Asesino Burlón (17 page)

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Authors: Jim Thompson

Tags: #Novela negra

BOOK: Asesino Burlón
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—Me gustaría que fuese tan simple como eso —dije—. Me gustaría…

—Lo es, Brownie. Es tan simple como eso.

La besé.

Salí de casa y me alejé en el coche.

Primero subí a la colina, hacia el sector italiano de la ciudad, donde bebí un par de tragos en un bar. Luego compré una botella en una tienda de licores, conduje el coche hasta una calle lateral y me quedé bebiendo solo en la oscuridad.

Estuve bebiendo durante un rato. Me preguntaba… sobre ella, sobre Ellen. Sobre mí.

¿Por qué?, pregunté. ¿Por qué le había hecho eso a Ellen? Se trataba simplemente de una frase hecha: ese «me pones furiosa». Hasta un imbécil se hubiese dado cuenta, y yo no era, según las opiniones más exageradas, un imbécil. Yo había tenido que matarla —tal vez— y quizá tuviese que matar a Deborah. Pero la otra…

Acaso fue porque… bien, ¿acaso ella no había sentido siempre un miedo histérico al fuego? Y Deborah… ¿no sentía un miedo mortal a los perros?

Traté de mirarme cara a cara, de pensar las cosas adecuadamente. No podía hacerlo. Había algo que seguía entrometiéndose, haciendo que mi visión se convirtiera en un círculo; y aunque estaba dentro de ese círculo, no pertenecía a él. No me tocaba. Entre el hombre que quería mirar y el hombre que debía ser mirado, se alzaba una pesada cortina. Corrida, por supuesto, por el hombre interno.

Ahora ya eran más de las nueve. Abandoné la búsqueda y regresé a casa. No la mataría; al menos sabía eso. No había necesidad de hacerlo —ninguna razón verdadera— y no lo haría. Y…

Y, súbitamente, hubo una razón, muchas razones, e iba a hacerlo. Mi doble sentido me tenía cogido.

Toda resistencia había desaparecido de pronto, y era arrastrado muy lejos, hacia ese otro mundo. No había nada que pudiese retenerme. Era como si ella hubiese dejado de existir.

Dejé que el coche se deslizara lentamente hacia un costado de la casa, con el motor apagado. Abrí la puerta, y silenciosamente, entré.

La cocina había sido limpiada y los platos estaban en su lugar. La sala había sido barrida y ordenada. Dudé un momento, mirando a mi alrededor, y era ridículo que me sintiera de ese modo, considerando lo que pensaba hacer, pero estaba preocupado por ella.

Haberla dejado sola, en esta aislada cabaña junto a las vías del ferrocarril… Se hubiese visto indefensa, aunque, indudablemente, hubiese tratado de defenderse. Y si hubiese habido una refriega, la casa estaría así. Ordenada, pero…

Fui al dormitorio.

Dejé escapar un suspiro de alivio.

Estaba bien…, allí, tendida en la cama y apoyada sobre el estómago. Yacía con la cara en la almohada, abrazándola con ambos brazos, y la coleta color maíz colgada hacia un costado.

Tan tranquila, tan pacífica, sosegada, confiada… Tan… tranquila.

En realidad, ella debía haber sido uno de esos seres que duermen nerviosos. Se podía ver cómo se había acurrucado en la cama, la forma en que estaban arrugadas las sábanas y hundido el colchón. Ahora, finalmente, se había estirado, el cuerpo extendido en toda su longitud. Pero aún estaba tensa, con los dedos rígidamente clavados en la cama, todo su cuerpo tieso, inmóvil.

Así es como estaba, y exhalé un suspiro de alivio y la maté.

Me acerqué y la miré desde arriba, estudiando su posición: la forma en que su cuello formaba un puente suspendido entre la almohada y sus hombros.

Permanecí a su lado y convertí mi mano en un puño. Lo alcé y lo hice descender con todas mis fuerzas.

