Antes de que los cuelguen (35 page)

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Authors: Joe Abercrombie

BOOK: Antes de que los cuelguen
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—Si eso fuera todo... Pero mucho me temo que esto no es más que el principio de nuestros problemas.

Jalenhorn le dirigió una sonrisa.

—Entiendo que contamos con superioridad numérica, además del factor sorpresa...

—Superioridad numérica, tal vez, pero, ¿factor sorpresa? —West señaló la masa humana que se agolpaba alrededor del puente entre los gritos difusos y desesperados de los oficiales—. ¿Con una turba como ésa? Un ciego nos oiría venir a quince kilómetros de distancia. Un ciego y un sordo nos olerían antes de que hubiéramos conseguido ponernos en formación de combate. Nos llevará todo el día cruzar el puente. Y ni siquiera es ésa la peor de nuestras carencias. Me temo que, en lo que hace al mando, el abismo que nos separa de nuestros enemigos no podría ser más grande. El Príncipe vive en un sueño y la única misión de su Estado Mayor parece ser asegurarse a toda costa de que no salga de él.

—Pero sin duda...

—Nos puede costar a todos la vida.

Jalenhorn frunció el ceño.

—Vamos, West, no quiero entrar en combate pensando eso.

—No vas a entrar en combate.

—¿No?

—Quiero que elijas a los seis mejores hombres de tu compañía y os llevéis varias monturas de refresco. Cabalgaréis todo lo rápido que podáis en dirección a Ostenhorm y luego seguiréis hacia el norte para alcanzar el campamento del Lord Mariscal Burr —West se metió la mano en el abrigo y sacó una carta—. Le entregarás esto y le informarás de que Bethod, con el grueso de su ejército, se encuentra ya a sus espaldas, y que el Príncipe Ladisla, contraviniendo las órdenes que él mismo le había dado, ha tomado la desacertada decisión de cruzar el río Cumnur y presentar batalla a los Hombres del Norte —West apretó los dientes—. Bethod nos verá venir a varios kilómetros de distancia. Vamos a regalar al enemigo la elección del terreno, sólo para que el Príncipe pueda presumir de su audacia. Al parecer, no hay mejor política en la guerra que la audacia.

—Pero West, seguro que las cosas no están tan mal, ¿no?

—Cuando estés en presencia del Mariscal Burr dile que lo más seguro es que el ejército del Príncipe ya haya sido derrotado, y muy probablemente aniquilado, y que el enemigo tiene franca la ruta que conduce a Ostenhorm. Él sabrá lo que conviene hacer.

Jalenhorn miró la carta, extendió la mano para cogerla y permaneció callado durante unos instantes.

—Coronel, preferiría que enviaras a otra persona. Quisiera entrar en combate.

—El hecho de que entres en combate no cambiaría las cosas, teniente, pero llevar este mensaje tal vez sí. No hay en ello ningún sentimiento personal, créeme. De todas las tareas que tengo que realizar, ésta es la más importante, y tú eres el hombre en quien confío para llevarla a cabo. ¿Están claras las órdenes?

El grandullón tragó saliva, cogió la carta, se desabrochó un botón y luego se la metió dentro de la guerrera.

—Otra cosa —West respiró hondo—. Si acaso... muriera en combate. Cuando todo esto termine, ¿te importaría transmitirle un mensaje a mi hermana?

—Vamos, tampoco hay que ponerse...

—Espero vivir, créeme, pero estamos en guerra. No todo el mundo saldrá con vida. Si no regreso, simplemente dile a Ardee que... —caviló un instante y añadió—, que lo siento. Eso es todo.

—Lo haré. Pero espero que se lo puedas decir tú en persona.

—Yo también. Buena suerte —West le tendió la mano.

Jalenhorn se agachó y se la estrechó.

—Lo mismo te digo —a continuación, espoleó su montura y tiró ladera abajo en dirección contraria al río. Durante un minuto, West se quedó mirando cómo se alejaba, luego respiró hondo y marchó en dirección opuesta, hacia el puente.

