—Estuve terriblemente cerca de dejarme llevar por la desesperación —explicó Ana—. Se agravaba cada vez más, hasta que estuvo peor que los mellizos Hammond. Casi pensé que se asfixiaba. Le di hasta la última dosis de ipecacuana de esa botella, y cuando llegó a la última gota, me dije (no se lo podía decir a Diana o a Mary Joe para no apenarlas más, pero me lo tuve que decir a mí misma para aliviar mis pensamientos): «ésta es la última esperanza y temo que es vana». Pero a los tres minutos expulsó la flema y empezó a mejorar. Puede imaginar mi alivio, doctor, ya que no puedo expresarlo con palabras. Usted sabe que hay cosas que no se pueden decir con palabras.
—Sí, lo sé —asintió el médico. Miró a Ana como si pensara cosas sobre ella que no podían expresarse en palabras. Más tarde, sin embargo, se las dijo al señor Barry y a su señora.
—Esa chiquilla pelirroja que tienen los Cuthbert es inteligente como ella sola. Les digo que salvó la vida de la niña, pues cuando yo llegué era demasiado tarde. Parece tener una habilidad y una presencia de ánimo perfectamente maravillosas para una criatura de su edad. Nunca vi algo como sus ojos cuando me explicaba el caso.
Ana había vuelto a casa en la maravillosa y helada mañana de invierno, con los ojos cargados de sueño, pero hablando incansablemente, mientras cruzaban el gran campo blanco y caminaban bajo el brillante arco de los arces del Sendero de los Amantes.
—Oh, Matthew, ¿no es una mañana perfecta? El mundo parece algo que Dios hubiera imaginado para su propio placer. Esos árboles dan la sensación de que uno los pudiera hacer volar de un soplo. ¡Estoy tan contenta de vivir en un mundo donde hay heladas blancas! Después de todo, estoy contenta de que la señora Hammond tuviera mellizos. De no haber sido así, no hubiera sabido qué hacer con Minnie May. Siento de verdad haberme enfadado alguna vez con la señora Hammond porque tuviera mellizos. Matthew, tengo tanto sueño que no podré ir al colegio. Sé que no podría tener los ojos abiertos y eso sería muy estúpido. Pero me disgusta quedarme en casa porque Gil… porque alguien será el primero de la clase y es difícil reconquistar lo perdido, aunque cuanto más difícil es, más satisfacción se tiene al reconquistarlo, ¿no es cierto?
—Bueno, supongo que te las arreglarás muy bien —dijo Matthew, mirando la blanca cara con grandes ojeras—. Vete directamente a la cama y duerme bien, que yo haré las tareas de casa.
Ana fue a acostarse y durmió tan profundamente, que cuando despertó y descendió a la cocina era bien entrada la rosada tarde de invierno. Marilla, que en el ínterin volviera a casa, estaba allí tejiendo.
—Oh, ¿ha visto al primer ministro? —exclamó Ana en seguida—. ¿Cómo era?
—Bueno, no llegó a ese puesto por su apariencia —dijo Marilla—. ¡Con una nariz como la suya! Pero sabe hablar. Me sentí orgullosa de ser conservadora. Rachel Lynde, como es liberal, desde luego que no lo apreció. Tienes el almuerzo en el horno, Ana, y te puedes servir ciruelas en almíbar. Sospecho que debes tener hambre. Matthew me ha estado contando lo de anoche. Te digo que fue una suerte que supieras qué hacer. Ni siquiera yo lo hubiera sabido, pues nunca vi un caso de garrotillo. Bueno, no hables hasta después de almorzar. Por tu aspecto puedo decir que te mueres por hablar, pero puedes esperar.
Marilla tenía algo que decir a Ana, pero no lo dijo entonces pues sabía que la subsecuente excitación de la niña la arrancaría de asuntos tan materiales como el apetito. Cuando Ana hubo terminado, dijo Marilla:
—La señora Barry estuvo aquí esta tarde. Quería verte, pero no te desperté. Dice que le salvaste la vida a Minnie May y que siente mucho haberse portado como lo hizo respecto al asunto del vino casero. Dice que ahora sabe que no tuviste intención de emborrachar a Diana y espera que la perdones y que seas otra vez buena amiga de su hija. Si quieres, puedes ir esta tarde a su casa, pues Diana no puede salir por culpa de un resfriado que cogió anoche. Por favor, Ana Shirley, no saltes por el aire.
