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Authors: Gisbert Haefs

Tags: #Histórico, #Bélico

Aníbal (20 page)

BOOK: Aníbal
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Ya no era posible dirigir una sola palabra a la asamblea. Antígono dirigió la vista al estrado emplazado frente al edificio del Consejo; Amílcar había desaparecido. El estratega sabía cuándo había perdido. La asamblea popular se llenaría la barriga con el dinero de Hannón, se bebería su salud y, como coronación de la fiesta, se mataría a flechazos a los campesinos libios que habían tenido la mala fortuna de dejarse capturar. Hannón volvería a hacer sangrar el interior con tropas cinco veces más numerosas que las que él hubiera podido movilizar, y Amílcar no recibiría ni un solo hombre adicional. Y, de ser necesario, la salvedad «si no suceden grandes imprevistos» permitía que el próximo año la gente de Hannón pudiera hacer deponer a Amílcar por cualquier motivo inventado.

Antígono había escrito a Isis muchas veces, pero sin recibir respuesta. El banco no le permitía viajar. A la elímera la siguieron algunas otras hijas de metecos helenos, una púnica, una hetaira ática varada en Karjedón. En primavera, cuando los negocios eran más fáciles de controlar y Antígono tenía proyectado un viaje a Alejandría, estalló la siguiente guerra fratricida helénica: Egipto contra Siria, por tercera vez. Tras la muerte de Ptolomeo Filadelfo, quien había gobernado y explotado Egipto durante casi cuarenta años, había subido al trono Ptolomeo Evérgetes; casi simultáneamente murió el soberano del imperio seléucida, el segundo Antíoco, quien poco antes se había casado con Berenice, la hermana de Evérgetes. Cuando el nuevo soberano, Seleuco Calínico, desheredó a Berenice y a su hijo, ésta pidió ayuda a su hermano, quien no tardó en enviar ejército y flota. Ciudades insulares helénicas aliadas de los seléucidas impusieron su autoridad en el mar, bloqueando a Alejandría durante algunas lunas. Cuando este peligro hubo sido superado, empezaba ya el siguiente invierno; por otra parte, el contragolpe seléucida había desatado una gran intranquilidad en Egipto.

Hannón devastaba Libia; Antígono opinaba que Hannón estaba destruyendo más de lo que podría reconstruirse en diez años, una vez conseguida la brutal pacificación; pero en Kart-Hadtha crecía la popularidad del estratega. Pudo celebrar su mayor triunfo cuando sitió, conquistó y demolió hasta los cimientos la ciudad númida de Thiouest, llamada Hekatómpiios por los helenos, defendida únicamente por campesinos y ciudadanos armados precipitadamente.

Amílcar continuaba con sus rapidísimos ataques y repliegues en Sicilia, aunque con fuerzas insuficientes. La mermada flota no podía evitar que los romanos enviaran nuevas legiones a través del estrecho que separa Italia de Sicilia. Las tropas romanas avanzaban con cautela, obligando a Amílcar a replegarse en la parte occidental de la isla. Kshyqti había viajado a Lilibea con algunos sirvientes, las niñas y Aníbal; Antígono no los vio durante mucho tiempo, puesto que tampoco volvieron a Kart-Hadtha el invierno siguiente.

Los estrategas volvieron a ser confirmados, en el caso de Amílcar, sin necesidad de su presencia; Hannón, lleno de generosidad y amor a la patria, se ocupó de hacer que se enviaran cuatro mil hombres adicionales a Sicilia; demasiado pocos. Seguían sin construirse refuerzos para la flota.

El verano siguiente, cuando Aníbal cumplió dos años, Antígono recibió una carta de Lilibea. Decía: «Alabado sea el dios de
llama
, alabado sea nuestro amigo Antígono. Te saludan: Amílcar, Kshyqti, Salambua, Sapaníbal, Aníbal y Asdrúbal».

La primavera siguiente, Antígono —que aún no había visto al segundo hijo varón de Amílcar— pudo finalmente viajar a Alejandría; habían pasado casi tres años desde la última vez que viera a Isis.