Alguien tenía que ocuparse de que esa maldita columna volviera a ponerse en marcha.

Males necesarios

El sol, un titilante semicírculo dorado que asomaba más allá de las murallas terrestres, inundaba de luz naranja el pasillo por el que renqueaba Glokta, flanqueado por la imponente figura del Practicante Frost. A través de los ventanales que iba superando penosamente, se veían los edificios de la ciudad, cuyas alargadas sombras se proyectaban sobre el peñón. A cada ventana que pasaba, las sombras le parecían más alargadas y difusas, el sol más tenue y frío. Pronto habría desaparecido del todo.
Pronto se hará de noche
.

Al llegar ante las puertas de la sala de audiencias, se detuvo un instante, contuvo la respiración aguardando a que se le pasara un poco el dolor de la pierna y se relamió las encías.

—Pásame la bolsa.

Frost le entregó el pequeño saco y luego posó su pálida mano en las puertas.

—¿Eztá lizto? —farfulló.

Más listo que nunca.

—Vamos allá.

Sentado en una postura muy rígida, el general Vissbruck, embutido en su almidonado uniforme y con la papada montada ligeramente sobre el cuello de su guerrera, se tiraba nervioso de las manos. Korsten dan Vurms procuraba por todos los medios aparentar un aire despreocupado, pero su lengua, que no paraba de asomar entre sus labios, traicionaba su ansiedad. La Maestre Eider estaba sentada muy recta, con las manos enlazadas sobre la mesa y una expresión adusta en el semblante.
Cuánta profesionalidad
. En el cuello lucía un collar de grandes rubíes que resplandecían iluminados por las últimas luces del sol poniente.
Por lo que se ve, no ha tardado demasiado en conseguir joyas nuevas
.

La reunión contaba con otro asistente, que no daba la más mínima muestra de nerviosismo. Nicomo Cosca se encontraba apoyado en la pared del fondo, no muy lejos de su patrona, con los brazos cruzados sobre la coraza. Glokta advirtió que llevaba una espada colgada de una cadera y una daga de la otra.

—¿Qué hace él aquí?

—Este asunto concierne a todos los habitantes de la ciudad —dijo Eider con calma—. Es una decisión demasiado importante para que la tome usted solo.

—Dicho de otro modo, está aquí para dar más peso a su palabra, ¿no? —Cosca se encogió de hombros y se puso a inspeccionar sus mugrientas uñas—. ¿Y qué me dice del mandato rubricado por los doce miembros del Consejo Cerrado?

—Ese documento no nos salvará de la cólera del Emperador si los gurkos toman la ciudad.

—Ya veo. Así pues, no sólo tiene la intención de desafiarme a mí, sino también al Archilector y al propio Rey.

—Mi intención es escuchar al emisario de los gurkos y tomar en consideración los hechos.

—Muy bien —dijo Glokta. Y, acto seguido, dio un paso adelante y volcó la bolsa—. Escúchele —la cabeza de Islik cayó sobre la mesa con un ruido hueco. Al margen de su espeluznante rigidez, no podía decirse que tuviera una expresión propiamente dicha: los ojos abiertos miraban en direcciones opuestas y un trozo de lengua asomaba entre los labios. Rodó deslavazada por el espléndido tablero, dejando un reguero discontinuo de manchas de sangre en la madera pulida, y, finalmente, se paró de cara delante del general Vissbruck.

Una pizca teatral, tal vez, pero bastante efectivo. No creo que eso me lo vayan a negar. Después de esto ya no quedará ninguna duda sobre la firmeza de mi determinación
. Mientras contemplaba atónito la sanguinolenta cabeza que tenía ante sí, la boca de Vissbruck se iba abriendo poco a poco. De pronto, se puso de pie de un salto y se echó hacia atrás derribando la silla, que se estrelló ruidosamente contra las baldosas del suelo. Luego alzó un dedo y apuntó a Glokta.

