U
n emisario del capitán del puerto entregó la carta a Antígono por la tarde, cuando atracaron en el puerto de Tingis. Habían hecho una larga escala en Mastia, donde empezaba a florecer la nueva aldea. En Malaca, y luego en Kalpe, les habían llegado rumores que la carta de Bostar no hacia más que confirmar y dotar de un contorno pesimista.
En Kalpe habían perdido otro día, debido a una tormenta. La nave correo que flotaba junto a ellos parecía haber intentado sortear la tormenta. Le faltaba el mástil; remos rotos yacían sobre el atracadero.
Memnón vagabundeaba por el puerto; se había escapado mientras Tsuniro y Antígono leían la carta. El viejo capitán Hiram discutía en el atracadero con unos tingitanos polvorientos. El piloto, Mastanábal, supervisaba la limpieza y llenado de los toneles de agua. El sol de finales de otoño ya caía por el oeste; el agua salobre de la dársena parecía madera carcomida cubierta por trozos de una capa de bronce. Apestaba a pescado podrido, basura y excrementos humanos. Sobre los sillares grises del atracadero traqueteaba un carro tirado por bueyes que traía un cargamento de ánforas de vino al
Alas del Céfiro
. El vino que ya había en el barco se estaba avinagrando poco a poco. Además del Alas y del correo, en el puerto había otros ocho barcos. El panzudo mercante anclado al otro lado del Alas estaba cargando molinillos procedentes de las canteras del sur de Tingis, y lingotes de cobre del interior. Tsuniro apretó una de sus mejillas contra la de Antígono y le acarició el cuello.
—Tigo —dijo susurrando. Luego se puso de pie, suspiró y caminó hacia la borda.
Antígono se quedó un momento con la mirada fija en el papiro, sin verlo. Lo enrolló, lo dejó sobre la mesita, echó hacia atrás la silla plegable, hecha de madera y lona, se levantó muy despacio y bajó la escalera de la cubierta de popa con pies de plomo. Haciendo un esfuerzo, consiguió dirigir sus pensamientos hacia las necesidades inmediatas. Tras dar nuevas instrucciones a Hiram, subió a bordo de la nave correo. Tenía un aspecto espantoso. El mástil no se había roto, había sido arrancado de la cubierta; toda la embarcación estaba cubierta de tablas rotas, apuntalamientos agrietados, astillas de madera embadurnadas de sangre y cabos deshilachados. Fatigados hombres de la tripulación y carpinteros de Tingis trabajaban casi rabiosos en la reparación de los daños. Uno de los marineros dejó caer un martillo, se llevó el pulgar machacado a la boca y profirió una maldición. Ésta iba dirigida al capitán, quien, por lo visto, quería zarpar esa misma noche.
Antígono encontró al púnico en el camarote de popa, inclinado sobre un rollo, con la caña de escribir en la mano y surcos en la frente.
—Antígono, del Banco de Arena. ¿Eres tú el capitán del barco?
El hombre levantó la mirada. Era apenas algo mayor que Antígono; en los rasgos de su rostro podía leerse el cansancio, la preocupación y el peso de la responsabilidad. Se pasó la mano derecha por el cabello oscuro y desgreñado, tiró de una de las argollas que llevaba en la oreja derecha y se puso de pie.
—Sí, señor del Banco de Arena. Y ando con prisas.
Antígono señaló hacia atrás con el pulgar.
—¿He oído que quieres volver a zarpar hoy mismo?
El púnico asintió. Apretando los dientes, dijo:
—De ser necesario, sin mástil, sólo con remos y tablones a medio remendar. Tenemos que ir a Gadir.
—¿Es tu presencia allí indispensable? El
Alas del Céfiro
acaba de recibir vino fresco. Y yo he recibido una carta de Kart-Hadtha por la que me gustaría hacerte algunas preguntas.
El púnico titubeó; se encogió de hombros.
