En todos esos años de constante movimiento, ataques rapidísimos, astutas retiradas y golpes veloces, la ciudad había admirado, temido y abandonado a su estratega. Durante nueve años, desde la batalla de Cannae, Aníbal siempre había tenido la cantidad justa de soldados para mantener su posición. Nueve años a las puertas de la victoria, nueve años con los frutos maduros y el árbol al alcance de la mano, pero sin los brazos suficientes para recogerlos. Una pequeña parte de todo aquello que los mentecatos del Consejo púnico habían despilfarrado absurdamente en Iberia, Sardonia y Sicilia, hubiera sido suficiente para el estratega, suficiente para defender las regiones y ciudades conquistadas o ganadas mediante astutas negociaciones, para hacer pedazos los últimos ejércitos de Roma, para tomar por asalto las últimas plazas fuertes romanas.
Gracias a la ironía casi divina del azar, el objetivo podía alcanzarse ahora. Había hecho falta un hombre, el joven Publio Cornelio Escipión, y su capacidad de aprendizaje. Cornelio Escipión había observado a Aníbal desde lejos, había reformado, mejorado y transformado a las tropas romanas de Iberia, había dejado de lado la rígida falange para formar unidades más pequeñas y móviles. Órdenes absurdas de los gerusistas púnicos habían entorpecido las acciones de Asdrúbal y Magón, fraccionando sus fuerzas combativas. Lo que todos los buenos argumentos, todas las cartas, intrigas, súplicas no habían podido hacer, lo hizo la catástrofe ibérica: por fin venía a Italia el segundo gran ejército. Venia por el camino equivocado y con el comandante equivocado, que era quizá el único que podía defender Iberia. Pero venía, y cuando llegara a Italia, cuando Aníbal y Asdrúbal se unieran, ya no importaría perder Iberia; ya no habría Senado que llame de regreso a Italia al joven Cornelio. Roma, decían los informes, estaba petrificada de espanto.
La luna casi llena erraba por el cielo profundo y frío. El rostro de Aníbal se hizo más brillante al deslizarse la sombra de la rama. Una de las parejas de guardas pasó junto al estratega durante su eterna ronda por el campamento: era un celta y un libio. Se detuvieron un momento; luego el celta reemprendió lentamente la ronda. El libio se acercó al estratega dormido. Antígono se llevó la mano a la empuñadura de su espada. En su extenuada cabeza giraban dos ruedas de pensamiento: admiración de que Aníbal hubiera conseguido hacer el milagro de conservar una parte de los libios, íberos y númidas de sus tropas de elite durante todos esos años, en los que los ejércitos romanos se habían desangrado; miedo de lo que sucedería si una de esas noches un asesino a sueldo lograra poner fin al Asombro del Mundo y Terror de Roma.
Pero el libio trajo dos espadas cortas y un escudo de otra hoguera, se arrodilló al lado del estratega, clavó las espadas en el suelo y apoyó el escudo en éstas, de modo que hiciera sombra al rostro de Aníbal. Antígono se relajó; los libios creían que la luz de la luna causaba la locura a quienes dormían expuestos a ésta. Con un movimiento casi tierno, el libio acomodó el capote del estratega, volviendo a cubrirle los hombros. Luego se puso de pie y miró casualmente hacia Antígono; sonrió al toparse con la mirada del heleno. Era viejo, seguramente uno de los hombres que ya habían servido bajo el mando de Asdrúbal el Bello, quizá también bajo el de Amílcar.
Una media hora más tarde, cuando Antígono sentía que por fin podría quedarse dormido, se oyó el ruido de unas armas. Aníbal se levantó de un salto, sin aparente transición del sueño a la vigilia, y miró en la dirección de donde había venido el ruido; tenía la espada en la mano. Luego la envainó y se dio la vuelta.
—¿Todavía o de nuevo despierto, Tigo?
—Todavía, amigo mío. He estado observando tu rostro y pensando.
Aníbal se agachó junto a la hoguera, que brillaba débilmente, reavivó el fuego y puso en éste una jarra de estaño llena de vino y agua, un par de ramitas de cinamomo y miel que cogió de una vasija de barro con una cuchara de cuerno.
—Más o menos una hora ,¿no?
—Más o menos. Vuelve a acostarte. Deja que yo haga lo mismo.
—¿Acostarme? ¿Cómo? Pero si ya he dormido. Ya basta de eso. Hay demasiadas cosas que hacer. Duerme tú, Tigo. —El estratega se levantó. Cogió media hogaza de pan y se puso a patrullar el campamento.
Antígono se quedó sentado hasta que salió vapor de la jarra de estaño. Curvó la mano, sacó la jarra del fuego, vertió un poco en su vaso y dejó la jarra sobre una piedra caliente, parte de la cual estaba dentro del fuego. Regresó a la encina con su vaso y un trozo de pan.
Dos días después llegaron quinientos celtas y brutios, y ciento cincuenta númidas. Aníbal dejó el campamento y la vigilancia del paso en manos del comandante de los recién llegados, un púnico de ojos pequeños llamado Sedenbal. El estratega volvió, con Antígono y unos pocos acompañantes, al pequeño poblado a orillas del río, por encima de Metapontión, a las casas y a Melite.