La expresión no era extemporánea; tan ligera y exaltada fue la actitud de Ana, que saltó sobre sus pies, con la cara iluminada.
—Oh, Marilla, ¿puedo ir antes de lavar los platos? Los fregaré cuando regrese. En un momento tan emocionante, no puedo atarme a algo tan poco romántico como lavar los platos.
—Sí, sí, corre —dijo indulgente Marilla—. Ana Shirley, ¿estás loca? Vuelve al momento y ponte algo. Es igual que si le hablara al viento. Se ha ido sin gorro. Será un milagro si no enferma.
Ana volvió bailando a casa, a través de la nieve, alumbrada por la púrpura luz del crepúsculo. Lejos, al sudoeste, sobre las siluetas de los abetos, brillaba la titilante luz perlada de una estrella vespertina en su cielo dorado pálido y rosa etéreo. El tañido de las campanillas de los trineos entre las nevadas colinas llegaba como un sonido élfico por el aire helado, pero esa música no era más dulce que la del corazón de Ana.
—Tiene ante sí a una persona completamente feliz, Marilla —anunció—. Soy totalmente feliz, a pesar de mis cabellos rojos. En estos momentos, tengo un alma por encima de los cabellos rojos. La señora Barry me besó, lloró y dijo que lo sentía mucho y que nunca me lo podría pagar. Me sentí horriblemente embarazada, Marilla, pero le dije lo más gentilmente que pude: «No le guardo rencor, señora Barry. Le aseguro de una vez por todas que no tuve intención de intoxicar a Diana y que, por lo tanto, cubriré el pasado con el manto del olvido». Ésa fue una forma bastante digna de hablar, ¿no es cierto, Marilla? Diana y yo pasamos una tarde preciosa. Diana me enseñó un lindo tejido de crochet que aprendiera de su tía de Carmody. Ni un alma lo sabe en Avonlea fuera de nosotras y juramos solemnemente no revelárselo a nadie más. Diana me dio una hermosa postal con una guirnalda de rosas y un poema:
Si me amas tanto como yo a ti,
Sólo la muerte nos puede separar.
»Y ésa es la verdad, Marilla. Vamos a pedir al señor Phillips que nos permita sentarnos juntas en el colegio otra vez y Gertie Pye puede ir nuevamente con Minnie Andrews. Tomamos un té elegante. La señora Barry sacó su mejor juego de té, como si yo fuera una visita de importancia. No le puedo decir el estremecimiento que me produjo. Nadie había usado antes su mejor loza conmigo. Comimos torta de frutas, bollitos y dos clases distintas de confituras. La señora Barry me preguntó si quería té y dijo: "Querida, por favor, ¿quieres pasar los bizcochos a Ana?".
»Debe ser hermoso ser mayor, Marilla, cuando es tan lindo sólo que te traten como si lo fueras.
—No lo sé —dijo Marilla con un suspiro.
—Bueno, de todas maneras, cuando sea mayor —dijo Ana, decidida—, siempre hablaré a los pequeños como si fueran mayores y no me reiré de ellos si emplean palabras largas. Sé por triste experiencia cuánto duelen esas cosas. Después del té, Diana y yo hicimos caramelo. Lo que salió no estaba muy bueno, supongo que porque ni Diana ni yo habíamos hecho antes. Diana me dejó removerlo mientras ella enmantecaba las fuentes; yo me olvidé y lo dejé quemar, y cuando lo dejamos secar al aire, el gato pasó por encima de una fuente y hubo que tirarla. Pero hacerlo fue divertidísimo. Cuando volvía a casa, la señora Barry me pidió que fuera cuantas veces pudiera, y Diana me echaba besos desde la ventana. Le aseguro, Marilla, que esta noche tengo ganas de rezar y que voy a pensar una nueva oración especialmente para el acontecimiento.
