Entretanto, los dos cónsules se encontraban en Samnia; habían cortado toda vía de abastecimiento a los campanios, de modo que en Capua pronto se produjo una gran carestía, pues los romanos les habían impedido sembrar. Los campanios enviaron mensajeros a Aníbal, pidiéndole que les suministrara grano antes de que los romanos salieran de sus cuarteles de invierno. Aníbal escribió inmediatamente a Hannón, quien se encontraba en Bruttium con sus tropas. Éste vino, se hizo fuerte en una elevación del terreno cercana a Beneventum, mandó que los aliados le trajeran grano y escribió a Capua diciendo que enviaran carros a recoger el grano. Pero los campanios enviaron apenas cuarenta carros, mostrándose muy poco esmerados en todo este asunto. Los beneventinos pusieron al corriente de todo a los romanos. Fluvio marchó de noche hacia Beneventtum y, al oír que el campamento enemigo estaba sumido en el mayor desorden debido a la entrega del grano, decidió atacar. Ordenó que sus soldados dejaran todos sus pertrechos y se presentaran en el lugar acordado llevando sólo sus armas. A la mañana siguiente atacó el campamento. Los enemigos defendieron la colina con gran valentía, y Fluvio ya estaba tocando retirada cuando un jefe de una tropa arrojó el estandarte al otro lado de la fosa y se maldijo a sí mismo y a los suyos al ver el símbolo et poder del enemigo. Entonces él mismo saltó a la fosa, y todos lo siguieron; y poco después conquistaron el campamento enemigo. Murieron alrededor de seis mil, otro siete mil fueron hechos prisioneros y se conquistó un gran botín en víveres, carros y similares.
Hannón marchó rápidamente de regreso a Bruttium. Los habitantes de esta región se dirigieron a él y le prometieron entregarse inmediatamente si se acercaba a las murallas de la ciudad, lo cual ocurrió después de que la guarnición romana fuera sacada de la fortaleza con mañas y aniquilada en gran parte. También una parte de los lucanos se pasó al bando cartaginés, ocasión en la cual fue muerto Tiberio Graco. Aníbal mandó que el cadáver del comandante romano fuera puesto a salvo y sepultado con honores.
Tras la derrota de Hannón, los campanios enviaron emisarios a Aníbal, quienes dijeron que los dos cónsules estaban a punto de poner cerco a Capua. El cartaginés envió algunos miles de soldados de caballería bajo las órdenes del samnita Magón, que también fueron rechazados por los enemigos y perdieron alrededor de quince mil hombres. Entretanto, Aníbal se acercó a Capua y ambos ejércitos se encontraron, pero de tal manera que ninguno de los dos consiguió la victoria. Los dos cónsules se separaron para mantener a Aníbal lejos de Capua. El cartaginés decidió perseguir a Claudio, quien, sin embargo, pronto dio un rodeo y volvió a Campania. Mediante sus fanfarronadas, Marco Centenio se había ganado la confianza del pueblo, que le entregó ocho mil hombres para, como él decía, terminar inmediatamente la guerra. Pero Aníbal lo atacó en Lucania y lo derrotó de tal forma que no llegaron a mil los hombres que salieron con vida. Mientras esto ocurría, Capua era sitiada por los ejércitos de los dos cónsules. El cartaginés, en lugar de apresurarse a acudir en ayuda de Capua, decidió utilizar la imprudencia del pretor Gneo Fulvio, quien se encontraba en las cercanías de Herdonia, en Apulia, con unos veinte mil hombres. Aníbal dejó parte de su ejército oculto en las aldeas, bosques y valles de los alrededores y la mañana siguiente mandó formar a sus tropas en orden de batalla. Fulvio aceptó la invitación con tanta alegría como imprudencia, y fue completamente derrotado, de modo que apenas dos mil hombres salieron con vida. Él mismo salió huyendo, recién comenzada la batalla.
Aníbal regresó a Tarento y de allí a Brundusium, pero no pudo conseguir nada allí. Volvieron a llegar mensajeros de Capua, y él les prometió enviar ayuda. En esta época, Syracus fue conquistada por Marcelo. Una terrible peste acabó con la mayor parte del ejército cartaginés emplazado en Syracus y la flota de Bomílcar huyó del puerto y se refugió en alta mar. Tito Otacilio saqueó la costa africana y capturó muchos barcos de carga.
