Antes de que hiele (12 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaco

BOOK: Antes de que hiele
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11

Tras su visita a Henrietta, Linda estuvo en casa esperando a su padre durante un buen rato. Pero cuando él, con mucho cuidado, abrió la puerta, poco después de las dos de la mañana, se la encontró dormida en el sofá de la sala de estar, tapada con una manta hasta la cabeza. Pocas horas más tarde, Linda se despertó de repente de una pesadilla. Ignoraba qué había soñado, pero sí recordaba que habían estado a punto de ahogarla. Sólo los ronquidos rompían el silencio del apartamento. Se asomó al dormitorio de su padre, que tenía la luz encendida, y lo contempló. Estaba tumbado boca arriba, con las sábanas enrolladas en torno al cuerpo. La joven pensó que parecía una gran morsa descansando a sus anchas sobre una roca. Entre un ronquido y otro, se inclinó sobre su rostro: el aliento le olía claramente a alcohol.

Intentó adivinar quién habría sido su compañero de juerga. El pantalón, tirado en el suelo, estaba sucio, como si su padre se hubiese hundido en el fango hasta las rodillas. «Habrá estado en el campo», concluyó, «en casa de su viejo amigo de borracheras, Sten Widén. Seguro que se han sentado a la puerta de los establos y se han bebido una botella de aguardiente mano a mano.»

Linda salió del dormitorio y pensó que, en realidad, sentía deseos de despertarlo y pedirle cuentas. Pero ¿cuentas, por qué? No lo sabía. Sten Widén era un buen amigo de su padre. Y ahora padecía una enfermedad muy grave. Cuando su padre se ponía serio de verdad, solía hablar de sí mismo en tercera persona. «Cuando Sten Widén muera, Kurt Wallander se quedará muy solo», decía. Sten Widén tenía cáncer de pulmón. Linda conocía bien la curiosa historia del picadero para entrenar caballos de carreras que Sten Widén tenía, en una finca cercana a las ruinas de la fortaleza de Stjärnsund. Hacía ya unos años que Widén, tras cerrar el negocio, había vendido la finca. Sin embargo, cuando el nuevo propietario fue a tomar posesión de ella, Sten Widén se arrepintió. El padre de Linda le habló de una cláusula del contrato que permitía a Widén echarse atrás. Y se compró unos caballos. Después le diagnosticaron su enfermedad. Había pasado un buen año, pero ahora tenía que deshacerse de los caballos y ya se había buscado plaza en un hogar para enfermos terminales situado a las afueras de Malmö. Allí acabaría sus días. Y tenía que volver a vender la finca. Sólo que, en esta ocasión, no habría vuelta atrás.

Se quitó la ropa y se metió en la cama. Según el reloj, faltaban pocos minutos para las cinco. Miró al techo y se dio cuenta de que tenía remordimientos. «¿Quién soy yo para regañar a mi padre porque se emborracha con su mejor amigo, que, además, sufre una enfermedad mortal? ¿Qué sé yo de sus conversaciones o de lo que significan el uno para el otro? Yo siempre he tenido la idea de que mi padre era amigo de sus amigos. Y eso implica que ha de poder pasarse una noche sentado ante un establo haciéndole compañía a un hombre que no tardará en morir.» Sintió entonces deseos de ir a despertarlo para pedirle perdón. «Eso sería lo correcto. Pero lo único que conseguiría es que se enfadase por haberlo despertado. Hoy tiene el día libre, así que tal vez podamos hacer algo juntos.»

Antes de conciliar el sueño, rememoró su encuentro con Henrietta. Aquella mujer no le había dicho la verdad. Ocultaba algo. ¿Sabría dónde estaba su hija Anna? ¿O tal vez encubría alguna otra cosa que no quería que Linda supiese? Se puso de costado y adoptó la posición fetal mientras pensaba, ya adormilada, que no tardaría mucho en echar de menos el tener un chico a su lado, tanto cuando dormía como cuando estaba despierta. «Pero ¿dónde voy a encontrarlo en esta ciudad? He llegado a creerme que alguien que dice que me quiere en el dialecto de Escania hablará en serio.» Desechó aquellos pensamientos, alisó la almohada y se durmió.

