Antes de que hiele (62 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

BOOK: Antes de que hiele
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En ese momento, se oyó un ruido procedente del otro lado de la puerta. Linda cortó la comunicación, apagó el móvil y se lo guardó en el bolsillo. Era Torgeir Langaas, que entró y se quedó mirándolas sin decir nada. Después, se marchó sin haber pronunciado una sola palabra. Zebran seguía encogida en su rincón. Cuando el hombre se marchó y la puerta estuvo cerrada, Linda cayó en la cuenta de que, naturalmente, el avión ya había pasado.

Volvió a marcar el número de su padre, que respondió enojado. «Está tan asustado como yo», constató Linda. «Igual de asustado. Y tiene tan poca idea como yo misma de dónde me encuentro. Podemos hablar, pero no encontrarnos.»

—¿Qué ha pasado?

—Alguien entró en la sala. Torgeir Langaas. Tuve que apagar el móvil.

—¡Dios santo! Bueno, sigue hablando con Lundwall.

El siguiente avión aterrizaría dentro de cuatro minutos. Según Janne Lundwall, era un vuelo chárter procedente de Las Palmas, que traía catorce horas de retraso.

—Un montón de pasajeros serios y mosqueados están a punto de aterrizar —aseguró Lundwall satisfecho—. A veces es estupendo eso de estar totalmente aislado en la torre de control, la verdad. ¿Oyes algo?

Linda les dijo que empezaba a oír el avión.

—Bien, pues igual que antes. Avísame cuando lo oigas sobre tu cabeza o delante de ti.

El avión se acercaba, y el móvil empezó a pitar. Linda miró la pantalla y comprobó que la batería estaba casi agotada.

—El móvil está a punto de morirse —advirtió la joven.

—¡Tenemos que saber dónde estás! —gritó su padre.

«Demasiado tarde», pensó Linda mientras hablaba con el móvil y lo maldecía y le rogaba que le concediese unos segundos más. El avión estaba ya muy próximo, el móvil seguía pitando. Linda avisó cuando oyó el rugido del avión encima de su cabeza.

—Bien, pues ya te tenemos bien localizada —declaró Janne Lundwall—. Sólo una pregunta más…

Linda nunca supo qué quería preguntarle Lundwall. El móvil se apagó y lo escondió en uno de los armarios en los que colgaban sotanas y otras vestiduras talares. ¿Habría sido aquello suficiente para que pudiesen identificar la iglesia? Lo único que podía hacer era no perder la esperanza. Zebran la miró.

—Todo se arreglará —la tranquilizó Linda—. Ya saben dónde estamos.

Zebran no respondió. Con la mirada vidriosa, se aferró a la muñeca de Linda con tal fuerza que le clavó las uñas hasta hacerle sangre. «Las dos estamos aterradas», resolvió. «Pero al menos yo debo fingir que no lo estoy. Tengo que conseguir que Zebran mantenga la calma. Si sufre un acceso de pánico, quizá se acorte el plazo de espera. Pero, de espera ¿de qué?» Linda no tenía la menor idea. No obstante, si Anna le había contado a su padre que Zebran había abortado una vez, y si el aborto había sido la causa de la muerte de Harriet Bolson en la iglesia de Frennestad, era evidente lo que iba a ocurrir.

—Todo se arreglará —le susurró—. Ya están en camino.

Linda no supo determinar cuánto tiempo estuvieron esperando. Media hora, quizá más. Después, se oyó como un trueno que venía de ninguna parte. Era la puerta, que se abrió con violencia y dio paso a cinco hombres: tres de ellos agarraron a Zebran y los otros dos a Linda, y las sacaron de la sacristía. Todo sucedió tan deprisa que a Linda ni se le ocurrió ofrecer resistencia. Los brazos que la sujetaban eran recios. Zebran profirió un aullido prolongado. En la iglesia esperaban Erik y Torgeir Langaas. En el primer banco había sentadas dos mujeres y otro hombre. Anna también estaba allí, pero sentada algo más atrás. Linda intentaba que sus miradas se cruzasen, pero el rostro de Anna era como una máscara petrificada. ¿O tal vez llevase en verdad una máscara? Linda no podía verlo con claridad. Las personas que estaban sentadas en el primer banco sostenían en sus manos algo parecido a máscaras blancas.

