Así habló Zaratustra (37 page)

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Authors: Friedrich Nietzsche

BOOK: Así habló Zaratustra
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Me estoy hartando, en verdad; estas montañas pululan de gente, mi reino no es ya de este mundo,
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necesito nuevas montañas.

¿Mi sombra me llama? ¡Qué importa mi sombra! ¡Que co­rra detrás de mí!, yo escapo de ella.»

Así habló Zaratustra a su corazón y escapó de allí. Mas aquel que se encontraba detrás de él lo seguía: de modo que muy pronto hubo tres que corrían uno detrás de otro, a saber, delante el mendigo voluntario, luego Zaratustra y en tercero y último lugar su sombra. Pero no hacía mucho que corrían de ese modo cuando Zaratustra cayó en la cuenta de su tontería y con una sacudida arrojó de sí su fastidio y su disgusto.

«¡Cómo!, dijo, ¿no han ocurrido desde siempre las cosas más ridículas entre nosotros los viejos eremitas y santos? ¡En verdad, mi tontería ha crecido mucho en las montañas! ¡Y ahora oigo tabletear, una detrás de otra, seis viejas piernas de necios!

¿Le es lícito a Zaratustra tener miedo de una sombra? Tam­bién me parece, a fin de cuentas, que ella tiene piernas más largas que yo.»

Así habló Zaratustra, riendo con los ojos y con las entrañas, se detuvo y volvióse con rapidez y he aquí que al hacerlo casi arrojó al suelo a su seguidor y sombra: tan pegada iba ésta a sus talones, y tan débil era. Mas cuando la examinó con los ojos se espantó como si se le apareciese de repente un fantasma: tan fla­co, negruzco, hueco y anticuado era el aspecto de su seguidor.

«¿Quién eres?, preguntó Zaratustra con vehemencia, ¿qué haces aquí? ¿Y por qué te llamas a ti mismo mi sombra? No me gustas.»

«Perdóname, respondió la sombra, que sea yo; y si no te gusto, bien, ¡oh Zaratustra!, en eso te alabo a ti y a tu buen gusto.

Un caminante soy que ha andado ya mucho detrás de tus talones: siempre en camino, pero sin una meta, también sin un hogar: de modo que, en verdad, poco me falta para ser el judío eterno, excepto que no soy eterno ni tampoco judío.

¿Cómo? ¿Tengo que continuar caminando siempre? ¿Agita­do, errante, arrastrado lejos por todos los vientos? ¡Oh tierra, para mí te has vuelto demasiado redonda!

En todas las superficies he estado ya sentado, en espejos y cristales de ventanas me he dormido, semejante a polvo can­sado: todas las cosas toman algo de mí, ninguna me da nada, yo adelgazo, casi me parezco a una sombra.

Pero a ti, oh Zaratustra, es a quien más tiempo he seguido volando y corriendo, y aunque de ti me ocultase he sido, sin embargo, tu mejor sombra: en todos los lugares en que has es­tado sentado tú, allí estaba también sentado yo.

Contigo he andado errante por los mundos más lejanos, más fríos, semejante a un fantasma que corre voluntariamen­te sobre tejados invernales y sobre nieve.

Contigo he aspirado a todo lo prohibido,
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a lo peor, a lo más remoto: y si hay en mí algo que sea virtud, eso es el no ha­ber tenido miedo de ninguna prohibición.

Contigo he quebrantado aquello que en otro tiempo mi co­razón veneró, he derribado todos los mojones y todas las imágenes, he perseguido los deseos más peligrosos, en ver­dad, por encima de todos los crímenes he pasado corriendo alguna vez.

Contigo perdí la fe en palabras y valores y en grandes nom­bres. Cuando el diablo cambia de piel, ¿no se despoja también de su nombre? El nombre es, en efecto, también piel. El diablo mismo es tal vez piel.

“Nada es verdadero, todo está permitido”,
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así me decía yo para animarme. En las aguas más frías me arrojé de cabeza y de corazón. ¡Ay, cuántas veces me he encontrado, por esta causa, desnudo como un rojo cangrejo!

