Vientos poco propicios empujaron al
Alas
hacia el norte, una repentina tormenta primaveral sacudió el barco. Cuando ésta amainó, se encontraban en aguas dominadas por los romanos y masaliotas. Gracias a la oportuna caída de la noche pudieron eludir una flota de abastecimiento romana; por la mañana, tres trirremes masaliotas los avistaron, apresaron y condujeron a Massalia. Antígono ya conocía la vieja dársena rectangular, los almacenes, templos, columnatas y tabernas de mala muerte; había estado allí en tiempos de paz. Cuando atracaron en el puerto, lo envolvió una extraña mezcla de sentimientos de regreso al hogar y de extravío. Apestaba como en todos los puertos; la luz del sol primaveral era devorada por el agua salobre y sombría. Los masaliotas fueron corteses; dejaron que, de momento, Bomílcar, Antígono y los otros esperaran a bordo del
Alas
, en lugar de cubrirlos de cadenas y arrastrarlos a través del concurrido atracadero.
—¿Y ahora qué, señor y amigo de mi padre? —dijo Bomílcar en voz baja cuando se retiró uno de los oficiales de la flota. Los vendedores de fruta y las pescateras del mercado portuario dejaron de preocuparse por los guardas y el barco después de echar unos cuantos vistazos.
—Tal vez hayamos tenido suerte, a pesar de todo. —Antígono señaló a los centinelas masaliotas, los símbolos masaliotas en las naves de guerra, los guardas masaliotas en la salida del puerto—. Esta rica y vieja ciudad es poderosa. Puede movilizar cien barcos de guerra y enviar al campo de batalla a veinte mil soldados. Y es la mejor amiga de Roma.
Bomílcar gruñó y se rascó la negra barba.
—Y, ¿dónde está nuestra suerte?
—Tenemos suerte de que Massalia sea tan fuerte y leal que a Roma no le haga falta enviar tropas de ocupación; quizá tampoco se atreve a enviarlas. Es decir: sea lo que fuere, lo que hagan con nosotros depende únicamente de los masaliotas. No caeremos en manos de salvajes.
Las autoridades masaliotas confiscaron el barco y su cargamento y repartieron a los miembros de la tripulación entre sus propias naves. Antígono, famoso y rico comerciante, descendiente de grandes hombres que habían contribuido a fijar el rumbo del comercio masaliota desde hacía siglos, y su capitán Bomílcar, hijo de un adinerado consejero púnico, fueron alojados en la fortaleza y, como tenían suficientes monedas de plata —schekels, dracmas, dinarios—, sus guardas les suministraron todo lo que deseaban: vino, mejor comida, mantas y pieles en lugar de sacos de paja, rollos de papiro, rameras. Todo menos la libertad.
Antígono se enteró de que su hermano Atalo había muerto hacia cuatro años, dejando a un único hijo y heredero. Arquesilao, comerciante de vinos y naviero, de treinta años de edad, algo desconcertado, algo dolido y algo solicito, visitó a su tío desconocido y le ofreció —si el Consejo de Massalia lo autorizaba— alojar a Antígono y a Bomílcar en su casa, bajo vigilancia. El heleno sopesó la oferta, pero finalmente dio las gracias y no aceptó, para no importunar a la familia de su sobrino. Con todo, Arquesilao cuidó de que Bomílcar y Antígono fueran trasladados a una habitación más grande y con más luz; prometió informar indirectamente al Banco de Arena de Kart-Hadtha, transmitirles noticias —incluso sobre la Gran Guerra— y mandar buscar a la comerciante Tomiris de Kitión. Después de aquel encuentro en Kart-Hadtha, Antígono se había topado con Tomiris dos veces más, en diferentes puertos, y siempre había sido como aquella primera vez. Tomiris era natural de una isla que no se inclinaba hacia ninguna de las dos ciudades en guerra; sus propiedades se encontraban en islas que pertenecían a los seléucidas o a Egipto. Tal vez, si era posible encontrarla, ella podría abrir caminos; Antígono temía que, sin una ayuda como ésa, tendría que quedarse en Massalia hasta que terminara la guerra, o bien seria enviado a Roma como amigo y banquero de los bárcidas. Sin duda, Bostar haría todo lo que estuviera a su alcance, pero una mano más en la brega podía ser de ayuda.
