En Kart-Hadtha, Boethos creó una pequeña maravilla, la escultura de un muchacho con un ganso; y Qalaby se casó con un comerciante heleno de Alejandría. Antígono sufrió en silencio cuando sus nietos subieron a bordo del navío egipcio y partieron hacia el este; luego dejó los negocios en manos de Bostar, mandó preparar el nuevo —el quinto—
Alas del Céfiro
, supervisó el embarque de dos mil númidas y dos mil talentos de plata para Aníbal, esperó a que zarpara la flota de carga y se hizo a la mar. La fortuna del Barca estaba casi agotada; como Roma, como el mundo, como Antígono. Sólo Kart-Hadtha florecía y se permitía el lujo de descuidar los asuntos de interés vital. El heleno se alegró de ver las almenas de la muralla marítima desapareciendo bajo el horizonte.
El invierno templado del sur de Iberia permitía que flores amarillas, azules y plateadas se encrespasen en los jardines de la nueva Kart-Hadtha. Los astilleros trabajaban; la opinión de Asdrúbal había logrado prevalecer. Se estaban construyendo treinta nuevas penteras.
—No oyen ni ven nada —dijo el púnico. Su voz ni siquiera sonaba amarga; hacia años que se había acostumbrado a aquella insensatez—. Hace un año, hace incluso dos años, hubiéramos podido terminar todo esto. Ni un solo romano al norte del Iberos, Magón y cuarenta mil hombres a Italia. Estaba a nuestro alcance, lo hubiéramos podido hacer sin ningún esfuerzo. Ahora… —arrugó ligeramente la frente—. Quedaban quizá seis mil romanos, sumidos en el caos, prácticamente sin armas, casi sin un jefe. Ahora la situación es muy diferente.
Antígono dirigió la mirada a la vieja Mastia, que se levantaba al otro lado de la bahía. Allí vivían los descendientes de sus artesanos, aún; más de treinta años… Sus pensamientos vagaron por el tiempo, retrocedieron hasta la victoria contra Hannón, la venta de la aldea sin valor que luego fuera destruida por los mercenarios. Una pentera se deslizaba en la bahía. Los remeros eran nuevos, como el barco, los movimientos de los remos eran horribles; como tiras de trapo sacudidas en todas las direcciones por una ráfaga de viento.
Antes de que el hijo del Cornelio muerto llegara a Iberia, los romanos enviaron refuerzos, sobre todo tropas que habían quedados libres tras la rendición de Capua, y el Senado no quería arriesgarse a enviar contra Aníbal. Una legión, otros doce mil soldados de a pie y mil cien jinetes, romanos y latinos, habían llegado a Tarrakon y, en rápido avance, habían atacado a Asdrúbal por la espalda, mientras éste estaba ocupado con una pequeña tribu de las cercanías del Iberos. En lugar de luchar —encerrado entre montañas—, Asdrúbal se había rendido y había dilatado la negociación de la rendición; mientras se realizaban estas negociaciones, sus soldados de a pie, jinetes y una docena de elefantes utilizaron las noches para escapar del encierro por un pedregoso sendero de montaña. Cuando Asdrúbal interrumpió la negociación y los romanos quisieron atacar ya no había nadie allí. Pero el joven Cornelio había llegado a Tarrakon con otras dos legiones.
—El mismo los instruye, los prepara con dureza, los hace practicar en grupos pequeños. Más de treinta mil soldados de a pie y tres mil quinientos jinetes. Tigo, me temo que en Italia ha observado demasiado bien a mi hermano.
—Y, ¿qué dicen los Ancianos?
—Son imbéciles. Piensan en las minas de plata y se rascan la barriga. Nos dividen y nos envían a donde no hacemos falta. Magón está sentado en algún lugar entre Karduba y Kastulo; el hijo de Giscón está descansando en Gadir. ¿Se puede saber qué hace en Gadir, por el ojo de Melkart?
—Contar barcos.