Hubo un ruido sordo, su cuello se hundió y la cabeza cayó hacia atrás.

Busqué su bolso, metí el poema dentro, la cogí en mis brazos y la llevé al coche.

Todo estaba bien. Se trataba otra vez de un juego. Me habían obligado a jugar y con una desventaja extraordinariamente grande. Y había ganado, y ella había perdido. Pero…

Pero ya comenzaba a sentir el vacío, la falta de vida.

Y desde una distancia no demasiado lejana comenzó a moverse hacia mí…

El mundo marchito y agonizante, el vasto desierto vacío donde un hombre muerto caminaba hacia la eternidad.

Llegué al asilo de perros.

Arrojé su cuerpo por encima del muro.

Capítulo 15

En cuanto a mí acabaré rápidamente con esta parte la mañana siguiente, o sea, el descubrimiento del cuerpo —lo que quedaba de él— y… etcétera. En aquel momento logré que la situación no me afectara demasiado. Tenía la muleta del trabajo —la presión— y la situación de Tom Judge. Y tuve que hacerlo. Y se trataba de un juego. Ahora, sin embargo…

Ahora, tendré que acabar con ella rápidamente.

Debo hacerlo…

La noticia se difundió apenas cinco minutos antes del cierre y yo fui el encargado de elaborarla. Era breve, gracias a Dios. El periódico ya estaba compuesto, y sólo había una breve historieta que el editor podía quitar. De modo que esta historia también debía ser breve. No había mucho que decir, puesto que el cuerpo había sido descubierto hacía pocos minutos.

Esos perros medio muertos de hambre siempre estaban peleando y armando jaleo, y los Peablossom —la pareja de ancianos— no habían ido a investigar el porqué del alboroto hasta la mañana siguiente. Para entonces, naturalmente, no era mucho lo que quedaba de… Bueno, lograron identificarla por las cosas que llevaba en el bolso: por, entre otras cosas, una caja casi vacía de pastillas para dormir con su nombre en ella.

Cuando digo ellos, me refiero a los polis, no a los Peablossom. También encontraron el poema en el bolso.

No había forma de determinar cuánto tiempo llevaba muerta, si había sido asesinada en ese lugar, y arrojada a los perros o bien llevada hasta allí después de haber sido asesinada. La única pista del asesino era el poema.

Los Peablossom no habían oído ningún coche durante la noche, pero tampoco hubiesen podido oírlo con el alboroto que armaban los perros. Alrededor del lugar había muchas pisadas y huellas de neumáticos. Demasiadas como para que pudieran servir de pista.

Bien, escribí la historia. Luego nos llamaron a Dave y a mí al despacho de Lovelace para una reunión.

El viejo estaba de muy mal humor, y la tomó con Dave. Este «sujeto Judge». Él siempre había sabido que no era un buen elemento y que tendría que haberlo despedido hacía mucho tiempo. Dave debía haberlo despedido. Ahora era sospechoso de asesinato… un hombre del Courier ¡arrestado bajo sospecha de asesinato! Terrible. Inexcusable.

Y Deborah Chasen… ¡esa mujer! Ella, aparentemente, también era responsabilidad de Dave. Se suponía que un jefe de redacción tenía que saber lo que estaba sucediendo, ¿verdad? Se suponía que debía disponer de fuentes de información, de gente que le mantuviese bien informado. Entonces ¿por qué Dave no se había ocupado de ella, de una mujer que «se hacía pasar» por amiga de Lovelace? Tendría que haber sabido que estaba nuevamente en la ciudad, que se metería en problemas. Ahora, había sido asesinada, nada menos que una mujer relacionada con el respetado apellido Lovelace, y…

—Terrible. Inexcusable. Un asunto muy mal llevado, Randall.

Dave lo encajó, retorciéndose, transpirando y tratando de protestar. Finalmente huyó —en realidad le llamaron desde la sala de redacción— y yo tuve la oportunidad de intervenir.

