Antes de que los cuelguen (28 page)

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Authors: Joe Abercrombie

BOOK: Antes de que los cuelguen
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El norteño, por su parte, era poco menos que un enigma. Cuando lo vio por primera vez, contemplando boquiabierto la barbacana del Agriont, le había parecido un ser inferior incluso a los animales. Pero las reglas en aquel territorio salvaje eran muy distintas. Si alguien te disgustaba, no podías simplemente alejarte de él y luego procurar evitarlo, menospreciarlo delante de otros y burlarte de él por la espalda. Aquí no había más remedio que mantenerse al lado de los compañeros que a uno le habían tocado en suerte, y esa proximidad había hecho que Jezal llegara a la conclusión de que después de todo sí que era un hombre. En materia de ingenio y cultura, se encontraba muy por debajo del campesino más mísero de la Unión, pero Jezal no podía menos de reconocer que, de todos los miembros del grupo, era el que le resultaba menos repulsivo. Carecía de la pomposidad de Bayaz, de la suspicacia de Quai, de la fanfarronería de Pielargo, de la ferocidad de Ferro. Jezal no consideraba que fuera rebajarse preguntar a un campesino su opinión sobre un determinado cultivo, o a un herrero sobre la fabricación de una armadura, por más sucios, feos y de baja alcurnia que fueran. ¿Por qué no consultar a un asesino empedernido sobre temas de violencia?

—Tengo entendido que ha mandado usted hombres en combate —probó a decir Jezal.

El norteño volvió hacia él sus ojos oscuros y perezosos.

—Más de una vez.

—Y que ha luchado en duelos.

—Así es —el norteño se rascó las cicatrices que cubrían su mejilla mal afeitada—. No he adquirido este aspecto porque me tiemble la mano al afeitarme.

—Me imagino que si le temblara tanto la mano, a lo mejor acababa por dejarse barba.

Nuevededos dejó escapar una risita. Jezal ya casi se había acostumbrado a aquella visión. Seguía resultando horrible, desde luego, pero empezaba a verlo como a un simio de natural bondadoso más que como a un asesino despiadado.

—No es mala idea —respondió.

Jezal caviló unos instantes. No quería parecer débil, pero la sinceridad podía resultar una buena estrategia para ganarse la confianza de un hombre sencillo. Si funcionaba con los perros, ¿por qué no con los Hombres del Norte?

—Yo —se aventuró a decir— nunca he participado en una batalla de verdad.

—¿No me diga?

—En serio. Mis amigos están ahora en Angland, luchando contra Bethod y sus salvajes —los ojos de Nuevededos le miraron de soslayo—. Bueno, quiero decir... en fin, que están luchando contra Bethod. Ahora yo tendría que estar con ellos, pero Bayaz me pidió que me embarcara en esta... empresa.

—Ellos salen perdiendo y nosotros ganando.

Jezal le miró con desconfianza. De haber venido de otra persona, aquello habría sonado a sarcasmo.

—Bethod, por supuesto, fue quien empezó la guerra. Una acción deshonrosa, una agresión sin ninguna provocación previa.

—Sobre ese tema no va encontrar conmigo materia de discusión. Bethod tiene un don especial para iniciar guerras. Lo único que se le da aún mejor es ganarlas.

Jezal soltó una carcajada.

—¿No pretenderá decirme que va a derrotar a la Unión?

—Ha vencido a peores enemigos, pero usted sabrá lo que se dice. No todos poseemos su experiencia.

Una nueva carcajada quedó atorada en la garganta de Jezal. Estaba casi seguro de que aquello era una ironía, y eso le dio que pensar. ¿Era posible que, detrás de esa máscara pesada, desfigurada y surcada de cicatrices que le miraba, Nuevededos estuviera pensando: «valiente idiota»? ¿Y si Bayaz tuviera razón? ¿Y si después de todo sí que hubiera algo que aprender del norteño? Sólo había una forma de averiguarlo.

—¿Cómo son las batallas? —preguntó.