¡Ay, dónde se me han ido todo el bien y toda la vergüenza y toda la fe en los buenos! ¡Ay, dónde se ha ido aquella mentida inocencia que en otro tiempo yo poseía, la inocencia de los buenos y de sus nobles mentiras!
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Con demasiada frecuencia, en verdad, he seguido de cerca a la verdad, pegado a sus pies: entonces ella me pisaba la cabe­za. A veces yo creía mentir, y, ¡mira!, sólo entonces acertaba con la verdad.

Demasiadas cosas se me han aclarado: y ahora nada me importa ya. Nada vive ya que yo ame, ¿cómo iba a continuar amándome a mí mismo?

“Vivir como me plazca, o no vivir en absoluto”: eso es lo que quiero yo, eso es lo que quiere también el más santo. Mas ¡ay!, ¿tengo yo ya placer en algo?

¿Tengo yo todavía una meta? ¿Un puerto hacia el que na­veguen mis velas?

¿Un buen viento? Ay, sólo quien sabe hacia dónde navega sabe también qué viento es bueno y cuál es el favorable para su navegación.

¿Qué me ha quedado ya? Un corazón cansado y desvergon­zado; una voluntad inestable; alas para revolotear; un espina­zo roto.

Esta búsqueda de mi hogar: oh Zaratustra, lo sabes bien, esta búsqueda ha sido mi aflicción,
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que me devora.

“¿Dónde está mi hogar?” Por él pregunto y busco y he bus­cado, y no lo he encontrado. ¡Oh eterno estar en todas partes, oh eterno estar en ningún sitio, oh eterno en vano!»

Así habló la sombra, y el rostro de Zaratustra se fue alargan­do al escuchar sus palabras. «¡Tú eres mi sombra!, dijo por fin con tristeza.

Tu peligro no es pequeño, ¡tú espíritu libre yviajero! Has te­nido un mal día: ¡procura que no te toque un atardecer aún peor!

A los errantes como tú, incluso una cárcel acaba parecién­doles la bienaventuranza. ¿Has visto alguna vez cómo duer­men los criminales encarcelados? Duermen tranquilamente, disfrutan su nueva seguridad.

¡Ten cuidado de no caer, al final, prisionero de una fe más estrecha todavía, de una ilusión dura, rigurosa! A ti, en efec­to, ahora te tienta y te seduce todo lo que es riguroso y sólido.

Has perdido la meta: ay, ¿cómo podrás librarte de esa pér­dida y consolarte de ella? Al perder la meta ¡has perdido también el camino!

¡Tú pobre vagabundo, soñador, tú mariposa cansada!, ¿quieres tener este atardecer un respiro y una morada? ¡Sube entonces a mi caverna!

Por ahí va el camino que lleva a mi caverna. Y ahora quie­ro volver a escapar rápidamente de ti. Ya pesa sobre mí algo parecido a una sombra.

Quiero correr solo, para que de nuevo vuelva a haber clari­dad a mi alrededor. Para ello tengo que estar todavía mucho tiempo alegremente sobre las piernas. Mas este atardecer en mi casa ¡habrá baile!»

Así habló Zaratustra.

* * *

A mediodía

Y Zaratustra corrió y corrió y ya no volvió a encontrar a nadie y estuvo solo y se encontró continuamente a sí mismo y disfrutó y saboreó su soledad y pensó en cosas buenas, du­rante horas. Mas hacia la hora del mediodía, cuando el sol se hallaba exactamente encima de su cabeza, Zaratustra pasó al lado de un viejo árbol, torcido y nudoso, el cual estaba abra­zado y envuelto por el gran amor de una viña, quedando oculto a sí mismo: de él pendían, ofreciéndose al viajero, ra­cimos amarillos en gran número. Entonces se le antojó calmar una pequeña sed y cortar un racimo; pero cuando ya extendía el brazo para hacerlo se le antojó todavía otra cosa, a saber: echarse junto al árbol, a la hora del pleno mediodía, y dormir.

Esto hizo Zaratustra; y tan pronto como estuvo tendido en el suelo, en medio del silencio y de los secretos de la hierba multi­color, olvidó su pequeña sed y se durmió. Pues, como dice el proverbio de Zaratustra: una cosa es más necesaria que la otra.
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Ahora bien, sus ojos permanecían abiertos: no se can­saban, en efecto, de ver y de alabar el árbol y el amor de la viña. Y mientras se dormía, Zaratustra habló así a su corazón.

