A Iberia, Sardonia e Italia se sumó un cuarto frente de guerra: Siracusa y Sicilia. En un primer momento, Aníbal envió a negociar con Hierónimo de Siracusa a los dos semihelenos, Epícides e Hipócrates, hijos de un siracusano y una púnica; en las negociaciones, continuadas luego en Kart-Hadtha, se acordó reponer los antiguos límites una vez conseguido el éxito: Sicilia oriental para Siracusa, Sicilia occidental para Kart-Hadtha, con el río Himeras como frontera. Cuando, de repente, Hierónimo exigió toda Sicilia para si, el Consejo púnico se mostró conforme. En contrapartida, el joven rey de Siracusa envió a su tío Zoippos a Alejandría para proponer a Ptolomeo una alianza contra Roma; en vano.
Para hacer aún más intrincado el asunto, que ya era bastante enmarañado gracias a la metódica insensatez de los Consejeros de Kart-Hadtha, los dioses, o el azar que reina sobre ellos, añadieron un quinto escenario de batalla: Numidia occidental.
Gracias a las sabias decisiones del Consejo, en Iberia había ahora cinco comandantes: Asdrúbal, Magón, Himilcón, enviado el año anterior como refuerzo para Asdrúbal, Cartalón, enviajo junto con Magón, y el hijo menor del antiguo sufeta bárcida Bomílcar, Aníbal, hermano del Hannón que se encontraba en Italia. Cada uno de éstos estaba acompañado por dos miembros del Consejo de los Treinta Ancianos; Asdrúbal y Magón consiguieron deshacerse por un momento de los gerusiastas. Mientras Magón empezaba a pacificar el sur de Iberia, Asdrúbal reunió tropas escogidas y avanzó hacia los romanos, se produjeron varias pequeñas escaramuzas; Publio y Gneo Cornelio Escipión no presentaron batalla hasta que los Ancianos volvieron al lado de Asdrúbal y se inmiscuyeron en los detalles de la formación de las tropas. Los púnicos perdieron la batalla. Y enviados romanos convencieron al príncipe Sifax, soberano de los masesilios del Oeste númida, de que se pasara a su bando.
Cuando, de repente, peligraron las vías de comunicación terrestre entre Kart-Hadtha y las columnas de Melkart, el Consejo volvió a superarse a sí mismo una vez más. En lugar de reclutar nuevas tropas en Libia, entre los masalios, darle el mando a Magón y enviarlo contra Sifax —como propuso Asdrúbal—, los Ancianos llamaron a Asdrúbal a Libia; a Asdrúbal, que era el único que gozaba de una elevada consideración personal entre muchas tribus ibéricas. Y no le dieron ni mano libre ni nuevas tropas, sino que tuvo que cruzar el estrecho con las unidades urgentemente requeridas de Iberia.
El árbol de la insensatez pronto dio frutos. El ejército enviado a Sardonia bajo el mando de Asdrúbal el Frío, quien no hizo caso a ninguna advertencia y presentó batalla, fue aniquilado por las tropas romanas. Soldados que de haber estado bajo el mando de Aníbal en Italia hubieran bastado para decidir la guerra, murieron absurdamente en un escenario de batalla secundario.
Los únicos rayos de esperanza, además de la adhesión sin consecuencias del rey de Siracusa, los hicieron brillar Aníbal, Asdrúbal y Magón. A pesar de la resistencia y de la escasez de tropas, Aníbal consolidó la posición púnica en el sur de Italia; Magón consiguió entender mal las órdenes de los gerusiastas y poner orden a la situación de Iberia, y lo hizo tan bien que los Cornelios pidieron refuerzos, que Roma no podía enviar; por último, Asdrúbal se atrevió a realizar la osadía de perder cuatro de los sesenta barcos de transporte en una tempestad, y entre esos cuatro barcos se encontraban casualmente los dos que llevaban a los molestos Ancianos. Acto seguido, envió de regreso a Magón a las tres cuartas partes de los hombres que había traído de Iberia, reclutó nuevos soldados en Mauritania, Gatulia y las ciudades costeras metagonias, venció a Sifax en el primer encuentro y cerró una alianza personal con Masinissa, el príncipe de los masilios.
