Read Aníbal Online

Authors: Gisbert Haefs

Tags: #Histórico, #Bélico

Aníbal (65 page)

BOOK: Aníbal
11.82Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Después de los días en el pantano, los esfuerzos de la marcha y el trabajo de organización, Antígono había dormido algunas horas, había pasado otro día ocupado con la planificación y el reparto de provisiones, lugares de acampada, mantas, medicinas, y luego había pasado diez horas enteras adormecido, sin conciliar el sueño. Todavía se sentía cansado, notaba de forma más palpable que nunca que ya tenía cincuenta y un años. Pero quizá se debía a esos años, empleados en cosas tan diversas, que a pesar del cansancio estaba libre del miedo que entumecía a los oficiales y se cernía como un vaho sobre todo el ejército.

Antígono se levantó, secó su copa y dio un golpe en la espalda al sobresaltado Muttines, que se encontraba a su lado.

—Voy a verlo.

La habitación al otro lado del pasillo estaba casi a oscuras. Aníbal estaba acostado sobre una amplia cama de madera revestida en cuero, llevaba puesto un chitón limpio y la manta le llegaba hasta la altura de la barriga. Manos y rostro estaban relajados, tenía los ojos vendados con paños blancos. Al lado de la cama había una bandeja honda; la mezcla de agua y cientos de hierbas llenaba la habitación de un aroma al mismo tiempo refrescante e inquietante.

—Hijo —dijo Antígono; se sentó en el borde de la cama y cogió la mano derecha de Aníbal. Estaba seca, ni demasiado fría ni demasiado caliente—. Deberías estar gritando o cantando o quejándote o pidiendo a gritos vino y mujeres o lo que sea.

El estratega esbozó una leve sonrisa y apretó la mano del heleno.

—¿Temor, Tigo?

—Tus amigos. Saben qué es una herida de espada, pero esto y tu retiro… Son los mejores oficiales que haya tenido estratega alguno. Si murieras en Babilonia no se dividirían tu imperio, sino que lo consolidarían y expandirían. Pero ahora son como niños asustados de que el sol se ponga. Y al mismo tiempo son grandes e inteligentes; por eso saben que el sol no volvería a salir y dejaría todo envuelto en tinieblas.

—Lo sé, Tigo. Sé que tienen miedo de algo contra lo que no pueden luchar. Pero eso es todo. —La mano derecha palpó buscando las vendas—. Seco. ¿Puedes…?

Antígono lo ayudó a quitarse el vendaje. Aníbal mantuvo los ojos cerrados mientras Antígono sumergía las vendas en la bandeja, las exprimía un poco y volvía a colocarlas alrededor de la cabeza de Aníbal.

—Desde el asesinato de Asdrúbal —dijo el estratega a media voz—, he dormido una que otra vez, pero nunca he descansado. Cuatro años, Tigo. Las expediciones contra los pueblos ibéricos, Zakantha, el Iberos, los Pirineos, los Alpes, el pantano. Cornelio y Sempronio. La cabeza, ¿comprendes? Demasiado llena; quería reventar. Por eso. Tantas cosas… Pensamientos, márgenes, todo… ya no podía mover ni un solo músculo.

—¿Estás mejor ahora? ¿Has dormido?

Aníbal sacudió la cabeza con cuidado.

—Mejor, sí; pero no puedo dormir. Yo… no, no yo, algo piensa. Yo soy pensador. Ordenar, empaquetar, guardar, Tigo.