A las nueve de la mañana, alguien la arrancó del sueño. Linda se sobresaltó, preparada para oír un reproche por haberse quedado dormida, y se encontró con el rostro de su padre. Desde luego, no parecía tener resaca. Ya estaba vestido y, por una vez en su vida, hasta se había peinado decentemente.

—¡A desayunar! —la animó—. El tiempo pasa, la vida se nos escapa. Linda se dio una ducha y se vistió. Cuando se acercó a la mesa para tomar el desayuno, él estaba haciendo un solitario.

—Sospecho que anoche estuviste en casa de Sten Widén.

—Correcto.

—Y, además, creo que bebisteis bastante.

—Falso. Bebimos una barbaridad.

—¿Cómo llegaste a casa?

—En taxi.

—¿Cómo está?

—Me gustaría tener el mismo valor que él cuando me digan que tengo los días contados. Según él, tenemos una serie limitada de carreras en nuestra vida. Después, se acabó. Lo único que podemos hacer es ganar tantas como sea posible.

—¿Tiene dolores?

—Seguro que sí. Pero no se queja. Es igual que Rydberg.

—¿Quién?

—Evert Rydberg, ¿no te acuerdas? Un policía, ya mayor, que tenía un lunar en la mejilla.

Linda tenía un vago recuerdo.

—Sí, creo que sí.

—Él fue quien hizo de mí un policía cuando yo era joven y no entendía nada de nada. También él tuvo una muerte prematura. Pero jamás soltó una queja. Ni una sola. Él tenía, como Widén, sus carreras contadas y supo aceptar que se le había agotado el tiempo.

—¿Y quién va a explicarme a mí todo lo que no entiendo?

—Pensé que Martinson era tu tutor.

—Sí, pero ¿es bueno?

—Es un policía excepcional.

—La verdad es que no tengo ningún recuerdo concreto de Rydberg. Pero de Martinson sí me acuerdo bien. No sé cuántas veces llegabas a casa colérico por algo que él había hecho o dejado de hacer.

Su padre, resignado, abandonó el solitario y recogió las cartas.

—Rydberg me enseñó. Y yo, en su momento, le enseñé a Martinson cuanto necesitaba saber. Así que es normal que me quejase de él a veces. Además, era bastante lento. Pero, una vez que aprendía algo, ya no lo olvidaba jamás.

—Lo que, en otras palabras, significa que tú eres mi tutor, ¿no?

Él se puso de pie.

—Yo no sé lo que es un tutor. Ponte la cazadora que nos vamos. Ella lo miró perpleja. ¿Habrían acordado hacer algo que ella hubiese olvidado?

—Perdona, pero ¿habíamos quedado en algo?

—No, salvo que íbamos a salir. Y eso haremos. Hoy hace un buen día. En menos que canta un gallo, llega la niebla y se cierne sobre nuestra existencia. Odio la niebla de Escania. Es como si se me metiera en el cerebro. No puedo pensar con claridad cuando todo es bruma y nubarrones. Pero has acertado: tenemos un objetivo. —Volvió a sentarse a la mesa y se sirvió las últimas gotas de café, antes de continuar—. A ver, ¿te acuerdas de Hanson?

Linda negó con un gesto.

—No, creo que él se fue cuando tú aún eras pequeña. Bueno, uno de mis colegas. El año pasado regresó a Ystad. Y he oído que piensa vender la casa de sus padres, que está a las afueras de Tomelilla. Su madre murió hace ya mucho. Pero su padre llegó a cumplir ciento un años. Según el propio Hanson, conservó la lucidez y la mala baba de siempre hasta el último minuto. Pero ahora venden la casa. Y he pensado que podíamos ir a verla. A menos que Hanson haya exagerado, es posible que sea el lugar que estoy buscando.