—Un vaso de vino, ¿por qué no? Esta lista de daños puede esperar.
Ya sentados en la cubierta de popa del Alas, frente a los vasos llenos de vino, Antígono señaló el rollo con la carta de Bostar.
—Este rollo nos ha estado esperando aquí algunos días. Dice que Kart-Hadtha está prácticamente sitiada, y que Giscón tiene que ir a Tynes para reemprender las negociaciones con los mercenarios. No suena muy esperanzador. ¿Sabes de alguna novedad?
El púnico rió apretando los dientes, levantó el vaso ante Tsuniro, después ante Antígono, bebió y se secó la boca.
—No sé si las noticias te gustarán, señor del banco.
—Antígono; olvida el «señor».
—Yo me llamo Hannón, no puedo hacer nada para evitarlo, aunque sé que de momento hay nombres mejores.
Tsuniro chasqueó la lengua.
—¿El otro Hannón ha caído?
—No, el poder de su dinero es demasiado grande para que eso suceda. Es estratega y ha emprendido los preparativos para la guerra. Antígono cerró los ojos.
—Entonces las cosas han ido tan lejos que…
Hannón asintió lentamente.
—Todavía más lejos, señor… Antígono. —Se apoyó en el respaldo de su asiento e informó de lo ocurrido.
Giscón había mandado cargar un barco con dinero en el puerto y lo había llevado al lago de Tynes, pasando por el pequeño canal de la «lengua de tierra». Lo acompañaban algunos Señores del Consejo. Tras largas negociaciones, Giscón empezó a pagar las soldadas atrasadas y la compensación por los caballos muertos; la cuestión del grano la dejó para más adelante. Ya había pagado a algunas de las tribus, cuando los libios se amotinaron protestando que no habían recibido nada y que a ellos les correspondía cobrar los primeros. Naturalmente, la intención de Giscón había sido que sucediera precisamente eso: quería dividir a los mercenarios en dos bandos, meter una cuña entre ellos. Giscón respondió con frialdad que, o bien esperaban con paciencia a que llegase su turno, o bien tendrían que ir a cobrarle al «estratega» que ellos mismos habían nombrado, un libio llamado Matho.
—Muy astuto, y muy osado.
Tsuniro sacudió la cabeza.
—En esas circunstancias, rodeado por mercenarios sublevados…
Hannón suspiró.
—Un hombre bueno y justo, ese Giscón; desde un principio había querido que se cumplieran los pactos con los mercenarios. Seguro que el motín y las nuevas y desmedidas exigencias de los mercenarios lo irritaban menos que los mentecatos del Consejo. Pero había algo con lo que no había contado, con lo que no podía haber contado.
—¿Y qué era eso? —preguntó Antígono poniéndose de pie.
—Para todos los bárbaros, hasta para los romanos, los emisarios son sagrados, pero los libios cogieron a Giscón y a los otros Señores del Consejo, los golpearon, los encadenaron y los arrojaron a un calabozo en Tynes.
Tras un largo silencio, Antígono, como si no quisiera dar crédito a lo que acababa de oír, dijo:
—No. La inmunidad de los emisarios.., pretextos más insignificantes han conducido a grandes guerras. Pero… se hubiera debido contar con algo así, ¿verdad? Precisamente de parte de los libios. Sabían que para ellos no existe un camino de regreso. Tan pronto los otros mercenarios se hayan ido, la ira que Kart-Hadtha tendrá será terrible.
Hannón extendió los brazos.
—No sólo contra los libios y su caudillo, ese tal Matho, también contra otros. Sobre todo los itálicos; su cabecilla es un tal Spendius. Tampoco ellos pueden regresar a su país; han luchado contra Roma, y ahora todas sus ciudades natales son aliadas de Roma. Y los galos capitaneados por ese, ¿cómo se llama?, Audarido…
—¿Cómo se ven las cosas ahora? ¿En Kart-Hadtha y en Libia?
