Read Anatomía de un instante Online
Authors: Javier Cercas
Así que en vísperas del 23 de febrero Santiago Carrillo no se hallaba en una situación muy distinta que Adolfo Suárez. Su época común de plenitud había pasado: ambos eran ahora dos hombres políticamente acosados y personalmente disminuidos, sin crédito ante la opinión pública, atacados con furia dentro de sus propios partidos, amargados por las ingratitudes y las traiciones de los suyos o por lo que ellos sentían como traiciones e ingratitudes de los suyos, dos hombres exhaustos y desorientados y sin reflejos, cada vez más maniatados por unos defectos que sólo unos años atrás parecían invisibles o no parecían defectos: su noción personalista del poder, su talento para el cambalache político, sus hábitos inveterados de burócratas de aparatos totalitarios y su incompatibilidad con los usos de la democracia que habían levantado. Socavando hasta su demolición los sistemas en que crecieron y que manejaban como pocos —uno el comunismo y el otro el franquismo—, ambos habían terminado peleando por sobrevivir entre los cascotes de su antiguo dominio. Ninguno de los dos lo consiguió, y en vísperas del 23 de febrero ya era evidente que ninguno de los dos lo conseguiría, Por aquella época su relación personal era escasa, porque se habían convertido en dos encajadores y un encajador está absorto en la tarea de encajar, Es probable que a veces se miraran de soslayo recordando los tiempos no tan lejanos en que resolvían juntos el destino del país con una pirotecnia rutilante de duelos falsos, fintas a cuatro manos, pactos sin palabras, reuniones secretas y grandes acuerdos de estado, y es seguro que la alianza de hierro que habían forjado en aquellos años seguía inalterable: en el otoño y el invierno de 1980 Carrillo fue uno de los pocos políticos de primera línea que no participó en las maniobras políticas contra Suárez que prepararon el 23 de febrero, y jamás mencionó golpes de bisturí o de timón como no fuera para denunciar que esa terminología tenebrosa yesos coqueteos con el ejército constituían la munición ideal del golpismo; para denunciarlo fuera de su partido y dentro de su partido: también había en el PCE de entonces abogados de soluciones políticas de choque, pero cuando Ramón Tamames pregonó por dos veces en la prensa su conformidad con un gobierno unitario presidido por un militar, Carrillo cogió al vuelo la ocasión de defender una vez más a Suárez fulminando a su principal adversario en el partido con una diagnosis demoledora: «Ramón desvaría». En vísperas del 23 de febrero Carrillo seguía aferrándose a Suárez como un náufrago se aferra a otro náufrago, seguía pensando que sostener a Suárez equivalía a sostener la democracia, seguía alertando contra el riesgo de un golpe de estado y seguía juzgando que su fórmula de gobierno de concentración con Suárez era la única forma de evitarlo y de impedir el desplome de lo que cuatro años atrás habían empezado a construir entre ambos. Por supuesto, para aquel momento la idea de gobernar con Suárez era impracticable; doblemente impracticable: porque ni Suárez ni él controlaban ya sus propios partidos y porque, aunque cuatro años atrás su alianza personal representaba una alianza colectiva entre las dos Españas irreconciliables de Franco, lo más probable es que a la altura del 23 de febrero Suárez y él ya no representaran a nadie o a casi nadie, y sólo se representaran a sí mismos. Pero es posible que en la tarde del golpe, mientras ambos permanecían en sus escaños en medio de los disparos y los demás diputados obedecían las órdenes de los golpistas y se tiraban al suelo, Carrillo sintiera una especie de satisfacción vengativa, como si aquel instante corroborara lo que siempre había creído, y es que Suárez y él eran los dos únicos políticos reales del país, o al menos los dos únicos políticos dispuestos a jugarse el tipo por la democracia. No me resisto a imaginar que, si es verdad que ambos cultivaban una concepción épica y estética de la política como aventura individual punteada de episodios dramáticos y decisiones intrépidas, ese instante compendia también su gemela concepción de la política, porque ninguno de los dos vivió un episodio más dramático que aquel tiroteo en el Congreso ni tomó una decisión más intrépida que la que ambos tomaron permaneciendo en sus escaños mientras las balas zumbaban a su alrededor en el hemiciclo.
¿Sólo se representaban a sí mismos? ¿Ya no representaban a nadie o a casi nadie?