¡Silencio! ¡Silencio! ¿No se ha vuelto perfecto el mundo en este instante?
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¿Qué es lo que me ocurre?

Así como un viento delicioso, no visto, danza sobre arteso­nado mar, baila ligero, ligero cual una pluma: así baila el sueño sobre mí.

No me cierra los ojos, me deja despierta el alma. Ligero es, ¡en verdad!, ligero cual una pluma.

Me persuade no sé cómo, toca ligeramente mi interior con mano zalamera, me fuerza. Sí, me fuerza a que mi alma se es­tire:

¡cómo se me vuelve larga y cansada mi extraña alma! ¿Le ha llegado el atardecer de un séptimo día justamente al me­diodía?
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¿Ha caminado ya durante demasiado tiempo, biena­venturada, entre cosas buenas y maduras?

Mi alma se estira alargándose, alargándose ¡cada vez más!, yace callada, mi extraña alma. Demasiadas cosas buenas ha saboreado ya, esa áurea tristeza la oprime, ella tuerce la boca.

Como un barco que ha entrado en su bahía más tranqui­la: y entonces se adosa a la tierra, cansado de los largos via­jes y de los inseguros mares. ¿No es más fiel la tierra?

Como un barco de ésos se adosa, se estrecha a la tierra: basta entonces que una araña teja sus hilos desde la tierra hasta él. No se necesita aquí cable más fuerte.

Como uno de esos barcos cansados, en la más tranquila de todas las bahías: así descanso yo también ahora, cerca de la tierra, fiel, confiado, aguardando, atado a ella con los hilos más tenues.

¡Oh felicidad! ¡Oh felicidad! ¿Quieres acaso cantar,
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alma mía? Yaces en la hierba. Pero ésta es la hora secreta, solemne, en que ningún pastor toca su flauta.

¡Ten cuidado! Un ardiente mediodía duerme sobre los campos. ¡No cantes! ¡Silencio! El mundo es perfecto.

¡No cantes, ave de los prados, oh alma mía! ¡No susurres si­quiera! Mira ¡silencio!, el viejo mediodía duerme, mueve la boca: ¿no bebe en este momento una gota de felicidad

una vieja, dorada gota de áurea felicidad, de áureo vino? Algo se desliza sobre él, su felicidad ríe. Así ríe un Dios. ¡Si­lencio!

«Para ser feliz, con qué poco basta para ser feliz!» Así dije yo en otro tiempo, y me creí sabio. Pero era una blasfemia: esto lo he aprendido ahora. Los necios inteligentes hablan mejor.

Justamente la menor cosa, la más tenue, la más ligera, el crujido de un lagarto, un soplo, un roce, un pestañeo lo poco constituye la especie de la mejor felicidad. ¡Silencio!

Qué me ha sucedido: ¡escucha! ¿Es que el tiempo ha hui­do volando? ¿No estoy cayendo? ¿No he caído ¡escucha! en el pozo de la eternidad?

¿Qué me sucede? ¡Silencio! ¿Me han punzado ay en el corazón? ¡El corazón! ¡Oh, hazte pedazos, hazte pedazos, co­razón, después de tal felicidad, después de tal punzada!

¿Cómo? ¿No se había vuelto perfecto el mundo hace un instante? ¿Redondo y maduro? Oh áureo y redondo aro ¿adónde se escapa volando? ¡Sígale yo a la carrera! ¡Sus!

Silencio - (y aquí Zaratustra se estiró y sintió que dor­mía).

¡Arriba!, se dijo a sí mismo, ¡tú dormilón!, ¡tú dormilón en pleno mediodía! ¡Vamos, arriba, viejas piernas! Es tiempo y más que tiempo, aún os queda una buena parte del camino

Ahora habéis dormido bastante, ¿cuánto tiempo? ¡Media eternidad! ¡Vamos, arriba ahora, viejo corazón mío! ¿Cuánto tiempo necesitarás después de tal sueño para despertarte?

