Antes de que los cuelguen (32 page)

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Authors: Joe Abercrombie

BOOK: Antes de que los cuelguen
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Las cosas no podían presentarse peor. West tragó saliva.

—¿Cómo de rápido puede avanzar un ejército como ése?

—Bastante rápido. Es probable que sus exploradores estén aquí pasado mañana. Y el cuerpo principal del ejército, al día siguiente. Eso, si es que vienen directos, lo cual no es fácil de saber. Tratándose de Bethod, tampoco me extrañaría que intentara vadear el río un poco más abajo para cogernos por detrás.

—¿Por detrás? —¡Si ni siquiera estaban preparados para hacer frente a un enemigo previsible!—. ¿Cómo ha averiguado que estábamos aquí?

—Bethod siempre ha tenido una endemoniada habilidad para adivinar las intenciones de sus enemigos. Se le da bien. Eso, y la increíble suerte que tiene el muy cabrón. Le gusta correr riesgos. En la guerra no hay nada más importante que tener la suerte de cara.

Pestañeando, West echó un vistazo a su alrededor. Diez mil hombres del Norte curtidos en mil batallas iban a caer sobre aquel campamento destartalado. Unos Hombres del Norte imprevisibles y con la suerte de cara. Se imaginó a sí mismo tratando de poner en formación a unas levas indisciplinadas hundidas hasta los tobillos en el barro. Sería una carnicería. Se estaba fraguando un nuevo Pozo Negro. Pero al menos esta vez estaban prevenidos. Contaban con tres días para preparar las defensas o, mejor aún, para emprender la retirada.

—Tenemos que hablar inmediatamente con el Príncipe —dijo.

Una música suave y una luz cálida bañaron la gélida atmósfera nocturna cuando West apartó las solapas de la tienda. Sin tenerlas todas consigo, se agachó un poco y pasó adentro, seguido de los dos norteños.

—Por todos los muertos —murmuró boquiabierto Tresárboles echando un vistazo a su alrededor.

West se había olvidado de lo extravagantes que debían de parecerle a un recién llegado los aposentos del Príncipe, sobre todo si no estaba acostumbrado al lujo. Más que una tienda, era un enorme salón de tela púrpura, de una altura no inferior a diez zancadas, decorado con tapices estirios y alfombras kantics. El mobiliario era más propio de un palacio que de un campamento militar. Unos aparatosos tocadores de madera tallada y varios arcones dorados albergaban el inconmensurable vestuario del Príncipe, que habría bastado para vestir a un ejército entero de petimetres. La cama, un gigantesco armatoste de cuatro postes, era bastante mayor que muchas de las tiendas del campamento. En un rincón había una lustrosa mesa vencida por el peso de montones de manjares servidos en una vajilla de plata y oro que refulgía bajo la luz de las velas. Costaba trabajo imaginar que a menos de cien zancadas la tropa se apretujara en sus tiendas, aterida de frío, y sin apenas comida que llevarse a la boca.

Desparramado sobre una descomunal silla de madera oscura tapizada de seda roja, que fácilmente habría pasado por un trono, se encontraba el Príncipe Ladisla. Una de sus manos sostenía con languidez una copa vacía, la otra seguía el ritmo de la música que interpretaba un cuarteto de consumados músicos que punteaban, rasgaban y soplaban sus lustrosos instrumentos en el rincón más alejado de la tienda. Distribuidos en torno a Su Alteza, se encontraban cuatro miembros de su Estado Mayor, todos ellos impecablemente vestidos y con una expresión de aburrimiento muy a la moda. Uno de ellos era el joven Lord Smund, que, en el transcurso de las últimas semanas, se había convertido con toda probabilidad en la persona por la que West sentía menos simpatía del mundo.

—Tenéis mucho mérito —rebuznaba dirigiéndose al Príncipe—. Compartir los rigores de la vida de campamento es la mejor manera de granjearse el respeto del soldado de a pie.

—¡Ah, pero si son el coronel West y dos de sus exploradores norteños! —gorjeó Ladisla—. ¡Qué alegría! ¡Tienen que comer algo! —y, acto seguido, señaló la mesa con ebria languidez.

—Gracias, Alteza, pero ya he comido. Traigo unas noticias de la máxima...

—¡O, si no, un poco de vino! ¡Todos deben tomar un poco de vino, esta cosecha es excelente! ¿Dónde se ha metido la botella esa? —dijo mientras hurgaba por debajo de la silla.

El Sabueso ya se había acercado a la mesa y estaba inclinado sobre ella... olfateándola como un perro. Alargó sus sucios dedos y arrambló con una buena tajada de carne que había en una fuente. Acto seguido la dobló con mucho esmero y se la metió entera en la boca bajo la mirada de Lord Smund, que contemplaba la escena con los labios fruncidos en un gesto de desdén. En otras circunstancias, habría resultado bastante embarazoso, pero West tenía cosas más importantes de las que preocuparse.

—¡Bethod se encuentra a cinco días de aquí con el grueso de sus tropas! —dijo casi en un grito.

A uno de los músicos le tembló la mano con la que sostenía el arco y se le escapó una nota desafinada. Ladisla alzó la cabeza de golpe y estuvo a punto de resbalar de la silla. Incluso Smund y sus acompañantes se arrancaron de su indolencia.

—Cinco días —musitó el Príncipe con la voz ronca de la emoción—, ¿está seguro?

—Tal vez no más de tres.

—¿Cuántos son?

—Diez mil, y veteranos en su...

—¡Maravilloso! —Ladisla propinó un bofetón al brazo de la silla como si fuera el rostro de un Hombre del Norte—. ¡Entonces estamos a la par!

West tragó saliva.

—Numéricamente tal vez, Alteza, pero no en calidad.

—Por favor, coronel West —dijo Smund arrastrando la voz—. Un buen soldado de la Unión vale por diez de los suyos —y, dicho aquello, miró a Tresárboles levantando la nariz.

—Lo ocurrido en Pozo Negro ha demostrado que esa idea es falsa, y eso que allí nuestros hombres estaban bien nutridos, entrenados y equipados. ¡Dejando a un lado los contingentes de la Guardia Real, nuestros soldados carecen de todo eso! Lo más aconsejable es que preparemos nuestras defensas y que estemos listos para emprender la retirada en caso de que sea necesario.

Smund mostró su desprecio por semejante idea soltando un resoplido.

—Nada hay más peligroso en una guerra —le desautorizó airadamente— que mostrarse excesivamente cauteloso.

—¡Peor es mostrarse demasiado poco cauteloso! —gruñó West, que, de furioso que estaba, empezaba a sentir una palpitación tras los párpados.

Pero el Príncipe Ladisla le interrumpió antes de que tuviera la oportunidad de perder los estribos.

—¡Caballeros, ya está bien! —con los ojos acuosos de ebrio entusiasmo, se levantó de un salto de la silla—. ¡La estrategia ya está decidida! ¡Cruzaremos el río e interceptaremos a esos salvajes! ¿Se creían que iban a sorprendernos? ¡Ja! —exclamó mientras azotaba el aire con su copa de vino—. ¡Les daremos una sorpresa que tardarán mucho tiempo en olvidar! ¡Les expulsaremos al otro lado de la frontera! ¡Justo lo que quería el Mariscal Burr!

—Pero, Alteza —tartamudeó West, que comenzaba a sentirse un poco mareado—, el Lord Mariscal dio órdenes explícitas de que permaneciéramos al otro lado del río...

Ladisla sacudió la cabeza como si le molestara una mosca.

—¡Es el espíritu de sus órdenes lo que cuenta, coronel, no la letra! ¡No puede poner pegas a que llevemos la lucha a nuestros enemigos!

—Estos tipos son unos imbéciles —rugió Tresárboles, por fortuna, en la lengua del norte.

