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Authors: Joe Abercrombie

Antes de que los cuelguen (27 page)

BOOK: Antes de que los cuelguen
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Glokta frunció el ceño.

—Un gesto encantador, Maestre, pero no puedo...

—Insisto —dijo ella mientras se desprendía de su pesado collar y lo dejaba caer en la caja—. Siempre puedo conseguir otras una vez que haya salvado usted la ciudad. En todo caso, de poco me servirán cuando los gurkos me las arranquen de mi cadáver, ¿no cree? —dejó resbalar por sus muñecas sus pesados brazaletes, unas piezas de oro amarillo tachonadas de gemas verdes, que cayeron tintineando junto a todo lo demás—. Más vale que se lleve esas joyas antes de que me arrepienta. Un hombre perdido en el desierto debe aceptar el agua que se le ofrezca...

—Venga de donde venga. Lo mismo me dijo Kahdia.

—Kahdia es un hombre sabio.

—Sin duda. Le agradezco su generosidad, Maestre —Glokta cerró de golpe la tapa de la caja.

—Es lo menos que puedo hacer. Pronto volveremos a hablar —se levantó de la silla y se dirigió a la puerta. Al contacto con la alfombra, sus sandalias emitían un leve susurro.

—Dice que tiene que hablar con usted ahora mismo.

—¿Cómo has dicho que se llamaba, Shickel?

—Mauthis. Es un banquero.

Otro acreedor que viene a reclamar su dinero. Tarde o temprano no me quedará más remedio que arrestarlos a todos. Será el final de mi pequeña oleada de gastos, pero, aunque sólo sea por ver la expresión de sus rostros, valdrá la pena
. Glokta, abatido, se encogió de hombros.

—Hazle pasar.

Era un hombre alto, de unos cincuenta años, con un aspecto que rozaba lo enfermizo: rostro demacrado, mejillas chupadas, ojos rehundidos. En sus movimientos se apreciaba una seca precisión, en su mirada, una persistente frialdad.
Como si calculara el valor en marcos de plata de todo lo que ve, yo incluido
.

—Mi nombre es Mauthis.

—Ya me lo han dicho, pero me temo que en este momento no disponemos de fondos.
A menos que se cuenten las doce perras de Severard
. Cualquier deuda que tenga contraída la ciudad con su banco tendrá que esperar. No será por mucho tiempo, se lo aseguro.
Sólo hasta que se seque el mar y los demonios pueblen la tierra
.

Mauthis le obsequió con una sonrisa.
Si es que se la puede llamar así. Una escueta y precisa curvatura de la boca carente de toda alegría
.

—Se equivoca conmigo, Superior. No he venido para cobrar una deuda. Desde hace siete años tengo el privilegio de ser el principal representante en Dagoska de la banca Valint y Balk.

Glokta hizo una pausa y luego trató de conferir a sus palabras un tono neutro.

—¿Valint y Balk ha dicho? Tengo entendido que su banco financiaba al Gremio de los Sederos.

—Tuvimos negocios con ellos antes de que se produjera su desafortunada caída en desgracia.
Desde luego que sí. Los tenían pillados hasta el cuello
. Pero en realidad tenemos negocios con muchos gremios, y con muchas empresas, y con otros bancos, y también con particulares, grandes y pequeños. Hoy con quien tengo negocios es con usted.

—¿Negocios, de qué naturaleza?

Mauthis se volvió hacia la puerta y chasqueó los dedos. Entraron dos fornidos nativos que gruñían, sudaban y bregaban bajo el peso de un enorme cofre: una caja negra de madera pulida, cinchada con unas relucientes bandas de metal y sellada con un grueso candado. Lo depositaron en la espléndida alfombra, se secaron el sudor de la frente y luego se fueron por donde habían venido bajo la mirada ceñuda de Glokta.
¿De qué va esto?
Mauthis se sacó una llave del bolsillo y la introdujo en el candado. A continuación se inclinó hacia delante y levantó la tapa del cofre. Finalmente, se aparató con un movimiento medido y preciso para que Glokta pudiera ver su contenido.

