Read Anatomía de un instante Online
Authors: Javier Cercas
El último protagonista del golpe fue el teniente coronel Tejero. Es el icono del golpe y es evidente que tenía vocación de icono y que su aspecto de guardia civil de viñeta costumbrista o de guardia civil de poema de Lorca o de guardia civil de película de Berlanga —el cuerpo robusto, el mostacho tupido, la mirada ardiente, la voz gangosa y el acento andaluz beneficiaba su vocación de icono; pero también es evidente que no era el fantoche irreflexivo que quiere el cliché del 23 de febrero y que el país entero se empeñó en construir después del 23 de febrero, como si la mala conciencia colectiva por la nula oposición al golpe necesitara demostrarse a sí misma que sólo un demente podía asaltar a tiros el Congreso y que por tanto el golpe no fue más que una fantochada a la que no hacía falta resistirse porque estaba de antemano destinada al fracaso. No es verdad: Tejero no era en absoluto un chiflado de verbena; era algo mucho más peligroso: era un idealista dispuesto a convertir en realidad sus ideales, dispuesto a mantener a cualquier precio la lealtad a quienes consideraba los suyos, dispuesto a imponer el bien y a eliminar el mal por la fuerza; el 23 de febrero Tejero también demostró ser muchas otras cosas, pero sólo porque antes era un idealista. Que los ideales de Tejero nos parezcan perversos y anacrónicos no califica la bondad o la maldad de sus intenciones, porque el mal se fabrica a menudo con el bien y tal vez el bien con el mal; mucho menos autoriza a atribuir su fechoría a una pintoresca enajenación: si Tejero hubiese sido un enajenado no hubiera preparado durante meses y llevado a cabo con éxito una operación compleja y peligrosa como la toma del Congreso, no hubiera conseguido mantener el control casi absoluto que mantuvo del secuestro durante las diecisiete horas y media que duró, no hubiera sabido jugar sus bazas ni hubiera maniobrado para conseguir sus objetivos con la serena racionalidad con que lo hizo; si hubiera sido un enajenado, si hubiera llevado su locura hasta el final, tal vez el secuestro del Congreso hubiera acabado con una degollina y no con la negociación con la que acabó una vez que tuvo la certeza de que el golpe había fracasado. La realidad es que Tejero era un oficial técnicamente competente a quien se confiaron puestos de la máxima responsabilidad —como la comandancia de la guardia civil de San Sebastián— y que, aunque su idealismo fogoso y emocional provocaba los recelos de sus mandos y sus compañeros, también provocaba la devoción de sus subordinados. Sobra añadir que era un energúmeno empachado por toneladas de papilla patriótica, un moralista obcecado por la vanidad de la virtud y un megalómano con un ansia indomable de protagonismo. Por temperamento y por mentalidad estaba muy lejos de Armada, pero no de Milans. Como Milans, Tejero se consideraba a sí mismo un hombre de acción, y lo era; la diferencia es que Milans lo había sido sobre todo durante su juventud en una abierta guerra civil mientras que Tejero lo había sido sobre todo durante su madurez en la guerra solapada del País Vasco. Como Milans, Tejero soñaba con una utopía de España como cuartel-un lugar radiante de orden, fraternidad y armonía regulado por los toques de ordenanza bajo el imperio radiante de Dios—; la diferencia es que Milans aceptaba la conquista gradual de la utopía mientras que Tejero aspiraba a realizar la revolución de inmediato. Como Milans, Tejero era ante todo un franquista; la diferencia es que, precisamente porque pertenecía a una generación posterior a la de Milans y no había conocido la guerra ni otra España que la España de Franco, Tejero era si cabe todavía más franquista que Milans: idolatraba a Franco, se regía por la tríada de mayúsculas Dios, Patria y Milicia, su enemigo a muerte era el marxismo, es decir el comunismo, es decir la Antiespaña, es decir los enemigos de la utopía de España como cuartel, que debían ser erradicados del solar patrio antes de que consiguieran envenenarlo. Esto último formaba parte desde luego de la vulgata retórica de la ultraderecha en los años setenta, pero para el sentimentalismo literal de Tejero constituía a la vez una descripción exacta de la realidad y un mandamiento ético: en Tejero se daba una fusión acabada entre patriotismo y religión y, como dice Sánchez Ferlosio, «es cuando hay Dios cuando todo está permitido; así que nadie tan ferozmente peligroso como el justo, cargado de razón». De ahí que, igual que para toda la ultraderecha, para Tejero Santiago Carrillo viniera a representar algo semejante a lo que Adolfo Suárez representaba para Armada y Gutiérrez Mellado para Milans: la personificación de todos los infortunios de la patria y, en la medida en que su histérico egocentrismo le permitía sentirse la personificación de la patria, la personificación de todos sus infortunios; y de ahí también que, porque la fusión entre patriotismo y religión deshumaniza al adversario y lo convierte en el Mal, en cuanto vislumbró el retorno a España de la Antiespaña su fanatismo escatológico le impusiera el deber de acabar con ella, y que a partir de entonces cambiara su historial militar por un historial de rebeldías.
