Antes de que hiele (13 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

BOOK: Antes de que hiele
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Se quedaron allí un rato más, entre los árboles. Linda no quiso preguntarle cuál era el árbol del abuelo. Pero supuso que sería un robusto roble que se alzaba algo apartado de los demás.

Los rayos de sol atravesaban el entramado formado por las ramas. Había empezado a soplar el viento y enseguida refrescó. Linda, tras tomar aliento, le habló a su padre de la desaparición de Anna. Después le contó la visita a Henrietta y sus sospechas de que no le decía la verdad, y también su sensación de que algo había ocurrido.

—Y ahora, papá —advirtió—, puedes tener una reacción estúpida: si quieres, descalifícalo todo con un gesto y dime que exagero, que todo son figuraciones mías. Y entonces me enfadaré, ya me conoces. Pero si me dices que crees que estoy equivocada y me explicas por qué, estoy dispuesta a escuchar.

—Verás, yo creo que estás a punto de adquirir una experiencia fundamental como policía —comenzó su padre—. Estás a punto de comprender que sólo en contadísimas ocasiones suceden cosas inexplicables. Incluso las desapariciones suelen tener una explicación lógica, aunque resulte inesperada. Como policía, tendrás que aprender a distinguir entre lo inexplicable y lo inesperado. Lo inesperado puede obedecer a una lógica perfecta, por más que sea difícil de prever antes de haber oído una explicación. Y eso es aplicable, desde luego, a la mayoría de las desapariciones. Tú no sabes qué le ha sucedido a Anna. Estás preocupada, y es normal. Pero la experiencia me dice que, en estos casos, debes servirte de la única virtud de la que un policía puede enorgullecerse.

—¿La paciencia?

—Exacto, la paciencia. —¿Durante cuánto tiempo?

—Un par de días. Para entonces, seguro que ya ha vuelto o que, al menos, te habrá llamado por teléfono.

—De todos modos, estoy segura de que su madre me mintió.

—Yo no creo poder afirmar que Mona y yo siempre dijéramos la verdad cuando hablábamos de ti.

—Está bien, intentaré tener paciencia. Pero presiento que algo va mal.

Regresaron al coche. Ya era más de la una y Linda propuso que fueran a almorzar a algún sitio. Pusieron rumbo a un restaurante de carretera que tenía el curioso nombre de Fars Hatt
[7]
. Kurt Wallander tenía un recuerdo desvaído de alguna ocasión en que acudió al local para compartir con su padre un almuerzo que culminó en una violenta discusión, aunque no tenía la menor idea de qué la había desencadenado.

—«Restaurantes en los que he discutido con alguien» —sintetizó Linda—. Uno puede ponerle título a casi todo. Seguro que os enfadasteis porque te hiciste policía. Sinceramente, no recuerdo que tuvieseis ninguna otra discrepancia.

—Al contrario, estábamos en desacuerdo por todo. Aunque, en el fondo, éramos como dos niños gruñones que nunca llegaron a crecer y que jugaban a pelearse. Si yo había quedado con él y llegaba cinco minutos tarde, me acusaba de que lo descuidaba y no me ocupaba de él. Tenía tan malas pulgas que, a veces, adelantaba el reloj para poder reñirme por mi retraso.

Acababan de pedir el café cuando sonó un móvil. Linda fue a echar mano del suyo, pero era el de su padre el que sonaba, con la misma melodía. Wallander atendió la llamada y prestó atención a lo que le decían, hizo alguna que otra pregunta breve y, antes de colgar, anotó la información en el reverso de la cuenta que acababan de dejarles sobre la mesa.

—¿Qué ha pasado?

—Una desaparición.

Dejó el dinero sobre la mesa, dobló la cuenta y se la guardó en el bolsillo.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Linda—. Y dime, ¿quién ha desaparecido?

—Regresamos a Ystad, pero daremos un rodeo por Skurup. Una viuda que vivía sola, Birgitta Medberg, ha desaparecido. Según su hija, le ha ocurrido algo.

—¿Cómo que ha desaparecido?