—Ciento cincuenta mil marcos de plata.

Glokta pestañeó.
No hace falta que lo jure
. Las monedas emitían destellos bajo la luz del atardecer. Piezas de cinco marcos, planas, redondas, plateadas. No formaban una masa tintineante, no eran como una horda bárbara. Se encontraban ordenadas en unos montoncitos encajados entre espigas de madera.
Tan precisos y ordenados como el propio señor Mauthis
.

Los dos porteadores regresaron jadeantes a la sala cargados con un segundo cofre algo más pequeño que el anterior. Lo colocaron en el suelo, permitiéndose tan sólo una mirada de soslayo a la fortuna que resplandecía a plena vista a su lado.

Mauthis abrió el segundo cofre con la misma llave, alzó la tapa y se apartó.

—Trescientos cincuenta mil marcos de oro.

Glokta sabía que tenía la boca abierta, pero era incapaz de cerrarla. Un resplandor de un amarillo dorado reluciente y puro. Tanta riqueza junta producía casi una sensación de calor, como si se tratara de una hoguera. Tiraba de él, le arrastraba, le empujaba hacia delante. Dio un paso vacilante al frente y luego se detuvo. Enormes piezas doradas de cincuenta marcos. Como las anteriores, en montoncitos idénticos y meticulosamente ordenados.
La mayoría de los hombres jamás han visto monedas como éstas. Y deben de ser menos aún quienes las hayan visto en tal cantidad
.

Mauthis se metió una mano en el gabán y sacó un estuche de cuero. Lo depositó sobre la mesa y lo desenvolvió, una vez, dos veces, tres.

—Medio millón de marcos en piedras preciosas.

Ahí estaban, sobre el suave lecho de cuero negro que reposaba encima de la dura superficie marrón de la mesa, ardiendo con todos los colores del arco iris. Lo menos dos grandes puñados de brillantes piedras multicolores. Glokta, aturdido, bajó la vista para contemplarlas mientras se chupaba las encías.
En comparación con esto, las joyas de la Maestre Eider parecen poca cosa
.

—Mis jefes me han ordenado que le adelante a usted, Sand dan Glokta, Superior de Dagoska, un total de un millón de marcos —acto seguido, desenrolló un grueso pliego de papel—. Tiene que firmar aquí.

La mirada de Glokta iba de un cofre a otro. Su ojo izquierdo temblaba frenéticamente.

—¿Por qué?

—Porque tiene que quedar constancia de que ha recibido el dinero.

Glokta estuvo a punto de soltar una carcajada.

—¡No me refiero a eso! ¿Por qué el dinero? —y agitó una mano señalando a los cofres—. ¿Por qué todo esto?

—Según parece, mis jefes están tan interesados como usted en que la ciudad no caiga en manos de los gurkos. No puedo decirle más.

—No me lo puede decir o no me lo quiere decir.

—Ni puedo ni quiero.

Glokta contempló las joyas, la plata y el oro con gesto ceñudo. Su pierna entumecida palpitaba.
Todo lo que deseaba y más aún. Pero los bancos no se convierten en bancos regalando dinero a la gente
.

—Si se trata de un préstamo, ¿cuáles son los intereses?

Mauthis volvió a dedicarle una de sus gélidas sonrisas.

—Mis jefes lo ven más bien como una contribución a la defensa de la ciudad. No obstante, hay una condición.

—¿Qué es?

—Puede ser que en el futuro un representante de la banca Valint y Balk se presente ante usted para requerir... algunos favores. Mis jefes albergan la esperanza de que, si llega a darse esa circunstancia, usted no los defraudará.

