a la angustia de Zaratustra, sino que siguió escuchando hacia la profundidad. Y cuando se hizo allí un largo silencio, volvió su vista atrás y vio a Zaratus­tra de pie y temblando.

«Oh Zaratustra, empezó a decir con triste voz, no estás ahí como alguien a quien su felicidad le hace dar vueltas: ¡tendrás que bailar si no quieres caerte al suelo!

Pero aunque quisieras bailar y ejecutar todas tus piruetas delante de mí: a nadie le sería lícito decirme: “Mira, ¡ahí baila el último hombre alegre!”
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En vano vendría hasta esta altura uno que buscase aquí a ese hombre: encontraría sin duda cavernas, y otras cavernas detrás de las primeras, y escondrijos para gente escondida, mas no pozos de felicidad ni tesoros ni filones vírgenes del oro de la felicidad.

Felicidad ¡cómo encontrar felicidad entre tales sepultados y tales eremitas! ¿Tengo que buscar todavía la última felicidad en islas afortunadas y a lo lejos entre mares olvidados?

¡Pero todo es idéntico, nada merece la pena, de nada sirve buscar, ya no hay tampoco islas afortunadas!»

Así dijo el adivino suspirando; mas al oír su último suspiro Zaratustra recobró su lucidez y su seguridad, como uno que sale desde un profundo abismo a la luz. «¡No! ¡No! ¡Tres veces no!
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, exclamó con fuerte voz y se acarició la barba ¡De eso sé yo más que tú! ¡Todavía existen islas afortunadas! ¡Calla tú de eso, suspirante saco de aflicciones!

¡Deja de chapotear acerca de eso, tú nube de lluvia en la mañana! ¿No estoy ya mojado por tu tribulación, y empapa­do como un perro?

Ahora voy a sacudirme y a alejarme de ti, para quedar seco de nuevo: ¡de esto no tienes derecho a asombrarte! ¿Te parez­co descortés? Pero aquí está mi corte.

Y en lo que se refiere a tu hombre superior: ¡bien!, voy apri­sa a buscarlo en aquellos bosques: de allí venía su grito. Tal vez lo acosa allí un malvado animal.

Está en mis dominios:
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¡en ellos no debe sufrir ningún daño! Y, en verdad, hay muchos animales malvados en mi casa.»

Dichas estas palabras Zaratustra se dio la vuelta para irse. Entonces dijo el adivino: «Oh Zaratustra, ¡eres un bribón! Lo sé bien: ¡quieres librarte de mí! ¡Prefieres correr a los bosques y acechar animales malvados!

Mas ¿de qué te sirve eso? Al atardecer me tendrás de nuevo, en tu propia caverna permaneceré sentado, paciente y pesado como un leño ¡y te aguardaré!»

«¡Así sea!, replicó Zaratustra yéndose: ¡y lo que en mi caver­na es mío, también te pertenece a ti, huésped mío!

Y si todavía encontrases miel ahí dentro, ¡bien!, ¡lámetela toda, oso gruñón, y endulza tu alma! Pues al atardecer quere­mos estar los dos de buen humor.

¡de buen humor y contentos de que este día haya acaba­do! Y tú mismo debes bailar al son de mis canciones, como mi oso bailador.

¿No lo crees? ¿Mueves la cabeza? ¡Bien! ¡Adelante! ¡Viejo oso! También yo soy un adivino.»

Así habló Zaratustra.

* * *

Coloquio con los reyes
1

No había pasado aún una hora desde que Zaratustra andaba caminando por sus montañas y bosques cuando vio de pron­to un extraño cortejo. Justo por el camino por el que él iba ba­jando venían dos reyes a pie, adornados con coronas y con cinturones de púrpura, tan multicolores como dos flamen­cos:
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conducían delante de ellos un asno cargado. «¿Qué quie­ren esos reyes en mi reino?», dijo asombrado Zaratustra a su co­razón, y se escondió rápidamente detrás de unas matas. Y cuan­do los reyes se acercaban adonde él estaba, dijo a media voz, como quien se habla a sí solo: «¡Qué extraño! ¡Qué extraño! ¿Cómo se compagina esto? Veo dos reyes ¡y un solo asno!»

Entonces los dos reyes se detuvieron, sonrieron, miraron hacia el lugar de donde la voz venía, y luego se miraron ellos mismos cara a cara. «Esas cosas se las piensa también cierta­mente entre nosotros, dijo el rey de la derecha, pero no se las dice.»