La casa de madera de la playa ya no estaba allí. Pasó mucho tiempo buscando y preguntando, hasta que por fin un mendigo desdentado lo guió a través de la maraña de callejas hasta llegar a la zona más miserable de Kanopos, donde vivían los bailarines, cantantes y bufones viejos y consumidos. Encontró a Isis en una habitación apenas amueblada en la última planta de un edificio.

Su rostro no parecía haber cambiado, pero su voz era como si el sonido tuviera que andar atormentado sobre carbones ardientes antes de salir al aire. Isis llevaba encima un mantón muy amplio, y estaba llorando cuando Antígono entró.

—¿Por qué no has respondido a mis cartas? —Estaba conmovido por los cambios que empezaba a intuir. Ese cuerpo antes delgado ahora parecía llenar todo el espacio que dejaba el mantón.

—¿Qué hubiera tenido que escribirte? ¿Esto? —Señaló la habitación, el lecho miserable, a sí misma.

—Al menos te hubiera podido enviar dinero —dijo suavemente—. Y si hubiera sabido… hubiera venido de inmediato, con guerra o sin ella.

Isis se encogió de hombros, lentamente, como si moverse le produjera dolor.

Antígono arrugó la nariz.

—¿Qué es lo que huele así?

Isis cerró los ojos.

—Flauta y lira —murmuró—. «Quiero cantar mientras viva; y cuando me llegue el día dejadme la flauta en la cabeza, dejadme en los pies la lira.» He vendido las dos cosas, y esta voz.., y esto… —Se abrió el mantón.

Antígono contuvo las náuseas. Pensó en el cuerpo esbelto, los días y noches de amor, recordó de repente, con terrible nitidez, los pequeños bultos, que había olvidado, y observó las espantosas tumefacciones, úlceras supurantes y llagas. Volvió a cerrar tiernamente el mantón y besó la boca palpitante de la egipcia.

Ella abrió los ojos de golpe; estaban secos.

—Todas las lágrimas ya han sido vertidas —dijo con frialdad—. Ven.

Antígono, desconcertado, la siguió fuera de la habitación, bajaron la escalera y entraron en la casa del piso de abajo. Una anciana sucia les echó una mirada, luego se dio la vuelta y volvió a ocuparse del fuego. Isis se dirigió a la habitación contigua. En el suelo había un niño desnudo, desaseado, mal alimentado.

—Dos años y cuatro lunas —dijo la egipcia—. Lo he llamado Memnón. —Al decir esto se tambaleó y tuvo que cogerse a la pared.

La amada muerta se convirtió en una luz dolorosa y brillante; la madre muerta se convirtió en un recuerdo crepuscular. Memnón recuperaba fuerzas, hablaba más y se adaptaba al ambiente de Kart-Hadtha. La familia lo aceptó en su seno; Antígono pasaba más tiempo en la vieja casa del barrio de los metecos, y Arsínoe cuidaba cariñosamente del hijo de su hermano. No obstante, Memnón pasaba casi la mitad del año, sobre todo la época de más calor, en la pequeña finca de la costa, donde podía jugar con los hijos de Antíope, bañarse en la bahía, vagar por campos y bosques y ver a los animales de las granjas vecinas. Pero, sobre todo, allí estaba Apama, quien había entregado su corazón a ese inesperado nieto extranjero a cuya madre nunca había visto.

Cuando Memnón tenía tres años, Antígono completaba los veinticinco y la guerra entraba en su vigésimo segundo año; mercaderes y gente de confianza de Amílcar dieron la noticia de que acaudalados ciudadanos de Roma habían prestado a la ciudad dinero para la construcción de una nueva flota, a cambio de la promesa de que el empréstito les sería devuelto con intereses una vez lograda la victoria. El Consejo de Kart-Hadtha no se tomó en serio la noticia: Roma estaba al límite de sus fuerzas, la Guerra Siciliana estaba aletargada, los restos de la flota púnica dominaban el mar. ¿Por qué tanta excitación?