La estrecha convivencia con Bomílcar era muy llevadera, y bastante menos íntima que durante los largos viajes a bordo del barco. Después de instituir algunas costumbres, pasaban todos los días practicando lucha, corriendo durante horas en el patio de la fortaleza, batiéndose a duelo con varillas; Antígono comprobó con satisfacción que la diferencia de fuerza y destreza que había entre ellos era menor que la que correspondía a los veintidós años que separaban sus edades.
Pasaron la primavera, el verano y el otoño. Cuando empezó el invierno llegó una breve noticia de Kart-Hadtha, según la cual Bostar estaba haciendo todo lo posible.
El décimo año de guerra llegó a su fin. Según rumores e informes procedentes de Italia, Aníbal había sufrido una derrota tras otra, perdiendo cinco veces tantos guerreros como los que nunca había comandado. Antígono desconfiaba de los detalles, y sólo extrajo esta conclusión: el estratega todavía conservaba en sus manos casi todo el sur de Italia; lo cual era más que un milagro, considerando la falta de apoyo. Podía ser cierto el grandioso parte de victoria que aseguraba que Roma había recuperado Taras/Tarentum; pero también parecía cierto lo que Arquesilao había oído de boca de otros comerciantes: la inconmovible alianza latina mostraba grandes desgarraduras; aproximadamente la mitad de las ciudades latinas ya no entregaban tropas a Roma ni pagaban tributos. También parecían haberse producido deserciones similares en Etruria, donde Roma había emplazado a dos legiones sin que la región estuviera amenazada por los púnicos. Antígono se mesaba los cabellos y pensaba en lo rápidamente que caería Roma si Aníbal dispusiera de tan sólo un tercio de las tropas disponibles en Iberia.
Iberia y el Este habían sido los otros dos escenarios de batalla de ese año, y los espectáculos presentados ahora en esos escenarios superaban todo lo sucedido en ellos durante los años anteriores. Filipo por fin había dado un mejor nivel a sus tropas y había conseguido defender Macedonia, el centro de la Hélade, el norte del Peloponeso y Eubea, venciendo a tropas de Etolia, Pérgamo e incluso a un ejército romano; después de tantos años de inactividad, Kart-Hadtha había enviado a Filipo una flota auxiliar de cincuenta penteras, que expulsó a los romanos de todos los puertos importantes. Y el macedonio había empezado, por fin, a construir una flota propia. Sin embargo, en otoño, Filipo abandonó todo y se dirigió a la frontera norte de Macedonia para hacer la guerra a un par de tribus sin importancia.