Linda quedó paralizada de terror cuando vio la soga que Erik Westin tenía en la mano. «Va a matar a Zebran», auguró desesperada. «La matará a ella y luego me matará a mí, puesto que voy a ser testigo de lo que suceda y sé demasiado.» Zebran luchaba por liberarse como un animal atrapado.

Y, en aquel momento, se oyó de pronto un estruendo, como si las paredes se viniesen abajo. El portón de la iglesia se abrió de golpe, y cuatro de las ventanas de coloreadas vidrieras se quebraron a ambos lados de la iglesia. Linda oyó una voz que gritaba por un megáfono: era su padre, ningún otro, su padre, que rugía como si desconfiase de la capacidad del megáfono para aumentar el volumen de su voz. Y el más profundo silencio reinó en la iglesia.

Erik Westin se estremeció. Agarró a Anna y la puso ante sí, usándola como escudo. Ella intentaba zafarse de su zarpa. Erik le gritó que se calmase, pero ella no obedecía. De modo que la arrastró hasta la puerta de la iglesia. Ella volvió a intentar desembarazarse de él. Y estalló un disparo. Anna se estremeció y se desplomó al suelo. Erik Westin tenía el arma en la mano. El hombre clavó una mirada incrédula en el cuerpo de su hija. Después, se precipitó al exterior de la iglesia. Nadie se atrevió a detenerlo.

El padre de Linda, junto con un crecido número de policías armados, a la mayoría de los cuales Linda no conocía, entraron en tromba en la iglesia por las puertas laterales. Torgeir Langaas empezó a disparar. Linda arrastró a Zebran por entre dos hileras de bancos y las dos se arrojaron al suelo. Los disparos seguían. Linda no podía ver lo que ocurría. Después, todo quedó en silencio. Oyó la voz de Martinson que gritaba que un hombre había escapado por la puerta. «Seguro que es Torgeir Langaas», adivinó Linda.

De pronto, notó una mano sobre su hombro y se sobresaltó; tal vez incluso gritase sin darse cuenta. Pero era su padre.

—Tenéis que salir de aquí —afirmó el padre.

—¿Qué ha pasado con Anna?

Kurt Wallander no respondió y Linda comprendió que había muerto. Corrieron agachadas hacia la salida. En la distancia, vieron desaparecer por la carretera el coche de color azul oscuro. Dos coches de policía lo perseguían. Linda y Zebran se sentaron en el suelo, al otro lado del muro de la iglesia.

—Ya pasó todo —declaró Linda.

—Te equivocas —negó Zebran—. Tendré que vivir con esto el resto de mis días. Siempre sentiré la presión de algo que me aprieta la garganta.

De repente, volvieron a oír disparos, primero uno, después otros dos. Linda y Zebran se encogieron detrás del muro. Se oían voces, órdenes, coches que partían a toda velocidad con las sirenas aullando. Después, silencio.

Linda le dijo a Zebran que permaneciese sentada. Ella se levantó con mucho cuidado y miró por encima del muro. Había muchos policías alrededor de la iglesia, pero todos estaban quietos y en silencio. Linda pensó que era como mirar un cuadro. Entonces vio a su padre y se acercó hasta donde él se encontraba. Estaba pálido y la agarró del brazo con fuerza.

—Los dos han escapado —se lamentó—. Tanto Westin como Langaas. Tenemos que atraparlos.

Lo interrumpió alguien que le tendía un móvil. Él escuchó y se lo devolvió al agente sin decir una palabra.