En otoño, Khsyqti murió en Lilibea durante el alumbramiento de su tercer hijo varón, Magón. Antígono lloraba la muerte de Kshyqti; Kart-Hadtha soñaba; Roma construía la flota, alistaba nuevas tropas, hundía los barcos púnicos que custodiaban el estrecho de Mesina y enviaba poderosos refuerzos a Sicilia. Al principio de la guerra los romanos habían imitado los trirremes púnicos; esta vez imitaban la mejor arma de Kart-Hadtha: el modelo para la construcción de la flota era una pentera capturada años atrás. Unos doscientos barcos de guerra, más de quinientos veleros mercantes, casi cuarenta mil hombres en nuevas tropas que se añadieron a las diez legiones asentadas en Sicilia. Amílcar no contaba ni siquiera con un tercio de esas fuerzas; disponía quizá de veinticinco mil soldados, entre íberos, baleares, ilirios, galos, libios, númidas y helenos. En el puerto de Kart-Hadtha había treinta barcos, otros cinco custodiaban las columnas de Melkart, seis más guardaban las rutas marítimas entre Libia y Cerdeña. El oeste de Sicilia estaba completamente desprotegido, y el cónsul romano Cayo Lutacio Catulo no tuvo ningún trabajo para ocupar el puerto de Deprana mediante un sorpresivo ataque realizado a finales del verano, y bloquear así los accesos a la ciudad más importante, Lilibea. Siete años después de la gran victoria naval, de la destrucción de todas las flotas romanas, llegaba la hora de pagar por haber desaprovechado la ocasión.

La barca que trajo la mala noticia del sitio de la fortaleza de Deprana había llegado al atardecer. Toda la ciudad murmuraba, y también en el banco había un único tema de conversación. Bostar estaba especialmente asustado.

—¿Por qué te excitas? —dijo Antígono fríamente—. Seguramente recordarás que predije que pasaría exactamente esto, hace seis años.

Bostar se restregó los ojos; parecía que apenas había dormido.

—Si, lo sé, pero no hace falta que sigas con eso. Además, aún no estamos tan mal como dijiste aquella vez.

—Aún no, pero lo estaremos; confía en los mentecatos.

Bostar se rascaba la barba.

—Tú hablaste de derrota. Yo estoy seguro de que ahora se empezará a construir otra flota.

—¿Y qué pasará luego, según tu estimable opinión?

Bostar se inclinó hacia delante, apoyando los codos sobre la mesa.

—¿Qué pasará? La superioridad de nuestros marinos…

Antígono lo interrumpió.

—…es historia vieja, sin ningún sentido en el presente. Kart-Hadtha tiene que construir una flota; sin flota no habrá avituallamiento para las tropas de Amílcar, sin avituallamiento, derrota en tierra. Pero, ¿quién tripulará la flota? Durante siete años habéis olvidado entrenar a la gente y hacerla trabajar con velas, catapultas, remos. Tenéis bastantes capitanes y pilotos capacitados… en naves mercantes. ¿Crees que un buen capitán de un mercante puede pasar a comandar una pentera de un día para otro? La flota será tan incapaz como lo eran las primeras flotas romanas, y los romanos la hundirán tan rápidamente como nosotros hundimos las suyas al inicio de la guerra. Y ahora déjame trabajar.

A finales del otoño vino a Kart-Hadtha el propio Amílcar Barca. Llevó a sus hijos al palacio y negoció con el Consejo. Hannón el Grande, única cabeza de los «Viejos» desde la sangrienta pacificación de Libia, se permitió algunos gestos: autorizó el envío de nuevas tropas a Sicilia; los pagos realizados por el propio Amílcar a las tropas reclutadas fueron aprobados por el Consejo y le fueron restituidos con fondos del tesoro.

Antígono resopló al enterarse de los acuerdos tomados. El pequeño astillero que el Banco de Arena vendiera años atrás volvía a suministrar piezas acabadas para la construcción de la flota; ahora pertenecía a un púnico, casado con la hermana menor de Hannón. Las armerías más importantes de Kart-Hadtha pertenecían al hermano de Hannón. Y Hannón se hacía compensar todo posible gasto de la época de incursión libia, aludiendo a Amílcar y sus gastos.

