Alta fidelidad (26 page)

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Authors: Nick Hornby

Tags: #Relato

BOOK: Alta fidelidad
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Total, ¿ahora, qué? Es como si hubiese llegado al final de la cuerda, y no lo digo en el sentido suicida que tiene esa expresión en tantas canciones de rock americano, sino que lo digo en el sentido que tiene en inglés de Inglaterra, hablando con toda sencillez. Me he quedado sin aire en los pulmones, y me he quedado parado poco a poco en mitad de ninguna parte.

—¿Esos eran tus amigos? —me pregunta Marie al día siguiente, cuando salimos a tomar un bocadillo poscumpleaños, de beicon crujiente con aguacate.

—No es para tanto. Sólo eran dos de ellos...

Me observa para saber si estoy de broma. Cuando se echa a reír, queda claro que sí lo estoy.

—Pero si era tu cumpleaños...

—Bueno, ya sabes...

—Era tu cumpleaños, Rob. ¿No se te ocurrió nada mejor que hacer?

—A ver; supongamos que hoy es tu cumpleaños y te apetece tomar una copa esta noche. ¿A quién invitarías? ¿A Dick y a Barry? ¿A T-Bone? ¿A mí? Lo digo porque tampoco somos lo mejorcito que hay en el mundo, ¿verdad?

—Venga, Rob. Si ni siquiera estoy en mi país. Si estoy a un montón de kilómetros de mi sitio...

—A eso mismo iba: es justo lo que yo quería decir.

Observo a las parejas que entran en la tienda, a las parejas que veo en los pubs, en los autobuses, o por la ventana. Hay algunas, las que charlan, las que se tocan, las que se ríen y las que hacen toda clase de preguntas, que aún son recientes, salta a la vista, y por eso no cuentan: igual que casi todo el mundo, me encuentro muy bien cuando me toca ser una mitad de una pareja aún reciente. Las que me interesan son esas otras parejas más asentadas, más apacibles, las que han echado a andar por la vida codo con codo, de la mano, e incluso cubriéndose las espaldas uno al otro, en vez de ir por la vida cara a cara.

En sus rostros, la verdad sea dicha, no es mucho lo que se puede descifrar. No hay gran cosa que los distinga de las personas desparejadas: si uno intenta clasificar a la gente que se encuentra por la vida en cuatro categorías distintas —felizmente emparejados, desdichadamente emparejados, solteros y desesperados—, descubrirá que le resulta imposible. Mejor dicho, sí se puede hacer, pero sin tener ninguna confianza en la clasificación efectuada. Es algo que me parece inconcebible. Vamos a ver: es lo más importante que te puede pasar en la vida, ¿no?, y sin embargo es imposible precisar si ése, el otro o el de más allá lo tiene o no lo tiene. ¿No será una equivocación? Seguramente, las personas felices deberían parecer felices en todo momento, sin que importe cuánto dinero tienen, cuán incómodos les quedan los zapatos, lo poco que duerme su hijo pequeño; las personas a las que las cosas les van razonablemente bien, a pesar de lo cual no han encontrado a su alma gemela, deberían parecer en cambio, no sé, por lo menos un tanto ansiosas, como le pasa a Billy Crystal en
Cuando Harry encontró a Sally;
los que están desesperados deberían a su vez ponerse un distintivo, una cinta amarilla en la solapa, por qué no, gracias al cual podrían ser identificados por personas no menos desesperadas que ellos. Cuando deje de estar desesperado, cuando haya resuelto todo este berenjenal, prometo por lo más sagrado que nunca más volveré a quejarme de cómo va el negocio en la tienda, ni tampoco de la tristeza y el malhumor que respira la música moderna, ni de la guarrería de relleno que ponen en los bocadillos del bar de la esquina (una libra y sesenta peniques por uno de huevo y beicon con mayonesa: a ninguno nos han tocado nunca más de cuatro trozos de beicon en un bocadillo, al menos hasta la fecha), ni pienso quejarme de ninguna otra inconveniencia. Pienso sonreír beatíficamente en todo momento, de puro alivio.

