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Authors: Gisbert Haefs

Tags: #Histórico, #Bélico

Aníbal (19 page)

BOOK: Aníbal
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Pero los diez mil soldados de a pie y tres mil jinetes que pidió a Kart-Hadtha como refuerzo para expulsar de Sicilia a los romanos antes de que acabara el verano llegaron; Hannón realizaba una incursión contra los campesinos libios con más de cuarenta mil soldados, y no podía prescindir de ningún hombre.

A diferencia del Consejo de la ciudad y, sobre todo, de Hannón y sus partidarios, el almirante Adérbal era un hombre razonable; éste dio a Amílcar todo lo que podía darle. Cuando los romanos se retiraron a posiciones más fáciles de defender, desocupando completamente la parte occidental de Sicilia, las fuerzas que contaba Amílcar no eran suficientes para continuar el ataque. Mientras sus comandantes intentaban asegurar las regiones ganadas a los romanos, y Adérbal utilizaba una parte de la flota para mantener ocupados a los barcos de Siracusa, el «Rayo», a quien los romanos creían en Sicilia, cayó con las demás naves púnicas sobre los veleros de avituallamiento romanos, devastó puertos mal protegidos de la costa italiana, prendió fuego a campos de trigo no muy alejados de Roma y saqueó almacenes de provisiones de las carreteras que conducían al sur.

En los primeros años de la guerra, Amílcar, muy joven aún, había mandado una pentera, luego seis, luego veinticuatro; había reclutado mercenarios en Klumyusa, en Iberia y entre los númidas; cuando estrategas incapaces pusieron a Kart-Hadtha en peligro inmediato, y hubo que recurrir a la ayuda del espartano Jantipo para derrotar a Régulo, Amílcar dirigía una parte de la caballería, y con ella realizó el movimiento decisivo en la batalla decisiva. Antígono sabía que Amílcar era probablemente el único que había leído los importantes escritos de los estrategas y tácticos helenos, sobre todo del rey Pirro, y había estudiado varias veces la manera de proceder de los romanos; y no se sorprendió cuando, un atardecer, oyó en un baño que un viejo terrateniente del partido de los «Viejos» y otro púnico alababan y maldecían a Amílcar.

—El Rayo golpea en todas partes; ¿quién de nosotros podrá detenerlo después?

El otro púnico, gordo y calvo, retozaba en el agua y resoplaba como un hipopótamo.

—Sabíamos que sería así. No han debido dejarlo ir a Sicilia.

—Por otra parte… ¿queremos perder la guerra? —El anciano se incorporó y se enjuagó la cara.

—Sí, ya, perder un poco aquí, ganar un poco allá, ¿a qué conduce eso? Libia es más importante que Sicilia.

Antígono se reservaba su opinión, aunque tenía que morderse la lengua para poder hacerlo. No tenía motivo para temer a los púnicos, pues el banco era bastante fuerte, pero conocía a los «Viejos», y sabía que no tenía ningún sentido hablar con ellos.

Al día siguiente visitó a Kshyqti, a quien faltaba poco para el parto. Antígono le contó la conversación que había oído y ella lo escuchó con atención. El sol colgaba ya muy cercano al horizonte; estaban sentados en la terraza que daba al este, y la barriga de Kshyqti apresaba los últimos rayos que caían por encima del borde del tejado. La sombra de aquel bulto que pronto sería un ser humano cautivaba a Antígono.

—Todos lo sabemos, el mismo Amílcar lo ha dicho varias veces: preferirían perder la guerra que apoyar a los «Nuevos».

—Sólo que… Roma no es Siracusa. Un regreso a las antiguas fronteras y condiciones no traerá la paz.

Kshyqti se golpeó la barriga con la mano derecha.

—Sal de ahí —dijo a media voz—, regalo de un dios extranjero. Si algún dios de aquí o de algún país extranjero pusiera fin a esta guerra rápidamente… Sea lo que fuere lo que llevo aquí dentro, un niño o una niña, debería crecer en tiempos de paz y con un padre.