El rey de la izquierda se encogió de hombros y respondió:

«Sin duda será un cabrero. O un eremita que ha vivido duran­te demasiado tiempo entre rocas y árboles. La falta total de so­ciedad, en efecto, acaba por echar a perder también las buenas costumbres».

«¿Las buenas costumbres?, replicó malhumorado y con amargura el otro rey: ¿de qué vamos nosotros escapando? ¿No es de las “buenas costumbres”? ¿De nuestra “buena socie­dad”?

Mejor es, en verdad, vivir entre eremitas y cabreros que con nuestra dorada, falsa y acicalada plebe aunque se llame a sí misma “buena sociedad”,

aunque se llame a sí misma “nobleza”. Allí todo es falso y podrido, en primer lugar la sangre, gracias a viejas y malas en­fermedades y a curanderos aun peores.

El mejor y el preferido continúa siendo para mí hoy un sano campesino, tosco, astuto, testarudo, tenaz: ésa es hoy la especie más noble.

El campesino es hoy el mejor; ¡y la especie de los campesi­nos debería dominar! Pero éste es el reino de la plebe, ya no me dejo engañar. Y plebe quiere decir: mezcolanza.

Mezcolanza plebeya: en ella todo está revuelto con todo, santo y bandido e hidalgo y judío y todos los animales del arca de Noé.

¡Buenas costumbres! Todo es entre nosotros falso y podri­do. Nadie sabe ya venerar: justo de eso es de lo que nosotros vamos huyendo. Son perros empalagosos y pegajosos, pintan con purpurina hojas de palma.

¡La náusea que me estrangula es que incluso nosotros los reyes nos hemos vuelto falsos, andamos recubiertos y disfra­zados con la vieja y amarillenta pompa de nuestros abuelos, siendo medallones para los más estúpidos y para los más as­tutos y para todo el que hoy trafica con el poder!

Nosotros no somos los primeros y, sin embargo, tenemos que pasar por tales: de esa superchería estamos ya hartos por fin, y nos produce náuseas.

De la chusma hemos escapado, de todos esos vocingleros y moscardones que escriben, del hedor de los tenderos, de la agitación de los ambiciosos, del aliento pestilente -: puf, vivir en medio dula chusma,

puf, ¡pasar por los primeros en medio de la chusma! Ay, ¡náusea! ¡náusea! ¡náusea! ¡Qué importamos ya nosotros los reyes!»

«Tu vieja enfermedad te acomete, dijo entonces el rey de la izquierda, la náusea te acomete, pobre hermano mío. Pero ya sabes que hay alguien que nos está escuchando.»

Inmediatamente se levantó de su escondite Zaratustra, que había abierto del todo sus oídos y sus ojos a estos discursos, acercóse a los reyes y comenzó a decir:

«Quien os escucha, quien con gusto os escucha, reyes, se llama Zaratustra.

Yo soy Zaratustra, que en otro tiempo
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dijo: “¡Qué impor­tan ya los reyes!” Perdonadme que me haya alegrado cuando os decíais uno a otro: “¡Qué importamos nosotros los reyes!”

Éste es mi reino y mi dominio: ¿qué andáis buscando voso­tros en mi reino? Pero acaso habéis encontrado en el camino lo que yo busco, a saber: el hombre superior.»

Cuando los reyes oyeron esto se dieron golpes de pecho
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y dijeron con una sola boca: «¡Hemos sido reconocidos!

Con la espada de esa palabra has desgarrado la más densa tiniebla de nuestro corazón. Has descubierto nuestra necesi­dad, pues ¡mira! Estamos en camino para encontrar al hom­bre superior,

al hombre que sea superior a nosotros: aunque nosotros seamos reyes. Para él traemos este asno. Pues el hombre su­premo, el superior a todos, debe ser en la tierra también el se­ñor supremo.
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No existe desgracia más dura en todo destino de hombre que cuando los poderosos de la tierra no son también los pri­meros hombres. Entonces todo se vuelve falso y torcido y monstruoso.

Y cuando incluso son los últimos, y más animales que hombres: entonces la plebe sube y sube de precio, y al final la virtud de la plebe llega a decir: “¡mirad, virtud soy yo únicamente!”»