En conjunto, había sido un año perdido, un año de empresas absurdas y contragolpes evitables. Roma padecía terriblemente bajo el peso de la guerra, pero luchaba con la mayor decisión y dureza; Kart-Hadtha nadaba en la abundancia, era generosa con las empresas inútiles y avara con todo lo concerniente a Aníbal y la verdadera guerra.
El proceder que se ocultaba tras esta insensatez no era difícil de descubrir, pero hizo falta algún tiempo para que todas las sutilezas quedaran visibles.., visibles para algunos.
El propio Antígono, quien veía los objetivos ocultos, tardó en advertir ciertas cosas. Estas no eran tan evidentes; además, era el año siguiente a Cannae y a la muerte de Memnón, el año de su profunda depresión. Mientras más confusas se hacían las decisiones del Consejo y más celebraba la población esas medidas supuestamente audaces, más evidente veía el heleno la victoria de Roma. El Consejo de los Treinta Ancianos —los miembros que se encontraban con los diferentes comandantes habían sido sustituidos por otros— se debatía notoriamente entre diversos deseos y temores. La mayoría sabía muy bien que la ciudad poseía a un nuevo y mejor Alejandro en la figura de Aníbal: un hombre que dominaba tanto la guerra de posiciones como los movimientos sorprendentes, que tenía una visión global de todo el mar y toda la Oikumene, que había hecho realidad alianzas con enemigos tradicionales de los púnicos, como Macedonia y Siracusa, que había superado infinitamente a todos los estrategas romanos, que hacía de cualquier circunstancia la mejor y de cualquier situación precaria un triunfo. Y un hombre a quien las tropas se entregaban incondicionalmente en el campo de batalla; tras el templado invierno pasado en Capua, hombres cansados de la guerra habían desertado en el primer encuentro desafortunado con Claudio Marcelo, en Nola —exactamente dos mil doscientos íberos y númidas—. Los romanos los habían honrado, colmado de oro y llevado a un lugar seguro; pero todos los demás —celtas, íberos, baleares, ligures, mauritanos, gatúlicos, libios, númidas, púnicos— preferían a Aníbal y las privaciones de la cruel guerra, que librarse de ésta pasándose al enemigo.
Y los Ancianos reflexionaban sobre qué sucedería si Aníbal recibía los medios necesarios para terminar la guerra con una victoria. Los medios estaban allí, todos lo sabían, pero, ¿quién contendría a un Aníbal victorioso, endiosado por las tropas y aclamado por el pueblo? Después de la Guerra Libia, Amílcar había vacilado y había terminado decidiéndose en contra de asumir el poder por la fuerza. Pero el gran Amílcar se había criado en la ciudad, mientras que su hijo lo había hecho en el extranjero, en Iberia, en el campo de batalla. Amílcar se había sentado en el Consejo, había servido a las centenarias instituciones, había seguido sus mandatos, si bien es cierto que muchas veces a disgusto, pero Aníbal no conocía esas instituciones, o apenas, no tenía ningún motivo para respetarías y. una vez conseguida la victoria, no tendría ninguna razón para contenerse. Y tenía dos hermanos casi tan grandes y temibles para el Consejo como él.
Antígono sabía muy bien que ninguno de los hijos del Barca intentaría hacerse del poder por la fuerza; sin embargo, recordaba aquella discusión decisiva, hacía veintidós años, entre Amílcar y Asdrúbal el Bello, y lamentaba haber intercedido a favor del respeto a las instituciones y la renuncia a un golpe de Estado. Pero también comprendía el temor de los consejeros —tanto «Viejos» como bárcidas— a un regreso victorioso del estratega al frente de sus tropas, que no eran leales a la ciudad, sino al estratega.
