Antígono temblaba; su cuerpo era como una masa helada de miembros y músculos extraños. Profundamente perturbado, se dejó caer sobre el diván. Las espadas seguían rozándole el cuello. Casi inconsciente, vio que el rostro de Boshmún estaba pálido y descompuesto. Bokhamón, Magón y Muía conversaban en voz alta; alguien reía.
Hannón dio unas palmadas. Otros dos púnicos trajeron a un hombre de piel clara. Tenía las piernas atadas la una a la otra y las manos encadenadas a la espalda. Un cinturón de cuero pasaba sobre sus mejillas y por debajo del mentón, de modo que la hebilla, medio abierta, quedaba encima de la cabeza. El hombre llevaba puesto un calzón de cuero. No parecía haber sido maltratado, pero sus ojos flaqueaban.
La esclava de las frescas marcas de látigo en la espalda trajo a Hannón un brasero lleno de carbones ardientes y unas tenazas. Los ojos del prisionero se abrieron.
—Este también ha hablado demasiado —dijo Hannón—. Mira bien, meteco; no quisiera que te pierdas algo, ni que luego lo olvides. Será una lección para atenuar un poco tu orgullo.
Antígono tragaba saliva y sentía que se ahogaba. La humillación y las crueldades que le obligaban a presenciar entumecían su espíritu y enfermaban su cuerpo.
—No vayas demasiado lejos, púnico —balbuceó—. Todo tiene sus límites.
Hannón sonrió. Una segunda esclava trajo un lavamanos de cristal.
—Una serpiente diminuta traída de lo más profundo del sur de Libia —dijo Hannón, señalando el recipiente—. Es muy venenosa; de momento está dormida. Ha pasado el día en el sótano, entre bandejas de agua helada. Dentro de más o menos la quinta parte de una hora despertará y recordará su veneno. ¡Adelante!
El prisionero dio un grito. Alguien empujó un cuchillo entre sus dientes, obligándolo a abrir la boca. Otro le hizo tragar la serpiente. El cinturón fue apretado con firmeza, la hebilla, cerrada. El hombre no podía gritar. Profería sonidos chillones por la nariz. Los ojos se salieron de sus cavidades, la garganta trabajaba, el cuello se expandía para luego volver a contraerse. El hombre temblaba, se movía bruscamente hacia adelante, hacia los lados y hacia atrás, intentando dar brincos. Dos púnicos lo sujetaron con firmeza.
—Interesante —dijo Hannón. Sonó casi meditabundo—. ¿Seguirá la serpiente en la boca? ¿Estará en la garganta? ¿O en el estómago? Ay, hay tantas cosas dignas de conocerse. Naturalmente, también hubiéramos podido coserle los labios, pero sería una crueldad innecesaria, ¿no es verdad, meteco?
A Antígono el espíritu le volvió al cuerpo. Sentía náuseas, horror, compasión, asco y odio. Su cuerpo continuaba frío como el hielo, pero volvía a obedecerle.
—¿Qué ha hecho este pobre hombre? —dijo enronquecido.
—Es siciliota, heleno como tú, meteco. Me ha hecho algunos servicios de poca monta, pero ayer fue descubierto hablando con gente del bello Asdrúbal. Como ya he dicho… habló demasiado, ¿no es verdad, Dymas? Y una cosa más, se ha divertido con esa esclava, que me pertenece. Ella ya recibió su castigo, no muy severo. Queremos utilizarla algún tiempo más. En cambio, Dymas tiene mucho que aprender.
Hannón cogió las tenazas y levantó con ellas uno de los candentes carbones del brasero. Un púnico metió el dedo índice en la parte delantera del calzón del siciliota y tiró de él.
—Pronto despertará la serpiente —dijo Hannón—. Hasta que eso ocurra, éste bailará un poco para nosotros. Hermosas danzas helenas, meteco. —Dejó caer el carbón dentro del calzón.
En los oídos de Antígono sólo había un murmullo. De pronto se levantó del diván, hizo a un lado las dos espadas, cogió una jarra de agua y derramó el contenido sobre el calzón del siciliota. Con el mismo impulso, desenvainó el cuchillo curvo y lo arrojó a la garganta del prisionero. Creyó y esperó haber visto una sombra de alivio y agradecimiento brotando del pánico de sus ojos. Un chorro de sangre manó de la arteria cortada, cayendo sobre el rostro y la túnica de seda de Hannón.
El siciliota se desplomó a los pies del pánico.
