—No pienso alzar ningún sol —respondía él una y otra vez, hasta que sus visitantes desistían.
Él nunca se molestaba en argumentar por qué; de todos modos, las personas molestas nunca escuchaban. Solían andar siempre reprobando, soberbias, convencidas de que él debía agradecerles sus absurdas propuestas.
—Las crías de zorro no se dedican a observar urogallos —replicaba—. Pueden intentar comérselos o, lo más probable, pueden esconderse de ellos. Pero jamás los observan.
Existía, no obstante, un grupo de personas a las que su abuelo se veía obligado a escuchar, lo que las convertía en las más molestas de todas. Eran los Caballeros de Seda, los compradores que acudían en sus relucientes cochazos americanos para comprar sus cuadros por cuatro cuartos antes de desaparecer en el eterno círculo de mercados suecos que se trasladaban, según las estaciones del año, de norte a sur y vuelta a empezar. Ellos podían aparecer y comentarle que, en su opinión, las damas medio desnudas, algo oscuras de piel, pero no demasiado oscuras, se pondrían de moda precisamente aquel año. En otra oportunidad, le sugirieron que un sol matutino era preferible a un sol vespertino. Entonces él se dejó caer con una pregunta:
—¿Por qué había de ser más aceptado el sol matutino precisamente este año?
No había respuestas ni argumentos, tan sólo las abultadas y pesadas carteras de aquellas personas molestas. La subsistencia de toda la familia peligraba si el fajo de billetes no salía de allí antes de que cargasen el coche de cuadros, con o sin urogallo.
—Nadie puede evitar por completo la presencia de los molestos —solía decir su abuelo—. Son como anguilas: si intentas mantenerlos a raya, se escabullen. Además, como las anguilas, sólo se mueven en la oscuridad. Eso no significa que las personas molestas, si seguimos con la comparación con las anguilas, sólo estén en movimiento durante la noche; al contrario, suelen aparecer por la mañana, muy temprano, con sus absurdas propuestas. Pero su oscuridad es otra, es la oscuridad que llevan en su interior y que les impide ver el daño que ocasionan cuando se inmiscuyen en lo que hacen los demás. Yo nunca me he entrometido en lo que hacen otros.
Las últimas palabras constituían la gran mentira de la vida de su abuelo. Una mentira con la que él había muerto, ignorante de que, durante toda su vida y con más frecuencia que la mayoría de las personas, se había entrometido en las decisiones, los sueños y los quehaceres de otras personas. Y en su caso no era cuestión de dónde colocar una cría de zorro o de si poner un sol de atardecer o de amanecer, sino más bien de una manipulación constante destinada a obligar a sus dos hijos a cumplir su voluntad.
El recuerdo de las personas molestas le sobrevino justo cuando estaba a punto de llamar a la puerta del apartamento de Anna. Se quedó inmóvil, con el dedo a unos centímetros del timbre, con el recuerdo congelado de cómo su abuelo, sentado con su taza de café, siempre sucia, le hablaba de algún desgraciado que había tenido la mala suerte de cruzar la puerta de su taller. «Y Anna, ¿será también una de esas personas molestas?», se preguntó. «Ha alterado mi vida, sólo me ha traído preocupaciones. Y, encima, no acaba de comprender el lío que ha organizado.»
Cuando por fin llamó a la puerta, Anna le abrió con una sonrisa. Vestía una camisa blanca y unos pantalones oscuros, e iba descalza. Se había recogido el pelo en un improvisado rodete a la altura de la nuca. Linda había decidido no posponer el asunto; cuanto más tiempo transcurriese, más difícil le resultaría abordarlo. De modo que dejó la cazadora sobre una silla y confesó sin preámbulos:
—Hay algo que quiero contarte: has de saber que leí las últimas páginas de tu diario. Sólo para ver si encontraba en ellas alguna explicación a tu desaparición.
Anna se sobresaltó.