En Iberia fue el año de la gran catástrofe. Ésta se produjo más o menos como Antígono y Asdrúbal lo habían temido. Publio Cornelio Escipión, quien había observado los movimientos y ardides de Aníbal en Italia desde el comienzo de la guerra, avanzó por la costa hacia Mastia/Kart-Hadtha. Fue una marcha forzada que ningún estratega púnico pudo interceptar; gracias a las sabias decisiones de los Ancianos, todos los estrategas se encontraban demasiado lejos, en el sur o el Oeste. La flota romana, dirigida por Lelio, entró en el puerto de la ciudad. Cuatro días después de iniciado el sitio sopló un intenso viento del norte y la marea bajó más de lo habitual: Cornelio mandó que soldados de a pie cruzaran la superficie cenagosa en que se había convertido la franja de mar que separaba el cabo de la isla, y, una vez en ésta, los romanos tomaron por asalto un sector desprotegido de la muralla. Acto seguido, el general romano, siguiendo honrosas costumbres de su padre, dio mano libre a sus hombres para que cometieran saqueos y asesinatos en la ciudad ocupada. Cuando el comandante púnico de la fortaleza, quien sólo tenía a mil hombres bajo su mando, abrió las puertas y se entregó, apenas seguían con vida diez mil de los cuarenta mil habitantes de la ciudad. Publio Cornelio Escipión había golpeado en el corazón de la Iberia púnica. Además de los más de seiscientos talentos del tesoro público, los romanos se apoderaron de otros quinientos talentos de oro y plata, miles de vasos y copas de oro y plata, dieciocho barcos de guerra, sesenta y tres naves de transporte, cuatrocientas mil fanegas de trigo, doscientas setenta mil fanegas de cebada, decenas de miles de espadas, armaduras, lanzas, caballos; hicieron esclavos a los mejores artesanos de la Oikumene, tomaron prisioneros a dos miembros del Consejo de Ancianos y a otros quince púnicos de alto rango. Y apresaron o dejaron en libertad a más de trescientos rehenes pertenecientes a tribus ibéricas. Cornelio consolidó la situación de la ciudad, la fortaleza y los puertos, y marchó de regreso a Tarrakon, donde abrió negociaciones con pueblos ibéricos, despidiendo a los rehenes liberados con regalos, tal como había hecho Aníbal en Italia con aliados de Roma. Y Asdrúbal Giscón, Asdrúbal Barca y Magón, quienes querían reunir sus ejércitos e iniciar el ataque de inmediato, tuvieron que hacer algo muy distinto por orden del Consejo de Ancianos: la ciudad ya estaba perdida, ahora había que cuidar de mantener la paz en el interior y no arriesgarse en una batalla contra Cornelio. Así, Cornelio pudo mantener la paz en el interior, cerrar alianzas con íberos y mejorar su situación.
Gracias a las viejas y buenas relaciones entre Massalia y Antígono y todos sus antepasados, poco a poco los limites dentro de los cuales se permitía andar al prisionero se extendieron a todo el perímetro de la ciudad. Era un gran alivio poder ir al puerto con Bomílcar y tres o cuatro guardas, poder comer y beber en tabernas de mala muerte, hurgar en tiendas de papiros o detenerse en una plaza y observar funciones teatrales, representaciones musicales y actuaciones de bufones.
A veces el heleno se topaba con los grandes señores de Massalia. Un frío día de otoño, en el que los árboles de los recintos del templo se inclinaban hacia el mar y las crudas ráfagas de viento que soplaban del norte azotaban la dársena y metían a la gente en sus casas, Antígono bebió vino aromático caliente con el armador Oreibasio en una taberna cercana al edificio del Consejo. El masaliota, quien desde hacia veinte años realizaba negocios con la mitad de la Oikumene, debía tener alrededor de cincuenta años; pero la barba completamente negra y la piel lisa hacían que más pareciera un adolescente. Un nervio diminuto no dejaba de latir debajo de su ojo izquierdo; Antígono tuvo que esforzarse para que su mirada no se quedara fija en ese punto.
—Obtenemos buenas ganancias y no tenemos que arriesgar mucho. Pero esta guerra no es más que una larga y dolorosa agonía. Sería mejor que terminara mañana mismo.
—Todavía tiene para años.
Oreibasio asintió con un brusco movimiento de cabeza.
—Tú lo has dicho, señor del Banco de Arena. Me temo que tendrás que ser nuestro huésped durante mucho tiempo. Si te falta algo, dímelo.
Antígono agitó su vaso y siguió los movimientos trazados por las hierbas aromáticas en el vino.
—Mi barco y el cargamento han sido confiscados. Se me están acabando las monedas.
Oreibasio carraspeó.
—El señor del Banco de Arena tendría medios ilimitados a su disposición…
Antígono levantó la mirada.
—¿Tendría?
—Si uno de nosotros supiera a ciencia cierta que el Banco de Arena va a seguir existiendo cuando termine la guerra.
