Anatomía de un instante (27 page)

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Authors: Javier Cercas

BOOK: Anatomía de un instante
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CUARTA PARTE
TODOS LOS GOLPES DEL GOLPE

La imagen, congelada, muestra el ala izquierda del hemiciclo del Congreso de los Diputados: a la derecha se encuentran los escaños, ocupados al completo por los parlamentarios; en el centro, la tribuna de prensa atestada de periodistas; a la izquierda la mesa del Congreso, de perfil, con la tribuna de oradores en primer término. La imagen es la imagen acostumbrada de una sesión plenaria del Congreso en los primeros años de la democracia; salvo por dos detalles: el primero son las manos de los ministros y diputados, unánimemente apoyadas en él reposabrazos delantero de sus escaños; el segundo es la presencia de un guardia civil en el hemiciclo: está apostado en la esquina izquierda del semicírculo central, enfrentando a los diputados con el dedo en el gatillo de su subfusil de asalto. Estos dos detalles aniquilan cualquier ilusión de normalidad. Son las seis y treinta y dos minutos de la tarde del lunes 23 de febrero y hace nueve minutos exactos que el teniente coronel Tejero ha irrumpido en el Congreso y que empezó el golpe de estado.

Nada esencial varía en la escena si descongelamos la imagen: el guardia armado del subfusil vigila a izquierda y derecha dando pasitos mullidos por la alfombra del semicírculo central; los parlamentarios parecen petrificados en sus escaños; un silencio sólo roto por un murmullo de toses domina el hemiciclo. Ahora el plano cambia y la imagen abarca el semicírculo central y el ala derecha del hemiciclo: en el semicírculo central los taquígrafos y un ujier se incorporan después de haber pasado los últimos minutos tumbados en la alfombra, y el secretario del Congreso, Víctor Carrascal—a quien el principio del golpe sorprendió dirigiendo la votación nominal de investidura de Leopoldo Calvo Sotelo como nuevo presidente del gobierno en sustitución de Adolfo Suárez—, permanece rígido, de pie y fumando bajo la tribuna de oradores; en cuanto al ala derecha del hemiciclo, todos los ministros y diputados siguen allí, sentados en sus escaños, la mayoría con las manos visibles en el reposabrazos, la mayoría inmóviles. Adolfo Suárez no pertenece a esa mayoría, y no únicamente porque sus manos no estén a la vista, sino porque no para de moverse en su escaño; en realidad, no ha parado de moverse desde que cesó el tiroteo y el general Gutiérrez Mellado volvió a sentarse junto a él tras su enfrentamiento con los guardias civiles: inquieto, ha estado volviéndose a su izquierda, a su derecha, hacia atrás, ha encendido un cigarrillo tras otro, ha cruzado y descruzado sin cesar las piernas; ahora se halla casi de espaldas al hemiciclo, mirando al grupo de guardias civiles que controla la entrada, igual que si buscara a alguien, tal vez al teniente coronel Tejero. Pero si es a él a quien busca no lo encuentra, y cuando vuelve a mirar hacia delante advierte que, a un gesto de un guardia civil, Víctor Carrascal está cediéndole su lugar bajo la mesa de la presidencia a un ujier y, con un cigarrillo en una mano y la lista de los diputados en la otra, sube las escaleras de la mesa del Congreso, se coloca en la tribuna de oradores, deja en el atril sus papeles bruscamente inservibles, levanta la vista y mira a derecha e izquierda con una expresión mitad de desconcierto y mitad de súplica, como si de repente le pareciera absurdo o ridículo o peligroso haberse encaramado allí arriba y estuviera implorando un lugar donde ocultarse, o como si en las miradas expectantes de sus compañeros acabara de leer que piensan que los golpistas le han ordenado subir hasta allí para decir algo o para reanudar la votación donde la ha interrumpido, y él tratara de deshacer el equívoco.