El fulminante de esa traca de indisciplinas fue lo que Tejero consideraba la manifestación sin máscaras de la Antiespaña: el terrorismo. Durante el juicio por el 23 de febrero su abogado defensor evocó un episodio ocurrido tras el asesinato a manos de ETA de uno de los guardias civiles que se hallaban a sus órdenes en la comandancia de la guardia civil de Guipúzcoa; más que un hecho fue una imagen, una imagen truculenta pero no amañada: la imagen del teniente coronel inclinándose sobre el cadáver destrozado por una explosión e incorporándose con los labios y el uniforme manchados de la sangre de su subordinado. Es muy probable que Tejero nunca supiera o quisiera o pudiera vivir el terrorismo más que como una salvaje agresión íntima, y no hay duda de que fue el terrorismo lo que lo convirtió en un insumiso crónico y lo saturó de razón conforme el estado se mostraba incapaz de atajarlo y una parte de la sociedad indiferente ante los estragos que causaba entre sus compañeros de armas. En enero de 1977, poco después del asesinato de uno de sus hombres, el teniente coronel era cesado de su mando en Guipúzcoa y sometido a un arresto de un mes por enviarle un telegrama sarcástico al ministro del Interior que acababa de legalizar la bandera vasca mientras, según repetía él cada vez que mencionaba el incidente, la ciudad de San Sebastián se llenaba de banderas españolas ardiendo; en octubre del mismo año se le apartó de la comandancia de Málaga y se le impuso de nuevo un arresto de un mes por prohibir con las armas en la mano una manifestación autorizada con el argumento de que ETA acababa de matar a dos guardias civiles y toda España debía estar de luto; en agosto de 1978, mientras los partidos políticos discutían el proyecto de Constitución, fue arrestado durante catorce días por publicar en El Imparcial una carta abierta al Rey en la que le pedía que, como jefe del estado y de las Fuerzas Armadas, impidiese la aprobación de un texto que no incluía «algunos de los valores por los que creemos que vale la pena arriesgar nuestras vidas», que promulgase una ley apta para terminar con la matanza del terrorismo y que acabase «con los apologistas de esta farsa sangrienta, aunque sean parlamentarios y se sienten entre los padres de la Patria»; en noviembre de 1978 fue detenido y procesado por planear un golpe que anticipaba el golpe del 23 de febrero —la llamada Operación Galaxia: se trataba de secuestrar al gobierno en el palacio de la Moncloa y, con la ayuda del resto del ejército, obligar después al Rey a formar un gobierno de salvación nacional—, pero menos de un año más tarde salía de la cárcel en régimen de reclusión atenuada y a mediados de 1980 el tribunal le condenaba a una pena insignificante que por lo demás ya había cumplido, y que le convenció de que podía volver a intentarlo sin correr más riesgo que el de pasar una pequeña y confortable temporada en prisión, convertido en el héroe semisecreto del ejército y en el héroe clamoroso de la ultraderecha. Fue entonces cuando contrajo la pasión de la notoriedad; fue entonces cuando se incrustó en su cerebro la obsesión del golpe; fue entonces cuando empezó a preparar el 23 de febrero. La idea fue de él: él la parió y la acunó y la crió; Milans y Armada quisieron adoptarla, subordinándola a sus fines, pero para ese momento el teniente coronel ya se sentía su propietario y, cuando en la noche del 23 de febrero creyó comprender que los dos generales perseguían el triunfo de un golpe distinto del que él había procreado, Tejero prefirió el fracaso del golpe al triunfo de un golpe que no era el suyo, porque pensó que el triunfo del golpe de Milans y de Armada no garantizaba la realización inmediata de su utopía de España como cuartel y la liquidación de la Antiespaña que nadie mejor que Santiago Carrillo personificaba, o porque para Tejero el golpe de estado era antes que nada una forma de acabar con Santiago Carrillo o con lo que Santiago Carrillo personificaba y de —recobrando el orden radiante de fraternidad y armonía regulado por los toques de ordenanza bajo el imperio radiante de Dios abolido al llegar la democracia— recobrar lo que Santiago Carrillo o lo que para él personificaba Santiago Carrillo le había arrebatado.