Esa segunda mitad del invierno pasó en calma y con menos frío. Mensajeros iban y venían todos los días. Una pequeña flota desembarcó provisiones y a mil númidas en el puerto de Krotón. Demasiado poco. En barcas sin escolta llegaron unos dos mil micénicos y espartanos. Demasiado poco. Aníbal envió al ya canoso númida Miqipsa y a un joven púnico, Boshmún, para que emplazaran a estos hombres en lugares determinados.
Se celebraron algunos reencuentros. Hacia finales del invierno, cuando los preparativos para la campaña de primavera ya casi estaban concluidos, Hannón llegó a Metapontión con casi trece mil hombres —soldados de a pie y jinetes—, de los campamentos y plazas fuertes de Bruttium. Entre ellos estaba Himilcón, sereno, frío e impecablemente vestido, como siempre. Habían dejado Bruttium casi descubierto; pequeñas tropas de ocupación apostadas en las fortalezas defenderían el sur de Italia hasta que todo hubiera pasado.
El entusiasmo era casi irreal, y contagiaba a todos. En el Norte, en las Galias, la primavera aún se estaba haciendo esperar; por otra parte, Asdrúbal no podía marchar hacia los Alpes apenas comenzara la primavera en el valle. Tenía que esperar a que la nieve se derritiera, y, probablemente, después tendría que luchar para abrirse paso, como había hecho su hermano once años atrás. Aníbal calculaba que el ejército de Asdrúbal llegaría a los territorios celtas y ligures a comienzos del verano. Después, mensajeros, el encuentro, la reunión de los ejércitos, el sitio de Roma, la paz. Ambos ejércitos juntos seguirían siendo inferiores en número a las tropas que le quedaban a Roma, pero los romanos no tenían un Aníbal.
El primer objetivo era Grumentum, en el corazón de Lucania, unas sesenta leguas al oeste de Metapontión. Allí el gran ejército, comandado por Flaco y el cónsul Claudio Nerón, protegían las carreteras que se dirigían hacia el norte y el noroeste. Eran cuatro legiones y alrededor de quince mil soldados aliados, un total de cuarenta mil hombres; Aníbal marchó contra ellos con todo lo que tenía: seis mil jinetes númidas, mil catafractas íberos, mil celtas a caballo, seis mil hoplitas libios, tres mil soldados de a pie íberos y cinco mil celtas, algo menos de dos mil ligures, baleares y gatúlicos de armamento ligero, y otros seis mil soldados de a pie procedentes de Bruttium, Campania, Lucania, la Hélade y el resto del mundo. Treinta mil hombres, descansados, bien preparados, fundidos en una unidad gracias al arte y la dirección del estratega.
Claudio Nerón y Flaco presentaron batalla en Grumentum. Los catafractas, insólitamente en el centro de las filas púnicas, rompieron a los hastati y príncipes de la falange y penetraron en los manípulos, formados en línea, de los triarii; luego golpearon los libios y celtas. Los jinetes númidas desarticularon la caballería romana, haciendo retroceder a los supervivientes hacia las faldas de las montañas. Claudio Nerón interrumpió la batalla después de apenas una hora de lucha, se retiró con gran número de bajas al campamento amurallado y abandonó el lugar la noche siguiente. Aníbal decidió dar a los hombres dos días de descanso; luego se puso en marcha hacia el norte, por el paso montañoso que llevaba a Venusia. Allí se produjo un nuevo encuentro; Flaco y Claudio Nerón habían recibido refuerzos, pusieron en el campo de batalla a una vez y media más soldados que Aníbal, y, tras hora y media de lucha, tuvieron que volver a interrumpir la batalla, otra vez con gran número de bajas. Aníbal salió en su persecución; hacia el nordeste, hacia Canusium, no lejos de Cannae. Allí se unían las carreteras de Latium, Campania y Samnium, procedentes de la costa oriental, la occidental y el interior. Claudio Nerón se atrincheró tras el Aufido, a una pocas leguas al oeste de Canusium; en Grumentum, el cónsul había intentado vencer a Aníbal con una falange, en Venusia, lo había hecho con manípulos dispuestos en una formación escalonada. En Grumentum, Aníbal había decidido la batalla con las catafractas; en Venusia, con una cuña de ataque sesgada formada por coraceros libios y celtas. Ahora el cónsul se daba por satisfecho con impedir que los púnicos cruzaran el río y avanzaran por las carreteras del norte y el Oeste. Un sorpresivo ataque nocturno de los jinetes, que cruzaron el Aufido lejos de las posiciones romanas llevando soldados de a pie a la grupa de sus caballos y atacaron el campamento y las fortificaciones poco antes de la medianoche, obligó a los romanos a retroceder una vez más; los púnicos controlaban ahora ambas orillas y todos los vados.
Los romanos construyeron un extenso sistema de murallas y estacadas con dos campamentos muy bien fortificados y algo retrasados. Aníbal envió patrullas para que le trajeran noticias sobre los cambios producidos en el norte de Apulia y encontraran posibles rodeos. Ciudades lucanas que habían vuelto a acercarse a Roma se pasaron otra vez al bando púnico. En Samnium estalló un levantamiento de ámbito limitado.