—Bueno, la hija no estaba segura. Pero al parecer su madre es una especie de estudiosa que realizaba investigaciones de campo sobre viejos senderos forestales. Una actividad bastante peculiar.

—Si se dedica a eso, quizá se haya perdido.

—Justo lo que yo pensaba. Pero no tardaremos en enterarnos.

Padre e hija pusieron rumbo a Skurup. El viento había arreciado. Eran las tres y nueve minutos del miércoles 29 de agosto.

12

La casa tenía dos plantas y estaba construida en ladrillo. «Una típica casa sueca», pensó Linda. «En este país, vayas donde vayas, todas las casas tienen el mismo aspecto. En Suecia todo es intercambiable. Una plaza de Västerås puede sustituirse por otra de Örebro, y una casa de Skurup por otra de Estocolmo.»

—¿Has visto antes una casa igual que ésta? —preguntó la joven cuando se hubieron bajado del coche y mientras su padre forcejeaba con la cerradura.

Él echó una ojeada a la fachada.

—Se parece a la casa donde vivías cuando estuviste en Sollentuna, antes de que te mudases a la residencia de estudiantes de la Escuela Superior de Policía.

—Sí, ya veo que tienes buena memoria. Bueno, ¿qué se supone que debo hacer yo ahora?

—Acompañarme. Puedes considerar este episodio como una especie de práctica policial.

—No estarás contraviniendo ninguna normativa, ¿no? Quiero decir, personas ajenas que están presentes en un interrogatorio y cosas así…

—Esto no será un interrogatorio. Sólo una charla cuyo único fin sea, probablemente, tranquilizar a una persona que se preocupa sin necesidad.

—Ya, pero…

—No hay «peros» que valgan. Yo he estado contraviniendo las normas desde que empecé en la Policía. En una ocasión, Martinson llegó a calcular que debería haber estado en chirona un total de cuatro años por todos los líos que he armado. Pero eso no cuenta, siempre que haga un buen trabajo. Es uno de los pocos aspectos en los que Nyberg y yo estamos de acuerdo.

—¿Nyberg, el técnico criminalista?

—Por lo que yo sé, es el único Nyberg de toda Ystad. No tardará en jubilarse. Y nadie lo echará de menos. O tal vez sea todo lo contrario, que todos echarán de menos su humor de perros.

Cruzaron la calle. El viento, persistente y cada vez más racheado, hacía revolotear restos de basura y de desperdicios que se arremolinaban a sus pies.

Ante la puerta había una bicicleta a la que le faltaba la rueda trasera. El cuadro estaba torcido como si la bicicleta hubiese sufrido el ataque de un sádico. Entraron, y el padre leyó los nombres de los vecinos.

—Birgitta Medberg es la supuesta desaparecida. La hija se llama Vanja. Según me han dicho por teléfono, estaba histérica y hablaba con voz extremadamente chillona.

—Yo no estoy histérica en absoluto —se oyó gritar a una mujer que, desde el piso de arriba, se asomó por la barandilla y los miraba displicente.

—Está claro que hablo demasiado alto en los rellanos de las escaleras —susurró Wallander.

Los dos emprendieron la subida.

—Justo lo que yo pensaba —aseguró Wallander en tono amable al tiempo que estrechaba la mano de aquella mujer suspicaz y, a todas luces, bastante nerviosa—. Los chicos que tenemos en el puesto de alarmas son jóvenes y aún no han aprendido a diferenciar entre la histeria y la preocupación normal y corriente.

La mujer llamada Vanja debía de rondar la cuarentena. Estaba muy obesa, llevaba el cuello y los puños de la blusa sucios y, según observó Linda, parecía que no se hubiese lavado el pelo en muchos días. Entraron en el apartamento y Linda percibió enseguida un olor que le llamó la atención. «El perfume de mi madre», concluyó, «el que solía usar cuando se sentía insatisfecha o enojada. Tenía otro, claro, que se ponía cuando se sentía bien.»

Entraron en la sala de estar. Vanja se dejó caer pesadamente en una silla antes de señalar a Linda, que sólo había dicho su nombre, de pasada, cuando entraron en el vestíbulo.

—¿Quién es?