Antígono apartó la espada, que se le había resbalado de entre las piernas, y se inclinó sobre el muro del parque enorme y multicolor. En algún lugar berreaba un elefante. De los establos subía al aire una pesada dulzura, el vaho de excrementos calientes en un templado día de invierno. Los tejados de la ciudad brillaban. Al este de la isla había anclado un mercante sobrecargado; barcas de remos oscilaban entre el puerto terrestre y el barco, y llevaban bultos al muelle, que se extendía en la base del cabo.
—¿Qué pasa ahí?
Asdrúbal, que estaba apoyado en un rincón del muro, se acercó al heleno.
—¿Eso de allí? Nada, un poco de arena tonta. Vientos de determinada intensidad, y el viento del norte, empujan el agua fuera de la bahía; entonces casi puede cruzarse a pie.
En el lado norte de la bahía, otro velero abandonaba las instalaciones portuarias de la vieja Mastia. A juzgar por el estilo del navío, debía tratarse de un comerciante de una ciudad italiota, Lokroi o Taras. El barco pasó cerca de la pentera nueva, que justo en ese momento estaba trazando un torpe viraje.
Pájaros salieron volando de los árboles del parque. Los flamencos estaban intranquilos en su porción del parque —les habían cortado las alas—, chillaban, graznaban y se picoteaban unos a otros.
Asdrúbal hizo un guiño, cruzó los brazos y se apoyó en el muro.
—Está bien que lleves tu espada, Tigo.
El heleno soltó una risa suave y sin alegría.
—Y el viejo puñal. Vivimos tiempos indignos, amigo, hijo y hermano de mis amigos. Un comerciante amante de la paz que cumplirá cincuenta y nueve años esta primavera no debería llevar ningún arma. Pero ya me he acostumbrado. —Llevó la mano a la empuñadura de la espada—. Me la dio Amílcar, hace… casi treinta años. Pertenecía a uno de sus viejos mercenarios; antes.
—Tendrás que usarla —susurró Asdrúbal. Parecía relajado y, al mismo tiempo, listo para saltar, como un gran felino.
—Eso me temo —dijo Antígono encogiéndose de hombros—. Somos pequeños hombrecitos perdidos en la gigantesca tabla de bronce sobre la cual la musa de la historia escribe con cincel y martillo. Hay que defenderse.
Asdrúbal suspiró.
—Preferiría poder quedar fuera del alcance de esa musa, Tigo. Ver crecer a los niños, amar a mi mujer, comer y beber bien, paz con Roma. Y ningún atentado. Desenvaina.
Asdrúbal hablaba con dureza, pero no en voz alta. Cuatro hombres con los rostros cubiertos salieron del parque y cayeron sobre él. El púnico, acostumbrado desde bacía años a vivir en constante peligro, los había visto, o intuido. Antes de que Antígono pudiera desenvainar su espada, el segundo hijo del Barca sacó su arma, se abrió paso entre los atacantes dando un amplio golpe de espada, golpeó la garganta del primero con la empuñadura y dio media vuelta. El acero hizo un movimiento brusco y giró hacia un lado. De la muñeca del segundo asesino brotó un chorro oscuro de sangre; la mano cayó sobre el empedrado empuñando la espada. El tercer hombre arremetió contra el vientre de Asdrúbal con su arma corta, el cuarto se precipitó sobre Antígono con espada y puñal. El heleno se dejó caer de rodillas, sintió la ráfaga de viento de la espada pasando sobre su cabeza, puso lentamente, como en un sueño, la punta de su espada contra el estómago de su atacante, y le hundió el acero en las tripas. Después se levantó de un salto, desenvainó el puñal egipcio, se colocó detrás del adversario de Asdrúbal y pasó la curva cuchilla por el cuello del asesino. En ese mismo momento Asdrúbal terminaba un terrible golpe que arrancó el arma de la mano de su oponente y le partió en dos el esternón.