Mientras tanto, continuaba el sitio de Capua, y el cerco sobre la ciudad era tan estrecho que los habitantes padecían hambre y ya ni siquiera podían enviar mensajeros a Aníbal. Finalmente, encontraron a un númida que se ofreció para llevar cartas al estratega. Aníbal dejó todo el equipaje pesado en Bruttium y marchó hacia Campania. Mandó avisar a los sitiados cuándo atacaría al enemigo. Pero tampoco este ataque rindió frutos. Después de haber sitiado durante un tiempo el campamento romano y ver que todo era en vano, decidió marchar hacia Roma. Mediante esta astuta decisión esperaba obligar a Apio a levantar el sitio de Capua o, por lo menos, dividir sus tropas. Llegó a Samnia en marcha sostenida, cruzó el río Anio y nadie advirtió su presencia hasta que estuvo a sólo cinco mil pasos de Roma. En la ciudad surgió una gran confusión. Creían que el ejército de Capua había sido derrotado. Se apostaron soldados en las murallas, los oficiales mantuvieron repetidas deliberaciones. Aníbal ya estaba dispuesto a atacar durante los días siguientes, cuando, con singular fortuna, los romanos Gneo Fulvio y Publio Sulpicio llegaron con un ejército recién reclutado. El cartaginés, que comprendió la imposibilidad de tomar la ciudad por asalto, saqueó las regiones adyacentes e hizo un gran botín. Como no había conseguido conquistar la ciudad ni romper el sitio de Capua, decidió regresar a Campania. Pero Sulpicio había mandado derribar los puentes tendidos sobre el Anio, obligando así al enemigo a meterse en el río. Es cierto que la caballería númida impidió que el romano pudiera causar algún daño a las tropas cartaginesas, pero también lo es que consiguieron arrebatarles una parte del botín.
Aníbal regresó a Capua de improviso, atacó el campamento romano y lo conquistó. Pero como vio que el enemigo ocupaba una posición muy ventajosa en una colina, siguió su marcha cruzando Apulia, Daunia y Bruttia, y apareció repentinamente en Rhegium, donde tomó prisioneros a muchos habitantes y casi conquista la ciudad misma. Como los sitiados de Capua vieron que no recibirían ninguna ayuda decidieron finalmente rendirse. Veintisiete consejeros ingirieron veneno y murieron juntos en una casa. Los demás esperaban clemencia de los romanos.
Pero Fulvio envió inmediatamente un parte de éstos a Cale y otra a Theanum. Apio Claudio quería salvarlos, y se empeñó en que las decisiones sobre castigo o perdón debían tomarse en Roma. Pero Fulvio cogió parte de su caballería y marchó en seguida a Theanum, donde hizo que los consejeros fueran azotados con varillas y decapitados. Luego se dirigió a Cales. Cuando estaba a punto de ajusticiar también a los consejeros que se encontraban allí, llegó un emisario de Roma. Fulvio dejó el escrito sobre su regazo, sin leerlo, y mandó ejecutar a los campanios. Después abrió la carta y encontró, como había supuesto, la postergación de la ejecución.
En otras ciudades campanias se portó con la misma dureza; más de ochenta consejeros ilustres fueron ejecutados, trescientos caballeros fueron hechos prisioneros, los ciudadanos restantes fueron, en su mayoría, esclavizados.
El año siguiente, Marcelo conquistó Salapia gracias a una traición; en esa ciudad se encontraba una parte considerable de la caballería cartaginesa. Las flotas romanas fueron derrotadas por los tarentinos, pero éstos sufrieron algunas derrotas en tierra. Laevino conquistó Agrigento, donde todavía había una guarnición cartaginesa, con lo cual toda Sicilia quedó sometida a los romanos.