—¡Ah! Era eso… Cuando lo abrí, creí reconocer como un olor ajeno.
—Lo siento. Pero estaba preocupada. Sólo leí las últimas páginas, nada más —mintió Linda.
«Mentimos para que lo que no es del todo cierto suene perfectamente verosímil», concluyó. «Pero es posible que Anna se dé cuenta. A partir de ahora, el diario siempre se interpondrá entre nosotras. Ella siempre se preguntará qué leí y qué no llegué a leer.»
Las dos amigas entraron en la sala de estar. Anna se quedó de pie junto a la ventana, de espaldas a Linda.
Y, en aquel preciso momento, Linda tomó conciencia de que, en realidad, no conocía a Anna en absoluto. «Los niños se conocen de un modo muy especial», reflexionó. «No llegan a ningún acuerdo, como los adultos, y no sienten confianza mutua, pero tampoco desconfianza. En ocasiones, la amistad entre dos niños se interrumpe de forma brutal, y pueden convertirse en enemigos con la misma rapidez con que se convierten en amigos del alma.» Linda comprendió que la amistad que las había unido durante la infancia y la adolescencia se había roto definitivamente. El intento de construir una nueva casa sobre los cimientos de la vieja había fracasado. Ella no tenía la menor idea de quién era Anna. Contemplaba su espalda como la de un enemigo que se le hubiese aparecido de improviso.
Linda decidió arrojarle, simbólicamente, un guante.
—Hay una pregunta a la que deberías contestarme.
Anna no se dio la vuelta y Linda aguardó un instante el deseado movimiento que, no obstante, no se produjo.
—Detesto hablar con la espalda de la gente.
Anna seguía sin reaccionar. «Decididamente, es una Persona Molesta», resolvió Linda. «¿Qué habría hecho mi abuelo con este ejemplar? Seguro que no habría intentado atrapar la anguila, sino que la habría arrojado al fuego y la habría dejado retorcerse entre las llamas hasta morir. Cuando las personas molestas traspasan los límites, no hay compasión para ellas.»
—¿Por qué te alojaste en el hotel de Malmö con mi nombre?
Linda intentaba interpretar los menores movimientos de aquella espalda al tiempo que se enjugaba el sudor del cuello. «Ésta es mi maldición», se había dicho ya durante el primer mes en la Escuela Superior de Policía. «Hay policías que ríen fácilmente y policías que lloran a las primeras de cambio. Y yo seré la primera policía que suda.»
Anna se echó a reír y se dio la vuelta. Linda trató ahora de interpretar esa risa: ¿expresaba un sentimiento auténtico o fingido?
—¿Cómo lo has averiguado?
—Llamé para preguntar por ti y… Dime por qué lo hiciste.
—No lo sé… Pero ¿qué preguntaste?
—Eso no es tan difícil de adivinar —replicó Linda.
—Tú eres mejor que yo adivinando.
—Pregunté por Anna Westin, y si estaba alojada allí o si lo había estado. No habían tenido a ningún huésped apellidado Westin, pero sí Wallander. Dime, ¿por qué lo hiciste?
—¿Qué me dirías si te confesara que, en el fondo, no sé por qué se me ocurrió utilizar tu nombre? Tal vez porque tenía miedo de que mi padre se escondiese si descubría que yo me había alojado en ese hotel: recuerda que nos vimos precisamente a través de una de sus ventanas. Me has pedido que sea franca, y lo soy: no sé por qué di tu nombre.
En ese momento sonó el teléfono, pero Anna no parecía dispuesta a responder. Aguardaron hasta que saltó el contestador automático. Era la voz cantarina de Zebran, que, según dijo, no llamaba por ningún motivo en particular.
—Me encantan las personas que no llaman por ningún motivo en particular, pero que lo hacen con tanta energía y buen humor —admitió Anna.
Linda no respondió. En aquellos momentos, Zebran no le preocupaba en absoluto.