—Las batallas son como los hombres. No hay dos iguales.

—¿Qué quiere decir?

—Imagínese lo que es despertarse en medio de la noche al oír un estruendo de golpes y chillidos, salir corriendo de la tienda con los pantalones bajados y encontrarse un campo cubierto de nieve lleno de hombres matándose unos a otros. Imagínese lo que es tratar de distinguir a los amigos de los enemigos contando sólo con la luz de la luna y sin tener un arma con la que combatir.

—Confuso —dijo Jezal.

—Sin duda. O imagínese lo que es arrastrarse por el barro, entre el pisotear de las botas, con una flecha en la espalda y el tajo de una espada en el culo, tratando de escapar pero sin saber hacia dónde, berreando como un cerdo y esperando que en cualquier momento te ensarte una lanza a la que ni siquiera verás venir.

—Doloroso —concedió Jezal.

—Bastante. O imagínese lo que es estar de pie en medio de un círculo de escudos de menos de diez zancadas de ancho, sostenidos por unos hombres que rugen como posesos. En su interior dos personas, otro hombre y tú, y ese otro hombre tiene fama de ser el más duro de todo el Norte, y de los dos, sólo uno saldrá vivo del círculo.

—Bufff —masculló Jezal.

—Exacto. ¿Qué tal le suena lo que le he contado? —a Jezal no le sonaba demasiado bien, y Nuevededos sonrió—. Ya lo sospechaba yo, y, ¿quiere que le sea sincero? A mí tampoco me suena bien. He tomado parte en todo tipo de batallas, de escaramuzas, de combates. La mayoría de ellos empezaron de una forma caótica, y acabaron igual, y no hubo ni una sola vez que no estuviera a punto de cagarme en los pantalones.

—¿Usted?

El norteño soltó una risa ahogada.

—En mi modesta opinión, cualquiera que diga que no sabe lo que es el miedo es un imbécil. Los únicos hombres que no saben lo que es el miedo son los muertos, o los que están a punto morir, quizá. El miedo te enseña a ser cauteloso, a respetar a tu enemigo, a eludir una hoja afilada empuñada con furor. A todo hay que saber sacarle partido, créame. El miedo puede salvarle a uno la vida, y en un combate eso es lo único que de verdad importa. No hay hombre digno de tal nombre que no sepa lo que es el miedo. Lo importante es lo que se hace con él.

—¿Es eso lo que me recomienda? ¿Que tenga miedo?

—Mi consejo es que se busque una buena mujer y que se mantenga lo más lejos que pueda de todos estas malditas historias, y lo único que lamento es que hace veinte años no hubiera nadie que me lo dijera a mí —miró de reojo a Jezal—. Pero si por un casual se encuentra perdido en una inmensa llanura en medio de la nada y no tiene forma de evitarlo, yo que usted seguiría tres reglas a la hora de combatir. Primera: haga todo lo posible por aparentar que es usted el tipo más cobarde, más débil y más tonto del mundo. El silencio es la mejor armadura del guerrero, ése es el dicho. Las miradas duras y las palabras duras nunca han ganado una batalla, pero han contribuido a que se perdieran unas cuantas.

—Hacerse el tonto, ¿eh? Entiendo —Jezal había cimentado toda su vida sobre el intento de que pareciera que no había nadie más listo, más fuerte y más noble que él. Le resultaba intrigante que un hombre quisiera aparentar ser menos de lo que en realidad era.

—Segunda: nunca se tome a la ligera a un enemigo, por muy necio que le parezca. Trate a todos los hombres como si fueran el doble de listos, el doble de fuertes y el doble de rápidos que usted, y verá cómo se lleva una agradable sorpresa. El respeto no cuesta nada, y no hay nada que conduzca a un hombre a la muerte con más rapidez que el exceso de confianza.

—No hay que menospreciar nunca al enemigo. Sabia precaución —Jezal comenzaba a darse cuenta de que había subestimado al norteño. No era ni la mitad de idiota de lo que aparentaba.