Algunos de los confusos años se diferenciaban de los otros; en conjunto Antígono tenía en la cabeza una mezcolanza de nombres y cifras, de impresiones entreveradas, impotencia furiosa, esperanzas frustradas. Una vez que Asdrúbal y Masinissa hubieron derrotado totalmente al príncipe masesilio Sifax —este episodio secundario de la Gran Guerra había costado dos preciosos años—, Asdrúbal se llevó consigo a Iberia al rey de los masalios y unos miles de sus jinetes. En Iberia reinaba una frágil calma; los ataques romanos eran rechazados, pero tampoco se llegaba a una gran victoria púnica. Los Ancianos seguían demostrando ser el peor obstáculo. Dos años después de terminada la guerra en Numidia —Antígono había cumplido cincuenta y siete, la Gran Guerra había entrado en su octavo año— Kart-Hadtha envió, más bien por error, a un buen subestratega: Asdrúbal, hijo de aquel Giscón a quien los mercenarios insurrectos habían torturado hasta la muerte durante la Guerra Libia. Junto con el hermano de Aníbal, el nuevo subestratega consiguió mantener alejados a los Ancianos durante medio año, convenciéndoles de realizar las aplazadas visitas de inspección y control a las minas de plata, los astilleros de los puertos del sur y la administración de Karduba y Gadir. En ese tiempo, Asdrúbal Barca, Asdrúbal Giscón, Magón y Masinissa avanzaron hacia el norte en cuatro columnas. En la misma época en que Aníbal marchaba en vano hacia Roma y los romanos conquistaban Capua y exterminaban a sus habitantes, los cuatro estrategas pusieron fin a la amenaza romana en Iberia. Los ejércitos de Publio Cornelio Escipión y Gneo Cornelio Escipión fueron acorralados, obligados a presentar batalla y aniquilados. Los legionarios supervivientes, reunidos por un legado y atrincherados en las montañas costeras del norte del Iberos, no tenían ninguna importancia.
Después de la gran victoria, Antígono viajó a Iberia y pasó allí dos lunas. El heleno confiaba en que Magón y Asdrúbal Giscón podrían marchar por fin hacia Italia con la mitad de los casi setenta mil soldados de que disponían. Pero el Consejo de Kart-Hadtha veía las cosas de una manera distinta: más urgentes eran la pacificación y el ordenamiento definitivos de Iberia, elevar la producción de las minas de plata y abrir nuevos mercados.
A pesar de la caída y el saqueo de Siracusa, la guerra en Sicilia no había terminado. Antígono visitó Akragas y mantuvo largas conversaciones con siciliotas que habían conocido al gran Arquímedes, una de las víctimas de la carnicería realizada por los romanos en Siracusa; el heleno se enteró de que Marco Claudio Marcelo, el general más diestro de Roma, era llamado, incluso por algunos romanos, «el Carnicero de Sicilia». Aníbal, quien dependía cada vez más del dinero del Banco de Arena y de su propia fortuna, luchaba con un ejército en el que la mitad de los hombres eran itálicos: brutios, campanios, lucanos que se habían alistado. No obstante, el estratega era consciente de lo que ocurría en otros lugares y se esforzaba por cerrar todas las brechas, hasta donde eso era posible.
La peor de todas las brechas, la Hélade, era imposible de cerrar. El importante aliado Filipo había emprendido una guerrita absurda contra otras regiones helenas apoyadas por pequeñas tropas romanas. La segunda brecha se había abierto en Sicilia. Himilcón, el no muy hábil pero sí precavido subestratega del primer año, había sido depuesto por orden del Consejo y de los Ciento Cuatro, quienes lo acusaron de inactividad. Una provechosa inactividad: Himilcón había ganado pequeñas porciones de terreno, había eludido toda batalla campal y casi había expulsado a los romanos del oeste de Sicilia. Su sucesor fue un hombre emprendedor y sin cerebro llamado Hannón, un sobrino segundo de Hannón el Grande. En el transcurso de pocos meses Hannón perdió grandes regiones y ofendió una y otra vez el amor propio de los siciliotas; se comportaba como el amo púnico del país, y consideraba inferiores a todos los demás —incluso a sus propias tropas no—púnicas—. Aníbal pidió al Consejo de Kart-Hadtha que enviaran a Magón a Sicilia; en vano. El estratega envió al fiel Maharbal; pero en cierto momento la familia de éste había contraído deudas con la de Hannón, y el subestratega de Sicilia aprovechó esta circunstancia para enviar a Maharbal de nuevo a Italia. Así, Aníbal envió al mejor hombre que le quedaba, el libiofenicio Muttines. Antígono vio el comienzo, intuyó el final y se marchó.