Parecía completamente relajado; siguió hablando a media voz. Hizo preguntas que Antígono intentó responder o eludir con suposiciones. Pero casi todo eran informaciones, discusiones, ilación de pensamientos, juegos mentales. Todo formulado de forma controlada, concisa, a menudo lacónica; el recipiente de su cabeza, a punto de reventar, dejaba salir lo superfluo, después de haberlo escogido y revisado. Apenas dos o tres palabras sobre la guerra, el Senado de Roma y el Consejo de Kart-Hadtha, la locura del mundo helénico; esas cosas debían quedarse dentro del recipiente, y no pertenecían al subterráneo de los sentimientos, sino a las cámaras y graneros del pensamiento. Antígono estaba contento de haberse acercado a Aníbal; lo que el estratega tenía que dejar salir hubiera sido excesivo para Maharbal, y Magón lo hubiera arrojado al terreno de la incomprensión. Además del heleno, había únicamente otra persona que hubiera podido sentarse en la cama de Aníbal, escucharlo y darle consejos o replicarle en voz baja: Asdrúbal, muy parecido al estratega en muchos aspectos. Pero el hermano estaba en Iberia, luchando contra las legiones romanas y la testarudez de los íberos.

Eso que Aníbal llamaba sencillamente calor era un paisaje en el cual sus pensamientos erraban como en un laberinto.

—…dos inviernos maravillosos en la nueva Kart-Hadtha… Los ojos de Himilce, sus brazos, jugar con el niño. —Luego, tras un breve silencio—: Cuando era joven y pasaba algún tiempo contigo y Tsuniro sentía y amaba eso. —Buscó palabras para exponer sus pensamientos con mayor claridad, para explicarlos, establecer diferencias; pasó del púnico a la coiné—. Entre vosotros estaba
eros
, Tigo, y
agape
, los dos juntos, y para mí ese estado de seguridad era todo eso al mismo tiempo,
eros, agape, philia
, las caricias y risas de Tsuniro, tus bromas y abrazos…

—¿Quieres que bromee más a menudo, o que te abrace con mayor frecuencia?

Aníbal sonrío.

—Las dos cosas. Sobre todo: sé que tienes otras cosas que hacer en Libia, pero…no te vayas tan pronto.

Luego pidió a Antígono que le hablara de Kshyqti, su madre, a la que recordaba como un calor y una ternura infinitos que lo habían abandonado poco después de su cuarto cumpleaños. Más tarde, después de que el heleno hubo mojado las vendas por segunda vez, el estratega pidió caldo de carne y «que me dejen sólo hasta que yo diga lo contrario. Creo que voy a quedarme dormido».

Magón, Maharbal y Muttines estaban esperando; los demás habían ido a hacer las cosas que tenían que hacer. Magón se levantó de la mesa de un salto cuando vio entrar a Antígono, le salió al encuentro y le puso las manos sobre los hombros.

—¿Cómo…? ¿Cuál es tu opinión?

—Está sano. No puedo juzgar en lo que atañe a sus ojos, pero por lo demás está bien. Quiere caldo y después dormir.

Muttines suspiró aliviado, Maharbal estaba radiante, y Magón hizo algo inaudito: apretó al heleno contra su pecho y dijo:

—Te lo agradezco… Tigo. —Luego sonrió y se corrigió—: Meteco.

—No tienes qué agradecerme, púnico.

—Sin embargo —dijo Magón, otra vez en serio— si realmente se queda ciego…

—Eso está en manos del destino y de Memnón. Pero dime, Magón, ¿a quién preferirías al mando, a un Aníbal ciego o a un Pirro ciego? ¿O a todos lo cónsules romanos, con buena vista?

Muttines levantó ambos brazos.

—Cogería la luna para que él viera, Tigo, prefiero a Aníbal sin ojos, sin oídos y si hace falta sin piernas.

—No es que se lo deseemos —dijo Maharbal.

Antígono dio algunas indicaciones a una esclava de la cocina y volvió a la habitación de Aníbal.

—Dentro de pocos minutos te escaldarás la lengua, estratega. ¿Algún otro deseo?

—Envía una esclava a que me dé de comer, tu hijo dice que no puedo abrir los ojos. Y dame algo en qué pensar, algo diferente.

—Yo mismo te daré de comer. ¿En qué te gustaría pensar? ¿Algo reparador para estrategas marchitos?

Aníbal contuvo la risa.

—Algo que trace nuevos canales de desagüe en mi cerebro.

Antígono volvió a sentarse en el borde de la cama.

—Ah. Eso será difícil. ¿Quieres cosas sabias o tonterías?