Hannón cogió el vaso y fijó la mirada en algún punto frente a él.
—Guerra —dijo en voz baja—. Una guerra terrible que aún no ha comenzado, pero que ya no se puede evitar. Para la ciudad es incluso peor que la larga Guerra Romana. Muchas cosas se agolpan…
Los mercenarios se habían dado prisa en enviar mensajeros a todas las ciudades y aldeas del interior de Libia. No hacia falta más; durante la guerra, Kart-Hadtha había duplicado los tributos de las ciudades e incrementado los impuestos de los campesinos a la mitad de todas sus cosechas.
—A los treinta mil mercenarios se han unido casi treinta mil libios —dijo el púnico con voz quebrada—. Las aldeas han enviado todo el dinero que poseen; las mujeres han sacrificado sus joyas. Matho y Spendius disponen de grandes medios; han empezado a acuñar monedas propias y a pagar a sus hombres. Sólo dos ciudades no están con ellos, Ityke e Hipu. Serán sitiadas, lo mismo que Kart-Hadtha. Tienen buenos soldados, preparados por Amílcar e invictos en sus batallas contra los romanos, y más del doble de libios. Cuando llegue la primavera todos estarán armados y bien entrenados.
Antígono se pasó la mano sobre los ojos.
—¿Y qué tiene Kart-Hadtha?
El púnico rió.
—Nada. Unos cuantos centenares de mercenarios que no han desertado y siguen en las murallas. Hannón está armando a voluntarios… púnicos; hace reparar los barcos y ha enviado reclutadores a que contraten nuevos mercenarios. Esa es mi tarea; debo llegar a Gadir tan pronto como sea posible: por plata y soldados para Kart-Hadtha. Estamos indefensos, señor Antígono. Cuando Régulo atracó en nuestras costas, siempre tuvimos más hombres que él; Agatocles era un visitante inofensivo y amigable. Ambos, tanto los romanos como los de Siracusa, por lo menos respetaban las reglas básicas de la guerra, no violaban a los emisarios. Esta guerra será terrible: en las mismas murallas de la ciudad, sin aliados, sin dinero, sin soldados, contra mercenarios que han violado todas las reglas y no tienen nada que perder… Y eso no es lo peor.
—Dilo. Dilo. Para que sepamos qué tenemos que hacer. —Antígono buscó la mano de Tsuniro.
—Comerciantes romanos han aceptado el dinero de los mercenarios y han enviado barcos con grano y otras cosas… a los mercenarios que asedian Hipu. Nuestra flota los ha interceptado y los ha llevado a Kart-Hadtha. Quinientos ciudadanos romanos… El día anterior a mi partida llegó al puerto una embajada de Roma. Amenazaron con la guerra, y los mercenarios les han ofrecido firmar un tratado: contra Kart-Hadtha.
Antígono estaba abatido. Contemplaba el ánfora con la mirada fija, llenó su vaso con vino, sin mezclarlo con agua, dio algunos suspiros y se llevó el vaso a los labios.
Tsuniro estiró la mano, cogió el vaso y devolvió el contenido al ánfora.
—Ya no más, corazón de mi corazón.
Antígono levantó la mirada, sorprendido. Sus ojos se cruzaron. Ambos sabían qué estaba pensando el otro.
—Por lo visto soy púnico —murmuró Antígono.
—Deja que la ciudad se pierda; si no se salva a sí misma, no merece ser salvada. Esta noche te demostraré que la vida también es disipada y dulce sin vino y sin Kart-Hadtha. —Lo cogió de la mano—. Pero sólo si vienes conmigo ahora mismo a la casa de baños de enfrente. Después de todos estos días a bordo… Si no vienes, y esto es una promesa, no te tocará ni con los dedos del pie hasta que termine este viaje. Ofendes a mi nariz, mi lengua y alguna otra cosa.