Antígono se arrodilló frente a Kshyqti y colocó sus manos sobre las de ella; dos lágrimas resbalaron por sus mejillas.

—Si te pudiera prestar algún tipo de ayuda…

Ella se esforzó por sonreír.

—Ya has hecho bastante, amigo, tú y
llama
. Si quieres más, ven a vernos más a menudo. Psallo es un viejo cascarrabias, y siempre es bueno tener a un hombre simpático en casa. Las niñas siempre se alegran de verte.

Poco antes de la llegada de Antígono, Salambua y Sapaníbal habían sido llamadas por el viejo heleno que les daba clases, para la lectura vespertina de algún filósofo.

—Vendré a veros tan a menudo como me sea posible. Ya sabes que el banco no siempre me deja mucho tiempo, sobre todo ahora que Bostar piensa más en la barriga de su mujer que en el negocio. —Rió divertido.

Kshyqti inclinó la cabeza.

—¿Y tú…? ¿Qué piensas de las barrigas de las mujeres?

Antígono rió.

—Me gustan los vientres de las mujeres… ¿por qué?

—¿Qué edad tienes? ¿Veintiuno?

—Aún no, sí. ¿Quieres decir que debería imitaros a ti y Amílcar, y a Bostar?

—¿Por qué no? ¿Quieres esperar a ser un anciano?

—No. Pero todavía hay tiempo. Además, no hay muchas mujeres a las que me gustaría ver como madre de mis hijos.

—¿Y tu egipcia?

Antígono asintió lentamente con la cabeza.

—Sí, mi egipcia. Está en Alejandría, cantando.

—Mi púnico está en Sicilia, venciendo. —Kshyqti sonrió con un poco de malicia—. Y nosotros dos, pobres metecos, aquí en Kart-Hadtha…

Antígono se encogió de hombros.

—Espera unos días más, señora de la casa, en Kart-Hadtha hay ciertas costumbres. Los malos estrategas son crucificados, los buenos estrategas son depuestos; quizá pronto vuelvas a ver a Amílcar.

—Si no es así —dijo ella en voz baja—, en invierno iré a Lilibea con los niños. Pero tú, amigo y embajador del dios que envió a
llama
… ¿Cuidarás un poco del niño si Amílcar tarda en volver? ¿Para que no esté sólo con mujeres y esclavos?

—Cuidaré del niño, señora, como si fuera un hermano o hermana menor.

Ella sonrió.

—Entonces está bien. Ahora ya puede nacer.

Diez días después nació un niño, y como no se conocía el nombre del dios a quien pertenecía el
llama
por haberle sido sacrificado, Kshyqti —tal como Amílcar había deseado— llamó al pequeño
Khenu Baal
, Gracia de Baal. El nombre fenicio ceremonial se convirtió, en el marcado púnico de Kart-Hadtha, en Aníbal, que también era el nombre del padre de Amílcar.

Poco después Bostar fue padre de un niño a quien —haciendo un guiño al ojo rojo de Melkart, símbolo del banco— llamó
Bod Melkart
, esclavo de Melkart: Bomílcar.

A Antígono los recién nacidos le parecieron tan hermosos que puso en duda la sensatez de su decisión de esperar un tiempo antes de convertirse en padre. Pero había tantas otras cosas que hacer. Tras la destrucción de la gran flota, la armada de Kart-Hadtha había hundido también los últimos barcos de los aliados de Roma que entorpecían el comercio; esto ocasionó que el comercio marítimo al oeste de la línea Sicilia—Cerdeña—Córcega experimentara un notable incremento, y que el Banco de Arena hiciera grandes negocios. En otoño —y después de una ausencia de más de diez años— llegó sorpresivamente el hermano mayor de Antígono, Atalo. Éste estaba visiblemente orgulloso del «pequeño» Antígono y sus empresas; sobre todo porque esto le permitía retirar poco a poco su parte de la herencia sin perjudicar a la familia. Atalo había establecido en el interior de Massalia un negocio de vinos y lana (procedente de ovejas de cría persa), y necesitaba dinero; parecía querer abandonar el comercio, al que se había dedicado hasta entonces, para volverse sedentario.