—Ambas, Tigo. Todo lo que se te ocurra.

—¿Te he hablado alguna vez de Taprobane?

—¿Esa isla al sur de la India? Sé que has estado allí, pero creo que no me has contado nada más.

—En ella había un comerciante chino que tenía una hija muy simpática y complaciente; en esa época para mí la muchacha era más importante que las perlas de la conversación del comerciante. Pero recuerdo algunas de esas perlas. No bien ensartadas, que es como deben estar las perlas, sino más bien aisladas. Pero se adecuan bastante bien a tu caso. «Un árbol caído no hace sombra», oh postrado estratega. Y: «Hasta la cuerda más gruesa empieza a podrirse por un hilo» O ésta: «Una pulga en la cama es peor que un león en la estepa». O lo que me decía con especial énfasis el padre de la hermosa muchacha cuando yo contemplaba demasiados proyectos a un mismo tiempo: «Una montaña de plumas puede hundir un barco». O bien: «De un búfalo no se pueden sacar dos pieles». ¿Consiguen estas frases darte un poco más de sueño?

Aníbal dejó escapar una risa breve y gutural.

—Los comerciantes chinos son gente muy lista. Las últimas noticias que recibí de mis informadores de Oriente, antes de Kart-Hadtha, decían que en China había un nuevo soberano; éste ha comenzado a unir una multitud de murallas pequeñas y viejas para formar una sola muralla gigantesca que los separe del resto del mundo. Es una buena idea. La Oikumene debió construir hace cien años una muralla similar alrededor de Roma.

Memnón entró en la habitación; traía una escudilla con caldo y una cuchara de madera pulida.

—No es veneno —dijo antes de volver a salir de la habitación.

Antígono dio de comer al estratega. Aníbal había levantado un poco el torso, apoyándose sobre los codos. De pronto, el heleno echó a reír en voz muy baja.

—Al estar aquí intentando devolverte a la vida me he acordado de algunos discursos sobre la renuncia. En la India hubo hace mucho tiempo un piadoso predicador de la renuncia; el gran rey Ashoka, quien unificó a la India, se convirtió a su doctrina e incluso envió mensajeros hasta Alejandría para extender las pacificas enseñanzas.

—¿Renunció ese rey al mundo y la conquista? No recuerdo haber oído nada sobre la disolución del imperio hindú.

—Las palabras sensatas son para reflexionar sobre ellas, seguirlas sería demasiado. Gotamo, ese piadoso predicador, decía más o menos esto: «Quien renuncie a la vida mundana debe guardarse de dos muertes. La vida en los placeres es una muerte vulgar y vil; atormentar el propio cuerpo también es innoble. El camino intermedio crea luz y conocimiento; este camino intermedio lleva a la paz, el conocimiento, la iluminación. Pero el camino intermedio es el sendero de ocho ramales; creencias justas, decisiones justas, palabras justas, actos justos, vida justa, ambiciones justas, pensamientos justos, y el justo abandonarse a uno mismo. Además, hay cinco dolores: el nacimiento es un dolor, la vejez, la enfermedad y la muerte son dolores, ser uno con el desamor y vivir separado del amor es un dolor. El dolor surge de las ansias: ansias de placer, de llegar a ser, de caducidad. Pero la supresión del dolor es la supresión de las ansias y la anulación del deseo».

Aníbal eructó.

—Yo deseo algunas cucharadas más de caldo, oh letrado y sapiente Tigo.