—Tercera: estudie a su oponente lo más a fondo que pueda y escuche las opiniones de otros, si se las dan, pero, una vez que haya trazado un plan, sígalo hasta el fin y no deje que nada ni nadie le desvíe de él. Llegada la hora de actuar, golpee sin echar la vista atrás. La demora acaba siempre en desastre, eso solía decirme mi padre, y créame si le digo que he visto unos cuantos desastres.

—Nada de echar la vista atrás —murmuró Jezal asintiendo lentamente con la cabeza—. Por supuesto.

Nuevededos hinchó los carrillos y expulsó de golpe el aire.

—No hay nada como ver las cosas y hacerlas, pero si domina todo eso, creo que ya habrá recorrido la mitad del camino que conduce a la derrota de cualquier enemigo.

—¿Y la otra mitad?

El norteño se encogió de hombros.

—Pura suerte.

—No me gusta esto —refunfuñó Ferro mirando con gesto torcido las escarpadas paredes del desfiladero. Jezal se preguntó si existiría en el mundo algo que le gustara.

—¿Crees que nos siguen? —la interrogó Bayaz—. ¿Has visto a alguien?

—¿Cómo quiere que vea a alguien desde aquí abajo? ¡Ése es el problema!

—Un lugar perfecto para una emboscada —masculló Nuevededos.

Jezal, nervioso, echó un vistazo alrededor. Rocas quebradas, matojos, árboles enanos: el terreno estaba repleto de escondrijos.

—Pues ésta es la ruta que ha elegido Pielargo —rezongó Bayaz—, y no tiene sentido contratar a un limpiador si pretende ser uno mismo quien limpie las letrinas. Y, por cierto, ¿dónde se ha metido ese maldito Navegante? ¡Nunca está a mano cuando se le necesita, sólo aparece para comer y para pasarse horas enteras fanfarroneando! Si supieran lo que me ha costado ese individuo...

—Mierda —Nuevededos detuvo su caballo y se bajó rígidamente de la silla. Un tronco de una madera gris y agrietada bloqueaba la senda que atravesaba el desfiladero.

—No me gusta esto —Ferro encogió los hombros y el arco cayó en su mano.

—Ni a mí —refunfuñó Nuevededos mientras daba un paso hacia el árbol caído—. Pero más vale ser rea...

—¡Ni un paso más! —una voz firme e insolente retumbó de un lado a otro del angosto valle. Quai tiró de las riendas y paró en seco el carro. Jezal, con el corazón en un puño, recorrió con la mirada los bordes del desfiladero. Ya veía al que había hablado. Sentado junto al precipicio, con una pierna colgando en el vacío y una larga melena ondeando al viento, había un tipo corpulento, ataviado con una anticuada coraza de cuero. Un hombre de aspecto agradable y jovial, por lo que Jezal alcanzaba a ver desde la distancia, que les miraba con cara sonriente.

—¡Soy Finnius, un humilde servidor del Emperador Cabrían!

—¿Cabrían? —gritó Bayaz—. ¡Creía que había perdido el juicio!

—Tiene unas ideas un tanto peculiares —Finnius se encogió de hombros—. Pero a nosotros siempre nos ha tratado bien. Permítanme que les explique cuál es la situación: ¡están rodeados! —un tipo de aspecto adusto, provisto de una espada corta y un escudo, apareció por detrás del árbol caído. Luego surgieron otros dos, y después tres más, detrás de las rocas y de los arbustos, todos ellos con rostros serios y armas igualmente serias. Jezal se humedeció los labios. Pensaba que se carcajearía cuando se encontrara cara a cara con el peligro, pero, ahora que lo tenía delante, no le veía la gracia al asunto. Volvió la vista atrás. Más hombres habían salido de detrás de las rocas por las que acababan de pasar y habían bloqueado la salida del valle en esa dirección.

Nuevededos se cruzó de brazos.

—Aunque sólo sea por una vez —masculló—, me gustaría ser yo quien pillara a alguien por sorpresa.

—¡Aquí arriba conmigo tengo a otros dos hombres más! —les gritó Finnius—. Con buenas manos para el arco y las flechas —recortadas sobre el cielo blanquecino, Jezal distinguió sus siluetas y las formas curvas de sus armas—. ¡Así que ya ven que no van a poder seguir adelante!

Bayaz abrió las manos.

—¡Tal vez podríamos alcanzar un acuerdo que fuera ventajoso para ambas partes! Ponga el precio, que yo...

—¡No queremos su dinero, anciano, y me ofende profundamente que lo haya pensado! ¡Somos soldados, no ladrones! ¡Se nos ha ordenado que encontráramos a un grupo de personas, un grupo que anda vagando fuera de las rutas habituales! ¡Un anciano calvo de mierda al que acompañan un muchacho de pinta enfermiza, un estirado idiota de la Unión, una puta con la cara llena de cicatrices y un simio norteño! Me parece que su grupo se ajusta bastante a esa descripción, ¿no cree?

—Si yo soy la puta —le gritó Nuevededos—, ¿quién es el norteño?

Jezal hizo una mueca de dolor. Nada de bromas, por favor, nada de bromas, pero Finnius se limitó a soltar una risa.

—Nadie me dijo que fuera usted un gracioso. Supongo que puede considerarse un aliciente. Al menos hasta que tengamos que matarles. ¿Dónde está el que falta, eh? ¿El Navegante?

—Ni idea, y mire que lo lamento —refunfuñó Bayaz—. Porque si alguien debe morir es él.

—Quédese tranquilo. Ya lo cazaremos más tarde —A Finnius se le escapó una carcajada y los hombres que tenía junto a él sonrieron mientras acariciaban sus armas—. ¡Bueno, si tienen la bondad de entregar las armas a los muchachos que tienen delante, podremos amarrarles y partir para Darmium antes de que caiga la noche!

—¿Y qué pasará cuando lleguemos allí?

Finnius se encogió de hombros con gesto jovial.

—Eso no es asunto mío. Yo no hago preguntas al Emperador, y ustedes no tienen que hacerme preguntas a mí. De ese modo nadie acabará despellejado vivo. ¿Entiende lo que le quiero decir, anciano?

—El significado de sus palabras no podría estar más claro, pero me temo que pasar por Darmium nos desviaría demasiado de nuestra ruta.

—¿Qué pasa, es que se le ha reblandecido el cerebro? —le gritó Finnius.

El hombre que se encontraba más cerca de Bayaz dio un paso adelante y cogió la brida de su montura.

—Cállese de una vez —le gruñó.

Jezal volvió a tener la sensación de que le succionaban las entrañas. La atmósfera en torno a los hombros de Bayaz pareció vibrar como el aire caliente sobre una forja. El primero del grupo frunció el ceño y abrió la boca para decir algo. De pronto, su cara pareció aplanarse, luego se le abrió en dos la cabeza y salió despedido como si le hubiera golpeado el dedo de un gigante invisible. Ni siquiera tuvo tiempo de gritar.

Como tampoco lo tuvieron los cuatro hombres que tenía detrás. Sus cuerpos destrozados, los restos del tronco gris y buena parte de la tierra y las rocas que tenían a su alrededor fueron arrancados del suelo y arrojados por el aire hasta estrellarse contra la pared rocosa a cien zancadas de distancia, provocando un estruendo similar al de una casa al derrumbarse.

Jezal se había quedado con la boca abierta y tenía el cuerpo paralizado. Todo había ocurrido a una velocidad terrorífica. Hacía un momento había cinco hombres delante y un instante después ya no eran más que unos trozos de carne en medio de una lluvia de escombros. A sus espaldas sonó el zumbido de la cuerda de un arco. Se oyó un grito y un cuerpo se precipitó hacia el valle, rebotó contra las paredes de roca hecho un guiñapo y cayó de cara en el arroyo.

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