—Un coche cargado de dinamita acaba de penetrar en la catedral de Lund. Ha hecho saltar las cadenas de hierro que había entre los pilares y se ha estrellado contra la torre oeste. En este momento, reina allí el caos más absoluto. Nadie sabe cuántos muertos hay. Pero parece que hemos logrado evitar los ataques contra las otras catedrales. Tenemos a veinte detenidos, hasta el momento.

—¿Por qué hacen esto? —preguntó Linda.

Él reflexionó largo rato, antes de contestar:

—Porque creían en Dios y lo amaban profundamente —respondió su padre—. Pero yo no creo que ese amor fuese correspondido.

Ambos volvieron a guardar silencio.

—¿Ha sido difícil dar con nuestro paradero? —quiso saber Linda—. En Escania hay muchas iglesias.

—En realidad, no tanto —aseguró el padre—. Lundwall, el controlador, nos dio la localización casi exacta de dónde te encontrabas. Teníamos dos iglesias entre las que elegir. Antes de proceder, miramos por una ventana.

Un nuevo silencio. Linda sabía que los dos estaban pensando lo mismo. ¿Qué habría ocurrido si ella no hubiese podido guiarlos correctamente?

—¿De quién era el móvil? —preguntó su padre.

—De Anna. Al final, cambió de idea.

Fueron caminando hasta el lugar donde se encontraba Zebran. Un coche negro apareció y se llevó a Anna.

—Yo no creo que le disparase a propósito. Creo que el arma se le disparó sin querer.

—Lo atraparemos —aseguró su padre—. Y entonces lo sabremos.

Zebran se levantó. Tenía tanto frío que temblaba casi entre convulsiones.

—Iré con ella —afirmó Linda—. Sé que he hecho casi todo mal.

—Bueno, estaré más tranquilo cuando te vea de uniforme y sepa que estás segura en un coche de policía que da vueltas y vueltas patrullando las calles de Ystad —observó su padre.

—Mi móvil está entre las dunas, en Sandhammaren.

—Enviaremos a alguien para que te llame. Quién sabe, tal vez la arena empiece a hablar.

Svartman, que estaba junto a su coche, abrió la puerta trasera y sacó una manta con la que cubrió a Zebran. Ella se arrebujó en el interior del coche, en un rincón.

—Me quedaré con ella —reiteró Linda.

—¿Cómo estás? —le preguntó Svartman.

—No lo sé. Lo único de lo que estoy segura es de que el lunes empiezo a trabajar.

—Déjalo para dentro de una semana —propuso su padre—. Tampoco hay tanta prisa.

Linda se sentó en el coche, y se marcharon de allí. Cuando partían, un avión sobrevoló sus cabezas camino del aeropuerto. Linda contempló el paisaje. Era como si el lodo de color marrón grisáceo absorbiese su mirada y le trajese el sueño que tanto necesitaba, más que ninguna otra cosa. Después, volvería a lo que se había convertido en una larga espera para poder empezar a trabajar. Pero ese nuevo plazo sería más corto. No tardaría ya mucho en poder arrojar el uniforme invisible. Pensó que debería preguntarle a Svartman si él creía que lograrían atrapar a Erik Westin y a Torgeir Langaas. Pero no dijo nada. En aquel momento, no deseaba saber nada en absoluto.

Después, no en aquel momento. Las heladas, el otoño y el invierno; ya tendría tiempo para pensar. Apoyó la cabeza sobre el hombro de Zebran y cerró los ojos. De repente, vio ante sí el rostro de Erik Westin en el último instante, cuando Anna se desplomó, muy despacio, sobre el suelo. Ahora comprendía la desesperación y la soledad infinita que se habían pintado en el rostro de Erik Westin. Eran las de un hombre que lo había perdido todo.

Volvió a observar el paisaje. El rostro de Erik Westin fue hundiéndose paulatinamente en el lodo gris.

Cuando el coche se detuvo en la calle de Mariagatan, Zebran ya llevaba un rato dormida. Linda la despertó con mimo.