—Bueno, bueno. Come, para que te hagas grande y fuerte, muchacho. Todavía tengo algo más para ti, una oración egipcia. Seguramente no la recuerdo completa; además, se la escuché a un viejo apóstata macedonio desdentado que no sabia egipcio y repetía los nombres de ciudades y templos en heleno. Pero es igual. Prepárate. Y abre la boca. «Oh tú el de largos pasos, que apareces en Heliópolis: no soy un malhechor. Oh tú que conservas el fuego, y apareces en Keraba: no soy un hombre violento. Oh tú el de la nariz, que apareces en Hermúpolis: no tengo malas intenciones. Oh devorador de sombras, que apareces en Elefantina: no soy codicioso. Oh tú, semejante a un león, que apareces en el cielo: no engaño con el peso del grano. Oh rompehuesos, que» ya no sé dónde aparece; creo que sigue: «no robo comida. Oh tú el de los dientes brillantes: no soy un blasfemo. Oh tú que bebes sangre: no he matado ningún animal sagrado. Oh Señor de la honradez: no soy un salteador. Oh tú que vuelves la espalda: no escucho lo que no debo. Oh víbora de Busiris: no incurro en adulterio. Oh Señor de la Casa del Mm: no soy deshonesto con nadie». Bien, ¿satisfecho?

Aníbal se dejó caer sobre la cama.

—Más que satisfecho, queridísimo amigo. Esa oración, aunque estaba incompleta, como has dicho, es un delicado catálogo de cosas que tengo que volver a hacer algún día. Después de haber dormido.

Durmió veinticuatro horas. Después, cuando Memnón fue a examinarlo, se confirmó que el ojo izquierdo de Aníbal no había sufrido ningún daño; el derecho estaba ciego.

Tras recibir los informes de sus exploradores, el cónsul Cayo Flaminio había apostado su ejército en, y alrededor de, la ciudad de Arretium, a unos cuantos días de marcha al sudeste del campamento púnico; de esta forma protegía el rico y fértil campo etrusco y podía alcanzar y bloquear rápidamente todas las grandes carreteras. Aníbal estaba reuniendo más detalles sobre la vida, los antecedentes y la manera de ver las cosas del cónsul.

A lo largo de todo el día estuvieron yendo y viniendo emisarios procedentes de las ciudades y familias etruscas. De manera incomprensible para Antígono estos emisarios hacían hincapié en la antiquísima amistad entre púnicos y etruscos, apoyándose en una cronología supuestamente cierta: hacía trescientos treinta años, decían, las potencias amigas habían movilizado una flota común para poner fin al avance hacia el oeste de los helenos focenses. Antígono sabia que una vez había habido un combate naval frente a las costas de Kyrnos, cerca de Alalia, y que después de ésta no había vuelto a levantarse ninguna colonia focense en Kyrnos; el heleno conocía también las viejas relaciones comerciales entre Karjedón y los etruscos. Lo que desbordaba la capacidad de comprensión de Antígono no era únicamente que los etruscos afirmaran conocer exactamente todos los años y los textos de todos los tratados, sino, sobre todo, que hablar de ello naciera de ellos mismos. Roma les había arrebatado un trozo de territorio tras otro, había ocupado una ciudad tras otra; el último levantamiento importante de los etruscos había tenido lugar hacia más de sesenta años; Etruria era considerada una parte firme y segura del sólido sistema de alianzas romano.

Y ahora los etruscos no habían esperado a que Aníbal los lisonjeara, les echara el cebo, les hiciera propuestas; ellos mismos ofrecían su ayuda.

—Hasta cierto punto —dijo Aníbal por la moche, cuando los emisarios ya se habían marchado—. Ningún soldado, pero si víveres, caballos frescos, que necesitamos urgentemente, después de haber perdido tantos en el pantano, metal para armas. Dejarán pasar las provisiones que nos lleguen desde el norte de Italia, siempre y cuando nosotros y los celtas no les causemos ningún daño ni saqueemos sus ciudades. Y harán la vista gorda si dos o tres barcos anclan frente a sus costas. Por otra parte, casi toda la costa está en manos de Roma.

—¿Qué pasará después? —Tras casi siete días de descanso, Magón parecía a punto de explotar, no cesaba de mover alguna parte de su cuerpo; se llevaba una mano a la cabeza, una rodilla daba un respingo, un pie frotaba el suelo.

BOOK: Aníbal
11.82Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Jewel of St Petersburg by Kate Furnivall
The Naked Room by Diana Hockley
Black Tide Rising - eARC by John Ringo, Gary Poole
First Casualty by Mike Moscoe
Rise of the Dead Prince by Brian A. Hurd