No sé cuáles fueron las primeras palabras que pronunciaron Adolfo Suárez y el general Gutiérrez Mellado cuando vieron irrumpir en el hemiciclo del Congreso al teniente coronel Tejero, y no creo que tenga ninguna importancia saberlo; sí sé en cambio cuáles fueron las primeras palabras que pronunció Santiago Carrillo —porque además de él mismo las han recordado alguna vez sus compañeros de escaño—, y desde luego no son importantes. Lo que dijo Carrillo fue: «Pavía llega antes de lo que esperaba». Era un cliché: desde hace más de un siglo el nombre de Pavía es en España una metonimia de la expresión golpe de estado, porque el golpe de estado del general Manuel Pavía —un militar que según la leyenda había irrumpido a caballo en el Congreso de los Diputados el 3 de enero de 1874— era hasta el 23 de febrero de 1981 el atropello más espectacular padecido por las instituciones democráticas, y a partir del inicio de la democracia —y sobre todo a partir del verano de 1980, y sobre todo en el pequeño Madrid del poder obsesionado a partir del verano de 1980 por los rumores de golpe de estado— raro era el comentario sobre un golpe de estado que no contuviera el nombre de Pavía. Pero que la frase de Carrillo fuera un lugar común, y que no tenga ninguna importancia, no significa que carezca de interés, porque la realidad adolece de una curiosa propensión a operar con lugares comunes, o a dejarse colonizar por ellos; también se complace a veces —ya lo advertí antes— en fabricar extrañas figuras, y una de esas figuras es que el golpe del general Pavía parece anticipar lo que fue el 23 de febrero, y lo que quiso ser.
La historia se repite. Marx observó que los grandes hechos y personajes aparecen en la historia dos veces, una como tragedia y la otra como farsa, igual que si en momentos de profundas transformaciones los hombres, atemorizados por la responsabilidad, convocaran a los espíritus del pasado, adoptaran sus nombres, sus ademanes y sus lemas para representar con ese disfraz prestigioso y ese lenguaje postizo una nueva escena histórica como si de una conjuración de los muertos se tratase. En el caso del 23 de febrero la intuición de Marx es válida aunque incompleta. La leyenda es parcialmente falsa: el general Pavía no irrumpió a caballo en el Congreso, lo hizo a pie y a sus órdenes un destacamento de la guardia civil que desalojó a tiros a los parlamentarios de la primera república y precipitó un golpe de estado que la prensa conservadora llevaba meses propugnando como remedio contra el desorden en que se hallaba sumido el país, un golpe que condujo a la formación de un gobierno de unidad presidido por el general Serrano, quien prolongó durante menos de un año la agonía del régimen con una peculiar dictadura republicana hasta que un pronunciamiento del general Martínez Campos terminó con ella. Una intuición válida aunque incompleta: el golpe de Pavía fue una tragedia, pero el golpe de Tejero no fue una farsa, o no del todo, o sólo lo fue porque su fracaso impidió la tragedia, o sólo imaginamos ahora que lo fue porque tragedia más tiempo es igual a farsa; el golpe de Tejero fue, eso sí, un eco, un remedo, una conjuración de los muertos: Tejero aspiraba a ser Pavía; Armada aspiraba a ser Serrano, y cabe imaginar que, de haber triunfado el golpe, el gobierno de unidad o coalición o concentración de Armada no hubiera hecho más que prolongar agónicamente, con una peculiar democracia autoritaria o una peculiar dictadura monárquica, la vida de un régimen herido de muerte.
Hay todavía otro paralelismo entre el golpe de 1874 y el de 1981, entre el golpe de Pavía y el golpe de Tejero. Los grabados de la época muestran a los diputados de la primera república recibiendo la entrada en el hemiciclo de los guardias civiles rebeldes con gestos de protesta, plantando cara a los asaltantes; eso es otra leyenda, sólo que en esta ocasión no es parcial sino totalmente falsa. La actitud ante el golpe de los diputados de 1874 fue casi idéntica a la de los diputados de 1981: del mismo modo que los diputados de 1981 se escondieron bajo sus escaños en cuanto sonaron los primeros disparos, en cuanto sonaron los primeros disparos en los pasillos del Congreso los diputados de 1874 salieron despavoridos del hemiciclo, que al llegar los guardias civiles ya estaba vacío. Treinta años después de la asonada de Pavía, Nicolás Estévanez, uno de los diputados presentes en el Congreso, escribió: «No rehúyo la parte de responsabilidad que pueda corresponderme en la increíble vergüenza de aquel día; todos nos portamos como unos indecentes». Aún no han transcurrido treinta años desde la asonada de Tejero y, que yo sepa, ninguno de los diputados presentes el 23 de febrero en el Congreso ha escrito nada semejante. Lo haga o no en el futuro alguno de ellos, yo no estoy seguro de que ninguno se portara como un indecente; esconderse del tiroteo bajo un escaño no es un gesto muy lúcido, pero no creo que pueda reprochársele a nadie: pese a que es posible que la mayoría de los parlamentarios presentes en la sala se avergonzaran de no haber permanecido en su sitio, y pese a que es seguro que la democracia hubiera agradecido que al menos determinadas personas lo hubieran hecho, no creo que nadie sea un indecente por buscar refugio cuando a su alrededor zumban las balas. Además, y