Sólo el segundo atacante seguía con vida. Sus ojos estaban fijos en la muñeca por la que se le escapaba la vida. Asdrúbal le cogió el antebrazo con la mano derecha y lo apretó. Con la izquierda sacó su puñal y puso la punta del arma frente al ojo izquierdo del hombre.
—¿Quién os ha pagado? —La voz continuaba controlada, suave, aguda, apenas había variado.
Antígono arrancó la tela que cubría el rostro del primer atacante, a quien la furia del golpe de espada le había roto el hioides y la nuca. dobló la tela dándole forma de cuerda y aplicó un torniquete al brazo del superviviente.
—¿Quién?
El hombre no respondió. Asdrúbal dejó escapar un silbido por entre los dientes y movió el puñal de forma apenas perceptible. El herido se apartó el arma de la cara gritando; una mezcla líquida, carnosa y vidriosa bajó por la mejilla.
—¿Quién?
Los gritos se convirtieron en un gemido sordo. Asdrúbal se pasó el puñal a mano derecha, rasgó con un movimiento rápido las ropas que cubrían el torso del hombre y cortó el cinturón.
Antígono se dio la vuelta, limpió su arma egipcia en el traje del tercer atacante, la guardó, se inclinó, dio la vuelta al cadáver e intentó sacar su espada. Escuchó un chillido gutural, luego otra vez la voz de Asdrúbal.
—¿Quién os ha pagado? Puedes morir ahora mismo. O puedes tardar diez días en hacerlo. Dilo.
—Dem… Demetrio. Demetrio… de Taras.
—¿El cabeza de buitre? Ah.
El cuerpo cayó sobre el empedrado con un ruido sordo. Antígono se volvió lentamente. Asdrúbal sostenía el puñal manchado en alto y la mirada en el mar. El velero mercante seguía al alcance de la vista pero ya no al de la mano.
—Yo lo he visto aquí, cuando los romanos vinieron para las negociaciones —dijo el heleno enronquecido—. Y después del asesinato de Asdrúbal. Y creo que también lo vi una vez en Roma.
Asdrúbal se llenó los pulmones de aire, se metió tres dedos en la boca y dio un agudo silbido.
—Yo sé dónde más puedes haberlo visto, Tigo. —El púnico se inclinó y limpió el filo del puñal—. El honrado comerciante Demetrio de Taras, que hace negocios con nosotros desde hace veinte años, desde que existe esta ciudad, es uno de los socios de Hannón.
Antígono pasó la mirada del filo de la espada que le regalara Amílcar al rostro dominado del hijo de éste.
—¿Hannón el Sombrío?
—Hannón la Rata. Hannón el Buitre. Hannón el enterrador de Kart-Hadtha. Si; viejo amigo, Tigo: gracias.
Hombres de la guardia llegaron corriendo por el parque.
—¿Gracias, por qué?
—Por esto. —Asdrúbal señaló los cadáveres—. Solo no hubiera podido acabar con ellos.
—Yo creo que sí. Además… también venían por mi cuello.
—Porque daba la casualidad de que estabas aquí. —Asdrúbal puso las manos sobre los hombros del heleno—. No está mal para un viejo, Tigo. No deberías considerarte más viejo de lo que eres.
Una vez que la guarda hubo retirado los cadáveres, cerrado el parque y la fortaleza y buscado a otros posibles conjurados, Asdrúbal llevó al heleno al coto de los flamencos.
—Gracias a los queridos animales. Y también a los otros, a los que echaron a volar. Pero yo ya no podía silbar, ni gritar, ¿sabes?
Antígono asintió.
—Ya estaban demasiado cerca, ¿o qué?
—Pensaban que podían sorprendernos; por eso pudimos sorprenderlos nosotros. De no haber sido así…
—¿Qué pasará con Hannón?
—No podremos probar nada, Tigo. «¿Demetrio de Taras? Un comerciante, sí, tengo negocios con él. Pero amigos, púnicos, paisanos, si yo hubiera sabido que Demetrio iba a cometer un acto tan vil.. .» O algo por el estilo.
