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Authors: Jim Thompson

Tags: #Novela negra

Asesino Burlón (22 page)

BOOK: Asesino Burlón
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—No —dije—, me imagino que no.

—Mi primera decisión fue devolverle el manuscrito a su esposa. De hecho, la llamé y le pedí que viniese a recogerlo. Pero nunca lo hizo y cuando volví a llamarla se había mudado de esa dirección, de modo que… —otra sonrisa afectada y nerviosa—, me quedé con él.

—Creo que ha sido muy considerado de su parte —dije—. Hubiese estado en su derecho arrojarlo a la papelera.

Las ostras se contorsionaron ligeramente. Yo sonreí para tranquilizarla.

—Bueno…, naturalmente yo no podía hacer una cosa así, señor Brown. Los manuscritos son objetos preciosos. Siempre merecen respeto y un tratamiento considerado, independientemente de su aprobación o rechazo final.

—Entiendo —afirmé—. ¿Estoy en lo cierto, señorita Wakefield, al suponer que desea publicar esos poemas?

—Bueno, uh, naturalmente esos poemas tendrían que ser arreglados y preparados para su publicación.

—Sí —le contesté—. Debí suponer que sería así.

—Mucho mejor de lo que lo hizo la señora Brown… quiero decir, supongo que fue ella quien los preparó. La métrica es… bastante… uh… desigual y hay cierto número de faltas de ortografía y… cosas así.

—Entiendo —dije. Era un misterio que había quedado desvelado.

Yo me lo había preguntado muchas veces, cómo se había decidido Ellen a mostrar esos «poemas sucios y obscenos» a alguien. Ahora lo sabía.

Pobre Ellen. Probablemente se afanó un par de horas sobre el manuscrito, con su rostro de niña fruncido en un gesto de concentración y los labios moviéndose al compás del lápiz. Ella le demostraría al señor Brown que no era tan estúpida. Sí, y él no obtendría un solo centavo de su inminente riqueza.

La señorita Wakefield comenzó a respirar con dificultad y tosió produciendo un sonido ahogado y áspero. El pañuelo voló hacia sus labios.

—Discúlpeme, señor Brown. En esta zona costera baja… me cuesta mucho poder respirar. Ahora, volviendo a su manuscrito…

—Estaba a punto de preguntarle —dije—, si se lo había enseñado a alguien…

—¿Enseñado a alguien?

—A su equipo de redacción, por ejemplo. ¿O acaso se encarga personalmente de las lecturas y los informes?

—Sí —exclamó ella con firmeza—. Sí, yo me encargo de leer todos los manuscritos, señor Brown. Para serle absolutamente sincera, no tengo ningún equipo de redacción ni nada parecido. Mi negocio está organizado de tal manera que puedo encargarme de todo sin problemas.

Estaba seguro de que era así, pero me alegró oírlo de sus labios. El editor «social» no es generalmente tanto un editor como un vendedor de objetos impresos. Para iniciarse en el negocio todo lo que se necesita es una oficina y una conexión con una imprenta.

—No —continuó la señorita Wakefield—, soy la única que ha leído sus poemas, señor Brown. Nadie más. Yo… podría ser, desde luego, que quisiera buscar otra opinión sobre los méritos de la obra, pero…

—¿Sí?

—Pero solamente en el caso de que yo decidiera publicar los poemas sobre una base de derechos, en oposición al plan de cooperativa que habitualmente aplicamos. ¿Comprende usted mi posición, señor Brown? Naturalmente, yo no podría asumir todo el coste financiero de la operación sin asegurarme razonablemente las posibilidades de venta del libro.

—De todos modos, no tendría que hacerlo, señorita Wakefield —dije—. Para ser justo con usted, no podría permitir que corriera ese riesgo con un autor desconocido. ¿Exactamente cuál sería mi aportación de su plan cooperativo?

—Bueno —tuvo la delicadeza de sonrojarse ligeramente—, eso dependería de varios factores.

—Digamos sólo por la impresión, y, naturalmente, su tiempo y sus gastos.