Unos favores valorados en un millón de marcos. Y me pongo en manos de una organización extremadamente sospechosa. Una organización cuyos motivos aún no alcanzo a comprender. Una organización a la que, hace no tanto, estuve a punto de investigar por un cargo de alta traición. ¿Pero qué otra opción tengo? Sin dinero, la ciudad está perdida y yo acabado. Necesitaba un milagro y aquí lo tengo, centelleando ante mis ojos. Un hombre perdido en el desierto debe aceptar el agua que se le ofrezca...

Mauthis le acercó el documento empujándolo por encima de la mesa. Varios párrafos de cuidada escritura y un espacio en blanco para un nombre.
El mío. No es tan distinto de un pliego de confesión. Y ya se sabe que los prisioneros siempre acaban por firmar sus confesiones. Al fin y al cabo, es algo que sólo se ofrece cuando ya no hay ninguna otra opción...

Glokta cogió su pluma, la mojó en el tintero y escribió su nombre en el espacio en blanco.

—Con esto, queda sellado nuestro trato —Mauthis enrolló el documento con un movimiento suave y preciso. Luego se lo guardó en el gabán—. Mis colegas y yo abandonamos Dagoska esta misma noche.
Una gran cantidad de dinero para contribuir a la causa, pero muy poca fe en ella
. Valint y Balk van a cerrar las delegaciones que tienen en la ciudad, pero quizá volvamos a vernos en Adua, una vez que haya quedado solventado este enojoso incidente con los gurkos —en su rostro volvió a dibujarse una sonrisa mecánica—. No lo gaste todo de golpe —y, dicho aquello, se giró sobre sus talones y salió de la sala dejando a Glokta a solas con aquella fortuna que le había caído del cielo.

Arrastrando los pies, tomando aire, se acercó a ella y bajó la vista. Había algo obsceno en todo aquel dinero. Algo repugnante. Algo casi amedrentador. Glokta cerró de golpe las tapas de los dos cofres. Les echó la llave con mano temblorosa y luego se la guardó en el bolsillo interior. A continuación, acarició las cinchas metálicas de las dos cajas. Tenía las palmas de las manos pringadas de sudor.
Soy rico
.

Cogió una piedra clara del tamaño de una bellota y la sostuvo entre el índice y el pulgar frente a la ventana. La tenue luz del exterior le llegaba a través de las múltiples facetas de la piedra, que emitía millares de chispas de fuego: azules, verdes, blancas. Glokta no sabía mucho de piedras preciosas, pero estaba prácticamente seguro de que aquello era un diamante.
Soy muy, muy rico
.

Volvió la cabeza y echó un vistazo a las demás piedras, que centelleaban en el envoltorio plano de cuero. Algunas eran pequeñas, pero muchas otras no lo eran en absoluto. Varias de ellas era más grandes aún que la que tenía en la mano.
Soy inmensa y fabulosamente rico. Imaginemos lo que podría hacer con tanto dinero. Imaginemos la de cosas que se podrían controlar... quizá, disponiendo de una cantidad como ésta, incluso podría salvar la ciudad. Más murallas, más provisiones, más equipamiento, más mercenarios. Los gurkos abandonando Dagoska en desbandada. El Emperador de Gurkhul humillado, ¿Quién iba a sospechar que Sand dan Glokta volvería a ser un héroe?

Absorto en sus cavilaciones, empujó las refulgentes piedrecillas con un dedo.
Pero tanto dispendio en tan poco tiempo daría lugar a muchas preguntas. Despertaría la curiosidad de la Practicante Vitari, mi fiel servidora, que se ocuparía a su vez de despertar la curiosidad de mi noble señor, el Archilector. ¿Un día, mendigo dinero, y, al día siguiente, lo estoy gastando a manos llenas? Me vi forzado a solicitar un préstamo, Eminencia. ¿No me diga? ¿Por cuánto? No mucho, sólo un millón de marcos. ¿No me diga? ¿Y quién se ha avenido a prestarle semejante cantidad? Pues quién va a ser, su Eminencia, nuestros viejos amigos de la banca Valint y Balk, a cambio de unos favores, aún por determinar, que pueden reclamar en cualquier momento. Mi lealtad, por supuesto, está fuera de toda duda. Lo entiende, ¿verdad? Quiero decir que a fin de cuentas no es más que una fortuna en joyas. Hallado un cadáver flotando junto a los muelles....