Pero el equívoco se deshace solo. Un minuto después de que Víctor Carrascal haya subido a la tribuna de oradores, un capitán de la guardia civil ocupa su lugar para dirigir unas palabras al pleno del Congreso. El capitán se llama Jesús Muñecas y es el oficial de mayor confianza con que cuenta aquella tarde el teniente coronel Tejero, además de haber sido uno de sus apoyos más firmes durante las jornadas previas al golpe. El teniente coronel le ha pedido que tranquilice a los diputados y, después de examinar un instante el hemiciclo desde el hall —igual que un orador precavido que inspecciona las condiciones del lugar donde debe realizar su parlamento, para adecuarlo a ellas—, con su subfusil en una mano y su tricornio en la otra sube hasta la tribuna de oradores. No obstante, apenas inicia el oficial su parlamento alguien desconecta voluntaria o involuntariamente la cámara que nos lo está mostrando y, tras ofrecer varios planos nerviosos y fugacísimos del capitán, la imagen se cierra con un fundido en negro. Hay por fortuna otra cámara, situada en el ala izquierda del hemiciclo, que permanece todavía en funcionamiento y que, antes de que el capitán termine su alocución, vuelve a mostrárnoslo, casi imperceptible, apenas un borroso perfil uniformado en el extremo derecho de la imagen. Lo que sí es en cambio perceptible con absoluta claridad son sus palabras, que resuenan en el hemiciclo en medio de un silencio absoluto. Las palabras del capitán son exactamente éstas: «Buenas tardes. No va a ocurrir nada, pero vamos a esperar un momento a que venga la autoridad militar competente para disponer… lo que tenga que ser y lo que él mismo…diga a todos nosotros. O sea que estense tranquilos. No sé si esto será cuestión de un cuarto de hora, veinte minutos, media hora… me imagino que no más. Y la autoridad que hay, competente, militar por supuesto, será la que determine qué es lo que va a ocurrir. Por supuesto que no pasará nada. O sea que estén ustedes todos tranquilos». Nada más: el capitán ha hablado con voz nítida, acostumbrada a mandar, aunque no sin alguna vacilación ni sin que dos subrayados limítrofes —al pronunciar por segunda vez la palabra competente y la palabra militar— hayan traicionado el tono esforzadamente neutro de su parlamento con un énfasis coercitivo. Nada más: el capitán baja las escaleras de la tribuna de oradores y, mientras se confunde con los guardias civiles que lo han escuchado desde el hall del hemiciclo, la imagen vuelve a congelarse.

CAPÍTULO 1

¿Quién era la autoridad competente? ¿Quién era el militar cuya llegada estuvieron esperando en vano los parlamentarios secuestrados a lo largo de la tarde y la noche del 23 de febrero? Desde el mismo día del golpe ése ha sido uno de los enigmas oficiales del golpe; también uno de los yacimientos más explotados de la insaciable novelería que lo envuelve. De hecho, apenas habrá un político de la época que no haya propuesto su hipótesis sobre la identidad del militar, y no hay libro sobre el 23 de febrero que no haya elaborado la suya: unos aseguran que se trataba del general Torres Rojas, quien —después de arrebatarle el mando de la Acorazada Brunete al general Juste y de tomar con la división el control de Madrid— relevaría con sus tropas al teniente coronel Tejero en el Congreso; otros argumentan que era el general Milans, que acudiría a Madrid desde Valencia en nombre del Rey y de los capitanes generales sublevados; otros conjeturan que era el general Fernando de Santiago, antecesor de Gutiérrez Mellado en el cargo de vicepresidente del gobierno y miembro de un grupo de generales en la reserva que conspiraba desde hacía tiempo en favor de un golpe; otros sostienen que era el propio Rey, que comparecería en el Congreso para dirigirse a los diputados en su calidad de jefe del estado y de las Fuerzas Armadas. Esos cuatro nombres no agotan el número de los candidatos; hay incluso quien fomenta el enredo no añadiendo un candidato más a la lista sino omitiendo el nombre del suyo: en 1988 Adolfo Suárez aseguró que sólo había dos personas que conocieran la identidad del militar, y que una de ellas era él. Naturalmente, no había nadie más interesado en alimentar el misterio que los propios golpistas. En esa tarea sobresalió el teniente coronel Tejero, quien durante el juicio del 23 de febrero declaró que en una de las reuniones previas al golpe el comandante Cortina había identificado a la autoridad militar que acudiría al Congreso con un nombre en clave: el Elefante Blanco; es muy posible que el testimonio de Tejero fuese sólo una fantasía destinada a añadir confusión a la confusión de la vista oral, pero algún periodista la acogió en sus crónicas y de ese modo consiguió llenar el hueco de un nombre propio con la energía de un símbolo y prolongar hasta hoy la salud del enigma. Un enigma que no es un enigma, porque la verdad es otra vez lo evidente: el militar anunciado sólo podía ser el general Armada, que de acuerdo con los planes de los golpistas llegaría al Congreso desde la Zarzuela y, con la autorización del Rey y el respaldo del ejército sublevado, liberaría a los parlamentarios a cambio de que aceptasen formar un gobierno de coalición o concentración o unidad bajo su presidencia. Eso era lo previsto y, si es cierto que el Elefante Blanco era el nombre en clave del militar anunciado, Armada era el Elefante Blanco.

CAPÍTULO 2

Armada era el Elefante Blanco y el militar anunciado en el Congreso y el líder de la operación, pero quienes la ejecutaron fueron el general Milans y el teniente coronel Tejero. Los tres urdieron la trama del golpe. ¿Había una trama detrás de la trama? También desde el mismo día del golpe se empezó a especular con la existencia de una trama civil escondida tras la trama militar, una trama al parecer integrada por un grupo de ex ministros de Franco, magnates y periodistas radicales que habría manejado en la sombra a los militares y los habría inspirado y financiado. El hecho de que el tribunal que juzgó el 23 de febrero sólo procesara a un civil acabó de convertir esa trama oculta en otro de los enigmas oficiales del golpe.

La especulación no carecía de base, pero en lo fundamental era falsa. Hay una regla que raramente se incumple: cuando se dispone a dar un golpe de estado, el ejército se cierra en sí mismo, porque a la hora de la verdad los militares sólo se fían de los militares; en este caso la regla no se incumplió, y el enigma de la llamada trama civil tampoco es un enigma: si se exceptúa la intervención de algún civil concreto como Juan García Carrés —jefe del Sindicato de Actividades Diversas franquista y amigo personal de Tejero, quien fue el único civil procesado en el juicio por su papel de enlace entre el teniente coronel y el general Milans en los meses previos al golpe—, tras los militares rebeldes no hubo trama civil alguna: ni ex ministros y líderes u hombres de referencia de grupos franquistas como José Antonio Girón de Velasco o Gonzalo Fernández de la Mora, ni banqueros como la familia Oriol y Urquijo, ni periodistas como Antonio Izquierdo —director de El Alcázar—, ni ninguno de los demás miembros de la ultraderecha que se han mencionado con frecuencia manejaron ni inspiraron directamente el golpe, porque Armada, Milans y Tejero no tenían necesidad de que ningún civil inspirara una operación militar y porque no permitieron que ningún civil se inmiscuyera en sus planes más que de forma anecdótica (ni siquiera permitieron que García Carrés participara en la principal reunión preparatoria del golpe: acudió a ella, pero Milans le obligó a marcharse para evitar interferencias civiles); en cuanto a la financiación, el golpe del 23 de febrero fue pagado con dinero del estado democrático, que era quien financiaba al ejército. Es cierto no obstante que miembros conspicuos de la ultraderecha —incluidos algunos de los mencionados más arriba— tenían magníficas relaciones con los golpistas y quizá sabían con antelación quién iba a dar el golpe y dónde y cómo y cuándo lo iba a dar; también es cierto que llevaban años alentándolo y que, a pesar de las diferencias a menudo irreconciliables que los separaban, de haber triunfado la versión más dura del golpe quizá hubieran sido reclamados por los militares para administrarlo, y en cualquier caso lo hubieran celebrado con entusiasmo. Todo eso es cierto, pero no basta para implicar a ese grupo de civiles en los preparativos del golpe, una operación estrictamente militar que de conseguir sus objetivos confiaba en obtener el aplauso no sólo del círculo minoritario de la ultraderecha y que, a juzgar por la respuesta popular e institucional al golpe y por la pura lógica de las cosas, lo más probable es que lo hubiese obtenido. Se dice que cuando el presidente del consejo de guerra que juzgaba a José Sanjurjo por el intento de golpe de estado de agosto de 1932 le preguntó al general quién respaldaba su intentona la respuesta del militar fue la siguiente: «Si hubiera triunfado, todo el mundo. Y usted el primero, señoría». Es mejor no engañarse: lo más probable es que, si hubiera triunfado, el golpe del 23 de febrero hubiese sido aplaudido por una parte apreciable de la ciudadanía, incluidos políticos, organizaciones y sectores sociales que lo condenaron una vez que fracasó; años después del 23 de febrero Leopoldo Calvo Sotelo lo dijo así: «Qué duda cabe que si hubiera triunfado Tejero y hubiera habido un golpe de Armada, pues a lo mejor la manifestación en su apoyo no hubiera sido de un millón de personas, como lo fue la del día 27 en Madrid en apoyo de la democracia, aunque quizá hubiera sido de ochocientas mil gritando: "¡Viva Armada!"». Esto es lo que esperaban los golpistas, y no era una esperanza infundada; que confiaran en la aprobación de la sociedad civil no significa sin embargo, insisto, que estuviesen dirigidos por civiles: aunque la ultraderecha clamaba por un golpe de estado, el 23 de febrero no existió una trama civil tras la trama militar o, si existió, quien la urdió no fue sólo la ultraderecha, sino también toda una clase dirigente inmadura, temeraria y ofuscada que, en medio de la apatía de una sociedad desengañada de la democracia o del funcionamiento de la democracia tras las ilusiones del final de la dictadura, creó las condiciones propicias para el golpe. Pero esa trama civil no estaba detrás de la trama militar: estaba detrás y delante y alrededor de la trama militar. Esa trama civil no era la trama civil del golpe: era la placenta del golpe.

CAPÍTULO 3

Armada, Milans y Tejero. Fueron los tres protagonistas del golpe; entre ellos urdieron la trama: Armada fue el jefe político; Milans fue el jefe militar; Tejero fue el jefe operativo del detonante del golpe, el asalto al Congreso. Pese a sus similitudes, eran tres hombres dispares que se lanzaron al golpe guiados por motivaciones políticas y personales dispares; puede que las últimas no sean menos importantes que las primeras: aunque la historia no se rija por motivaciones personales, detrás de cada acontecimiento histórico hay siempre motivaciones personales. Las similitudes entre Armada, Milans y Tejero no explican el golpe; tampoco lo explican sus diferencias. Peto sin entender sus similitudes es imposible entender por qué organizaron el golpe, y sin entender sus diferencias es imposible entender por qué fracasó.

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