Amos y Mazmorras I (20 page)

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Authors: Lena Valenti

Tags: #prose_contemporary

BOOK: Amos y Mazmorras I
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—¿Cleo?
La voz de Tim Buron, su amigo y oficial de policía de su comisaría se acercó a la mesa, sonriente como siempre.
—¿Qué haces aquí? Nos han dicho que te has tomado unos días de vacaciones por asuntos propios. Pensé que te irías de viaje.
Tim debía ponerse mucha protección porque era demasiado blanco y rubio, y el sol de Nueva Orleans le quemaría la piel. Estaba muy rojo.
—Bueno. Sí... Estoy remodelando la casa...
—¿Ah, sí? ¿Qué parte de la casa?
—El jardín —soltó así, a bote pronto.
«Sí. Y después de que acabe de transformar mi jardín en una mazmorra de dominación y sumisión que a un tío como tú le haría llorar, me iré a un torneo en el que de las veinticuatro horas que tiene el día, seguramente veintidós esté con el culo en pompa».
—Vaya, no me digas...
—Sí, está muy bien. Cuando lo acabe me iré unos días por ahí. A desconectar.
—¿Sabes lo de Billy Bob, verdad? Pensé que era por eso por lo que te tomabas las vacaciones.
Cleo se quedó quieta y su rostro se ensombreció. Recordar el nombre de ese mal nacido la ponía enferma.
—Sí, lo sé. Pero tengo cosas más importantes que hacer que modificar mi vida solo porque Billy Bob esté libre.
—Bien dicho. Le han dado la condicional y ahora está en casa de sus padres.
—No me importa. No quiero volver a verlo en la vida. Ese hijo de perra por poco mata a su mujer a puñetazos.
Tim la miró comprensivo.
—Sí. Pero tenía un muy buen abogado y, al final, su mujer retiró los cargos. Y ahora está libre.
Cleo resopló contrariada. ¿Cómo podía una mujer dar un paso atrás así? Billy Bob había estado a punto de dejarla ciega, con traumatismos cerebrales severos. Iba de alcohol hasta las cejas. Siempre había sido un hombre muy agresivo y los vecinos aseguraban que no era la primera vez que la pegaba.
Aquella noche, Cleo lo vio salir borracho del bar que había cerca de su casa. Lo siguió con el coche y se ofreció a acompañarle, pero Billy Bob le dijo:
—Todas las mujeres sois unas putas.
Y después de decirle eso, cuando llegó a su casa, se lió a apalear a su mujer.
Como ya conocía los antecedentes que tenía Billy Bob, se quedó esperando cerca de la calle en la que vivía el agresor, aguardando que no sucediera nada, pero confiando en que, si finalmente Billy pegaba a su mujer de nuevo, algún vecino daría la voz de alarma.
Ni siquiera hizo falta. Martha, su mujer, apareció en su campo de visión, huyendo aterrorizada de alguien, con el camisón blanco manchado de sangre y la cara destrozada. Billy Bob la estaba persiguiendo y la iba a alcanzar delante de su coche, frente a sus narices. Cleo llamó a los refuerzos, salió del coche, le lanzó una descarga con su pistola Taser y lo dejó postrado en el suelo. Le esposó mientras él la insultaba y gritaba que iba a matar a Martha y que después se la cargaría a ella.
Cleo le golpeó en la cara con la porra, y Billy Bob se calló.
Le procesaron y lo encarcelaron.
Al cabo de dos semanas, a ella la ascendieron como teniente.
Y ahora ese cabrón ya no estaba entre rejas. Bueno, la ley a veces era así. Pero debía seguir creyendo en ella, ¿no?
De eso ya habían pasado seis meses.
—Billy Bob es agua pasada. Por mí que se pudra o que busque ayuda psiquiátrica.
—Eso mismo dijo Magnus, aunque él está más preocupado por ti. Ya sabes cómo es contigo...
—Sí —puso los ojos en blanco.
—Por cierto, Magnus nos dijo que tenías un jacuzzi muy bonito en el porche interior.
—¿Te ha dicho eso? —se llevó la tónica que estaba tomando a los labios. Qué fanfarrón era. Él no había estado en su casa, pero tenía fama de ligón, y le gustaba hacer creer a los demás que entre ellos podría haber algo más que una amistad. Cleo le había explicado lo del jacuzzi, pero nada más.
—Sí —continuó Tim—. Que puede modular el agua fría y la caliente... Y que los sillones son muy cómodos. Yo quiero uno de esos para mi casa.
—Te daré el teléfono de mi instalador. Aunque, no entiendo cómo Magnus te ha dicho eso si...
—Hola, Tim.
Cleo miró a Lion por encima del hombro.
Su voz sonó muy seria e impersonal, y eso la extrañó.
—¿Lion? —Tim abrió los ojos con sorpresa y se levantó para saludarlo efusivamente—. ¡Joder, tío! ¡Qué alegría!
Lion respondió al saludo con educación, aunque miraba a Cleo con gesto frío.