No había más de dos dedos entre el cuello de Hannón y el acero cuando los guardas sujetaron a Antígono. Bokhamón y Magón se habían levantado de un salto, Muía estaba sentado sobre un diván, moviendo el torso hacia atrás y adelante, Boshmún se había cubierto el rostro con un paño.
Hannón seguía de pie, inmóvil, bañado en sangre; alrededor de sus sandalias doradas se había formado un charco rojo. Levantó el pie derecho, tocó el vientre del muerto y señaló la escalera.
—Lleváoslo.
Los ojos de serpiente se dirigieron a Antígono y examinaron con detalle el rostro del heleno, como si cada uno de sus rasgos fuera nuevo y sorprendente.
—No está mal, meteco. —La voz sonó más pensativa que furiosa.
Antígono respiraba con dificultad. Un fuerte brazo se apretaba contra su garganta, dos garras le sujetaban las manos contra la espalda. Sus sienes palpitaban con violencia. Apenas podía mover la cabeza. Al borde de su campo visual, sobre el suelo, yacían las dos espadas, que no había oído caer. Esta visión le devolvió el sentido. Los hombres debían haber recibido la orden de no herirlo gravemente bajo ninguna circunstancia. Sentía un dolor leve en el antebrazo derecho. Por lo visto se había hecho un pequeño corte al apartar las espadas de los púnicos.
Los verdugos púnicos sacaron a rastras al siciliota muerto. Esclavas negras aparecieron con cubos de madera y trapos para fregar el suelo manchado de sangre.
Antígono pensaba qué sucedería con la serpiente.
Hannón se hizo escanciar un poco de vino. Cuando se llevó el vaso a la boca, tenía el pulso firme. Luego se agachó y recogió el cuchillo lleno de sangre.
—Egipcio, ¿verdad? —dijo—. Soltadlo.
Los guardas obedecieron. Antígono se estiró, frotándose los brazos. El corte no revestía ninguna importancia; apenas había sangrado.
Hannón arrojó el cuchillo a los pies del heleno y se dejó caer sobre el diván.
—Has abreviado el espectáculo; eso no ha estado bien. Pero no quiero enfadarme contigo. Por lo menos ahora sabemos que sabes manejar el cuchillo.
Boshmún levantó la vista, tapándose la boca con las manos. Estaba pálido, su cara tenía un color verdoso. Hablando de forma apenas inteligible, dijo:
—No hace falta que me invites al próximo espectáculo de este tipo, Hannón. Comparto la opinión que el meteco ha expresado con su acto.
Hannón bebió un trago; luego se encogió de hombros.
—No tiene importancia, amigo mío. No quiero seguir reteniéndote, meteco, tienes una cita con Asdrúbal. Creo que ahora sabemos qué puede esperar el uno del otro.
Antígono asintió.
—En ti reconozco esa crueldad y esa oscuridad animal que hizo que tus antepasados fueran despreciados en toda la Oikumene. Todo esto ha sido tan tonto y absurdo como tu expedición militar al interior, carnicero de Libia.
Hannón esbozó una ligera sonrisa.
—Quizá hubiera preferido alguna otra forma de trabajar contigo, pero me temo que nuestros rumbos son opuestos. Se acercan fascinantes años de lucha contra los «Nuevos» y contra ti. Pero debemos dejar las flechas en la aljaba, meteco. Tienes razón, cualquiera puede contratar a un asesino, ¿por qué privarnos del placer de saborear formas más pacificas de luchar?
Antígono recogió su cuchillo y lo metió en su vaina. Inclinó la cabeza ante Boshmún, quien lo observaba con los ojos muy abiertos, echó a los tres otros una rápida mirada y se volvió hacia el pasillo. Uno de los guardias lo acompañó. A mitad de camino a través del parque, cuando ya no podían oírlo desde la casa ni desde la puerta, murmuró:
—Bien hecho, hombre.
Antígono andaba a tropezones bajo la noche de Byrsa. Todas las fuerzas lo habían abandonado. Vomitó bajo un árbol; fue como si salieran serpientes arrastrándose de su garganta.
De alguna manera, poco antes de la medianoche llegó a la casa de Asdrúbal, en las inmediaciones del ágora. Frente al edificio, en el patio y la entrada, se agolpaban más de cien hombres armados. Al ver a Antígono, el joven pánico dio un grito de alivio y se sacó el yelmo de hierro.
—Ya no hace falta que llevemos a cabo esta empresa. De todas maneras, os lo agradezco, amigos; ahora volved a vuestras casas. Pero tú, Antígono, pareces un cadáver ambulante.