Jarras, cestos, ánforas y sacos fueron subidos a bordo: atún salado, frutas en aceite, frutos secos, carne adobada, grano, más vino. Un carro con molinillos de hierro se había detenido en el atracadero.
Hiram abrió los ojos de golpe al oír la pregunta de Antígono.
—¿Soy un marino púnico o un romano pies planos que nunca ha pisado un barco? ¡Miedo! ¡Bah! —Escupió—. Oh, Tigo, señor mío, he navegado ese trecho muchas veces, y sé cómo navegarlo, sé qué estrellas son importantes y qué vientos en qué corrientes. Todavía estamos en otoño, y el clima es propicio. Si zarpamos ahora, podemos conseguirlo. Y hasta encontraremos buenos vientos para el camino de regreso. Pero es peligroso.
Antígono le dio un manotazo en la espalda.
—Mastanábal lo ve de otra manera —dijo con una sonrisa apagada.
—Ja. Mastanábal lo ve exactamente igual que yo. Sólo que siempre me lleva la contraria. Eso hace que entre los dos demos con el rumbo adecuado. —Hiram se rascó la barba. Su sonrisa se esfumó—. Dime, señor, ¿por qué tú, por qué ahora, por qué hacia allí?
Antígono cerró los ojos.
—Porque cuando caiga Kart-Hadtha debo estar lo más lejos posible. Haz un poco más de espacio. En Gadir cargaremos hierro. En Britania tienen muy poco.
Medio día después de su llegada al puerto de la isla de Vektis, se desató la primera verdadera tormenta de invierno. Memnón, quien había imaginado que el norte era más frío y hasta entonces había estado algo desilusionado, se entusiasmaba al ver sus pisadas en la nieve, se dejaba sostener por el viento y llevaba sus pieles como si de una armadura de oro se tratase. La silueta blanca de Mastanábal daba vueltas a bordo del
Alas del Céfiro
, preocupada por el barco y la carga. Hiram se emborrachaba con cerveza britana y jugaba a los dados con mercaderes masaliotas. Helenos del sur de las Galias maldecían contra la tormenta que los retenía en el puerto, alababan a Hiram porque había ayudado a que no se estropeasen los negocios de otros mercaderes de la costa norte de las Galias, hablaban mal de los nativos de la isla e intentaban sonsacar sus secretos al viejo capitán púnico. Hiram ganaba a los dados e inventaba vientos y constelaciones increíbles que supuestamente había seguido desde Gadir. Y, de tanto en tanto, decía refunfuñando que no ayudaría a los helenos, pues la flota de Kart-Hadtha no permitía que nadie fuera más allá de las columnas de Melkart.
La taberna del puerto, de madera y barro, descansaba sobre una bóveda excavada en los peñascos. Encima del salón de la taberna, ennegrecido por el fuego e impregnado del mal olor del pescado, grasa, cerveza y aceite de pescado, había una serie de pequeñas habitaciones con colchones de paja y jofainas de arcilla. El tejado de ripias estaba sujetado con piedras; el viento silbaba al abrirse paso a través de las grietas del postigo de madera revestida en cuero que debía cerrar la ventana.
Antígono y Tsuniro aprovecharon la ausencia de Memnón. El heleno se ató las pieles con agujetas, se bajó el traje en forma de tubos que le cubría las piernas y quitó una cañita puntiaguda del colchón de paja. Tsuniro se quitó la falda de piel. A la luz de la vela de sebo, la brillante piel de foca que la cubría de las caderas para arriba resaltaba en su piel morena casi como un segundo cuerpo, ligeramente jaspeado.
Antígono se echó hacia atrás extendiendo los brazos hacia Tsuniro.
—Oh, largas piernas de placer —dijo—. Oh, la desnudez del sur. De todas maneras —añadió sonriendo—, vamos a ver estrellas, las que hasta ahora han sido nuestro norte. Ven, corazón de mi corazón, es urgentísimo.