Lo que comprendía, pero no podía soportar, y siempre le provocaba una rabia impotente y temblorosa, era que el asno púnico se muriera de sed entre dos pozos situados a una misma distancia. El Consejo quería todo y nada, de ser posible al mismo tiempo y en seguida. Conservar Iberia, recuperar Sardonia, volver a la vieja epicracia en Sicilia, pero esto sin dejar que Roma fuera vencida por un Aníbal poderoso. No comprendían que Roma sólo dejaría de enviar tropas a Iberia, Sardonia y Sicilia cuando no quedara piedra sobre piedra en la ciudad del Tiberus y que nadie, excepto Aníbal, podía derrotar a los romanos. Era el mismo funesto error, el mismo cálculo equivocado de la primera guerra: la suposición de que Roma aceptaría, tarde o temprano, una paz equitativa, como tantas veces había hecho Kart-Hadtha. La ruptura del tratado de paz, la extorsión tras la Guerra Libia, aquel obviar el tratado del Iberos mediante la posterior alianza con Zakantha, no habían enseñado nada a los consejeros púnicos. Roma no concertaba acuerdos de paz equitativos, Roma sometía o era sometida. Las posibilidades de vencer estaban al alcance de la mano: el Senado estaba pidiendo dinero prestado a los ciudadanos más ricos de Roma para poder continuar la guerra; Kart-Hadtha, después de la construcción de las flotas y los reclutamientos del año anterior, todavía disponía de plata suficiente.
El heleno y Bostar intentaron una y otra vez convencer a los honorables y viejos señores del partido bárcida, en vano. Hubiera sido fácil movilizar a veinte mil hombres más, además de los cincuenta mil reclutados en las últimas cinco lunas, volver a reforzar la flota y utilizar todo de una manera sensata. Sifax hubiera podido hacer su guerra contra los otros númidas; los masesilios no podían aplastar a los masilios en menos de dos años, y Kart-Hadtha hubiera podido ayudar a Masinissa antes de que acabaran esos dos años. Mano libre para Asdrúbal en Iberia, y quizá treinta mil soldados más; junto con Himilcón, Cartalón y las tribus íberas que le eran fieles, Asdrúbal podía, si no vencer a los dos Cornelios, al menos sí reprimirlos y dejar el camino libre para un ejército íbero—libio comandado por Magón, que marcharía hacia Italia a través de los Pirineos y los Alpes y podría atacar Roma desde el norte. Diez mil de los cuarenta mil hombres restantes podían ser enviados a la costa iliria, donde, después de ponerse de acuerdo con Filipo de Macedonia, conquistarían y resguardarían el puerto de Apolonia, para que el ejército y las unidades macedonias pudieran cruzar el mar en dirección a Italia. Los otros treinta mil soldados debían ser enviados inmediatamente y sin condiciones a Aníbal, junto con una cantidad suficiente de plata. Esto, en primavera; y en otoño la guerra había terminado. No se debía enviar ninguna tropa a Sicilia ni a Sardonia; las legiones y flotas emplazadas allí serian retiradas inmediatamente cuando Roma se viera en serio peligro.
Pero era como susurrar en una tormenta como encender una vela en el resplandeciente mediodía, como soplar contra los cimientos de las pirámides. Y Antígono ni siquiera intuía las cosas ocultas que se estaban cociendo en el Consejo y las clases altas de Kart-Hadtha.
Estaba empezando el verano del quinto año de guerra. En esta misma época, cuatro años atrás, Antígono había cruzado los Pirineos con el ejército de Aníbal. Ahora estaba sentado frente a Bostar en el enorme despacho del banco, calculando pérdidas. Una pequeña flota romana, ataques a la costa púnica. barcos de carga hundidos o tomados como botín; la desagradable vida diaria de esta guerra que abarcaba a toda la mitad occidental de la Oikumene.