Con manos temblorosas, Antígono lo ayudó a abrir la hebilla del peto de cuero.
Asdrúbal dejó la espada sobre una mesa. Miró a su amigo con precaución.
—¿Qué ha pasado?
Antígono sacudió la cabeza.
—Vino.
Asdrúbal entró en la casa, seguido por el heleno. Antígono conocía el enorme edificio en que el púnico tenía su casa y sus oficinas, pero ahora tenía ante sus ojos un velo que hacía que todo le pareciese extraño.
Entraron en el cómodo despacho, iluminado por varios candiles de cerámica egipcia; allí estaba la compañera de Asdrúbal, que se había quedado dormida en el amplio diván de cuero colocado entre los estantes repletos de rollos. Asdrúbal la despertó y le pidió que los dejase solos. Jona, la voluptuosa celta de piel clara y cabellos de fuego, enrolló las diminutas historias ilustradas que había estado leyendo antes de quedarse dormida, trajo agua y vino, echó una mirada compasiva a Antígono y se retiró.
Tras el tercer trago, los objetos de la habitación recobraron sus proporciones y tamaño habituales. Los viejos y oscuros arcones eran arcones, no un montón de costras de sangre, la espada que veía en el centro de la habitación volvía a ser una estilizada escultura cushita de ébano, que representaba a una mujer negra, los sillones de respaldos tallados con incrustaciones de marfil no eran verdugos agazapados, sino muebles donde sentarse.
—¿Te encuentras mejor?
Antígono bebió otro trago y empezó a relatar lo ocurrido. Asdrúbal lo escuchaba con atención. Estaba sentado al otro lado de la mesa de tres patas, con el mentón apoyado sobre la mano derecha. Sus extraños ojos, claros y grises, daban un apoyo al heleno.
Cuando Antígono contó lo del cuchillo, Asdrúbal aplaudió y se inclinó hacia delante. Su joven rostro adquirió una expresión maravillosa.
—¿Te has atrevido a hacer eso… en la casa de Hannón?
—Pero empecé por la garganta equivocada —refunfuñó Antígono.
Asdrúbal suspiró.
—Te hubieran despedazado y mañana temprano estarían crucificando lo que quedara de ti. Y nos hubieras comprometido a nosotros. Una sangrienta guerra civil. No, así está mejor, y no sólo por ti. —Esbozó una breve sonrisa—. Ya veremos otra manera de domarlo.
—No es un hombre que pueda domarse —dijo Antígono—. Lo odio y lo desprecio. Pero es un hombre poderoso, valiente y huraño. Cuando le puse el cuchillo en la garganta ni siquiera se movió. Un malvado… —Antígono buscó la palabra adecuada.
—Faraón —dijo Asdrúbal—. Tienes que tomar medidas de precaución. Todos nosotros debemos hacerlo.
Antígono movió la cabeza.
—No lo sé. Hemos acordado una especie de tregua, porque ambos tenemos la misma cantidad de flechas en la aljaba. —Le contó la charla final.
Asdrúbal se reclinó sobre el respaldo de su asiento y respiró profundamente.
—Nunca dejas de sorprenderme —dijo, casi piadosamente—. Sólo hay un hombre al que Hannón respete, y ése es Amílcar. Si te trata como a un igual… Por lo demás, y digo esto sólo para que no te hagas ideas falsas, también muchos de los «Nuevos» querrían crucificarte si oyeran tus propuestas políticas. Pero, en conjunto. ha estado bien. Lástima que no seas púnico.
Hannón casi escupía la palabra «meteco» cada vez que la pronunciaba.
—Ya sabes cómo pienso yo. Mañana mismo podrías ser el segundo hombre de los «Nuevos», después de Amílcar, si fueras púnico.
Antígono se puso de pie.
—Me doy por satisfecho con ser el banquero de Amílcar y del bello Asdrúbal. Recuerdos a tu pelirroja.
Al amanecer, Antígono despertó al sentir que alguien le sacudía el hombro. Memnón estaba de pie junto a la cama.
—¡Padre!
Antígono se incorporó, pestañeando. El niño, cuya cama se encontraba en la habitación contigua, tenía un sueño verdaderamente profundo. Estaba temblando, descalzo sobre los ladrillos fríos, con los ojos abiertos y asustados. Cinco años y medio, pensó Antígono; tan débil, tan indefenso, tan frágil. Las alusiones de Hannón se le vinieron de pronto a la memoria.
—¿Qué pasa, Memnón?
—Padre, dabas unos gritos tan horribles.