Al comenzar el invierno terminaron las maniobras guerreras. Hannón hacia ya algún tiempo que había vuelto a la ciudad con parte de sus tropas; el resto del ejército permanecía en los cuarteles de invierno del interior, del que corrían rumores sobre pillaje, extorsiones, violaciones y todo tipo de atrocidades; pero en las zonas que había ocupado hasta entonces, reinaba la paz. Eso era lo único que interesaba al Consejo.

Luego llegó también Amílcar. Había dejado aseguradas para el invierno, hasta donde los escasos medios se lo permitían, las posiciones ocupadas. Los sufetes, jueces supremos y teóricos directores de los asuntos de Kart-Hadtha durante el plazo de un año, convocaron a la asamblea de ciudadanos para dos días después. Todos los púnicos adultos que poseían una casa, un negocio o algún tipo de bienes, debían reunirse para elegir a los nuevos sufetes y juzgar la labor de los estrategas.

La víspera, Antígono visitó el palacio de Megara. Quedó desconcertado por la ternura con que las garras de Amílcar sostenían a su pequeño hijo. El «Rayo» —el caos lingüístico de la ciudad ya había convertido la palabra
baraq
en Barca— parecía relajado, casi feliz. Más tarde, después de la cena, comenzaron los largos relatos. Hacia la medianoche, poco antes de que Antígono se marchara, Amílcar preguntó por el ánimo de la gente y la situación de la ciudad.

—El ánimo está bien —dijo Antígono—. La situación también es buena; desde que la paz volvió al mar, hay suficiente oro. Pero no sé si este buen ánimo de la gente y esta buena situación económica bastarán para que la asamblea secunde tus planes. Desconfío de tu gente, púnico, igual que de la mía. Si los helenos de Italia hubieran sido sensatos, se habrían unido y le habrían roto las alas al buitre romano cuando aún era posible hacerlo. Si tu gente fuera sensata, habrían facilitado hace más de diez años los fondos necesarios, y la guerra ya habría acabado, con una victoria.

Amílcar gruñó.

—Bah, ya veremos. Hemos pensado un par de cosas, y seguro que Hannón se llevará alguna pequeña sorpresa en la asamblea.

Antígono hizo una mueca de escepticismo.

—Ya puedes contar con que también él habrá pensado algunas cosas. Y Hannón ha vuelto a la ciudad mucho antes que tú. No sé qué ha preparado tu partido, pero Hannón tampoco irá a la asamblea con las manos vacías. No todos los años se deja enredar tan fácilmente como el invierno pasado.

Así sucedió exactamente. Antígono, que al ser un meteco estaba excluido de todo proceso político, siguió el desarrollo de la asamblea desde una casa ubicada en el ágora; allí vivía su amante de aquellos días, una elímera, viuda de un oficial púnico. Miles de personas se habían congregado en la plaza. Frente a todas las casas, y también entre la gente, se habían dispuesto mesas que infundían a Antígono tanta desconfianza como los montones de leña, asadores y parrillas.

La asamblea dio inicio con el pesado informe de los sufetes y la elección de sus sucesores, salidos también de las filas de los «Viejos». Cuando se llegó al tema de los estrategas, el pueblo estaba aburrido e inquieto.

Himilcón, uno de los «Nuevos», dio una pequeña conferencia sobre la excelente labor de Amílcar en la Guerra Siciliana y las grandes posibilidades que se abrirían allí si la asamblea encargaba al Consejo que autorizara el envío de refuerzos. Hubo más gritos y voces de aprobación que de protesta.

Antígono murmuraba para sí. Por lo menos la estrategia era astuta; la asamblea popular era mucho más fácil de influenciar que los organizados partidos del Consejo; una recomendación de la asamblea pidiendo que se autorizase el envío de más medios no tenía necesariamente que ser obedecida, pero tenía mucho peso.