Ella achicó los ojos. No entendía a qué venía esa actitud.
—¿Sabes? Tus padres nos han dicho que tienes un negocio de hardware y software en Washington y que te va de maravilla.
Cleo bebió de su tónica y bizqueó. Eso era lo que su hijo les había dicho para que no supieran que, en realidad, era agente especial del FBI.
—Sí, le va muy bien —contestó ella mirándolo de reojo—. Lo tiene todo muy... controlado.
—No me quejo. ¿Cómo están tus padres, Tim? —preguntó, ignorando el comentario de su sumisa.
—Bien. Ya sabes, con sus achaques, ya son mayores —lamentó—. Pero siguen al pie del cañón. Vi a tus padres en una fiesta benéfica que se celebró en el After Katrina. Joder, por ellos no pasan los años, tío. Están igual.
—Sí —asumió con una sonrisa—. Son como inmortales —murmuró riendo. Tim se echó también a reír—. Bueno, Cleo y yo debemos irnos.
—¿Ah, sí? —Cleo se levantó de la mesa y dejó el vaso de tónica vacío.
—Sí. —Lion la tomó del codo y colocó cinco dólares sobre la mesa.
—Eh... —Tim los miró extrañados—. ¿Tu hermana Leslie también está por aquí? —preguntó interesado—. He pensado que tal vez habéis hecho un reencuentro del pasado... Ya sabéis —se frotó la nuca—. Como siempre ibais juntos.
Cleo se detuvo y apretó los dientes. Leslie. Ella debía estar bien. Se mantendría a salvo, e irían en su rescate.
—Ella está bien. Sigue con su negocio de repostería y tiene mucho trabajo. Pero vendrá más adelante.
—Oh, me alegro —contestó Tim—. Dale recuerdos de mi parte.
—Sí, se los daré —contestaron los dos a la vez.
Ambos se miraron y apartaron la mirada
ipso facto
.
Lion la alejó de las mesas de la terracita cogiéndola del brazo.
—Oye, no me cojas así, parece que me lleves como una niña pequeña. Ya te he dicho que paso de los
age play
.
Lion retiró la mano, y esta vez la puso sobre la parte baja de su espalda, acompañándola, en vez de tirando de ella.
—Oh, qué parejita tan adorable.
Oyeron que decía una voz a sus espaldas.
—Mierda —gruñó entre dientes Cleo—. Es la señora Macyntire.
—¡Lion Romano! —exclamó abriendo los brazos y dándole un ligero achuchón.
—Señora Macyntire, me alegra verla. —La saludó como si de verdad se alegrara.
Cleo pensó: «Qué educadamente falso».
La señora Macyntire era una mujer gruesa; una viejecita de piel oscura y pelo muy blanco, que llevaba un vestido rojo con florecitas blancas y un sombrero negro con una rosa en el lado izquierdo. La típica mujer mayor nativa de Nueva Orleans.
—Cleo, mi querida niña —la reprendió—. Llevo dos días llamándote y no me coges el teléfono.
—No estoy de servicio, señora Macyntire. Me he tomado unos días de vacaciones.
—Vestida así pareces una mujer. —Le guiñó un ojo y repasó su falda estampada, su camiseta de tirantes y escote de color blanco, y los zapatos azul oscuro Tommy de plataforma de caucho y muy altos—. Y no con ese uniforme azul que sueles llevar.
—Ya... —sonrió falsamente—. Gracias, señora Macyntire. Tenemos que irnos. Que pase una buena noche.
—¿Sabes? —La mano de la señora la detuvo por el antebrazo—. Es que estoy buscando a mi perro y...
¿En serio?
—Su bulldog se está montando a la caniche de Eva, la panadera. Y está justo detrás del hombre que toca el violonchelo en el centro de la plaza. Y ahora, si me disculpa, tenemos prisa.
El rostro de la señora Macyntire se iluminó y fue en busca de su perro, dejándolos libres.
Lion la empujó levemente para que siguiera caminando, y alejándose de la plaza, que estaba abarrotada de muchos conocidos indiscretos, y la metió en el interior del Pirate’s Alley Café, detrás de la catedral.
—Estas plataformas tienen ocho centímetros de altura y no es fácil seguir tus zancadas.
—Silencio.
A Cleo le dolían demasiado los pies como para discutirse con él, así que contestó cansada:
—Sí, señor.
Entraron en los baños del local. Era una adorable casa de estilo francés, roja y de puertas blancas en forma de arco. Había gente, pero no la multitud que se congregaba en la plaza Lafayette. Bruce Springsteen cantaba el
Waitin’ on a sunny day
, y había un par de parejas que bailaban al ritmo del Boss.
Lion la llevó a la barra y pidió dos chupitos de absenta.
—No me gusta el alcohol, y la absenta está asquerosa.
—Vas a beberla.
—Sí,
domine
.
—No utilices mi nombre en vano —gruñó—. Cinco azotes más. Vas acumulando.
—¿Por qué estás enfadado? —preguntó indignada—. Estás de mal humor desde que has salido de la biblioteca y...