Los días en la capital ibérica eran agradables, templados y, casi siempre, secos. Asdrúbal urdía proyectos, organizaba, hacía preparativos para la primavera, prácticamente sin ser molestado por los dos gerusiastas, a quienes el invierno parecía haber hecho caer en una especie de entumecimiento político. Se habían encerrado en una ala de la fortaleza, con vino, buena comida y mujeres jóvenes. Corrían horribles rumores sobre sus diversiones.
Al atardecer, Antígono solía salir del
Alas
con Bomílcar y otros para visitar las tabernas del puerto de la capital insular o de los otros sectores portuarios de la bahía; a veces pasaba la noche en la aldea de artesanos, con la viuda de un tallador de marfil. Sin embargo, casi siempre estaba con Asdrúbal y su mujer, Ktusha una balear de la gran isla de Klumyusa. Ktusha había nacido en un poblado de la escarpada costa noroccidental de la isla, donde los púnicos habían construido terrazas y cisternas hacia siglos. Pero las fértiles terrazas escalonadas de las pendientes se estaban arruinando desde que, ocho años atrás, los romanos ocuparon una parte de la isla y mataron a los campesinos y terratenientes púnicos. Durante esas semanas de invierno Antígono y Asdrúbal intentaron varias veces convencer, persuadir, hacer cambiar de opinión a Ktusha, pero la balear no quería saber nada de la propuesta de subir a bordo del
Alas
con los cuatro niños y viajar a Kart-Hadtha en Libia.
—Y, ¿en primavera? ¿Qué pasará en primavera?
Ella sonrió.
—Lo que pasa siempre en primavera, Tigo: tengo un esposo, tenemos dos hijos y dos hijas, y los tenemos porque solemos estar juntos. Así debe seguir. Asdrúbal marchará con el ejército y nosotros nos quedaremos aquí, esperándolo.
—¿Es segura la ciudad?
Asdrúbal se encogió de hombros.
—¿Qué es seguro? —Su voz sonaba cansada—. Murallas, barcos, soldados, cuarenta mil personas. Pero los asesinos pueden colarse por cualquier parte. Sin embargo, —rechinó los dientes— Ktusha tiene razón en una cosa. Aquí no están cerca de Hannón.
—Pero los romanos…
—Los romanos están en Tarrakon, diez días de marcha al norte. Si de mi dependiera… —Calló.
Antígono sólo asintió inclinando la cabeza. Asdrúbal, el hijo de Giscón, tenía casi treinta mil soldados en el campamento de Gadir, muy al suroeste de allí; Magón estaba en Kastulo, con más o menos el mismo número de hombres, y los campamentos levantados en, y alrededor de, Mastia y Kart-Hadtha albergaban a casi treinta mil soldados de a pie libios, mauritanos, gatúlicos e íberos, además de a unos siete mil jinetes númidas e íberos y cincuenta elefantes. Asdrúbal había querido aprovechar el invierno para enviar hacia el Iberos a todas las tropas disponibles divididas en pequeños grupos dispersos y poco llamativos, para dar el gran golpe contra los romanos a comienzos de la primavera. Pero los Ancianos ya habían hecho planes para todo el año. Asdrúbal Giscón, con sus hombres y casi cuarenta barcos haría una visita a los tartesios y lusitanos; Magón protegería las Montañas Negras y las minas; Asdrúbal marcharía hacia el noroeste, hacia el interior, y castigaría a los carpesianos, quienes empezaban a mirar con buenos ojos a los romanos. Antígono albergaba los mismos temores que Asdrúbal. No los expresaban en voz alta, pero casi podían palparse en el silencio. Cuando el invierno llegó a su fin y Asdrúbal marchó contra los carpesianos, Antígono subió a bordo del
Alas del Céfiro
. El heleno esperaba poder hacer otra visita a Asdrúbal dentro de pocos meses; sin embargo, pasaron casi dos años y medio hasta que pudo volver a ver algo de Asdrúbal.