Bostar llevaba puesto un escandaloso traje verde chillón; Antígono lo miraba una y otra vez por encima de sus papiros. Por las ventanas se introducían los ruidos y olores del puerto: madera crujiendo bajo las sierras, pez caliente, pasos, martilleo, los gritos y maldiciones de miles de obreros, el irremplazable y exquisito aroma del agua salobre y pescados podridos. Antígono arrugó la frente y caviló un momento, hasta que pudo recordar un poema oído en un ventorrillo, que empezaba hablando de esos olores. El poeta —¿la poetisa? — guardaba silencio desde hacía años. La delgada púnica. de quien aquella vez Antígono sospechara que era la autora, podía seguir con vida o estar muerta, él no lo sabía. Había muchas artes y muchos artistas; la vieja casa familiar del barrio de los metecos se había convertido en lugar de reunión de escritores, pintores, escultores y músicos, de quienes el banco recibía buenas sumas de dinero. Por otra parte, los artistas no tenían ningún motivo para quejarse; sin Antígono y sus contactos, su visión, su gusto, el escultor en bronce Boethos difícilmente hubiera podido llevar una vida tan holgada. En Kart-Hadtha, sus obras alcanzaban precios de entre dos y tres minas; ciento cincuenta schekels eran un gran éxito. Sin embargo, en Atenas y Alejandría se pagaba diez veces esa suma por sus Melkarts sentados —que allí pasaban por Heracles sentados—, sus leones saltando o sus incomparables Afroditas de pie (la sensacional modelo había sido la púnica que vivía con Boethos); una quinta parte de estos ingresos eran para el banco. Un intermediario de Hannón el Grande había comprado hacia poco tiempo un busto de Tanit.
—¿Qué estás pensando… qué estás soñando, heleno alcornoque? —Bostar lo miraba con el entrecejo fruncido, mordisqueando el extremo de su caña de escribir.
—Estoy pensando en el arte, púnico cabeza de chorlito, y sueño con días de abundancia y paz. Hannón ha mandado comprar un busto de Tanit, de Boethos.
—Hannón está comprando cosas muy distintas, querido amigo; pero no se puede demostrar.
—¿A qué te refieres?
Bostar se rascó el pecho; el brillante traje verde chirrió de forma muy desagradable.
—Me refiero a los extraños accidentes.
Antígono parpadeó.
—Explícate, amigo. No consigo seguirte.
—Hace tres lunas se ahogó el consejero Mutún. ¿Correcto?
—Correcto. No sabía nadar.
—Entonces, ¿qué hacía en el lago de Tynes? Y hace dos lunas se desbocaron los caballos de un carro, casualmente en el preciso momento en que el consejero Shymnalo cruzaba la calle. Fue aplastado por los cascos de los animales y las ruedas del carro.
—¿Adónde quieres llegar?
Bostar meneó la cabeza.
—En las últimas trece lunas han muerto once consejeros debido a accidentes similares, o por haber comido pescado en mal estado, o cosas así. Dos eran bárcidas, uno era del grupo de Hannón, los restantes eran más bien indecisos. Pero todos, oh Antígono, eran viejos: se encontraban en el umbral del Consejo de Ancianos. Cuatro de los Treinta han muerto por causas naturales; gracias a los accidentes de los otros, los cuatro que han subido al Consejo de Ancianos son hombres de Hannón. Y Hannón está oculto en su fortaleza urbana desde hace un año, guardado como el tesoro de Ptolomeo; si sale de la fortaleza es sólo para ir al Consejo, y esto acompañado por veinte guardaespaldas.
—¿Desde cuándo sabes todo eso?
—No sé absolutamente nada. Sólo he reunido unos cuantos hechos. Pero, ¿quién puede demostrar algo? El que haya un hombre de Hannón en la lista de consejeros muertos lo confunde todo. Quizá haya sido un accidente, o quizá haya querido abrir la boca, o quizá Hannón simplemente lo mandó matar para poder decir: ¿Qué queréis?, mi gente también se ha visto afectada.