—Una ayudante —explicó Kurt Wallander con autoridad—. Bien, ¿qué ha sucedido?

Y Vanja les refirió lo que sabía a retazos y presa de gran inquietud. Por otro lado, le costaba encontrar las palabras adecuadas, de lo que dedujeron que no debía de verse a menudo en la necesidad de expresarse en largos discursos. Linda, comprendiendo que su preocupación no era fingida ni exagerada, la comparó con la suya por Anna.

Vanja fue breve. Su madre, Birgitta, era geógrafa cultural y se dedicaba a registrar viejos caminos y senderos del sur de Suecia, principalmente de Escania y de algunas zonas de Småland. Hacía poco más de un año que se había quedado viuda. Tenía cuatro nietos, dos de ellos las hijas de Vanja. Y por ellas dos, precisamente, Vanja se había preocupado hasta el punto de llamar a la policía. En efecto, la mujer había acordado con su madre que le llevaría a sus hijas a las doce, tenían muchas ganas de verla. Antes de esa hora, Birgitta emprendería una de sus pequeñas expediciones «a la caza de senderos», como ella misma solía llamarlas. Pero, cuando Vanja llegó con sus hijas, su madre aún no había vuelto. Aguardó durante dos horas, hasta que llamó a la policía.

Su madre jamás decepcionaría así a sus nietas. Por tanto, tenía que haberle ocurrido algo.

Ahí terminó su relato y guardó silencio. Linda intentaba adivinar cuál sería la primera pregunta que haría su padre: «¿Adónde pensaba ir?».

—¿Sabes adónde pensaba ir esta mañana?
[8]
—preguntó Wallander.

—No —repuso Vanja.

—Supongo que iba en coche.

—Pues no. Tiene una Vespa de color rojo muy antigua, de hace cuarenta años.

—¿Una Vespa de hace cuarenta años?

—Exacto. Las Vespas eran de muy buena calidad en aquella época. Yo aún no había nacido, pero mi madre me lo dijo. Además, es miembro de una asociación de motos antiguas, en Staffanstorp. La verdad, no la entiendo muy bien, pero le encanta salir con esos locos de las Vespas.

—Dices que se quedó viuda hace un año. ¿Ha manifestado síntomas de depresión a raíz de ello?

—No. Y si lo que estás pensando es que puede haberse suicidado, te equivocas.

—No estoy pensando nada en particular. Pero, a veces, las personas más próximas a nosotros se las arreglan para ocultarnos cómo se sienten en realidad.

Linda clavó la mirada en su padre, que le devolvió una mirada fugaz. «Tenemos que hablar del tema», observó para sí. «Ha sido un error no haberle contado lo de aquel día en que estuve a punto de arrojarme desde el puente. Él cree que mi único intento de suicidio fue el de aquella vez que intenté cortarme las venas.»

—Ella jamás se haría daño a sí misma. Por la sencilla razón de que sería incapaz de exponer a sus nietos a una conmoción como ésa.

—¿No habrá ido a visitar a alguien?

Vanja había encendido un cigarrillo. La ceniza se le cayó en la ropa y en el suelo, y Linda pensó que su figura no encajaba lo más mínimo en el apartamento de su madre.

—Mi madre es una persona anticuada. No le gusta que la visiten sin haberlo acordado previamente.

—Según parece, tampoco ha ingresado en ningún hospital, de lo que se deduce que no debe de haber sufrido ningún accidente. Pero, dime, ¿padece alguna enfermedad? Y, por casualidad, ¿tiene móvil?

—Es una mujer sana que lleva una vida sencilla y saludable, no como yo. Claro que, en mi trabajo de vendedora de huevos, no tengo que moverme mucho.

Vanja alzó los brazos como para poner de manifiesto la repulsa que sentía hacia su propio cuerpo.

—Y del móvil, ¿qué me dices?

—Tiene uno, pero siempre lo lleva apagado. Tanto mi hermana como yo no dejamos de insistirle en que lo encienda.

El silencio que reinaba en la habitación les trajo el rumor de una radio o un televisor del apartamento contiguo.