—Me has mentido.
—¿Cómo?
—Me has mentido. —La camarera les puso los chupitos delante, en un vaso de cristal alargado y transparente—. Me dijiste que era la primera vez que traías a alguien al jacuzzi, y no es verdad. —Pagó la bebida y preguntó algo al oído de la camarera. Esta le sonrió lascivamente, miró a Cleo y luego a él, y se encogió de hombros, asintiendo.
—¡¿Qué?! —replicó perdida, observando la comunicación no verbal de la pechugona—. No te he mentido, te he dicho la verdad.
—Cinco azotes más.
—¡Basta!
—No me alces la voz. Quince. Cleo, esto no es un maldito juego, obedece y no falles. Cuando hemos empezado a jugar solo te he pedido que fueras sincera y honesta conmigo, que nunca me mintieras. —¡Y no lo he hecho!
—Diez más, por rebeldía y por repetición en la infracción.
Un músculo de rabia palpitó en la mandíbula de Lion.
Cleo arrugó las cejas y se puso roja de la indignación.
Furioso, le dio el chupito.
—Bébete esto y te rebajo cinco azotes.
Cleo no se lo pensó dos veces. Sumaba veinticinco azotes. Aquella mañana había aguantado hasta los veinte, y a punto había estado de hacerse pipí encima.
Le quitó el chupito de las manos, enfadada con él por no escucharla. Pero si reconocía que Magnus y ella no estaban juntos, que era todo una mentira para demostrarle que ella también tenía una vida sexual animada, entonces quedaría como una estúpida y tendría que reconocer muchas cosas ante él que no le apetecían.
Se lo bebió de golpe. Y se dio media vuelta para irse del local con dignidad en plan Escarlata O’ Hara. Entonces, Lion se bebió su chupito, la cogió de la mano y entraron a los baños.
—¿Dónde te crees que vas?
Se internaron en el baño de señoras, dentro de un aseo. Lion cerró la puerta con seguro y la arrinconó contra la pared, con sus manos a cada lado de su cara.
—¿Y qué crees tú que estás haciendo? —le reprendió ella—. Estamos en un baño público.
—Silencio.
Sus mejillas estaban rojas por el alcohol, por la rabia al descubrir que Cleo lo había mentido y, también, por lo que le apretaban los pezones. Era un amo, y tenía una norma sencilla y clara. Mentiras NO.
Cleo la había violado; y además lo había hecho cuando más orgulloso y más agradecido estaba con ella. Cuando la consolaba y le decía con sus masajes, sus cuidados y sus mimos lo importante que era para él.
—Esto es parte de tu
doma
.
Cleo miró hacia otro lado, retirándole la cara.
—Nunca hagas eso —le advirtió—. Nunca me retires la mirada. Si has cometido un error, Cleo, tienes que aceptarlo y no huir de las consecuencias. ¿Entendido?
—Sí. —Pero en realidad no lo entendía, porque ella solo había mentido sobre su relación con Magnus, pero estaba siendo sincera en todo lo demás, durante su disciplina y respecto a lo que él le hacía sentir. No engañaba nunca.
—¿Sí qué?
—Sí, señor.
—Quítate la camiseta.
Vaya. Ese era otro modo de jugar.
Los dos estaban disgustados por algo que en realidad no existía. Pero mejor dejarlo así que reconocer que se había inventado a un novio por vergüenza a lo que pudiera pensar de ella. Además, debía aprender a manipular esas emociones y a dejarlas a un lado si quería tener éxito como sumisa.
—Sí, señor. —Se la sacó por la cabeza y se quedó con los sostenes negros.
Lion la observó, estudiando su sujetador. Alargó las manos y las posó suavemente sobre sus pechos.
Ella se quejó pero se mordió la lengua.
—¿Te duelen?
—Sí.
—Quítatelos —tiró de su tirante negro.
—Esto no está bien...
—Cleo, joder.
—Sí, perdón.
Cleo llevó las manos al broche de su liso sujetador y lo desabrochó. Se lo entregó a Lion y este lo dejó bien doblado sobre la tapa del inodoro, tal y como había hecho con la camiseta.
Los pezones estaban hinchados, pero no demasiado enrojecidos.
—¿Cuánto más crees que los puedes llevar? —preguntó tomando el peso de sus pechos en las manos.
Ella cerró los ojos y negó con la cabeza.
—No... no lo sé.
—Bien. —Dejó de tocarla—. Quítame la camiseta.
Ella lo hizo y se puso de puntillas para poder quitársela por la cabeza, porque Lion no daba ninguna facilidad.
—Ahora, desajusta los aros y quítamelos.
—Sí.
Ella se relamió los labios e intentó quitarle los aros sin provocarle demasiado dolor.
Lion la miraba impasible, pero Cleo se dio cuenta de que apretaba los puños cuando lo liberó de los aretes constrictivos.
La joven alzó los manos involuntariamente para acariciar los brotes marrones oscuros que estaban un poco magullados, pero Lion la detuvo por las muñecas.

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