Con gesto ausente, hundió una mano en las piedras duras, frías y relucientes, que le produjeron un grato cosquilleo entre los dedos.
Muy grato, pero muy peligroso también. Hay que andarse con cuidado. Con más cuidado que nunca...

Miedo

Largo era el camino que conducía a los confines del Mundo, de eso no cabía duda. Largo, solitario, enervante. La visión de los cadáveres en la llanura les había llenado de inquietud. El paso de los jinetes había empeorado aún más las cosas. Y las incomodidades del viaje tampoco habían disminuido. Jezal seguía aquejado de un hambre constante, solía tener demasiado frío, a menudo estaba calado hasta los huesos y comenzaba a tener la impresión de que las rozaduras que le provocaba la silla de montar no le abandonarían durante el resto de sus días. Todas las noches se tendía en un suelo duro y desigual, dormitaba soñando con su hogar y luego se despertaba con el pálido amanecer más cansado y dolorido que cuando se acostó. La piel le hormigueaba, le picaba y le escocía debido a la desacostumbrada sensación de suciedad, y se había visto forzado a admitir que había empezado a oler tan mal como los demás. Sumado todo ello, habría bastado para volver loco a un hombre civilizado, pero ahora a todo eso había que añadir además la constante sensación de peligro.

Desde ese punto de vista, el terreno no contribuía en absoluto a la tranquilidad de Jezal. Con la esperanza de zafarse de cualquier hipotético perseguidor, hacía unos días Bayaz les había ordenado que se separaran del río. La vieja senda que habían tomado atravesaba hondas grietas abiertas en el llano, quebradas rocosas y sombrías gargantas, o bordeaba rumorosos arroyuelos que discurrían por valles rehundidos.

Jezal casi empezaba a echar de menos la interminable y agotadora llanura. Allí al menos no había que andar mirando cada roca, cada arbusto y cada pliegue del terreno preguntándose si no ocultarían una multitud de enemigos sedientos de sangre. Se había comido las uñas hasta casi hacerse sangre. Cualquier ruido hacía que se mordiera la lengua y se girara sobre la silla, aferrando sus aceros y tratando de divisar un asesino que finalmente resultaba ser un pájaro oculto en la maleza. No era miedo lo que sentía, por supuesto; Jezal dan Luthar, se decía a sí mismo, se reiría de los peligros a la cara. Una emboscada, una batalla, una extenuante persecución en los llanos: todo eso, imaginaba, se lo habría tomado con calma. Pero aquella espera interminable, aquella tensión sin sentido, aquel exasperante gotear de los minutos, le resultaban casi insoportables.

Tal vez le habría parecido más llevadero de haber podido compartir su inquietud con alguien, pero, en materia de compañerismo, las cosas apenas habían cambiado. El carromato seguía rodando por la accidentada senda conducido por un Quai silencioso y malhumorado. Bayaz sólo abría la boca para soltar una de sus peroratas sobre las cualidades que debían adornar a un líder, unas cualidades de las que Jezal parecía carecer por completo. Pielargo marchaba por delante, explorando el terreno, y sólo aparecía cada uno o dos días para informarles de la maestría con que estaba desempeñando su misión. Ferro miraba cuanto la rodeaba con gesto torcido, como si se tratara de un enemigo personal; un gesto que se acentuaba aún más cuando miraba a Jezal. Rara vez hablaba, y, cuando lo hacía, se dirigía sólo a Nuevededos, para soltar un gruñido sobre el peligro de emboscadas, la importancia de borrar mejor las huellas o la posibilidad de que los estuvieran siguiendo.

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