—¡Está usted loco! ¡Loco! ¡Ya no habrá clemencia para nadie! ¡Para ningún hombre, mujer o niño de Dagoska! ¡Si cae la ciudad, no habrá esperanza para ninguno de nosotros!

Glokta le obsequió con una de sus sonrisas desdentadas.

—En tal caso, les sugiero que pongan todo su empeño en asegurarse de que la ciudad no cae en sus manos —dijo mirando a Korsten dan Vurms—. ¿O es que ya es demasiado tarde para eso, eh? ¿No será que ya han vendido la ciudad a los gurkos y ahora no pueden dar marcha atrás?

Los ojos de Vurms se volvieron nerviosos hacia la puerta, luego miraron a Cosca, al horrorizado general Vissbruck, a Frost, cuya ominosa figura se alzaba en un rincón, y, finalmente, a la Maestre Eider, que permanecía impertérrita en su sitio, fría como el acero.
Y, de esta forma, nuestra pequeña conspiración es arrancada de las sombras
.

—¡Lo sabe! —chilló Vurms, y, acto seguido, empujó hacia atrás la silla, se puso de pie tambaleándose y dio un paso hacia la ventana.

—Desde luego que lo sabe.

—¡Entonces haga algo, maldita sea!

—Ya lo he hecho —repuso Eider—. A estas alturas, los hombres de Cosca se habrán apoderado ya de las murallas terrestres, habrán tendido un puente sobre el foso y habrán abierto las puertas a los gurkos. Los muelles, el Gran Templo, incluso la propia Ciudadela, estarán ya en sus manos —al otro lado de la puerta se oyó un leve ruido—. Me parece que ya se les oye ahí fuera. Lo siento, Superior Glokta, créame. Ha hecho todo lo que su Eminencia habría podido esperar de usted, incluso más, pero los gurkos afluyen en masa a la ciudad. Ya ve que es inútil ofrecer cualquier tipo de resistencia.

Glokta alzó la vista y miró a Cosca.

—¿Puedo dar mi réplica? —el estirio esbozó una sonrisa e inclinó levemente la cabeza—. Muy amable. Lamento mucho tener que defraudarla, pero las puertas de la ciudad están en manos del Haddish Kahdia y de algunos de sus más fieles sacerdotes. Dice que se las abrirá a los gurkos... ¿cuáles fueron sus palabras exactas?, ah, sí, «cuando Dios en persona me lo ordene». ¿Espera usted alguna visita divina? —la expresión de Eider dejaba bastante a las claras que no la esperaba—. Con respecto a la Ciudadela, ha sido ocupada por la Inquisición con el fin de garantizar la seguridad de los súbditos leales a Su Majestad. Esos a los que oye usted ahí fuera son mis Practicantes. Y, en cuanto a los mercenarios de maese Cosca...

—¡En sus puestos de las murallas, Superior, según sus órdenes! —el estirio dio un taconazo y ejecutó un impecable saludo militar—. Listos para repeler cualquier ataque de los gurkos —luego se dirigió a Eider con una sonrisa—. Le pido disculpas por abandonar su servicio en un momento tan delicado, Maestre, pero ha de comprender que he recibido una oferta mejor.

Durante unos instantes reinó un espeso silencio. La conmoción de Vissbruck difícilmente habría sido mayor si le hubiera alcanzado un rayo. Vurms miraba a su alrededor con los ojos desorbitados. Dio otro paso atrás y Frost avanzó una zancada en su dirección. La tez de la Maestre Eider había perdido todo su color.
La caza ha terminado, todos los zorros están acorralados
.

—No debería sorprenderse —Glokta se recostó en su silla—. La deslealtad de Nicomo Cosca es famosa en todo el Círculo del Mundo. Apenas si existe un lugar bajo el sol donde no haya traicionado a su patrono —el estirio sonrió y volvió a hacer una reverencia.

—Es su riqueza lo que me sorprende —masculló Eider—, no la deslealtad de Cosca. ¿De dónde la ha sacado?