Muttines asumió el mando de toda la caballería y se convirtió en el terror de las legiones, pero tenía que luchar más contra la arrogancia de Hannón que contra los romanos. Y, de pronto, en un momento de desesperación, Muttines se dio por vencido, abrió la fortaleza de Akragas a los romanos, aceptó la oferta de acogerse al derecho civil romano, adoptó el nombre de Marco Aurelio Mottones, viajó a Roma y, tres lunas después, se atravesó el vientre con su propia espada. Akragas estaba perdida; Hannón el Fanfarrón fue cerrado por las legiones y exterminado junto con su ejército. En Sicilia la guerra había terminado.
El centro del remolino, el sur de Italia, parecía casi en calma, pues los romanos rara vez se arriesgaban a atacar directamente a Aníbal. Las legiones asaltaban ciudades cuando el estratega se encontraba en otro lugar, incendiaban las tierras, pasaban por la espada a los habitantes, esclavizaban a los supervivientes, parecían obstinados en destruir todos los territorios que no podían arrebatar al ejército púnico, cada vez más reducido. Cada vez que uno de los cónsules o consularis presentaba batalla confiado en la superioridad numérica, el Senado perdía un ejército, y a menudo también a su comandante.
La aparente calma y los viejos temores hicieron que el Consejo de Kart-Hadtha considerara superfluo o incluso perjudicial enviar refuerzos a Aníbal. Sicilia estaba perdida, Sardonia estaba perdida, pero en Iberia se había conseguido una gran victoria, los mercados y las minas de plata estaban a salvo, podía empezarse a construir el país. Magón y Asdrúbal discutieron con los Ancianos: sólo había dos objetivos importantes, aniquilar las tropas romanas restantes, que se encontraban en un estado miserable y no podían ofrecer seria resistencia, y enviar un ejército a través de las Galias y los Alpes. Pero el Consejo y los Ancianos decidieron algo distinto: los romanos no eran ninguna amenaza, tarde o temprano Roma se retiraría del norte de Iberia; y Aníbal sabía ayudarse a si mismo.
El año en que cayó Akragas, Roma envió un comandante de veinticinco años a los desordenados restos de las tropas del norte del Iberos: Publio Cornelio Escipión, hijo del consularis del mismo nombre muerto hacía un año. En un primer momento el joven no hizo mucho; había luchado ocho años como suboficial en Italia y había estudiado a Aníbal; ahora empezó a reunir y reorganizar a los desmoralizados legionarios que aún quedaban. Asdrúbal y Magón, que hubieran podido vencer definitivamente el problema de las tropas romanas con una rápida victoria, fueron enviados a realizar expediciones punitivas contra pequeños pueblos íberos del sur y a recaudar impuestos y tributos.
En el este helénico, al borde del remolino, reinos que aún no sabían que no eran más que naves a la deriva trazaban rumbos confusos creyendo ser ellos quienes llevaban el timón. Atalo de Pérgamo cerró un tratado con Roma y atacó en la Hélade, ocupó Egina —junto con un ejército auxiliar romano— y rechazó a la guarnición macedonia. Filipo, quien desde la derrota en Apolonia no había hecho ninguna otra tentativa de poner en práctica su tratado con Aníbal, estaba dedicado a saquear pequeños Estados y ciudades helenas. Antíoco, señor del imperio seléucida, había derrotado a su gobernador insurrecto y ahora marchaba hacia el este para volver a apoderarse de los territorios armenios y bactrianos. Ptolomeo enviaba granos, sin recibir ningún pago, a los hambrientos romanos, quienes estaban sufriendo las consecuencias de su propia fiebre devastadora; como debido a la guerra no se había puesto en circulación más plata ibérica y púnica en el este de la Oikumene, el soberano egipcio cambió las monedas de plata de su reino por monedas de cobre —en el año en que el joven Cornelio Escipión llegó a Iberia—; sesenta dracmas de cobre equivalían a un viejo dracma de plata.