—Bueno… dos mil… ¿Mil ochocientos? ¿Mil quinientos, señor Brown?

Serían mil quinientos, aparentemente. Ella no iba a rebajar un sólo dólar más. A medida que no le hacía ninguna propuesta sentía que había cierta reticencia de su parte.

—¿No cree que es una suma un tanto elevada, señorita Wakefield?

—No, no lo creo. —Su voz era firme—. Creo que se trata de una cantidad muy razonable, teniendo en cuenta las circunstancias…

—¿Las circunstancias?

—Las circunstancias. He estado estudiando este manuscrito durante varios meses. He hecho algunos planes preliminares para su publicación y promoción. He realizado este viaje a Pacific City para verle a usted señor Brown. En resumen, ya he hecho una inversión considerable en este libro.

Asintió con vehemencia, enfatizando aún más el gesto con un jadeo flemoso. El pañuelo subió y bajó nuevamente, y ella continuó:

—Sí, señor Brown, creo que mil quinientos dólares es una cantidad absolutamente razonable. Por esa modesta suma, usted conserva los derechos del libro y todos los beneficios resultantes.

—Siempre que haya —dije— algún beneficio.

—Naturalmente. Ningún editor puede asegurar que un libro tendrá éxito. Creo, no obstante, que este libro tiene muchas posibilidades, señor Brown. Estoy tan persuadida de ello que casi me siento tentada a publicarlo sobre una base de derechos, sin el subsidio acostumbrado. Después de todo, ha habido una gran publicidad sobre estos… hummmmm… llamados crímenes del Asesino Burlón, y un manuscrito perteneciente al esposo de una de las víctimas…

—Aguarde un minuto —exclamé—. Hagamos una suposición, señorita Wakefield. Supongamos que le exijo la inmediata devolución del manuscrito.

—¿De verdad?

—En absoluto. Se trata simplemente de una hipótesis.

—Bien… Yo lo veo de este modo, señor Brown. Su nombre no aparece en el manuscrito, pero la señora Brown me dijo que los poemas los había escrito usted, y en ausencia de cualquier prueba en sentido contrario… de cualquier, digamos, litigio… estaría justificada habiendo supuesto que usted era el autor. Por otra parte…

—Sí —dije—. Por otra parte, señorita Wakefield…

—He hecho una inversión en el manuscrito, y la hice de buena fe. Si me viese amenazada con la pérdida de esa inversión —es decir, si usted me exigiera la devolución de los poemas— creo que debería insistir para que me demostrara que fueron escritos por usted.

Muy claro, ¿verdad? A pesar de mi implicación personal en toda la situación, sentía una oculta admiración por la madura señorita.

—¿Tiene usted el manuscrito, señorita Wakefield?

—Se encuentra en la caja de seguridad del hotel, señor Brown. Los manuscritos son objetos preciosos. Me horroriza pensar que puedan quemarse o extraviarse o…

—Me gustaría estudiarlo con usted, señorita Wakefield —le sugerí—. ¿Por qué no la recojo con mi coche esta noche y nos vamos a cenar a algún sitio? Yo…

—¡Por favor! —Las ostras se movieron velozmente—. Se lo agradezco muchísimo, señor Brown, pero mucho me temo que eso sea imposible. Soy una mujer con una salud muy frágil. Necesito mucho reposo incluso después de las ligeras obligaciones sedentarias de un día tranquilo. Y la humedad… el aire de la noche… Impensable, señor Brown. No obstante, yo podría hacer que me subieran el manuscrito, o bien podríamos examinarlo en el vestíbulo.

—No tiene importancia —dije—, y me imagino que usted preferiría no hacerlo, ¿verdad?, en tanto haya alguna duda acerca de nuestras futuras relaciones…

—Bueno, sí, señor Brown. Creo que preferiría establecer algún compromiso formal antes de —jadeo, tos y pañuelo—, antes de entregarle el manuscrito para su… estudio y revisión.