—¿Qué ha dicho? —inquirió el Príncipe.

—Hummm... coincide conmigo en que sería mejor que permaneciéramos aquí, Alteza, y mandáramos aviso al Lord Mariscal Burr para que acudiera en nuestro auxilio.

—¿De veras? ¡Y yo que pensaba que estos norteños eran puro fuego y vinagre! ¡Pues bien, coronel, hágale saber que el ataque está decidido y que no pienso cambiar de opinión! ¡Demostraremos a ese presunto Rey de los Hombres del Norte que no posee el monopolio de la victoria!

—¡Así se habla! —exclamó Smund dando un pisotón sobre la gruesa alfombra—. ¡Excelente! —los demás miembros del Estado Mayor del Príncipe expresaron ruidosamente su desnortado apoyo.

—¡Los echaremos a patadas al otro lado de la frontera!

—¡Les daremos una lección!

—¡Estupendo! ¡Fenomenal! ¡A ver ese vino!

West apretó los puños para contener su frustración. Tenía que hacer un último esfuerzo, por muy embarazoso o muy absurdo que fuera. Dobló una rodilla, juntó las manos, clavó la mirada en el Príncipe e hizo acopio de todas sus dotes de persuasión.

—Alteza, se lo pido, se lo suplico, se lo ruego, reconsidérelo. La vida de todos los hombres de este campamento depende de su decisión.

El Príncipe sonrió de oreja a oreja.

—¡Ese es el peso del mando, amigo mío! Entiendo que lo hace por los mejores motivos, pero estoy plenamente de acuerdo con Lord Smund. ¡La audacia es la mejor política en la guerra, y la audacia será mi estrategia! ¡Gracias a la audacia Harod el Grande forjó la Unión y gracias a la audacia el Rey Casamir conquistó Angland! Ganaremos la batalla a esos norteños, ya lo verá. ¡Dé las órdenes, coronel! ¡Partimos con las primeras luces!

West había estudiado a fondo las campañas de Casamir. La audacia sólo había representado el diez por ciento de su éxito; el resto había sido el fruto de una planificación meticulosa, del cuidado de sus hombres, de la atención a todos los detalles. Una audacia que no viniera acompañada de todo lo demás podría resultar suicida, pero saltaba a la vista que no serviría de nada insistir en ello. Lo único que conseguiría sería enojar al Príncipe y perder la poca influencia que aún pudiera ejercer sobre su persona. Se sentía como un hombre que contempla cómo arde su propia casa. Paralizado, angustiado, completamente impotente. Tenía que limitarse a dar las órdenes y luego hacer todo lo posible para que las cosas se llevaran a cabo de la mejor manera posible.

—Desde luego, Alteza —alcanzó a murmurar.

—¡Desde luego! —el Príncipe sonrió—. ¡Entonces, todos de acuerdo! ¡Fantástico! ¡Paren esa música! —gritó a los músicos—. ¡Necesitamos algo más enérgico! ¡Algo que haga hervir la sangre! —el cuarteto, sin aparente esfuerzo, se arrancó con una vivaz marcha militar. West se dio media vuelta y, con las piernas pesadas a causa de la desesperación, cruzó el umbral de la tienda y regresó a la gélida noche.

Tresárboles salió justo detrás de él.

—¡Por los muertos, le juro que no entiendo a su gente! ¡En el lugar de donde yo vengo, un hombre se gana el derecho a ser jefe! ¡Sus hombres le siguen porque conocen su aptitud y le respetan porque comparte sus penalidades! ¡El propio Bethod se ganó el puesto que ahora ocupa! —se puso a dar vueltas delante de la tienda haciendo aspavientos con los brazos—. ¡Pero aquí se elige para el mando a los menos capacitados y se nombra comandante en jefe al más tonto de todos!

A West no se le ocurría nada que decir. No podía negar que tenía buena parte de razón.