Antígono suspiró y levantó la manta; el pequeño se escurrió dentro de la cama y se apretó tembloroso contra el cuerpo de su padre.
—Sí, era una pesadilla, hijo. Duerme tranquilo.
GISCÓN, HIJO DE MYRKAN, SUBESTRATEGA DE SICILIA,
SEÑOR DE LA FORTALEZA DE LILIBEA,
A ANTÍGONO KARJEDONIO, HIJO DE ARÍSTIDES, SEÑOR DEL BANCO DE ARENA,
KART-HADTHA
La gracia de Melkart y el favor de Tanit. Carta en cuatrocientas copias para los Señores del Consejo y los grandes comerciantes.
El almirante Hannón y su protector, Hannón el Grande, pueden considerarlo de otra manera, pero esto es lo sucedido realmente: el Consejo autorizó demasiado tarde el envío de muy pocas tropas. La soberanía del mar fue desperdiciada a causa de la miopía de quienes pretendían hacer economías; se dejó pudrir la flota victoriosa del almirante Adérbal hasta que no quedó más que una quinta parte de ella. La nueva flota fue equipada con cuervos; a pesar del consejo de Amílcar y del mío propio, los soldados que debían utilizarlos para abordar los barcos romanos no fueron asignados a la flota, sino —muy pocos demasiado tarde y muchos demasiado pronto— fueron enviados a Sicilia en invierno. De los diez mil hombres enviados, tres mil se ahogaron en las tormentas; los otros siete mil no fueron útiles aquí durante la tregua invernal.
Cuando el almirante Hannón zarpó de Kart-Hadtha, en primavera, tenía una flota nueva y grandiosa. La flota tenía un almirante inexperto, tripulaciones carentes de práctica, pilotos que no tenían ni idea, oficiales que se mareaban. Cada una de las doscientas naves debía haber llevado a bordo por lo menos cien soldados de a pie; los barcos romanos llevan doscientos legionarios cada uno. Puesto que el Consejo de Kart-Hadtha, en su inescrutable preocupación por el bienestar del tesoro público y de las bolsas de algunos Señores del Consejo, no estaba dispuesto a reclutar más mercenarios, envió la flota sin soldados. Quizá incluso los soldados enviados a Sicilia con tanta ligereza en invierno hubieran bastado para evitar el desastre; pero no estaban a bordo de las naves. El almirante Hannón quería salir de las islas Egates, llegar al atracadero de Erix, subir hombres a bordo y luego enfrentarse a la flota romana. Sin embargo, renunció a enviar barcas de exploración que le informaran del paradero de los barcos romanos.
No ha sido la ira de Baal ni la indignación de Melkart, sino la habilidad de los romanos y los constantes errores del almirante Hannón lo que nos ha deparado lo único que podían depararnos. La flota de Lutacio Catulo, entrenada y tripulada por soldados, salió al encuentro de nuestro descuidado almirante remando contra el viento, y allí, en las islas Egates, destrozó todas las esperanzas de Kart-Hadtha. Muchos hombres que con el tiempo hubieran podido llegar a ser grandes murieron absurdamente. Uno que nunca será grande escapó con unos cuantos barcos para llevar a Kart-Hadtha la noticia de la injusticia de los dioses y las inclemencias del tiempo. Hace diez años se crucificó a un almirante que había tenido mala fortuna; ¿qué sucederá con un almirante incapaz y sus protectores?
Con un poco más de apoyo, Amílcar Barca hubiera podido coger la victoria, esa fruta que el Consejo dejó que se pudriera en las ramas del árbol siciliano. Ahora Amílcar quiere negociar la paz; el árbol ha caído. Treinta mil soldados que han arriesgado la sangre y la vida, no reciben desde hace años ninguna paga ni ningún alimento que venga de Kart-Hadtha. Los enviaré en grupos pequeños para que así el Consejo pueda encontrar tiempo y medios para liquidar esa deuda poco a poco. Hay otras deudas que jamás podrán ser saldadas. Solicito al Consejo que autorice inmediatamente, y sin regatear, los medios necesarios para pagar a los hombres. Ruego a los grandes comerciantes púnicos y extranjeros residentes en Kart-Hadtha que, mediante un prudente almacenamiento de víveres, contribuyan a que esos hombres, que hubieran podido conseguir la victoria con su sangre si no hubieran estado atados de manos, puedan ahora al menos alimentarse y vestirse decentemente. Tan pronto hayan sido embarcados hacia Kart-Hadtha los últimos soldados, renunciaré a éste y a cualquier otro cargo.