como mínimo en 1981 —en 1874 también, creo—, la actitud de los diputados fue un reflejo exacto de la de la mayoría de la sociedad, porque apenas hubo un gesto de rechazo público al golpe en toda España hasta que ya de madrugada el Rey compareció en televisión condenando el asalto al Congreso y se dio por fracasada la intentona: salvo el jefe del gobierno provisional nombrado por el Rey, Francisco Laína, o el presidente del gobierno autonómico catalán, Jordi Pujol, en la tarde del 23 de febrero todos o casi todos los responsables políticos que no habían sido secuestrados por Tejero —dirigentes de partidos, senadores, presidentes y diputados autonómicos, gobernadores civiles, alcaldes y concejales— se limitaron a aguardar el desenlace de los acontecimientos, y algunos se escondieron o escaparon o intentaron escapar al extranjero; salvo el diario
El País
—que sacó una edición especial a las diez de la noche— y
Diario 16
—que la sacó a las doce—, apenas hubo un solo medio de comunicación que saliera en defensa de la democracia; salvo la Unión Sindical de Policías y el PSUC, el partido comunista catalán, apenas hubo una sola organización política o social que emitiera una nota de protesta y, cuando algún sindicato discutió la posibilidad de movilizar a sus afiliados, fue de inmediato disuadido de hacerlo con el argumento de que cualquier manifestación podía provocar nuevos movimientos militares. Por lo demás, aquella tarde la memoria de la guerra encerró a la gente en su casa, paralizó el país, lo silenció: nadie ofreció la menor resistencia al golpe y todo el mundo acogió el secuestro del Congreso y la toma de Valencia por los tanques con humores que variaban desde el terror a la euforia pasando por la apatía, pero con idéntica pasividad. Ésa fue la respuesta popular al golpe: ninguna. Mucho me temo que, además de no ser una respuesta lucida, no fuera una respuesta decente: aunque en aquellos momentos la consigna propagada por la Zarzuela y el gobierno provisional era mantener la serenidad y actuar como si nada hubiese ocurrido, el hecho es que había ocurrido algo y que nadie o casi nadie les dijo desde el primer momento a los golpistas que la sociedad no aprobaba aquel desafuero. Nadie o casi nadie se lo dijo, lo que obliga a preguntarse si habían cometido un error Armada, Milans y Tejero al imaginar que el país estaba maduro para el golpe, y al suponer que, en el caso de que éste hubiese conseguido su objetivo, la mayoría lo hubiese aceptado con menos resignación que alivio. También obliga a preguntarse si los diputados que el 23 de febrero se escondieron bajo sus escaños no encarnaban mejor la voluntad popular que quienes no se escondieron. En fin: quizá sea una exageración decir que en el invierno de 1981 Santiago Carrillo y Adolfo Suárez no representaban a nadie, pero a juzgar por lo ocurrido en la tarde del 23 de febrero no se diría que representaran a mucha gente.
Es verdad: la historia fabrica extrañas figuras y no rechaza las simetrías de la ficción, igual que si persiguiera con ese designio formal dotarse de un sentido que por sí misma no posee. La historia del golpe del 23 de febrero abunda en ellas: las fabrican los hechos y los hombres, los vivos y los muertos, el presente y el pasado; quizá no es la menos extraña la que aquella noche fabricaron en uno de los salones del Congreso Santiago Carrillo y el general Gutiérrez Mellado.
A las ocho menos cuarto de la tarde, cuando ya hacía más de una hora que un capitán de la guardia civil había anunciado desde la tribuna de oradores la llegada al Congreso de la autoridad militar encargada de tomar el mando del golpe, Carrillo vio desde su escaño que unos guardias civiles sacaban a Adolfo Suárez del hemiciclo. Como todos los demás diputados, el secretario general del PCE dedujo que los golpistas se llevaban al presidente para matarlo. Que lo hicieran no le extrañó, pero sí que media hora más tarde sacaran al general Gutiérrez Mellado y no lo sacaran a él, sino a Felipe González. Poco después se disipaba la extrañeza: un guardia civil le ordenó que se levantara y, metralleta en mano, le obligó a abandonar el hemiciclo; con él salieron Alfonso Guerra, número dos socialista, y Agustín Rodríguez Sahagún, ministro de Defensa. A los tres los condujeron a una estancia conocida como salón de los relojes, donde ya se hallaban Gutiérrez Mellado y Felipe González, pero no Adolfo Suárez, que había sido confinado a solas en el cuarto de los ujieres, a escasos metros del hemiciclo. Le indicaron una silla en un extremo del salón; Carrillo se sentó, y en las quince horas que siguieron prácticamente no se movió de allí, la vista casi siempre fija en un gran reloj de carillón obra de un relojero suizo del siglo XIX llamado Alberto Billeter; a su izquierda, muy cerca, tenía al general Gutiérrez Mellado; frente a él, en el centro de la estancia y dándole la espalda, se sentaba Rodríguez Sahagún, y más allá, de cara a la pared (o al menos así es como los recordaba cuando recordaba aquella noche), González y Guerra. En cada una de las puertas montaban guardia militares rebeldes armados con metralletas; el lugar carecía de calefacción, o nadie la había encendido, y una claraboya abierta en el techo al relente de febrero tuvo a los cinco hombres temblando de frío durante toda la noche.