Durante quince días no pasa casi nada. Es decir, pasan aún menos cosas que de costumbre. Encuentro una copia de «All Kinds of Everything» en una tienda de discos de segunda mano que hay cerca de casa, y lo compro por quince peniques con la idea de regalárselo a Johnny la próxima vez que lo vea, siempre y cuando se marche con viento fresco y deje de joder de una vez por todas. Al día siguiente vuelve a la tienda, dispuesto a quejarse porque el disco está rayado: quiere que le devuelva su dinero. Barrytown debutó con gran éxito en el Harry Lauder, donde armaron un estruendo de mil pares de cojones: el ambiente es increíble, hay un montón de individuos que parecen salidos de un cuartel del ejército, todos cortados por el mismo patrón; se vuelven locos de remate, y en serio te lo digo, Rob, tendrías que haber estado allí, qué pasada (Marie se limita a reírse cuando le pregunto qué tal estuvo; dice que todos hemos de empezar por algún sitio). Dick intenta convencerme para que salgamos los cuatro (Anna y él, una amiga de Anna que tiene veintiún años y yo), pero no me dejo. Vamos a ver una actuación de Marie en un club folkie que hay en Farringdon, y me pongo a pensar en Laura mucho más de lo que pienso en Marie cuando toca sus canciones más tristes, aunque Marie dedica uno de los temas a «los tíos de Championship Vinyl»; salgo a tomar algo con Liz, que despotrica contra Ray durante toda la noche. Me parece fenomenal, pero es entonces cuando muere el padre de Laura, y con eso cambia todo por completo.

25

Me entero de la noticia por la mañana, casi a la vez que ella, en caliente. La llamo desde la tienda, sólo con la intención de dejarle un mensaje en el contestador: así es más fácil, pues sólo quería decirle que un antiguo colega suyo ha dejado un mensaje para ella en el contestador de casa, en el mío, vaya. Bueno, si hablamos de propiedad legal debería decir el suyo. Da lo mismo. No esperaba que Laura cogiese el teléfono, pero así es: me da la sensación de que está hablándome desde el fondo del mar. Tiene la voz apagada, plana, grave, envuelta en moquillo desde la primera sílaba a la última.

—Joder, joder; eso sí que es un catarrazo de padre y muy señor mío —le digo—. Espero que estés metida en la cama, con un libro calentito y una buena bolsa de agua caliente. A propósito, soy Rob.

Ella no dice nada.

—¿Laura? —insisto—. Soy Rob...

Todavía nada.

—¿Te encuentras bien?

Y sigue un momento terrible.

—... huerto —dice. Las primeras sílabas son incomprensibles, así que eso de «huerto» no pasa de ser una suposición.

—Bueno, no te preocupes por eso —le digo—. Tú métete en la cama, olvídalo. Ya te preocuparás cuando te encuentres mejor.

—... que se ha muerto —dice.

—¿Quién coño se ha muerto?

Ahora sí la oigo con toda nitidez.

—Mi padre ha muerto —solloza—. Mi padre, mi padre.

Y cuelga el teléfono.