—Mientras exista Kart-Hadtha, existirá el Banco de Arena.
—Precisamente.
—No pareces tener muchas esperanzas al respecto, armador.
Oreibasio se encogió de hombros.
—¿Esperanzas? ¿Qué son las esperanzas? Sabemos muy bien que Roma está ganando terreno. Y conocemos las ilusiones y los cálculos errados del Consejo de Karjedón. Suma ambas cosas, ¿qué resultado obtienes?
Antígono calló.
—Te lo diré yo. —Oreibasio se inclinó hacia delante y cogió con los dedos afilados una punta del capote de Antígono—. Vosotros tenéis al estratega más grande que ha existido desde Alejandro. Aníbal es Ares hecho hombre. Los Alpes, las batallas contra las invencibles legiones… Desde hace casi diez años se está manteniendo con mercenarios procedentes de mil pueblos de Italia, y ninguno de ellos ha intentado jamás matarlo para convertirse así en hijo predilecto de Roma. Pero…—Sacudió la cabeza—. Si yo fuera púnico, amigo, estaría desesperado y loco de rabia. Nadie creía que Aníbal fuera capaz de conseguir lo que ha conseguido. Desde Cannae, todos los años, y éste es el octavo, todos los años ha podido decidir la guerra, ganar, someter a Roma. En algún momento será derrotado o llamado de regreso a Karjedón, y entonces parecerá que todo lo conseguido desde Cannae no ha sido más que absurda y desesperada obstinación. —Tiró violentamente de la punta de tela—. Pero nosotros sabemos que eso no es cierto. Incluso ahora, después de la caída de la nueva Karjedón en Iberia, una flota y un buen ejército de refuerzos le bastarían.
—Lo sé —dijo Antígono en voz baja—. Latinos y etruscos están abandonando a los romanos, Aníbal todavía controla casi todo el sur de Italia. Un golpe rápido y fuerte… Pero lo dejan solo.
—Y por eso Massalia está del lado de Roma, amigo. No sólo a causa de la vieja alianza. Cuando empezaba la guerra hubo una enconada discusión en el Consejo. Sabemos que los púnicos, bastante alejados de nosotros, nunca querrían ni podrían dominarnos. Nuestra enemistad hacia Karjedón es tradicional; púnicos y helenos se odian desde hace siglos. Es absurdo, pero así es. Y teníamos conflictos debido a los emporios en Iberia, la navegación en el oeste del mar.
—Y, a pesar de ello, ¿discusión en el Consejo?
—A pesar de todo ello, sí. Karjedón no destruye; Karjedón quiere comercio y riqueza, puntos de apoyo e influencia, pero no un dominio absoluto. Incluso el imperio de Iberia debía ser únicamente un baluarte. Si se destruyen mercados y se matan artesanos es imposible conseguir riquezas mediante el comercio. Roma, por el contrario, sólo quiere dominar. En algún momento su estrategia de guerra le costará muy cara.
—¿Te refieres a Iberia?
—Sobre todo a la misma Italia. Cada ciudad que reconquistan, después de que ha estado en manos de Aníbal, es destruida; los habitantes son ejecutados, los campos pasan a manos de Roma. Desde Cannae, los romanos han ajusticiado cada año en su propio país a más pobladores pacíficos que soldados han perdido en la mayor de todas las batallas. Cuando termine la guerra, Italia estará sembrada de ruinas, campos devastados, ciudades despobladas. Ya no existirá lo que constituye la columna vertebral de un Estado, los campesinos libres y los arrendatarios semilibres. Y Roma, un pueblo agrícola, tendrá que reconstruir el país con esclavos. Naturalmente, también Aníbal ha hecho saqueos, pero las nueve décimas partes de la devastación se deben a los propios romanos. Ya no existirán los campesinos tozudos y rebeldes acuñados por Roma; todo esto cambiará la cara de Roma y de Italia.