Era como un delirio, la liberación, el rescate, después de años. Por fin el segundo ejército, por fin la posibilidad de decidir la guerra. El delirio se mantuvo incluso durante los días de inactividad en el campamento de Canusium. Era un buen lugar para montar un campamento; las patrullas habían encontrado varios caminos por los que se podían eludir los puntos en que los romanos habían bloqueado las carreteras, pero el ejército permaneció a orillas del Aufido. Todo movimiento hacia el norte sería absurdo mientras no se supiera qué camino tomaría el ejército de Asdrúbal. Si Asdrúbal avanzaba hacia el sur bordeando la costa oriental, el encuentro y la reunión de los ejércitos seria más difícil si Aníbal marchaba ahora muy hacia el oeste.
Todos eran presa del delirio. Sólo el estratega parecía dominado y frío, como siempre. Mandó hacer saqueos, rodear las poblaciones ocupadas por los romanos, reconocer las carreteras. Y esperar. Noche tras noche las hogueras de la fortificación de barrera romana hacían guiños a las fogatas del campamento púnico; día tras día se producían pequeñas escaramuzas de jinetes o soldados de armamento ligero. Hasta aquella terrible noche en que los romanos hicieron un regalo a los púnicos.
Más tarde pudo reconstruirse la imagen que nadie pudo ver esa noche. Asdrúbal había cruzado los Alpes mucho antes de lo esperado y sin muchas dificultades, había reunido a ligures y celtas en el norte de Italia y, con un ejército de cuarenta mil hombres y treinta elefantes, había avanzado hacia la costa oriental, pasando por Ariminum, para marchar hacia el sur por la Vía Apia. Sus mensajeros —cuatro celtas y dos númidas— fueron detenidos por los romanos. Claudio Nerón arriesgó todo y ganó. Apostó a sus mejores hombres —seis mil soldados de a pie y mil jinetes— detrás de la cadena de hogueras y puestos de vigilancia, y salió en marcha forzada hacia el norte, hasta el campamento del otro cónsul, Marco Livinio Salinator, cerca del río Metauro. Aunque los romanos mantuvieron todo en secreto, las dobles señales de trompeta delataron al experimentado y cauteloso Asdrúbal que algo sucedía en el campamento enemigo. Desmontó su campamento y marchó hacia el noroeste, con la intención de alcanzar la carretera de la orilla izquierda del Metauro y eludir a los romanos. Pero los guías que conocían la región lo abandonaron al anochecer, y los celtas recién reclutados entorpecían la marcha y creaban confusión. El ejército fue alcanzado por los romanos y obligado a presentar batalla antes de que pudiera llegar al río.
Antígono estaba agachado junto a una hoguera con oficiales y suboficiales; alguien cantaba una canción brutia obscena, los hombres reían y contaban anécdotas.
De pronto se produjo un conmoción entre los centinelas; dos libios vinieron corriendo. Lo que traían pasó a las manos de Aristón. Las piernas del púnico parecían vacilar; a pesar de la escasa luz de la hoguera, Antígono vio palidecer su rostro. Himilcón levantó el objeto de forma redonda. Como en un sueño gris, Antígono estiró las manos. La cosa estaba deformada, encostrada, teñida, y apestaba.
—Iré yo. Dame…
O tal vez Antígono sólo lo pensó, tal vez no dijo nada. Tampoco sabía cómo era capaz de poner una pierna delante de la otra. Tenía el rostro empapado. Sintió la inquietud de los hombres; aunque estaba fuera de sí, la parte que quedaba del heleno sentía físicamente la pesada carga de terror caída sobre el campamento. Por su mente corrían imágenes, frases, conversaciones enteras. Y recuerdos compuestos de imágenes y palabras y olores y sensaciones. Los elefantes a orillas del Taggo. Los asesinos a sueldo en Kart-Hadtha. El viento de las Montañas Negras. Asdrúbal el Bello y su administración. La larga conversación con Aníbal, tres noches atrás, sobre el segundo hermano, al que no veía desde hacia once años, la alegría, los proyectos, la marcha de los ejércitos unidos.
Para entrar en la tienda del estratega tuvo que levantar una cortinilla con el brazo izquierdo, que tenía libre. El brazo derecho se quedó fuera de la tienda mientras Antígono echaba un vistazo al interior. Aníbal y Sosilos, iluminados por tres antorchas y cuatro candiles, estaban sentados a la pequeña mesa repleta de rollos de papiro. El estratega tenía la espalda vuelta hacia la entrada de la tienda. Extraño. Como si lo intuyera y no quisiera verlo.
Algo, no Antígono, dijo con voz enronquecida:
—Haces enterrar a los enemigos ilustres con demasiados honores, muchacho.
—Era una observación absurda.
Aníbal no se movió. Sosilos levantó la mirada; Antígono ya había entrado completamente en la tienda, el rostro del lacedemonio se desmoronó. Sosilos levantó las manos, dejó caer la caña de escribir, murmuró en heleno: