Anatomía de un instante (28 page)

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Authors: Javier Cercas

BOOK: Anatomía de un instante
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Armada era el más complejo de los tres, quizá porque mucho antes que un militar era un cortesano; un cortesano a la vieja usanza, cabría añadir, como el miembro del séquito de una monarquía medieval retratado con los anacronismos de rigor por un dramaturgo romántico: intrigante, escurridizo, soberbio, ambicioso y meapilas, aparentemente liberal y profundamente integrista, un experto en los protocolos, simulaciones y trampantojos de la vida palaciega provisto de las maneras untuosas de un prelado y del semblante de un payaso tristón. A diferencia de la inmensa mayoría de los altos mandos militares de la época, Armada llevaba la monarquía en las venas, porque pertenecía por los cuatro costados a una familia de la aristocracia monárquica (su padre, también militar, se había criado con Alfonso XIII y había sido preceptor de su hijo don Juan de Borbón, padre del Rey); él mismo era ahijado de la reina María Cristina, madre de Alfonso XIII, y ostentaba el título de marqués de Santa Cruz de Rivadulla. Igual que todos los altos mandos militares de la época, Armada era un franquista medular: había hecho tres años de guerra con Franco, había hecho la campaña de Rusia con la División Azul, había hecho su carrera militar en el ejército de Franco y, gracias a un acuerdo entre Franco y don Juan de Barbón, en 1955 se había convertido en preceptor del príncipe Juan Carlos. A partir de ese momento su relación con el futuro Rey se volvió cada vez más cercana y más intensa: en 1964 es nombrado ayudante del jefe de la Casa del Príncipe, en 1965 secretario de la Casa del Príncipe y en 1976 secretario de la Casa del Rey. En el curso de esos casi tres lustros, durante los cuales Juan Carlos dejó de ser un muchacho para convertirse en adulto y pasó de Príncipe a Rey, la influencia de Armada sobre él fue enorme: como primera autoridad efectiva del entorno del monarca (la primera autoridad teórica era el marqués de Mondéjar, jefe de la Casa del Rey), el general controlaba su agenda, diseñaba estrategias, escribía discursos, filtraba visitas, organizaba viajes, proyectaba y dirigía campañas e intentaba orientar la vida política y personal de Juan Carlos. Es seguro que lo consiguió y que el Rey llegó a desarrollar un grado notable de dependencia y de afecto por él, y es muy probable que el privilegio de la cercanía del monarca y la autoridad que durante mucho tiempo ejerció sobre palacio, aliadas con su innata arrogancia de patricio y con el éxito de la proclamación de la monarquía tras cuatro décadas de incertidumbres, inculcaran en Armada la certeza de que su destino estaba unido al del Rey y de que la Corona sólo tenía porvenir en España si él continuaba tutelándola.

La primera mitad de esa certeza se desvaneció en el verano de 1977, poco después de las primeras elecciones democráticas. Fue por aquella época cuando el Rey le comunicó a Armada que debía abandonar su cargo. El cese no se hizo efectivo hasta el otoño, pero según una opinión compartida por quienes lo conocían el general encajó la noticia como una orden de destierro y atribuyó íntimamente su caída en desgracia al influjo creciente de Adolfo Suárez sobre el monarca. La atribución era justa: el Rey había nombrado a Suárez presidente del gobierno contra el criterio de Armada —partidario de mantener en la presidencia a Arias Navarro o de sustituirlo por Manuel Fraga, y en todo caso de una monarquía franquista o de una democracia restringida que entregase amplios poderes a la Corona— y, desde el momento mismo de la designación del nuevo presidente los enfrentamientos entre ambos fueron constantes: tuvieron ásperas discrepancias a propósito del secuestro del general Villaescusa y de Antonio María de Oriol y Urquijo, que Suárez consideró al principio obra de la ultraderecha y Armada de la ultraizquierda, a propósito de la legalización del PCE, que Armada juzgó una traición al ejército y un golpe de estado subrepticio, a propósito de unas cartas enviadas por Armada con membrete de la Casa Real en las que solicitaba el voto para el partido de Manuel Fraga durante la campaña electoral de 1977, a propósito de una proyectada ley del divorcio, a propósito de casi todo. Suárez toleró mal las injerencias del secretario del Rey, a quien no reconocía legitimidad para discutir sus decisiones y a quien pronto consideró una traba para la reforma política; por ese motivo, cuando sintió reforzada su autoridad después de su victoria en las primeras elecciones democráticas, el presidente le pidió con insistencia al Rey que sustituyera a su secretario y, aprovechando la ocasión para emanciparse de su viejo tutor de juventud, el Rey acabó cediendo. Armada no se lo perdonó a Suárez. Nunca le había inspirado el menor respeto y nunca imaginó que se convertiría en su rival y su verdugo: lo había tratado con frecuencia desde los tiempos en que Suárez dirigía Radiotelevisión Española y había recurrido a sus servicios para promocionar la figura por entonces precaria y desvaída del Príncipe, y su opinión del futuro presidente no debía de ser muy distinta de la de tantos otros que a principios de los setenta lo consideraban un chisgarabís servil y diligente y un plebeyo sin escrúpulos convertido a la causa de la monarquía por seca ambición personal; el hecho de que fuera aquel advenedizo quien le apartase del Rey sólo contribuyó a endurecer la hostilidad que a partir de aquel momento sintió contra él. Armada siempre la negó, pero basta hojear sus memorias, publicadas dos años después del golpe, para tropezarse a cada paso con venenosas alusiones al presidente del gobierno; de Arias Navarro, antecesor de Suárez, afirma: «No se le puede culpar de los problemas posteriores, ni de la pérdida de los valores que la Historia y la tradición nos dicen que son el alma de España. Son otros los que han propiciado esta situación» (la cursiva es suya); de Manuel Fraga, que según su criterio hubiera debido ocupar el lugar de Suárez, afirma: «La vida es así y sacrifica muchas veces a los mejores para dar paso y puestos de responsabilidad a los atrevidos y sin ideas ni escrúpulos». No hacen falta grandes dotes deductivas para adivinar quién era el atrevido sin ideas ni escrúpulos que había provocado la pérdida del alma de España.

Armada no se resignó a su exilio de la Zarzuela. Al dejar palacio recuperó con asiduas proclamas de entusiasmo su carrera militar, primero como profesor de táctica en la Escuela Superior del Ejército y después como director de Servicios Generales en el Cuartel General, pero durante los tres años siguientes vivió roído por la inquina contra Adolfo Suárez y por la idea fija de recuperar su lugar junto al Rey. El cargo de secretario había sido ocupado por Sabino Fernández Campo —un amigo personal de quien esperaba que facilitase su regreso a la corte, tal vez como jefe de la Casa del Rey— y, a través de él y de amigos que aún permanecían en palacio, se desvivió por mantener el contacto con la Zarzuela, haciendo llegar al Rey informes o recados, felicitando personalmente a los miembros de la familia real las Navidades, los cumpleaños y los santos y buscando un lugar en sus audiencias y recepciones públicas, convencido de que tarde o temprano el monarca comprendería su error y le llamaría de nuevo a su lado para restablecer una relación de la que el antiguo secretario continuaba pensando que pendía el futuro de la Corona en España. A principios de 1980 Armada fue nombrado gobernador militar de Lérida y jefe de la División de Montaña Urgell número 4; entre sus obligaciones protocolarias se contaba la de cumplimentar a la familia real en sus visitas invernales a la zona para practicar el esquí, y eso facilitó la reanudación de las relaciones entre el general y el Rey: se vieron una vez en el mes de febrero, cenaron un par de veces en primavera. Aquella reconciliación, aquel retorno de la antigua confianza se produjo en el momento en que el Rey perdía la confianza en Suárez y en que el desplome de éste y la crisis del país parecían confirmar los pronósticos de Armada, y la ambición política y la mentalidad palaciega del antiguo secretario real quizá interpretaron esa coincidencia como un anuncio de que estaba llegando la hora de la revancha: Suárez le había sacado del poder y la caída de Suárez podía significar su retorno al poder. El año 1980 no hizo nada por corregir esa interpretación, y menos aún los meses anteriores al golpe, cuando a medida que se alejaba de Suárez el Rey se acercaba a Armada —reuniéndose a menudo con él en privado, discutiendo con él la situación política y militar y la sustitución del presidente, consiguiéndole un destino de primer orden en Madrid—, casi como si Suárez y él fueran dos validos disputándose el favor del Rey y éste buscara la forma de sustituir a uno por el otro. Probablemente eso fue lo que pensó Armada en vísperas del 23 de febrero y por eso el golpe no sólo fue para él un modo de recobrar la democracia restringida o la monarquía franquista que había sido desde el principio su ideal político, sino también una forma de acabar con Adolfo Suárez y de —recobrando del todo el favor del Rey— recobrar multiplicado el poder que Suárez le había arrebatado.

Para Milans el golpe del 23 de febrero fue algo en gran parte distinto, no porque a él no lo movieran resortes personales, sino porque en el fondo Milans era un hombre en gran parte distinto de Armada. No así en la superficie: como Armada, Milans era un militar de raigambre aristocrática; como Armada, Milans profesaba una doble fidelidad al franquismo y a la monarquía. Pero, a diferencia de Armada, Milans era más franquista que monárquico, y sobre todo era mucho más militar. Hijo, nieto, biznieto y tataranieto de egregios militares golpistas —su padre, su bisabuelo y su tatarabuelo alcanzaron el grado de teniente general, su abuelo fue capitán general de Cataluña y jefe del Cuarto Militar de Alfonso XIII—, a la altura de 1981 Milans representaba mejor que nadie, con su perfil accidentado de viejo guerrero y su nutrido currículum bélico, no ya el ejército de Franco, sino el ejército de la Victoria. En 1936, siendo un cadete en la Academia de Infantería, ingresó en el santoral del heroísmo franquista tras defender el Alcázar de Toledo durante los dos meses y medio que duró el asedio republicano: allí recibió su primera herida de guerra; en los seis años que siguieron recibió otras cuatro, tres de ellas combatiendo con la VII Bandera de la Legión en Madrid, en el Ebro y en Teruel, y la última con la División Azul en Rusia. Regresó a España con el grado de capitán y el pecho forrado de medallas, entre ellas algunas de las más codiciadas en el ejército: una Laureada de San Fernando, una medalla militar individual, dos colectivas, cinco cruces de guerra, tres rojas del mérito militar y una Cruz de Hierro nazi. Ningún militar español de su generación podía presumir dé semejante hoja de servicios en campaña y,. pese a que fue el único de ellos que obtuvo los diplomas de Estado Mayor de los tres ejércitos, a la muerte de Franco nadie encarnaba mejor que Milans el prototipo de militar de intemperie y de ideas sucintas, alérgico a los despachos y los libros, directo, expeditivo, visceral y sin doblez que idealizó el franquismo. Tampoco en este sentido podía estar Milans más alejado de las sinuosidades áulicas de Armada; ni, por supuesto, de las torpezas o las blanduras en el ejercicio del mando, la mentalidad técnica, la curiosidad intelectual y la inclinación reflexiva y tolerante de Gutiérrez Mellado. No menciono al azar su nombre: si es quizá imposible entender la actuación de Armada el 23 de febrero sin entender su rencor contra Adolfo Suárez, quizá es imposible entender la actuación de Milans aquel día sin entender su aversión por Gutiérrez Mellado.

Aunque Milans y Gutiérrez Mellado se conocían desde hacía mucho tiempo, la animosidad de Milans no tenía un origen remoto; nació en cuanto Gutiérrez Mellado hubo aceptado integrarse en el primer gobierno de Suárez y creció a medida que el general se convertía en el aliado más fiel del presidente y trazaba y ponía en práctica un plan cuyo objetivo consistía en terminar con los privilegios de poder concedidos por la dictadura al ejército y en convertir a éste en un instrumento de la democracia: Milans no sólo se sintió personalmente postergado y humillado por la política de ascensos de Gutiérrez Mellado, quien hizo cuanto pudo por apartarlo de los primeros puestos de mando y ahorrarle así tentaciones golpistas; parapetado en sus ideas ultraconservadoras y en su devoción por Franco, también padeció como una injuria que Gutiérrez Mellado pretendiera desmantelar el ejército de la Victoria, al que él consideraba el único garante legítimo del legítimo estado ultraconservador fundado por Franco y en consecuencia la única institución capacitada para evitar otra guerra (como la ultraderecha, como la ultraizquierda, Milans era alérgico a la palabra reconciliación, a su juicio un simple eufemismo de la palabra traición: varios miembros de su familia habían sido asesinados durante la contienda, y Milans sentía que un presente digno no podía fundarse en el olvido del pasado, sino en su recuerdo permanente y en la prolongación del triunfo del franquismo sobre la república, lo que valía tanto para él como el triunfo de la civilización sobre la barbarie). Milans encontró en esas dos ofensas personales argumentos suficientes para condenar a Gutiérrez Mellado a la condición de arribista dispuesto a violar su juramento de lealtad a Franco a cambio de satisfacer sus sucias ambiciones políticas; esto explica que favoreciese con todos los medios a su alcance, incluida la presidencia de la junta de fundadores de
El Alcázar
, una salvaje campaña de prensa que no dejó de explorar ni uno solo de los recovecos de la vida personal, política y militar de Gutiérrez Mellado en busca de ignominias con que persuadir a sus compañeros de armas de que el hombre que estaba llevando a cabo una depuración alevosa de las Fuerzas Armadas carecía del menor atisbo de integridad moral o profesional; y esto explica también que, apenas llegó Gutiérrez Mellado al gobierno, Milans pasara a encarnar la resistencia del ejército a las reformas militares de Gutiérrez Mellado y a las reformas políticas que las permitían: entre finales de 1976 y principios de 1981 el ejército apenas conoció una protesta contra el gobierno, un incidente disciplinario de gravedad o un amago de conspiración donde no estuviese mezclado Milans o donde no se invocase el nombre de Milans. Alardeaba de no haber engañado nunca a nadie y de no esconder jamás sus intenciones, y durante esos años —primero como jefe de la Acorazada Brunete y luego como capitán general de Valencia— esgrimió con frecuencia la amenaza del golpe: le gustaba hacerlo entre bromas («Majestad —le dijo al Rey mientras tomaban unas copas tras una visita del monarca a la Brunete—. Si me tomo otro cubata saco los tanques a la calle»); la primera vez que lo hizo de verdad fue en una tumultuosa reunión del Consejo Superior del ejército celebrada el 12 de abril de 1977, tres días después de que Adolfo Suárez legalizase el PCE con el apoyo de Gutiérrez Mellado y contra-lo que él mismo les había prometido a los militares o contra lo que los militares creían que les había prometido. «El presidente del gobierno dio su palabra de honor de no legalizar el partido comunista —dijo aquel día Milans ante sus compañeros de armas—. España no puede tener un presidente sin honor: deberíamos sacar los tanques a la calle.» En los casi tres años en que estuvo al mando de la capitanía general de Valencia expresiones parecidas se volvieron frecuentes en sus labios. «No se preocupe, señora —se le oyó decir más de una vez a las damas que lo halagaban en las recepciones exhortándolo a convertirse en el salvador de la patria en peligro—. Yo no me retiro sin sacar los tanques a la calle.» Cumplió con su palabra justo a tiempo: el 23 de febrero le faltaban sólo cuatro meses para recibir el pase a la reserva; también cumplió con sus genes golpistas y monárquicos, puesto que, pese a ser un franquista acérrimo, su golpe no aspiraba a ser un golpe contra la monarquía, sino con la monarquía. Como Armada, que estaba seguro de poder dominar aquel día la Zarzuela con su autoridad de antiguo secretario del Rey, el 23 de febrero Milans pecó de soberbia: se consideraba a sí mismo el militar más prestigioso del ejército y creyó que su vitola ilusoria de general invencible bastaría para arrastrar a los demás capitanes generales a una aventura incierta y para sublevar la Brunete sin haberla preparado para ello. No consiguió ni una cosa ni la otra, y ésa es una de las causas de que el golpe del 23 de febrero no acabara siendo lo que Milans había previsto que fuese: una forma de desquitarse de las humillaciones que Gutiérrez Mellado les había infligido a él y a su ejército y también una forma de —recobrando bajo el mando del Rey los fundamentos del estado instaurado por Franco recobrar para el ejército de la Victoria el poder que Gutiérrez Mellado le había arrebatado.

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