—«Obviamente» (y pongamos ese obviamente entre comillas) los dos asesinatos —el de Ellen y el de Deborah— han sido cometidos por la misma persona. Los poemas «establecían» ese hecho. Ciertamente, dos poemas de esas características en poder de dos mujeres misteriosamente asesinadas, no podían ser simple coincidencia. El hombre las odiaba —el violento odio criminal era evidente en esos versos—, así que…

Insistí de tal modo en los poemas que casi creí en lo que estaba diciendo.

—Pero no necesito explicarle todo esto, señor —dije—. Usted pensó que el coronel necesitaba un buen rapapolvo y aprovechó la oportunidad para dárselo… para hacerlo sudar un poco, si me perdona la expresión. Pero usted sabe que Judge no puede ser culpable. Estaba en la cárcel cuando se cometió el segundo asesinato. Por lo tanto, no es posible que pueda ser el autor de ninguna de las dos muertes… Esa es su opinión, ¿verdad, señor? ¿He interpretado correctamente sus pensamientos? Usted sabe que Judge —el Courier— no está implicado de ningún modo en este escándalo.

Era, aparentemente, lo que él pensaba. Yo había reflejado perfectamente sus propias ideas y él me felicitó por mi sagacidad.

—Muy… muy perspicaz de su parte, Brown. Yo mismo no hubiese podido explicarlo con mayor claridad. Pero esta… esta señora Chasen…

—Ahora iba a hablarle de ella, señor. Usted, iba a llamar al detective Stukey para hablarle de Judge… Pensaba hacerlo ahora mismo, ¿verdad? Después de todo, un hombre del Courier no debería…

—¡Naturalmente! —exclamó—. ¡Exigiré su inmediata puesta en libertad! No me imagino en qué habrán estado pensado en el departamento de policía para cometer un error tan desagradable.

—Bien —continué—. Estaba pensando que usted podría aclarar la posición de la señora Chasen cuando hablara con Stukey. Nos debemos al público, señor. No podemos permitir que rumores sin fundamento circulen libremente. Tal como yo lo veo —independientemente de las afirmaciones que ella hizo— la señora Chasen no era una amiga. No era ni siquiera una conocida, en el sentido aceptado del término. Yo creo, señor, que ella era simplemente otra visitante del edificio, una de las muchas turistas que llegan cada año para…

—¡Exacto! Ese es exactamente el caso, señor Brown. No sé por qué yo… Llamaré inmediatamente a Stukey.

Le llamó y Stukey no se mostró satisfecho ni mucho menos, por lo que pude deducir. Pero no tenía ninguna evidencia para incriminar a Tom, y tampoco había sido capaz de hacerle hablar. Y había algo más que un poco de lógica en la opinión «de Lovelace» acerca de la conexión entre ambos asesinatos. Además, y sumamente importante, desde luego, estaba el hecho de que Lovelace era Lovelace. Nadie le decía que no si podía evitarlo.

Stukey no tenía ninguna razón para no evitarlo.

De modo que Tom fue puesto en libertad inmediatamente… y despedido casi con la misma celeridad. Tan pronto como se le pudo localizar por teléfono. Para empezar, él nunca había sido un buen empleado, y ahora había tenido la mala ocurrencia de hacerse arrestar. Y…

Pero no necesitamos ir tan rápido. Ahora podemos aflojar un poco el paso.

Continué hablando, «confirmándole» al señor Lovelace sus propias ideas.

Se resistió un poco, pero se vio obligado a admitir que yo las había expresado perfectamente.

—Uh… sí. Supongo que es lo que debe hacerse. El deber ante el público y todo eso. Naturalmente, el asesino tal vez ya ha abandonado la ciudad…

—Estoy seguro de que no lo ha hecho —dije—. Tan seguro como de que estoy sentado aquí. Él todavía está en la ciudad.

—Sí… probablemente. Es indudable… Hay que cogerle, ¿verdad? Encárguese de que este sujeto, Stukey… uh… continúe con sus redadas. La limpieza de la ciudad. ¿Correcto?