—¡Ese maldito asno les va a conducir a todos ustedes a la tumba, los va a llevar a todos de vuelta al barro! Pero lo lleva claro si piensa que yo o cualquiera de mis muchachos le vamos a seguir. ¡Estoy harto de tener que pagar por los errores de los demás y ya he perdido demasiado a manos de Bethod! Vamos, Sabueso. ¡Esta nave de locos puede hundirse sin nosotros! —y, dicho aquello, se dio la vuelta y se perdió en la oscuridad de la noche.

El Sabueso se encogió de hombros.

—Bueno, no todo ha ido mal —se le acercó con gesto de complicidad, hurgó en las profundidades de su bolsillo y sacó algo. West bajó los ojos y vio un salmón entero, hurtado sin duda de la mesa del Príncipe. El norteño sonrió de oreja a oreja—. ¡Mire qué pedazo de pez me he agenciado! —y, a continuación, siguió los pasos de su jefe, dejando a West solo en la gélida colina. En el aire flotaban las notas de la música militar de Ladisla.

Hasta la puesta de sol

—¡Eh! —una mano sacudió a Glokta arrancándolo del sueño. Giró con precaución la cabeza hacia el lado contrario al que había dormido y apretó los dientes al sentir una punzada en el cuello.
¿La muerte ha madrugado esta mañana?
Entreabrió un ojo.
Ah, todavía no, según parece. Tal vez espere a la hora de comer
. Era Vitari. La silueta oscura de sus cabellos puntiagudos se recortaba sobre la luz matinal que entraba a raudales por la ventana.

—Está bien, Practicante Vitari, ya veo que no puede resistirse a mis encantos. Pero, si no le importa, tendrá que ser usted quien se ponga encima.

—Ja, ja. Ha llegado un embajador de los gurkos.

—¿Un qué?

—Un emisario. Enviado por el Emperador en persona, según he oído.

Glokta sintió una punzada de pánico.

—¿Dónde está?

—Aquí, en la Ciudadela. Hablando con el consejo.

—¡Maldita sea! —gruñó Glokta saliendo a toda prisa de la cama y haciendo caso omiso del punzante dolor que le recorrió la pierna al posar el pie izquierdo en el suelo—. ¿Por qué no me han avisado?

Vitari le miró con sorna.

—A lo mejor preferían que no estuviera usted presente mientras hablaban con él. ¿Habrá sido por eso?

—¿Cómo ha llegado hasta aquí?

—En barco, con bandera blanca. Vissbruck dice que su obligación era recibirle.

—¡Su obligación! —escupió Glokta mientras trataba de introducir en la pernera de los pantalones su pierna entumecida y temblorosa—. ¡Maldito gordo! ¿Hace cuánto que está aquí?

—Lo bastante para que entre él y el consejo hayan urdido todo tipo de fechorías, si es que ése era su propósito.

—¡Mierda! —la cara de Glokta se contrajo en un gesto de dolor mientras trataba de enfundarse la camisa.

No podía negarse que el embajador gurko tenía un porte majestuoso.

Una prominente nariz aguileña, unos ojos en los que brillaba la inteligencia, una barba larga y fina, peinada con primor. Vestía una holgada toga blanca con filigranas de oro y lucía un aparatoso tocado que resplandecía bajo la intensa luz solar. Llevaba el cuerpo increíblemente erguido: mantenía su largo cuello estirado y la barbilla alzada, de tal modo que siempre contemplaba desde arriba todo aquello a lo que se dignaba dirigir sus ojos. Su inmensa altura y su delgadez hacían que la magnífica sala pareciera baja y descuidada en comparación.
Podría pasar por el mismísimo Emperador
.

Mientras entraba renqueando en la sala de audiencias, empapado de sudor y con la cara contraída en un gesto de dolor, Glokta se daba perfecta cuenta de lo contrahecho y torpe que debía de parecer.
Un mísero cuervo se enfrenta a un magnífico pavo real. Pero las batallas no siempre las ganan los más agraciados. Afortunadamente para mí
.

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