—Marilla, ¿puedo ir a ver a Diana un minuto? —preguntó Ana, bajando sin aliento de la buhardilla un atardecer de febrero.
—No veo qué necesidad tienes de salir después de oscurecer —dijo Marilla bruscamente—. Diana y tú habéis vuelto juntas de la escuela y luego os habéis quedado en la nieve durante media hora más charlando sin cesar. De modo que no veo qué razón tienes para verla otra vez.
—Pero es que ella quiere verme —rogó Ana—. Tiene algo importante que decirme.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque me hizo señas desde su ventana. Hemos convenido un sistema de señales utilizando velas y cartón. Ponemos la vela en el alféizar y hacemos señales poniendo y quitando el cartón. Tantos destellos significan determinada cosa. Fue idea mía, Marilla.
—De eso estoy segura —dijo Marilla enfáticamente— y lo próximo que conseguiréis con vuestras señales es prender fuego a las cortinas.
—Oh, Marilla, somos muy cuidadosas. ¡Y es tan interesante! Dos destellos significan «¿Estás ahí?». Tres quieren decir «sí» y cuatro «no». Cinco, «ven lo antes posible porque tengo algo importante que decirte». Diana justamente hizo cinco señales, y estoy sufriendo por saber de qué se trata.
—Bueno, no necesitas sufrir más tiempo —dijo Marilla sarcásticamente—. Puedes ir, pero debes estar de vuelta exactamente dentro de diez minutos. Recuérdalo.
Ana lo recordó, y regresó dentro del tiempo estipulado, aunque nunca nadie sabrá lo que le costó limitar el mensaje de Diana al reducido límite de diez minutos. Pero por lo menos, los aprovechó bien.
—Oh, Marilla, ¿qué le parece? Ya sabe que mañana es el cumpleaños de Diana. Bueno, su madre le ha dicho que podía invitarme a ir a su casa después de la escuela, y que me quedara a pasar allí la noche. Y sus primos vienen de Newbridge en un gran trineo para ir al festival que se celebrará en el Club del Debate mañana por la noche. Y van a llevarnos a Diana y a mí al festival, si usted me deja, claro está. Me dejará, ¿no es cierto, Marilla? ¡Oh, me siento tan excitada!
—Puedes calmarte entonces, porque no irás. Estás mejor en casa, en tu propia cama, y en cuanto a ese festival del Club, son tonterías, y no se debe permitir a las niñas que vayan a lugares así.
—Estoy segura de que el Club del Debate es un lugar de lo más respetable.
—No digo que no lo sea. Pero aún no es hora de que vayas a festivales y pases fuera de casa toda la noche. ¡Bonita cosa para criaturas! Lo que me sorprende es que la señora Barry deje ir a Diana.
—Pero es una ocasión tan especial… —gimió Ana al borde de las lágrimas—. Diana cumple años sólo una vez al año. No es como si los cumpleaños fueran algo común, Marilla. Prissy Andrews va a recitar «El toque de queda no debe sonar esta noche». Es una poesía tan edificante, Marilla; estoy segura de que me hará muchísimo bien oírla. Y el coro va a cantar cuatro patéticas y maravillosas canciones que son casi tan buenas como himnos. Y, oh Marilla, el Pastor va a tomar parte; sí, no hay duda de que va a pronunciar un discurso. Será algo así como un sermón. Por favor, Marilla, ¿puedo ir?
—Ya me has oído, Ana. Ahora quítate las botas y ve a acostarte. Son más de las ocho.
—Sólo una cosa más, Marilla —dijo Ana con aire de estar jugándose la última carta—. La señora Barry le dijo a Diana que podríamos dormir en el lecho del cuarto de huéspedes. Piense en el honor que significa para su pequeña Ana el ser alojada en el cuarto de huéspedes.
—Pues tendrás que pasar sin ese honor. Vete a la cama, Ana, y que no vuelva a oírte decir una palabra más.