—En tu diario había escrito un nombre. El de Birgitta Medberg. ¿Sabes qué le ha sucedido?
—No.
—¿No has leído los periódicos?
—No, he estado buscando a mi padre.
—Pues ha sido asesinada.
—Pero ¿por qué?
—No lo sé.
—¿Qué quieres decir?
—Lo que oyes. Se trata de un asesinato aún sin resolver. La policía ignora quién es el asesino. Y querrán entrevistarse contigo para saber de qué conocías a Birgitta Medberg.
Anna movió abatida la cabeza.
—Pero ¿qué ocurrió exactamente? ¿Quién querría hacerle daño?
Linda resolvió no revelar ninguno de los aspectos macabros del crimen, pero sí le contó dónde había tenido lugar el asesinato. La reacción de Anna parecía sincera.
—¿Cuándo sucedió?
—Hace unos días.
—¿Me interrogará tu padre?
—Es posible. Aunque en la investigación trabajan muchos agentes.
Anna volvió a menear la cabeza, se apartó de la ventana y fue a sentarse en una silla.
—¿De qué la conocías? —quiso saber Linda.
Anna la miró, repentinamente indignada.
—¿Es esto un interrogatorio?
—No, simple curiosidad.
—Solíamos montar a caballo juntas. Ya no recuerdo cuándo fue la primera vez que nos vimos…, alguien tenía dos caballos noruegos que necesitaban entrenar, y nosotras solíamos cabalgarlos. La verdad, no puedo decir que la conociese bien. En realidad, no la conocía en absoluto. No era muy habladora. Sé que se dedicaba a cartografiar viejos senderos abandonados y antiguas vías de peregrinos. Además, compartíamos el interés por las mariposas. Es cuanto sé. En una ocasión, no hace mucho, me escribió una carta en la que me proponía que comprásemos un caballo a medias. Pero nunca le respondí.
Linda se afanaba por descubrir el menor indicio de mentira en lo que le contaba Anna, pero sin éxito. «No soy quién para seguir con esto. Mi trabajo consistirá en ir en un coche patrulla recogiendo borrachos que no pueden cuidar de sí mismos. Mi padre es quien tiene que hablar con Anna, no yo. Pero eso de la mariposa…, el espacio vacío en la pared…»
Anna siguió el trayecto de su mirada, leyó su pensamiento y contestó antes de que Linda hubiese formulado su pregunta.
—Me llevé la mariposa para regalársela a mi padre, si lograba dar con él. Cuando comprendí que todo habían sido figuraciones mías, la arrojé al canal.
«Quizá sea verdad», consideró Linda, «o quizá mienta con tanta habilidad que me resulte imposible distinguirlo.»
Volvió a sonar el teléfono, y, en esta ocasión, fue la voz de Ann-Britt Höglund la que se dejó oír cuando saltó el contestador. Anna lanzó una mirada de interrogación a Linda, que asintió con un gesto.
Anna atendió la llamada. La conversación fue breve, y las respuestas de Anna, parcas. Cuando hubo concluido, colgó el auricular y miró nuevamente a Linda.
—Quieren que me presente en la comisaría ahora mismo —explicó.
Linda se levantó.
—Entonces, será mejor que vayas.
—Me gustaría que me acompañaras.
—¿Por qué?
—Me sentiría más tranquila.
Linda vaciló.
—No estoy segura de que sea apropiado.
—La agente que acaba de llamar me ha dicho que no soy sospechosa de nada. Lo único que quieren es hablar conmigo, sólo eso. Y tú eres mi amiga, además de policía.
—Puedo ir contigo hasta allí, pero no creo que me dejen entrar en la sala.