Hannón sólo exigía dos cosas como compensación: la prórroga de sus prerrogativas como estratega de Libia, y el nombramiento de un almirante de las filas de los «Viejos». Amílcar, que quería al mando de la flota al experimentado Adérbal, tuvo que acceder a regañadientes. El mando de la flota recayó en un hombre de confianza de Hannón, cuyo nombre era también Hannón.

ANTÍGONO KARJEDONIO, SEÑOR DEL BANCO DE ARENA, KARJEDÓN,

A FRÍNICOS, OIKONOMOS PARA EL COMERCIO CON OCCIDENTE,

DEL BANCO REAL DE ALEJANDRÍA,

EGIPTO

Salud y abundancia antes que nada, oh Frínicos: En lo que atañe a aquel terreno en la preciosa playa de Eleusis, aún no he tomado ninguna decisión definitiva. ¿No seria muy acertado dar un mayor realce a los palacios macedonios que lo rodean construyendo allí un almacén o un estercolero? Aunque esto último tendría poco sentido, pues me escribes que habrá una red de tubos subterráneos para eliminar los excrementos humanos. Haz que el terreno empalme con esa red; y también con el canal subterráneo que provee de agua potable del Nilo a Eleusis y Alejandría. Pienso viajar a Alejandría en un futuro próximo; hablaré con un arquitecto sobre la construcción de una casa.

En este turbio invierno son otros pensamientos los que me mueven. A pesar de ser un meteco sin ningún derecho, aunque rico, también soy muy púnico, como tú sabes. Nunca he albergado realmente la esperanza de que la Oikumene helénica, preocupada por su propio futuro, pudiera ayudar a Karjedón en su lucha contra Roma. No soy un soñador. El sueño de que el Consejo de Karjedón mantenía el poder de la flota después de la victoria naval, para alcanzar la victoria, terminaba cada nuevo día y con cada nuevo despertar. Era de esperarse. La esperanza de que Karjedón otorgaría al gran estratega Amílcar suficiente dinero y tropas para terminar victoriosamente la guerra en tierra, era, dada la estupidez de la raza humana, frívola y engañosa. Nunca podía haber sido fundada. Por el contrario, la certeza de que la nueva e inexperta flota de Karjedón navegará hacia la destrucción en primavera, terminando así la guerra, se diferencia de las ilusiones mencionadas antes porque es algo concebible, y me distingue de los Señores del Consejo, que, sacados de su larga y vil modorra, todavía no quieren darse cuenta de que la victoria frívolamente desperdiciada y la inevitable derrota son las dos caras de aquella moneda que ha decidido no concederles el triunfo en esta guerra, la más terrible de todas.

Y Karjedón tendrá que pagar muchas monedas por ello. La pérdida de territorio, como mínimo en Sicilia, y el deterioro del comercio, son ya tan ciertas como las elevadas pretensiones de Roma. Así, pues, oh Frínicos, te pido que prepares el terreno en tanto te sea posible y de la manera que te parezca más sensata. Estoy seguro de que cuando llegue la derrota el Consejo de Karjedón enviará un emisario a tu rey, para volver a solicitarle un empréstito. Hace ocho años éste les fue negado; Ptolomeo quería permanecer imparcial mientras continuase la guerra. Pero cuando acabe la guerra esta postura ya no será necesaria, pues a Roma no le interesará la procedencia de la plata con que Karjedón pagará las indemnizaciones de guerra. Pero temo que el antiguo rencor entre helenos y púnicos pueda impedir que el Banco Real realice una ventajosa colocación de capital. Ventajosa por cuanto Karjedón, a pesar de la derrota, podrá pagar intereses y amortizaciones, lo que Roma no podría hacer ni siquiera ganando la guerra. Si te es posible, oh Frínicos, haz que llegue a oídos del faraón macedonio que una inversión en Karjedón es más segura que la amistad de Roma, que los púnicos de hoy no son aquellos que hicieron la guerra a los helenos hace trescientos años, y que los macedonios no son helenos. A tus pies.

Antígono

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