A todas horas pienso que muere tal o cual persona, pero siempre son personas relacionadas conmigo. He pensado mucho en cómo me encontraría si Laura muriese, en cómo le sentaría a Laura que muriese yo, en cómo me tomaría la muerte de mi madre o de mi padre, pero nunca pensé que se fuera a morir la madre o el padre de Laura. Nunca se me había ocurrido. Aunque estuvo enfermo durante todo el tiempo que se prolongó mi relación con Laura, esa posibilidad ni siquiera se me pasó por la cabeza: así como mi padre tiene barba, el padre de Laura tenía angina de pecho, y punto. Nunca pensé que eso pudiera desembocar realmente en nada concreto. Ahora ha muerto, así es, y ojalá... ¿Qué? ¿Ojalá qué? ¿Ojalá me hubiese portado mejor con él? Siempre me porté perfectamente con él, al menos en las contadas ocasiones en que nos vimos. ¿Ojalá hubiésemos estado más unidos? Él era mi suegro, según una ley no escrita; los dos éramos muy distintos, él estaba enfermo..., así que estuvimos tan unidos como tuvimos que estarlo, sin más. Se supone que, cuando muere alguien, uno ha de pensar en todos esos ojalá, aparte de sentirse desbordado de pesar, de arrepentimiento, de pasarlo fatal a cuenta de todos sus errores y omisiones, así que lo hago lo mejor que puedo. Lo que pasa es que no se me ocurren errores ni omisiones. Era el padre de mi ex, ¿me explico? ¿Qué se supone que debo sentir?

—¿Estás bien? —dice Barry cuando me ve con la mirada perdida—. ¿Con quién hablabas?

—Con Laura. Su padre ha muerto.

—Ah, ya. Qué putada.

Acto seguido, se larga a la oficina de correos con un montón de paquetes para remitir contra reembolso. ¿Lo ves? De Laura a Barry, pasando por mí: de la pena al interés pasajero, pasando por la confusión. Si alguien quisiera resumir el aguijonazo de la muerte, habría que fijarse en Barry. Por un instante, me parece de lo más raro que esas dos personas, primero la que está tan abatida por el dolor que apenas puede pronunciar palabra, luego el que apenas encuentra en su interior la curiosidad necesaria para encogerse de hombros, se hayan conocido una a otra; me parece más raro aún que yo haya sido el enlace entre los dos, rarísimo que hayan vivido incluso en la misma zona, en un mismo tiempo. Hay que tener en cuenta que, para Barry, Ken no era más que el padre de la antigua novia de su jefe. ¿Qué se supone que debe sentir?

Laura me llama al cabo de una hora más o menos. No me lo esperaba.

—Perdona, lo siento —dice. Sigue siendo difícil entenderla; normal, teniendo en cuenta los mocos, las lágrimas, el tono de voz y el volumen que emplea.

—No, no pasa nada.

Llora un rato. No digo nada hasta que se tranquiliza un poco.

—¿Cuándo vas a tu casa?

—Dentro de nada, en cuanto termine de hacer la maleta.

—¿Puedo hacer algo que...?

—No.

Después otro sollozo, otro «no», como si se hubiese dado perfecta cuenta de que nadie puede hacer nada por ella, y tal vez sea ésta la primera vez que se encuentra en semejante situación. Yo ya he pasado por eso. Todas las cosas que me han salido mal en esta vida podría haberlas resuelto con la varita mágica de un director de banco, con el repentino cambio de parecer que le diera a una de mis novias, o bien con alguna cualidad —determinación, coherencia, flexibilidad, agilidad— que tal vez hubiese hallado en mi interior, sobre todo si la hubiese buscado a fondo. No tengo ningunas ganas de verme frente a esa desdicha tan especial que siente Laura ahora. Ni ahora, ni nunca. Si es preciso que las personas mueran, prefiero que no mueran muy cerca de mí. Ni mi padre ni mi madre morirán cerca de mí; de eso me he asegurado por completo. Cuando mueran, prácticamente no sentiré nada.

Al día siguiente vuelve a llamarme.

—Mamá quiere que vengas al funeral.

—¿Qué? ¿Yo?

—A mi padre le caías bien, al menos en apariencia. Y mamá nunca le dijo que habíamos roto, por pensar que él no iba a entenderlo, y porque... Oh, yo qué sé. La verdad es que no lo entiendo, y no tengo ganas de discutir. Creo que ella ha llegado a la conclusión de que él podrá ver todo lo que suceda. Es un poco como si... —Hace un ruidito extraño, que interpreto como una risita de nerviosismo—. Bueno, ella entiende que bastante ha sufrido él con su enfermedad y su agonía, así que no piensa molestarle más de lo imprescindible.