Tejero lo comprendió bien: no es sólo que los tres protagonistas del golpe fueran profundamente distintos y actuaran a impulsos de motivaciones políticas y personales distintas; es que cada uno de ellos perseguía un golpe distinto y que en la noche del 23 de febrero los dos generales trataron de usar el golpe concebido por el teniente coronel para imponer el suyo:
Tejero estaba contra la democracia y contra la monarquía y su golpe quería ser en lo esencial un golpe similar en el fondo al golpe que en 1936 intentó derribar la república y provocó la guerra y después el franquismo; Milans estaba contra la democracia, pero no contra la monarquía, y su golpe quería ser en lo esencial un golpe similar en la forma y en el fondo al golpe que en 1923 derribó la monarquía parlamentaria e instauró la dictadura monárquica de Primo de Rivera, es decir un pronunciamiento militar llamado a devolverle al Rey los poderes que había entregado al sancionar la Constitución y, quizá tras una fase intermedia, a desembocar en una junta militar que sirviese de sustento a la Corona; por último, Armada no estaba contra la monarquía ni (al menos de manera frontal o explícita) contra la democracia, sino sólo contra la democracia de 1981 o contra la democracia de Adolfo Suárez, y en lo esencial su golpe quería ser un golpe similar en la forma al golpe que llevó a la presidencia de la república francesa al general De Gaulle en 1958 y en el fondo a una especie de golpe palaciego que debía permitirle desempeñar con más autoridad que nunca su antiguo papel de mano derecha del Rey, convirtiéndole en presidente de un gobierno de coalición o concentración o unidad con la misión de rebajar la democracia hasta convertirla en una semidemocracia o en un sucedáneo de democracia. El golpe del 23 de febrero fue un golpe singular porque fue un solo golpe y fueron tres golpes distintos: antes del 23 de febrero Armada, Milans y Tejero creyeron que su golpe era el mismo, y esta creencia permitió el golpe; durante el 23 de febrero Armada, Milans y Tejero descubrieron que su golpe era en realidad tres golpes distintos, y este descubrimiento provocó el fracaso del golpe. Eso fue lo que ocurrió, al menos desde el punto de vista político; desde el punto de vista personal lo que ocurrió fue todavía más singular: Armada, Milans y Tejero dieron en un solo golpe tres golpes distintos contra tres hombres distintos o contra lo que para ellos personificaban tres hombres distintos, yesos tres hombres —Suárez, Gutiérrez Mellado y Carrillo: los tres hombres que habían cargado con el peso de la transición, los tres hombres que más se habían apostado en la democracia, los tres hombres que más tenían que perder si la democracia era destruida— fueron precisamente los tres únicos políticos presentes en el Congreso que demostraron estar dispuestos a jugarse el tipo frente a los golpistas. Esta triple simetría forma también una extraña figura, quizá la figura más extraña de todas las extrañas figuras del 23 de febrero, y la más perfecta, como si su forma sugiriese un significado que somos incapaces de captar, pero sin el cual es imposible captar el significado del 23 de febrero.
Eran tres traidores; quiero decir: para tantos a quienes debían lealtad por familia, por clase social, por creencias, por ideas, por vocación, por historia, por intereses, por simple gratitud, Adolfo Suárez, Gutiérrez Mellado y Santiago Carrillo eran tres traidores. No sólo lo eran para ellos; lo fueron para muchos más, en cierto sentido lo son objetivamente: Santiago Carrillo traicionó los ideales del comunismo minando su ideología revolucionaria y colocándolo en el umbral del socialismo democrático, y traicionó cuarenta años de lucha antifranquista declinando hacer justicia con los responsables y cómplices de la injusticia franquista y obligando a su partido a realizar las concesiones reales, simbólicas y sentimentales que impusieron su pragmatismo y su pacto de por vida con Adolfo Suárez; Gutiérrez Mellado traicionó a Franco, traicionó al ejército de Franco, traicionó al ejército de la Victoria y a su utopía radiante de orden, fraternidad y armonía regulada por los toques de ordenanza bajo el imperio radiante de Dios; Suárez fue el peor, el traidor total, porque su traición hizo posible la traición de los demás: traicionó al partido único fascista en el que había crecido y al que debía cuanto era, traicionó los principios políticos que había jurado defender, traicionó a los jerarcas y magnates franquistas que confiaron en él para prolongar el franquismo y traicionó a los militares con sus veladas promesas de frenar la Antiespaña. A su modo, Armada, Milans y Tejero pudieron imaginarse a sí mismos como héroes clásicos, campeones de un ideal de triunfo y conquista, paladines de la lealtad a unos principios nítidos e inamovibles que aspiraban a alcanzar la plenitud imponiendo sus posiciones; Suárez, Gutiérrez Mellado y Carrillo renunciaron a hacerlo a partir del momento en que empezaron su tarea de retirada y demolición y desmontaje y buscaron su plenitud abandonando sus posiciones, socavándose a sí mismos sin saberlo. Los tres cometieron errores políticos y personales a lo largo de su vida, pero esa valerosa renuncia los define. En el fondo Milans tenía razón (como la tenían los ultraderechistas y los ultraizquierdistas de la época): en la España de los años setenta la palabra reconciliación era un eufemismo de la palabra traición, porque no había reconciliación sin traición o por lo menos sin que algunos traicionasen. Suárez, Gutiérrez Mellado y Carrillo lo hicieron más que nadie, y por eso muchas veces se oyeron llamar traidores. En cierto modo lo fueron: traicionaron su lealtad a un error para construir su lealtad a un acierto; traicionaron a los suyos para no traicionarse a sí mismos; traicionaron el pasado para no traicionar el presente. A veces sólo se puede ser leal al presente traicionando el pasado. A veces la traición es más difícil que la lealtad. A veces la lealtad es una forma de coraje, pero otras veces es una forma de cobardía. A veces la lealtad es una forma de traición y la traición una forma de lealtad. Quizá no sabemos con exactitud lo que es la lealtad ni lo que es la traición. Tenemos una ética de la lealtad, pero no tenemos una ética de la traición. Necesitamos una ética de la traición. El héroe de la retirada es un héroe de la traición.