(Pero entonces se adormeció de nuevo, y su alma habló contra él y se defendió y se acostó de nuevo.) «¡Déjame! ¡Si­lencio! ¿No se había vuelto perfecto el mundo en este instan­te? ¡Oh áurea y redonda bola!»

«¡Levántate, dijo Zaratustra, pequeña ladrona, perezosa! ¿Cómo? ¿Seguir extendida, bostezando, suspirando, cayendo dentro de pozos profundos?

¡Quién eres tú! ¡Oh alma mía!» (y entonces Zaratustra se asustó, pues un rayo de sol cayó del cielo sobre su rostro).

«Oh cielo por encima de mí, dijo suspirando y se sentó de­recho, ¿tú me contemplas? ¿Tú escuchas a mi extraña alma?

¿Cuándo vas a beber esta gota de rocío que cayó sobre to­das las cosas de la tierra, cuándo vas a beber esta extraña alma

cuándo, ¡pozo de la eternidad!, ¡sereno y horrible abismo del mediodía!, cuándo vas a beber, reincorporándola así a ti, mi alma?»

Así habló Zaratustra, y se levantó de su lecho junto al árbol como si saliese de una extraña borrachera: y he aquí que el sol aún continuaba estando encima exactamente de su cabeza. De esto podría alguien deducir con razón que Zaratustra, en­tonces, no estuvo dormido mucho tiempo.

* * *

El saludo

Hasta el final de la tarde no volvió Zaratustra a su caver­na, después de haber buscado y errado largo tiempo en vano. Mas cuando estuvo frente a ella, a no más de veinte pasos de distancia, ocurrió lo que él menos aguardaba entonces: de nuevo oyó el gran grito de socorro. Y, ¡cosa sorprendente!, esta vez aquel grito procedía de su propia caverna. Era un grito prolongado, múltiple, extraño, y Zaratustra distinguía con cla­ridad que se hallaba compuesto de muchas voces: aunque, oído de lejos, sonase igual que un grito salido de una sola boca.

Entonces Zaratustra se lanzó de un salto hacia su caverna, y, ¡mira!, ¡qué espectáculo aguardaba a sus ojos después del que se había ofrecido ya a sus oídos! Allí estaban sentados juntos todos aquellos con quienes él se había encontrado por el camino durante el día: el rey de la derecha y el rey de la iz­quierda, el viejo mago, el papa, el mendigo voluntario, la sombra, el concienzudo del espíritu, el triste adivino y el asno; y el más feo de los hombres se había colocado una coro­na en la cabeza y se había ceñido dos cinturones de púrpura, pues le gustaba, como a todos los feos, disfrazarse y embellecerse. En medio de esta atribulada reunión se hallaba el águila de Zaratustra, con las plumas erizadas e inquieta, pues debía responder a demasiadas cosas para las que su orgullo no tenía ninguna respuesta; y la astuta serpiente colgaba enrolla­da a su cuello.

Todo esto lo contempló Zaratustra con gran admiración; luego fue examinando a cada uno de sus huéspedes con afable curiosidad, leyó en sus almas y de nuevo quedó admirado. Entretanto los reunidos se habían levantado de sus asientos y aguardaban con respeto a que Zaratustra hablase. Y Zaratus­tra habló así:

«¡Vosotros hombres desesperados! ¡Vosotros hombres ex­traños! ¿Es, pues, vuestro grito de socorro el que he oído? Y ahora sé también dónde hay que buscar a aquel a quien en vano he buscado hoy: el hombre superior

¡en mi propia caverna se halla sentado el hombre supe­rior! ¡Mas de qué me admiro! ¿No lo he atraído yo mismo ha­cia mí con ofrendas de miel y con astutos reclamos de mi feli­cidad?

Sin embargo, ¿me engaño si pienso que sois poco aptos para estar en compañía, que os malhumoráis el corazón unos a otros, vosotros los que dais gritos de socorro, al estar senta­dos juntos aquí? Tiene que venir antes uno,

uno que os vuelva a hacer reír, un buen payaso alegre, un bailarín y viento y fierabrás, algún viejo necio: ¿qué os pa­rece?

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