Bajaron hasta el coche y salieron de la ciudad. Hacía calor, pese a que soplaba el viento. Dejaron atrás una caravana de relucientes coches antiguos y Linda sorprendió a su padre, pues conocía la marca de la mayor parte de ellos.

—¿Dónde has aprendido tanto sobre coches?

—Mi último novio, Magnus.

—Pero ¿no se llamaba Ludwig?

—No estás al día, papá… Por cierto, ¿no queda Tomelilla un poco lejos del mar? Yo creía que querías envejecer sentado en un banco acariciando a tu perro y mirando el mar.

—Las vistas al mar cuestan un dinero que yo no tengo. Así que tendré que contentarme con la siguiente mejor alternativa.

—Pues pídeselo prestado a mamá. La jubilación anticipada de su ex banquero es muy suculenta.

Jamás haré eso.

—Yo puedo prestarte algo.

—Jamás haré eso —repitió.

—Entonces te quedas sin vistas al mar.

Linda lo miró de reojo. ¿Se habría enfadado? No estaba segura, pero se le ocurrió que los dos tenían algo en común: esos arrebatos de ira, esa desafortunada susceptibilidad. «La distancia entre nosotros es variable», se dijo. «Unas veces la relación es muy estrecha; con la misma frecuencia, nos separa un trágico abismo. En esos casos, tenemos que construir puentes, no siempre muy estables, aunque, por lo general, restablecen el vínculo entre nosotros.»

El padre sacó un papel doblado del bolsillo.

—Toma este mapa —le dijo a Linda—. Tú me guiarás. No tardaremos en llegar a esa rotonda de ahí arriba. Después tenemos que girar hacia Kristianstad, y a partir de entonces tendrás que ir diciéndome cómo seguir.

—Pues te engañaré y te llevaré a Småland —dijo desplegando el mapa—. Veamos, Tingsryd suena bien, ¿no te parece? Desde allí, seguro que ni encontramos el camino de vuelta.

La casa de los padres de Hanson estaba muy bien situada, en la cima de una colina y rodeada de bosque; más allá se extendían campos de cultivo y terrenos pantanosos. Un milano planeaba, como suspendido en el aire, por encima del tejado de la casa. En la parte posterior había una huerta medio abandonada. El césped estaba sin cortar, los rosales colgaban, enredados y quebrados aquí y allá, del blanco deslucido de las paredes. En la distancia se oía el ruido creciente y decreciente de un tractor. Linda se sentó sobre un viejo banco de piedra, entre dos groselleros con frutos de un rojo reluciente. Observó a su padre, que miraba hacia el tejado con los ojos entornados y tironeaba de canalones y tuberías para probar su resistencia, al tiempo que intentaba ver el interior de la casa. De pronto, el hombre se dirigió a la fachada principal.

Cuando Linda se quedó sola, Henrietta le vino de nuevo a la memoria. Ahora que podía considerar el encuentro con la mujer con cierta perspectiva, lo que al principio no era más que una intuición se había convertido ya en certeza. Henrietta no le había dicho la verdad. Ocultaba algo que guardaba relación con Anna. Linda sacó el móvil y marcó el número de teléfono de su amiga. El tono de llamada resonó con su regularidad habitual hasta que saltó el contestador. Linda no dejó ningún mensaje, apagó el móvil, se levantó del banco y se acercó ella también a la fachada principal. Allí estaba su padre, manipulando una bomba de agua que rechinaba. Un chorro de agua de color parduzco cayó directamente en una palangana oxidada. El hombre movió la cabeza despacio.

—Si pudiera echarme la casa sobre los hombros y colocarla en algún pueblo próximo al mar, no lo dudaría ni un segundo. Pero aquí hay demasiado bosque.

—Podrías comprarte una autocaravana —propuso Linda—. Eso sí que podrías plantarlo cerca del mar. Todo el mundo te ofrecería un trozo de su terreno.