Ann-Britt Höglund salió a recibir a Anna a la recepción. Al ver a Linda, la miró contrariada. «No le caigo bien», sentenció Linda. «Seguro que es de esa clase de mujeres que prefieren hombres jóvenes con aros en las orejas y opiniones modernas.» Linda se percató de que Ann-Britt Höglund había empezado a ganar peso. «Dentro de nada, te aparecerán mollas», le auguró satisfecha. «Francamente, no sé qué vio mi padre en ti hace unos años, cuando se te declaró.»
—Quiero que Linda esté presente —advirtió Anna.
—No sé si será posible —observó Ann-Britt Höglund—. ¿Por qué?
—Es que no quisiera complicar más las cosas —insistió Anna—. Lo único que quiero es que esté presente, nada más.
«Vaya», exclamó Linda para sí. «Justo lo que necesitamos ahora: más problemas.»
Ann-Britt Höglund se encogió de hombros y miró a Linda.
—Pues tendrás que hablar con tu padre y preguntarle si puedes estar presente —señaló—. Está en la sala de reuniones pequeña, la segunda puerta de este pasillo.
Ann-Britt Höglund les dejó.
—¿Trabajarás aquí, en la comisaría? —preguntó Anna.
—¡Qué va! Mi sitio será más bien el garaje y el asiento delantero de los coches.
La puerta de la sala de reuniones estaba entreabierta. Linda vio a su padre balanceándose en la silla, con una taza de café en la mano. «Hará pedazos la silla», pronosticó Linda. «¿Todos los policías acaban engordando? Si es así, creo que no duraré mucho.» Abrió la puerta y él no pareció sorprendido al verla aparecer en compañía de Anna, a la que saludó con un apretón de manos.
—Quiero que Linda esté presente —declaró Anna.
—Sí, claro, no hay ningún problema. —Kurt Wallander echó una ojeada al pasillo—. ¿Dónde está Ann-Britt?
—Creo que no quería participar —explicó Linda antes de sentarse ante uno de los extremos de la mesa, tan lejos de su padre como pudo.
Aquel día, Linda aprendió algunas cosas decisivas sobre el trabajo policial. Su padre y Anna impartieron la lección. Su padre lo hizo al dirigir la conversación de forma casi imperceptible, llevando a Anna al terreno que le interesaba. En ningún momento formuló preguntas directas, sino que se dedicó a seguir sus razonamientos y a asentir a sus respuestas, por más contradictorias que fuesen, mientras, paralelamente, él iba configurando su propia interpretación. Daba la sensación de disponer de todo el tiempo del mundo, y en ningún momento permitió que Anna se le escabullese. Linda estableció un símil: Anna era como la anguila, cuyo deslizarse él dirigía, con paciencia y metódicamente, hacia la red que, finalmente, la abocaría a la trampa de la que no podría escapar.
Anna, a su vez, contribuyó con sus mentiras. Linda y su padre se percataron de que no se atenía a la verdad. Parecía esforzarse por mentir lo menos posible, pero sin lograrlo. En una única ocasión, cuando Anna se agachó a recoger un bolígrafo que se había caído al suelo, ella y su padre intercambiaron una mirada elocuente.
Después, cuando todo hubo terminado y Anna se marchó a su casa, Linda se sentó a la mesa de la cocina, ya en el apartamento de Mariagatan, e intentó transcribir la conversación como si de un diálogo teatral se tratase. Recordó que, mientras hablaba con Anna, su padre tenía un bloc de notas ante sí y de vez en cuando escribía algo en él; sin embargo, la mayor parte de la información la memorizaba. Años atrás, su padre le había contado que eso de anotar sólo lo imprescindible había empezado más bien por indolencia, como un mal hábito, que se había convertido en costumbre; a aquellas alturas, su padre ya sabía qué partes de una conversación debía anotar para después recordar la totalidad de la misma. Aquello sólo afectaba, claro está, a las entrevistas informales y no a los interrogatorios, en los que siempre utilizaban una grabadora que recogía, además, la hora exacta del inicio y el fin del interrogatorio.