—Lo comprendo. Ahora bien, no sé… es posible que yo no pudiera ser capaz de hacer las correcciones a mi entera satisfacción. Creo que preferiría que el libro siguiera inédito antes de que supusiera un descrédito para mí.

—¡Oh, estoy segura de que no lo sería en absoluto! No dudo de que usted puede hacer un trabajo maravilloso, señor Brown.

—Pero la otra posibilidad también existe, señorita Wakefield. ¿Cuál sería su actitud si se materializara?

—Bu-Bueno… —Dudó un momento—. Naturalmente, ya he hecho una inversión en este proyecto. Mi tiempo y… los gastos. Y, por supuesto, la composición y el tiempo de la imprenta deben contratarse por adelantado…

Muy bien otra vez, ¿no? Si se trataba de un chantaje —y yo no estaba en absoluto seguro de que no lo fuese— sería muy difícil de probar.

—Yo… uh… creo que me vería obligado a dar por perdido su dinero, señor Brown. No tendría otra alternativa.

—Naturalmente, por supuesto —dije—. Bien… mil quinientos dólares, ¿verdad?

—Estoy segura de que usted puede conseguir esa suma, señor Brown. Yo… uh… debido a la naturaleza de este negocio, me veo obligada a hacer una investigación de la situación económica del autor, y su esposa fue de gran utilidad en este aspecto. Tengo entendido que su salario es razonablemente alto —un salario que podría servir de aval para un préstamo—, y tiene también una pensión y un coche y numerosos muebles. Y, sin duda, también tiene amigos que…

—Sí —contesté—, creo que podría… ¿Cuánto tiempo piensa quedarse en la ciudad, señorita Wakefield? Supongo que desea cerrar el trato antes de marcharse.

Dijo que eso era exactamente lo que deseaba. Los viajes eran muy caros y mermaban notablemente sus energías, y realmente no ganaba nada —¿verdad?— con la demora.

—Hoy es lunes. Debo marcharme antes del viernes por la noche. Yo… uh… yo no puedo hacer frente a más gastos, y tengo una cita con mi médico el sábado por la mañana en Los Angeles.

—Estoy seguro de que puedo conseguir el dinero para el viernes —dije—. Tal vez sea a última hora, porque tengo que trabajar. Pero…

—¿Oh? —Frunció el ceño—. Espero que no sea demasiado tarde. Si no abandono la habitación antes de las cinco, tendré que pagar otro día.

—Estaré en contacto con usted, —le aseguré—. Si no consigo llegar hasta después de las cinco, puede pagar la habitación y esperarme en el vestíbulo. O puede cenar aquí mientras me espera.

—S-sí, podría hacer eso. ¿Pero acaso no hay un tren…?

—Hay uno a las seis y treinta, otro a las nueve y otro a las once y treinta. Naturalmente, usted ya estará en camino mucho antes de las once treinta.

Yo no estaba haciéndome el payaso, como diría Stukey. Constance Wakefield no lo sabía, pero ella ya estaba en camino.

—Bueno —me miró con cautela, asintiendo—, creo que eso estaría bien. Naturalmente, si pudiera dejar la ciudad más temprano…

—Posiblemente pueda hacerlo —dije—. Haré todo lo posible, señorita Wakefield, y posiblemente pueda ponerse en marcha antes del viernes.

Prometí mantenerme en contacto con ella y regresé al periódico. A la primera oportunidad, me sumergí en un volumen suministrado por el Departamento de Meteorología. El tiempo y las condiciones meteorológicas en general son noticias importantes en lugares como Pacific City. Yo solía recurrir regularmente a ese libro y, si la memoria no me fallaba, no habría luna…

Estaba equivocado. Me quedé mirando la página, sopesando la importancia de mi error.

El jueves —y no el viernes— era la noche sin luna. El viernes habría luna creciente. ¿Tal vez, entonces…? Sacudí la cabeza y cerré el libro.