Cuando Ana hubo subido tristemente con la cara llena de lágrimas, Matthew, que en apariencia había estado profundamente dormido en el sofá durante todo el diálogo, abrió los ojos y dijo con decisión:
—Bueno, Marilla, creo que debías dejarla ir.
—No —respondió Marilla—. ¿Quién la está criando, Matthew, tú o yo?
—Bueno, tú —admitió Matthew.
—Entonces no intervengas.
—Bueno, no intervengo. No es intervenir el tener una opinión propia. Y mi opinión es que debes dejar ir a Ana.
—Si a ella se le ocurriera ir a la luna, opinarías que debía dejarla ir, no lo dudo —fue la afable respuesta de Marilla—. Podría dejarla ir a pasar la noche con Diana si eso fuera todo. Pero no apruebo lo del festival. Irá allí y cogerá frío y se llenará la cabeza con tonterías. La alteraría para una semana. Comprendo el carácter de esta niña y lo que le conviene mejor que tú, Matthew.
—Creo que debías dejarla ir —repitió Matthew firmemente. La argumentación no era su punto fuerte, pero al aferrarse a una opinión, sí.
Marilla dio un bufido de impotencia y se refugió en el silencio. A la mañana siguiente, cuando Ana estaba lavando los platos del desayuno, Matthew hizo una pausa en el camino hacia el granero para repetirle a Marilla.
—Creo que debes dejar ir a Ana, Marilla. Por un momento Marilla pensó en cosas que no se pueden repetir. Luego se rindió ante lo inevitable y dijo agriamente:
—Muy bien, puede ir, ya que nada más parece complacerte.
Ana salió corriendo con la bayeta chorreando en la mano.
—Oh, Marilla, Marilla, diga otra vez esas benditas palabras.
—Creo que con decirlas una vez es suficiente. Es asunto de Matthew y yo me lavo las manos. Si coges una pulmonía por dormir en una cama extraña o por salir de un salón caluroso en medio de la noche, no me culpes; culpa a Matthew. Ana Shirley, estás dejando caer agua grasienta sobre el piso. Nunca he visto una niña más descuidada.
—Oh, sé que soy una molestia terrible para usted, Marilla —dijo Ana, arrepentida—. Cometo muchos errores. Pero piense sólo en las muchas equivocaciones que no hago, aunque podría. Buscaré un poco de arena y fregaré las manchas antes de ir a la escuela. Oh, Marilla, mi corazón está pendiente de ese festival. Nunca fui a ninguno, y cuando las chicas hablan de festivales en el colegio, me siento tan fuera de lugar… Usted no sabe cómo me siento, pero ya ha visto que Matthew sí. Matthew me comprende, y es tan bonito ser comprendida, Marilla.
Ana estaba demasiado excitada aquella mañana como para estar a su altura con sus lecciones. Gilbert Blythe la sobrepasó en ortografía y la dejó fuera de lado en los cálculos mentales. La consecuente humillación de Ana, sin embargo, podría haber sido mayor, pues estaba abstraída por la idea del festival y del cuarto de huéspedes. Diana y ella hablaron sin cesar de lo mismo durante todo el día; de haber tenido un maestro más estricto que el señor Phillips, hubieran recibido una seria reprimenda.
Ana sintió que de no haber sido por el festival, no hubiera podido resistir su derrota, pues ese día sólo se hablaba de aquél en el colegio. El Club del Debate de Avonlea, que celebraba reuniones quincenales durante todo el invierno, había tenido algunas pequeñas tertulias sin importancia; pero éste iba a ser un asunto de mucha trascendencia. La entrada costaba diez centavos, a beneficio de la biblioteca. La gente joven de Avonlea había estado ensayando durante varias semanas, y todos los escolares tenían especial interés en él, ya que tomaban parte sus hermanos y hermanas. Todos los alumnos de más de nueve años esperaban ir, excepto Carrie Sloane, cuyo padre compartía la opinión de Marilla res-; pecto a la concurrencia de los niños a festivales nocturnos. Carrie Sloane lloró detrás de su libro de gramática toda la tarde, sintiendo que la vida no valía la pena de ser vivida.