Ya sabía que a Ken le caía bien, aunque nunca llegué a entender por qué, aparte de una vez que él buscaba la grabación original de
My Fair Lady,
la que hicieron los artistas que estrenaron la obra en Londres, encontré un ejemplar en una feria de discos y se la envié por correo. Hay que ver adonde nos llevan esos actos de amabilidad que uno realiza al azar: a un funeral de los cojones, ni más ni menos.

—¿Tú quieres que vaya?

—Me da lo mismo, al menos mientras no cuentes con que te dé la mano.

—¿Va a ir Ray?

—No, Ray no viene.

—¿Por qué no?

—Porque nadie le ha dado vela en este entierro, nunca mejor dicho. ¿Está claro?

—Bueno, pues no me importaría ir, si es que tú quieres que vaya.

—Oh, qué detalle por tu parte, Rob. A fin de cuentas, tú sabrás.

Hay que joderse.

—En fin, ¿piensas venir o no?

—Sí, claro que sí.

—Te puede traer Liz. Ella sabe dónde es la ceremonia y todo eso.

—Perfecto. ¿Cómo te encuentras?

—Perdona, Rob, pero no tengo tiempo para conversaciones. Me queda mucho por hacer.

—Claro, lo entiendo. Ya nos veremos el viernes. Adiós.

Cuelgo sin darle tiempo a que diga nada, para que se entere de que estoy dolido, pero enseguida me dan ganas de llamarle y de pedirle disculpas. Ya sé que no debo hacerlo. Es como si nunca más pudieras hacer lo que has de hacer con una persona, sobre todo si has dejado de compartir cama con ella. No hay manera de encontrar el camino de vuelta, el camino que dé un rodeo, que atraviese el obstáculo, por más que lo intentes.

La verdad es que no existe una sola canción pop sobre la muerte. Al menos, las que hay no son nada buenas. A lo mejor, por eso mismo me gusta el pop y me parece tan repugnante la música clásica. Estaba aquel instrumental de Elton John, «Song For Guy», pero no era más que un traqueteo de pianola, que igual valdría para un aeropuerto que para tu funeral.

—Venga, tíos. Las cinco mejores canciones del pop que hablen de la muerte.

—Fabuloso —dice Barry—. Una lista en homenaje al padre de Laura. Vale, entendido. «Leader of the Pack», la primera. El tío de la canción se mata en un accidente de moto, ¿no? Luego está «Dead Man's Curve», de Jan and Dean, y «Terry», de Twinkle. Mmmm, a ver... Aquella de Bobby Goldsboro, «And Honey, I Miss You»... —tararea desafinando más incluso que de costumbre, y Dick se echa a reír—. ¿Y qué os parece «Tell Laura I Love Her»? Con ésa se vendría la casa abajo.

En fin, me alegro de que Laura no esté aquí, de que no se entere de qué buen rato hemos pasado con eso de la muerte de su padre.

—Eh, que yo intentaba pensar en canciones serias, tío. Ya sabes, canciones que muestren un poco de respeto.

—¿Qué pasa, que vas a pinchar discos en el funeral? No jodas, qué guarrería de encargo. De todos modos, la canción de Bobby Goldsboro podría ser uno de los mejores temas para bailar agarrados. A todo el mundo le hace falta un respiro en pleno guateque. Además, la madre de Laura podría tararearla, seguro. —Y entona el mismo trozo que antes, otra vez desafinado, pero con una voz de falsete con la que quiere dar a entender que la canta una mujer.

—Que te den pomada, Barry.

—Ya he pensado qué quiero que pongan en el mío: «One Step Beyond», de Madness, y «You Can't Always Get What You Want».

—Ya, pero porque sale en
Reencuentro.

—Yo no he visto
Reencuentro
, tío.

—¿Cómo que no, pedazo de mentiroso? La viste en una sesión doble de Lawrence Kasdan. La otra peli era
Fuego en el cuerpo.

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