—Ya hemos llegado, Zebran —le dijo—. Hemos llegado y estamos a salvo.

51

El lunes 10 de septiembre el día amaneció gris sobre Escania y el viento soplaba con fuerza. Linda sólo logró echar una cabezada de madrugada. Se despertó cuando su padre entró en el dormitorio y se sentó sobre el borde de la cama. «Así era cuando yo era niña», recordó. «Mi padre era el que solía sentarse en el borde de mi cama; casi nunca mi madre.»

Su padre le preguntó cómo había dormido y ella respondió con la verdad: mal. Y, cuando logró conciliar el sueño, éste no le trajo más que pesadillas.

La tarde anterior, Lisa Holgersson llamó para decirle a Linda que podía esperar un poco antes de empezar a trabajar en serio. Lisa Holgersson había propuesto un plazo de una semana, pero Linda se opuso. Ya no quería posponerlo más, pese a todo lo ocurrido. Finalmente, acordaron que se tomaría un día libre y que acudiría a la comisaría el martes por la mañana.

Su padre se puso de pie.

—Me voy ya. ¿Qué piensas hacer hoy?

—He quedado con Zebran. Necesita a alguien con quien hablar. Y yo también.

Linda pasó el día en compañía de Zebran. El teléfono no paraba de sonar: periodistas ávidos de noticias. Al final, decidieron refugiarse en el apartamento de Mariagatan. El pequeño se quedó con Aina Rosberg. Una y otra vez repasaban todo lo sucedido. Y, sobre todo, lo que le había sucedido a Anna. ¿Podían entenderlo ellas? ¿Había alguien que pudiese entenderlo?

—Se pasó la vida añorando a su padre —observó Linda—. Y cuando por fin apareció, ella se negó a creer que él no tuviese razón, hiciese lo que hiciese y dijese lo que dijese.

Zebran no se mostró muy habladora aquel lunes. Linda sabía qué pensaba: lo cerca que había estado de morir y hasta qué punto Anna, y no sólo su padre, era culpable.

Aquella tarde, muy temprano, el padre de Linda telefoneó para contarle que la madre de Anna había sufrido un ataque de nervios y que estaba ingresada en el hospital. Linda recordó los suspiros de Anna que Henrietta había incluido en una pieza musical. «Eso es lo que le ha quedado», se dijo. «Los suspiros de su hija muerta grabados en una casete.»

—Sobre su mesa había una carta —continuó el inspector—. En ella intenta explicarse. Según ella, no nos contó que Erik Westin había vuelto porque estaba aterrorizada. Él la había amenazado diciéndole que, si no mantenía la boca cerrada, Anna moriría, y ella también. No hay motivo alguno para sospechar que mienta. Pero, desde luego, debería haber intentado contarle a alguien lo que estaba sucediendo.

—¿Dice algo en la carta sobre mi última visita? —preguntó Linda.

—Así es. Torgeir Langaas estaba fuera de la casa. Y ella abrió la ventana para que él pudiese oír que no te revelaba nada.

—Es decir, que el padre de Anna utilizaba a Torgeir Langaas para asustar a la gente, ¿no?

—Bueno, Erik Westin conoce bien la naturaleza humana. Eso es algo que no debemos olvidar.

—¿Tenéis alguna pista de su paradero?

—Lo cierto es que deberíamos poder atraparlos en breve, pesa sobre ellos una orden internacional de busca y captura de máxima prioridad. Pero es posible que encuentren nuevos escondites. Y nuevos seguidores.

—Pero ¿quién puede seguir a unas personas que piensan que toda esta matanza es para alabanza de Dios?

—Habla de ello con Stefan Lindman. ¿Sabes que estuvo gravemente enfermo? Él me contó que, después de su enfermedad, dejó de creer en Dios y llegó a la conclusión de que lo que le sucede al ser humano viene determinado por otras fuerzas. Tal vez sea así, ¿no crees? Tal vez ellos seguían a Erik Westin y no a Dios.

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