La luz no era tan importante como para ser un factor. El viernes estaría bastante oscuro. Naturalmente, una oscuridad total hubiese sido preferible, pero Constance podría no cooperar el jueves. No estaría lo bastante ansiosa. Aún tendría un día pagado y querría disfrutar de él.

De modo que sería el viernes. Entonces enviaría a Constance a hacer compañía al Creador, y necesitaría algunas reparaciones al momento de llegar. Sería un placer. No había ninguna alternativa… tal como yo lo veía.

Tal vez ella no veía ninguna relación entre los poemas manuscritos y aquellos que encontraron en posición de Ellen y Deborah. Pero lo vería antes o después porque estaba allí probablemente antes. Ciertamente Stukey la vería. Y sabría cómo perseguirla con ahínco hasta convertirla en una evidencia.

Dos poemas no le servían para nada. Lem podía seguirme la pista durante años sin llegar a identificarlos jamás con alguna de las máquinas de escribir a las que yo había tenido acceso. Y si lograba hacerlo, ¿cuál sería la diferencia? Otras personas habían utilizado las mismas máquinas de escribir. Y también podrían haber escrito esos poemas.

Con el manuscrito, sin embargo, su trabajo se simplificaría notablemente. Dispondría de más de cincuenta poemas con los cuales trabajar. Encontraría todas las máquinas de escribir que yo había usado. Seguiría mi pista, rastreándome a lo largo de los años, comprobando las máquinas en cada uno de los lugares donde yo había vivido o trabajado. Nadie más, naturalmente, hubiera podido reproducir mi rastro, reconstruyendo todos e incluso la mayor parte de los lugares donde yo había estado.

Por su propio peso, si no había otra cosa, la evidencia me señalaría como el autor de los poemas del Asesino Burlón.

Era una verdadera desgracia que el autor de los poemas estuviera asociado de un modo tan definitivo con el autor de los asesinatos. Una desgracia, claro, para Constance. Yo había logrado convencer a Lovelace de que los dos eran el mismo hombre, y él había obligado a Stukey a adoptar esa teoría; al menos, Stukey no hablaba de otra cosa en sus declaraciones públicas. Y él y nosotros somos las principales fuentes de información de los periódicos de fuera de la ciudad.

El poeta era el asesino. Ese punto era irrebatible… gracias a mí. Y era una verdadera lástima para Constance, pero ella misma se había colocado en el punto de mira. Constance nunca debió haberse movido de Los Ángeles.

La llamé a la tarde siguiente. Le dije que no había tenido suerte con el banco, pero que un amigo había prometido ayudarme, y que probablemente tuviese el dinero en uno o dos días.

Dejé que el día siguiente, miércoles, pasara sin ponerme en contacto con ella. El jueves, a las cuatro de la tarde, volví a llamarla.

Mi amigo me prestaría sólo la mitad del dinero y sólo con la condición de que yo pudiera reunir la otra mitad. Pero, continué, no había ninguna razón para preocuparse. Yo sabía exactamente dónde podía conseguir los restantes setecientos cincuenta dólares, de un antiguo camarada de armas que llegaría a la ciudad el viernes. A última hora de la mañana o posiblemente de la tarde. Había estado de vacaciones y…

Constance se mostró sólo ligeramente inquieta. Jadeó y tosió y dijo que esperaba que no le fallase.

Le aseguré que no lo haría.

Llegó el viernes.

La llamé un poco antes del mediodía y, nuevamente, a las cuatro de la tarde. La segunda llamada, le dije, la estaba haciendo desde la casa de mi amigo. Él debía llegar en cualquier momento. Tan pronto como lo hiciera, iríamos a la casa de mi otro amigo y reuniríamos el dinero. Toda esta operación, naturalmente, me llevaría un poco de tiempo. Ella tal vez tuviera que hacer gestiones en la ciudad para cambiar algunos cheques. Tal vez, y si no tenía noticias mías en las siguientes dos horas, sería mejor que se fuera a la estación. Yo me reuniría con ella para entregarle el dinero… con tiempo suficiente para que pudiese coger el tren de las nueve.

BOOK: Asesino Burlón
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