—¿Y por qué iban a ofrecérmelo?

—Pues porque a todo el mundo le interesa tener un policía gratis cerca de su casa.

Él hizo un mohín equívoco, vació la palangana y se encaminó a la carretera. Linda lo siguió. «No mirará atrás para echar un último vistazo», adivinó. «Esta casa ha quedado ya descartada.»

Se quedaron un rato sentados en el coche. Linda siguió con la mirada al milano, que sobrevoló los campos hasta, finalmente, perderse en el horizonte.

—¿Qué te apetece hacer? —preguntó su padre.

Linda pensaba en Anna, y se dijo que debía contarle a su padre lo que le preocupaba.

—Pues necesito hablar contigo, pero no aquí.

—En ese caso, ya sé adónde podemos ir.

—¿Ah, sí? ¿Adónde?

—Ya lo verás.

Pusieron rumbo al sur, tomaron una salida a la izquierda, en dirección a Malmö, y tomaron el desvío que llevaba a Kadesjö. Por aquella zona se extendía uno de los bosques más hermosos que Linda conocía. La joven ya se había figurado que irían allí. Su padre y ella habían dado muchos paseos por ese bosque, sobre todo hasta que ella cumplió los once años, muy poco antes de entrar en la adolescencia. Además, recordaba vagamente haber ido a ese bosque con su madre, en una única ocasión. Pero no tenía ninguna imagen de toda la familia reunida en aquel lugar.

Dejaron el coche junto a un montón de gruesos troncos de árbol que despedían un suave aroma a madera recién cortada. Echaron a andar por uno de los senderos que conducía a través del bosque, en dirección a la curiosa estatua de bronce erigida allí para conmemorar una visita con la que el rey Karl XII, según se decía, había honrado Kadesjö. Linda ya se disponía a hablar de su amiga Anna cuando su padre alzó una mano. Se hallaban en el centro de un pequeño claro que se abría entre los altos árboles.

—Éste es mi cementerio —anunció el padre de improviso—. Mi auténtico cementerio.

—¿Qué quieres decir?

—Estoy a punto de revelarte un gran secreto, tal vez uno de los más importantes en mi vida. Lo más probable es que me arrepienta mañana mismo, pero, en fin… Estos árboles que ves aquí pertenecen a cada uno de mis amigos muertos. Hay también uno para mi padre, para mi madre, para todos mis parientes fallecidos. —Señaló un roble de pocos años—: Ése de ahí se lo asigné a Stefan Fredman, el indio desesperado. También él se encuentra entre mis muertos.

—¿Y la mujer de la que me hablabas ayer?

—¿Yvonne Ander? Allá —dijo, y señaló otro roble que desplegaba un poderoso entramado de ramas—. Un día, pocas semanas después de la muerte del abuelo, vine aquí. Me sentía como si hubiese perdido todo aquello a lo que podía aferrarme. Al morir el abuelo, la verdad, tú mostraste mucha más entereza que yo. Ese día, yo estaba en la comisaría, tratando de averiguar la verdad sobre una agresión grave. Curiosamente, se trataba de un joven que casi mató a su padre con un mazo. El chico mentía. De repente, sentí que no podía soportarlo más. Suspendí el interrogatorio y me vine derecho aquí. Tomé prestado un coche de la policía y, para poder salir del centro a toda velocidad, puse la sirena, lo que después me acarreó algún problema. Pero, nada más llegar a este claro, sentí como si los árboles que me rodeaban fuesen las lápidas de mis muertos. Comprendí que, cuando quisiera hablar con ellos, tendría que venir aquí, no al cementerio. En este lugar me embarga una paz difícil de experimentar en ningún otro sitio. Aquí puedo abrazar a mis muertos sin que nadie me vea.

—Guardaré tu secreto, puedes estar seguro —lo tranquilizó Linda—. Y gracias por contármelo.

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