—Así que no tienes ni idea de adónde ha podido ir. ¿No hay nadie que sepa con exactitud a qué estaba dedicándose ahora? ¿Sabes si escribía algún diario?

—No, creo que no llevaba ningún diario. Y mi madre suele salir siempre sola.

—¿Ha sucedido esto en alguna ocasión anterior?

—¿Qué desaparezca? Nunca.

El padre de Linda sacó del bolsillo un bloc de notas y un bolígrafo y le pidió a Vanja su nombre completo, su dirección y su número de teléfono. Linda notó que su padre daba un respingo al oír el apellido de la mujer, Jorner. Se detuvo y quedó observando sus anotaciones, antes de alzar la mirada.

—Tu madre se llama Medberg. ¿Es Jorner tu apellido de casada?

—Así es. Mi marido se llama Hans Jorner. El apellido de soltera de mi madre era Lundgren. Pero ¿qué tiene que ver eso con su desaparición?

—Así que Hans Jorner es tu marido… No será hijo del ex director de la compañía de explotación de grava de Limhamn, ¿verdad?

—Pues sí, es el menor de sus hijos. ¿Por qué?

—Nada, simple curiosidad. Sólo eso.

Kurt Wallander se puso de pie y Linda lo imitó.

—¿Tienes algún inconveniente en que echemos un vistazo al apartamento? ¿Dónde está su despacho?

Vanja señaló una de las habitaciones antes de sufrir un ataque de tos convulsa. Padre e hija entraron en un despacho cuyas paredes estaban cubiertas de mapas. Sobre el escritorio había muchos documentos ordenados, unos en montones y otros en archivadores.

—¿Qué es eso del apellido?, ¿qué pasa? —preguntó Linda en un susurro.

—Luego te lo cuento. Es una historia muy desagradable que me trae viejos recuerdos.

—¿Y qué dijo que es?, ¿vendedora de huevos?

—Sí —respondió él—. Pero su preocupación es sincera.

Linda levantó algunos papeles que había sobre la mesa. Él la reprendió enseguida.

—Puedes estar presente, escuchar y observar. Pero no puedes tocar nada de nada.

—Pero si sólo he tocado un papel…

—Pues es uno de más.

Linda salió airada de la habitación. Su padre tenía razón, por supuesto. Pero a ella no le gustó el tono en que le había hablado. Le hizo una seña a Vanja, que seguía tosiendo, y bajó a la calle. Tan pronto como estuvo fuera y sintió el viento en la cara, lamentó profundamente su inmadura reacción.

Diez minutos más tarde, también su padre atravesó la puerta de la calle.

—¿Qué te ha pasado? ¿He hecho algo que no te ha gustado?

—No, nada. Olvídalo.

Linda hizo un gesto de disculpa mientras él abría el coche. El viento soplaba con fuerza. Ya en el coche, su padre introdujo la llave en el contacto, pero sin poner el coche en marcha.

—Te has dado cuenta de que me sorprendí al oír decir a ese espanto de persona que se apellidaba Jorner, ¿verdad? Y no creas que me sentí mucho mejor al saber que está casada con el menor de los hijos del viejo Jorner. —Lanzó un rugido y se aferró con ambas manos al volante, antes de comenzar a referirle toda la historia—. Cuando Kristina y yo éramos niños, y mi padre se pasaba los días pintando, había temporadas en que ningún vendedor ambulante llegaba en su cochazo para comprar sus cuadros, de modo que andábamos cortos de dinero. Mi madre tuvo que buscar trabajo. Puesto que no tenía estudios, no podía elegir más que entre ponerse a trabajar en alguna fábrica o entrar como asistenta en alguna casa. Ella optó por lo segundo y fue a parar a casa de los Jorner, aunque no se mudó a vivir con ellos, claro. El viejo Jorner, Hugo era su nombre de pila, y Tyra, su mujer, eran tremendamente desagradables. Vivían como si la sociedad no hubiera cambiado lo más mínimo durante los últimos cincuenta años. Para ellos, el mundo se dividía entre la gente de clase alta y la de clase baja, simple y llanamente. El peor de los dos era él.

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