Le dije que su mente trabajaba como una red de acero.

—No sé cómo lo hace, señor. Quiero decir, eso de saber, ir directamente al grano.

—Cree usted… realmente ¿lo cree así?

—Como una red de acero —repetí con firmeza…

Dave se dirigía al despacho de Lovelace cuando yo salía, y creo que se sintió mortificado cuando supo que, todo se había arreglado sin su participación. Junto con la mortificación, sin embargo, estaba el considerable alivio de saber que el viejo ya no le tenía cogido por el cuello. Y pareció complacido por las últimas instrucciones de despedir a Tom Judge.

—Debí hacerlo hace mucho tiempo. —Asintió—. Pero no tuve valor para ello. Ahora está fuera de mi control.

Comencé a caminar hacia mi escritorio y me tocó el brazo.

—Por cierto, Brownie. Tú pasaste casi todo el día con la señora Chasen…

—Es verdad —dije—. Ahora que lo mencionas, lo recuerdo perfectamente.

—No estoy tratando de meterme en donde no me llaman, pero… tú pensaste mucho en ella, ¿verdad? Tuve la impresión de que estabas bastante incómodo por las referencias que le dio Lovelace.

—Yo la amaba, coronel —dije—. Su imagen está grabada para siempre en mi corazón. Tal vez se hubiese sentido atraída por mí… si, desgraciadamente, a mí no me faltara cierto equipamiento esencial.

Dave dio un respingo y se las ingenió para componer una sonrisa compasiva.

—Bien, pondremos a algún otro a cubrir esta historia. Hoy no tienes trabajo en la redacción… ve al Fuerte. Están haciendo maniobras y hay un montón de VIP presentes. Envía la nota por teléfono —tal vez una o dos entrevistas si es conveniente— y no vuelvas a aparecer hasta mañana.

Estaba estupefacto, casi hasta el extremo de quedarme mudo. Mi ausencia dejaría la redacción seriamente desguarnecida, y seguramente Stukey querría hablar conmigo. Enviarme a cubrir una nota relativamente poco importante era una idiotez.

—Puedes irte —repitió Dave, en respuesta a mis azorados murmullos—. Está al caer un tío que solía trabajar en el periodicucho obrero local antes de que cerrara, y Stukey puede esperar. De todos modos no sabría qué diablos hacer y yo puedo darle casi tanta información como tú sobre la señora Chasen.

—Pero, coronel… —le miré con desconfianza, aún demasiado asombrado para poder hablar con coherencia—. Yo… yo no creo que…

—No quiero que Stukey te moleste. Esa es una de las razones por la que te envío a cubrir esa nota. Ahora vete y tómate las cosas con calma y… ¿Qué te parece si vienes a cenar a casa esta noche? A eso de la seis, ¿sí?

Le dije que lo haría.

Quería hablar con el coronel, fuera de la oficina y de todas sus interrupciones. Había que pagar un terrible precio por ese privilegio, pero creía que merecía la pena. En términos generales, por supuesto. En realidad, no existía compensación alguna por la tortura que suponía una velada en compañía de Kay Randall.

Me dirigí al Fuerte, perezosamente, preguntándome cómo, si alguna vez tenía la oportunidad, podría liquidar a Kay. La forma más apropiada, pensaba, sería golpearla con un padre. Ella siempre llamaba «padre» a Dave y creo que con un padre debería ser golpeada cualquier esposa menor de sesenta años que hace una cosa así.

O también —y esto sería especialmente apropiado— podría ahogarla en mayonesa. Kay cocinaba con mayonesa. Era su cetro personal, su sabiduría culinaria. La mayonesa era para Kay lo que un abrelatas para una pareja de recién casados. Estaba razonablemente seguro de que guardaba grandes toneles de mayonesa en el sótano de su casa. Si uno pudiese sorprenderla en el momento justo —cogerla cuando estuviese extrayendo cubos de cincuenta litros para la cena—, bueno…

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