Amílcar tomó la palabra. Su imponente figura descollaba entre todas las demás personas que se encontraban en el estrado colocado frente al edificio del Consejo, acentuándose aún más por el brillante peto de su cuero y metal que cubría el chitón y la capa púrpura del estratega. Su voz profunda llegaba a todos los rincones.

—Quiero ir directamente al grano, pues ya lleváis aquí mucho tiempo. Hasta ahora, en Kart-Hadtha se ha tenido la costumbre de crucificar a los estrategas incapaces o desafortunados, y deponer a los buenos o victoriosos. —Risillas, algunos silbidos, murmullos y zapateos. De pronto, una segunda figura apareció junto a Amílcar; Hannón. Era casi tan alto como el estratega de Sicilia, aunque mucho menos macizo. Hannón llevaba una larga túnica de lana bordada en oro, bajo la cual podía adivinarse la henchida panza.

Amílcar —hasta donde Antígono podía ver o intuir los movimientos desde tan lejos— le echó una mirada, y continuó hablando.

—Hemos tenido un buen año. No quiero decir nada más respecto a Sicilia; las cosas más importantes ya las habéis oído de Himilcón, y lo que allí puede hacerse con más tropas y avituallamiento, espero poder mostrarlo durante el próximo año.

Pero tampoco olvidemos a Hannón el Grande, quien, quizá con unas fuerzas algo mayores a las estrictamente necesarias, empieza a devolver la paz a Libia. Ambos hemos tenido éxito y suerte, para gloria de nuestros dioses y nuestra ciudad, y me parecería una locura otorgar a otras personas el mando de los ejércitos de Libia y Sicilia.

Al levantarse un murmullo de aprobación, Antígono se inclinó hacia delante, tenso. Hannón había levantado el brazo derecho. Su voz era más clara que la de Amílcar y casi un poco cortante, pero llegaba tan lejos como la de aquél.

—Doy las gracias al Rayo por sus amables palabras. Como todos vosotros, yo también estoy orgulloso de lo que ha hecho por nosotros en Sicilia. Vuelve a demostrarse que un gran estratega puede alcanzar grandes logros aun sin disponer de grandes medios. Pero quisiera ir un poco más lejos que Amílcar. Solicito a la asamblea su aprobación para una propuesta que puede ahorrarnos mucho. Hasta el final de la guerra (si no suceden grandes imprevistos; que los dioses nos protejan) hasta el final de la guerra, decía, las cosas deben continuar tal como están ahora: Adérbal al mando de la flota, Amílcar en Sicilia, Hannón en Libia.

A la vista de que ambos estrategas estaban de acuerdo, la plaza estalló en júbilo. Antígono sacudía la cabeza y decía a media voz, más para si mismo que para la mujer que se encontraba a su lado:

—¿Qué tiene preparado este cerdo? Lo que ha pedido es buena parte de lo que Amílcar siempre ha querido.

Hannón volvió a levantar el brazo, al tiempo que colocaba la mano izquierda sobre el hombro de Amílcar.

—Puesto que aprobáis la propuesta, la someteremos al criterio del Consejo; estoy seguro de que el Consejo conoce la sabiduría de los ciudadanos, y de que seguirá su recomendación. Y ahora que ya hemos tratado todos los asuntos importantes, celebremos el año.

Dio una palmada. Tocaron las charangas. Por la puerta del edificio del Consejo salieron mercenarios ilirios e íberos con algunas docenas de individuos harapientos: prisioneros de la guerra libia. Un segundo grupo de soldados traía estacas del tamaño de un hombre bajo las cuales se habían clavado tablas, y arcos y aljabas. Otros hombres —escanciadores esclavos— llevaban ánforas de vino a las mesas dispuestas alrededor del ágora; de la puerta de una posada salió todo un buey asado. En varios lugares empezaron a arder fogatas.

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