Glokta sonrió de oreja a oreja.

—El mundo está lleno de sorpresas.

—¡Maldita estúpida! —chilló Vurms, que tuvo tiempo de desenfundar la mitad de su acero antes de que el blanco puño de Frost se estrellara contra su mandíbula y lo arrojara inconsciente contra la pared. Casi en ese mismo momento se abrieron las puertas de golpe y Vitari irrumpió en la sala, seguida de media docena de Practicantes armados.

—¿Todo en orden? —inquirió la Practicante.

—Sí, de hecho, ya casi habíamos acabado. Saque la basura, ¿quiere, Frost?

Los dedos del albino se cerraron sobre el tobillo de Vurms y luego lo fue arrastrando por el suelo para sacarlo de la sala. Eider contempló el rostro inerte de Vurms, que resbalaba sobre las baldosas, y luego miró a Glokta.

—¿Y ahora qué?

—Ahora, a las celdas.

—¿Y luego?

—Luego ya veremos —se volvió hacia los Practicantes, chasqueó los dedos y señaló la puerta con el pulgar. Dos de ellos rodearon la mesa y agarraron de los codos a la Reina de los mercaderes, que, con gesto impasible, se dejó conducir fuera de la sala.

—Bueno —inquirió Glokta mirando a Vissbruck—, ¿alguien más quiere aceptar la propuesta de rendición del embajador?

El general, que había permanecido todo ese tiempo de pie sin decir palabra, respiró hondo y se puso firme.

—No soy más que un simple soldado. Como es natural, obedeceré cualquier orden de Su Majestad, o del representante autorizado de Su Majestad. Si las órdenes son defender Dagoska hasta el último hombre, estoy dispuesto a dar hasta la última gota de mi sangre por ello. Le aseguro que no sabía nada de la conspiración. Habré actuado precipitadamente, quizás, pero siempre de forma honesta, haciendo lo que creía que era mejor para...

Glokta agitó con displicencia una mano.

—Le creo. Me aburre, pero le creo.
Ya he perdido hoy a más, de la mitad del consejo. Perder otro miembro más me haría parecer demasiado codicioso
. Estoy convencido de que los gurkos lanzarán su ataque al despuntar el día. Convendría que fuera a echarle un vistazo a nuestras defensas, general.

Vissbruck cerró los ojos, tragó saliva y se limpió el sudor de la frente.

—No se arrepentirá de haber confiado en mí, Superior.

—Espero que no. Retírese.

Como si tuviera miedo de que Glokta pudiera cambiar de idea, el general se apresuró a abandonar la sala, y el resto de los Practicantes salió detrás de él. Vitari se agachó, levantó del suelo la silla de Vurms y la volvió a colocar debajo de la mesa.

—Un trabajo bien hecho —dijo asintiendo con la cabeza—. Muy bien hecho. Me alegra ver que no me había equivocado con usted.

Glokta resopló con desdén.

—No se imagina lo poco que me importa contar con su aprobación.

Los ojos de la Practicante sonrieron detrás de la máscara.

—No he dicho que le dé mi aprobación, sólo que ha sido un trabajo bien hecho —y, acto seguido, se dio la vuelta y, andando despacio, salió al vestíbulo.

En la sala ya sólo quedaban Cosca y él. Apoyado en la pared, con los brazos cruzados sobre la coraza con gesto despreocupado, el mercenario contemplaba a Glokta sonriendo levemente. Durante todo aquel tiempo no se había movido ni un ápice.

—Creo que no le iría nada mal en Estiria. Es usted muy... ¿qué palabra emplear? ¿Implacable? En fin —añadió encogiéndose de hombros con patente exageración—. Estoy deseando ponerme a trabajar a su servicio.
Hasta que llegue alguien que te ofrezca más dinero, ¿eh, Cosca?
—El mercenario sacudió una mano apuntando a la cabeza amputada que yacía sobre la mesa—. ¿Quiere que haga algo con eso?

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