¿Qué acabo de oír?, respondió Zaratustra: ¡Qué sabiduría en unos reyes! Estoy encantado y, en verdad, me vienen ganas de hacer unos versos sobre esto:

aunque sean unos versos no aptos para los oídos de todos. Hace ya mucho tiempo que he olvidado el tener consideracio­nes con orejas largas. ¡Bien! ¡Adelante!

(Pero entonces ocurrió que también el asno tomó la pala­bra: y dijo clara y malévolamente I-A.
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)

En otro tiempo creo que en el año primero de la salvación

Dijo la Sibila, embriagada sin vino:

«¡Ay, las cosas marchan mal!

¡Ruina!¡Ruina!¡Nunca cayó tan bajo el mundo!

Roma bajó a ser puta y burdel,

El César de Roma bajó a ser un animal, Dios mismo ¡se hizo ju­dío!»
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2

Los reyes se deleitaron con estos versos de Zaratustra; y el rey de la derecha dijo: «¡Oh Zaratustra, qué bien hemos hecho en habernos puesto en camino para verte!

Pues tus enemigos nos mostraban tu imagen en su espejo; en él tú mirabas con la mueca de un demonio y con una risa burlona
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de modo que teníamos miedo de ti.

¡Mas de qué servía esto! Una y otra vez nos punzabas el oído y el corazón con tus sentencias. Entonces dijimos final­mente: ¡qué importa el aspecto que tenga!

Tenemos que oírle a él, a él que enseña “¡debéis amar la paz como medio para nuevas guerras, y la paz corta más que la larga!”

Nadie ha dicho hasta ahora palabras tan belicosas como: “¿Qué es bueno? Ser valiente es bueno. La buena guerra es la que santifica toda causa.
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Oh Zaratustra, la sangre de nuestros padres se agitaba en nuestro cuerpo al oír tales palabras: era como el discurso de la primavera a viejos toneles de vino.

Cuando las espadas se cruzaban como serpientes de man­chas rojas, entonces nuestros padres encontraban buena la vida; el sol de toda paz les parecía flojo y tibio, y la larga paz daba vergüenza.

¡Cómo suspiraban nuestros padres cuando veían en la pa­red espadas relucientes y secas! Lo mismo que éstas, también ellos tenían sed de guerra. Pues una espada quiere beber san­gre y centellea de deseo.»

Mientras los reyes hablaban y parloteaban así, con tanto ardor, de la felicidad de sus padres, Zaratustra fue acometido por unas ganas no pequeñas de burlarse de su ardor: pues eran visiblemente reyes muy pacíficos los que él veía delante de sí, reyes con rostros antiguos y delicados. Mas se dominó. «¡Bien!, dijo, hacia allá sigue el camino, allá se encuentra la ca­verna de Zaratustra; ¡y este día debe tener una larga noche! Pero ahora me llama un grito de socorro que me obliga a ale­jarme de vosotros a toda prisa.
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Es un honor para mi caverna el que unos reyes quieran sentarse en ella y aguardar: ¡pero, ciertamente, tendréis que aguardar mucho tiempo!

¡Bien! ¡Qué importa! ¿Dónde se aprende hoy a aguardar mejor que en las cortes? Y la entera virtud de los reyes, la que les ha quedado, ¿no se llama hoy: poder-aguardar?»

Así habló Zaratustra.

* * *

La sanguijuela
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Y Zaratustra siguió pensativo su camino, bajando cada vez más, atravesando bosques y bordeando terrenos pantano­sos; y como le ocurre a todo aquel que reflexiona sobre cosas difíciles pisó, sin darse cuenta, a un hombre. Y he aquí que de pronto le salpicaron la cara un grito de dolor y dos maldicio­nes y veinte injurias perversas: de modo que, con el susto, alzó el bastón y golpeó además a aquel al que había pisado. Pero inmediatamente recobró el juicio; y su corazón rió de la tontería que acababa de cometer.

«Perdona, dijo al pisado, el cual se había erguido furioso y se había sentado, perdona y escucha antes de nada una pará­bola.

Así como un viajero que sueña con cosas lejanas tropieza, sin darse cuenta, en una calle solitaria con un perro dormido, con un perro tendido al sol:

y ambos se encolerizan, se increpan, como enemigos mortales, los dos mortalmente asustados: así nos ha ocurrido a nosotros.

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