Alta fidelidad (11 page)

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Authors: Nick Hornby

Tags: #Relato

BOOK: Alta fidelidad
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A lo que iba: conocí a Laura en aquella época, en el verano del 87. Según dijo más tarde, había estado en el club tres o cuatro veces antes de que yo me fijara en ella, y es posible que así fuera: es bajita, flaca, guapa, más o menos del estilo de Sheena Easton, pero antes de instalarse en Hollywood y cambiar de imagen (aunque Laura parecía más dura que Sheena Easton, quizá por el pelo alborotado, muy de abogada radical, por las botas y por sus ojos azul claro, unos ojos que daban miedo), aunque la verdad es que allí había mujeres más guapas, y cuando uno mira desde la cabina del pinchadiscos, suele fijarse sólo en las más guapas. Total, que aquella tercera o cuarta vez se acercó a la cabina a charlar conmigo, y me gustó desde el primer momento. Me pidió que pusiera un disco que a mí me flipaba («Got to Get You off My Mind», de Solomon Burke, por si acaso a alguien le interesa), pero que cada vez que lo ponía despejaba la pista de baile por completo.

—¿Estabas aquí la otra vez que lo puse?

—Sí.

—Vaya, pues ya sabes lo que pasó. Un poco más y se marchan todos a casa.

Es un single que dura tres minutos, y tuve que quitarlo al cabo de minuto y medio. Puse «Holiday», de Madonna, para paliar la situación; suelo poner cosas modernas de vez en cuando, en los momentos de crisis, tal como los que creen en la homeopatía a veces tienen que recurrir a la medicina convencional, aunque lo desaprueben.

—Esta vez no pasará lo mismo.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—Porque la mitad de la gente que ves ha venido conmigo, y pienso asegurarme de que baile.

En resumidas cuentas, se lo puse, y es verdad que Laura y sus amistades se apiñaron en la pista, aunque uno por uno se fueron escaqueando, meneando la cabeza y riendo. Es una canción difícil de bailar; tiene un ambiente de rythm & blues de tiempo medio, y la introducción parece como que se para y arranca cada dos por tres. Laura la aguantó sin problemas; me apetecía ver si era capaz de bailársela hasta el final, pero me puse nervioso al ver la pista desierta, así que cambié y empezó a sonar «The Love You Save», para salir del paso.

Ella no quiso bailar nada de los Jackson Five, y volvió a la cabina, aunque me sonrió desde lejos y me dijo que no pensaba pedirme otra. Sólo quiso que le dijera dónde podía comprar el disco. Le dije que si volvía al Groucho la semana siguiente, yo le prepararía una cinta, y pareció encantada.

Me pasé una pila de horas grabando aquella cinta. Para mí, grabar una cinta que le voy a regalar a alguien es como escribirle una carta: hay mucho que borrar, pensar a fondo, a veces empezar de nuevo, y quería que aquella cinta fuese buenísima, porque..., con sinceridad, no había conocido a ninguna mujer tan prometedora como Laura desde que empezara a pinchar discos, y conocer a mujeres prometedoras es en parte algo que tiene mucho que ver con eso de pinchar discos. Una buena cinta de recopilación, igual que una ruptura, es algo dificilísimo de hacer bien. Tienes que empezar con un tema arrasador; tienes que mantener el ánimo del oyente (empecé con «Got to Get You off My Mind», pero me di cuenta de que a lo mejor no pasaba del primer tema de la primera cara, ya que así le iba a dar lo que ella quería sin más preámbulos, y por eso decidí esconder ese tema en la mitad de la segunda cara); tienes que subir un puntín, o enfriar un poco el ánimo, y tampoco puedes mezclar música blanca con música negra, ni colocar dos temas del mismo artista en una cara, a menos que lo hagas todo por parejas de canciones, y además... Bueno, hay miles de reglas que cumplir.

En cualquier caso, esa cinta me la estuve trabajando a fondo, y aún debo de tener por ahí dos cintas de prueba, dos prototipos que al final, repasándolos, no terminaron de convencerme. El viernes por la noche, en el club, la saqué del bolsillo de la camisa cuando se acercó a saludarme, y después nos fuimos juntos a casa. Fue un comienzo estupendo.

Laura era y es abogada, aunque cuando la conocí se dedicaba a algo distinto de lo que hace ahora: entonces trabajaba para un bufete de asesoramiento legal para necesitados (de ahí, imagino, que fuese a discotecas y que llevase una chupa de cuero negro). Ahora trabaja para un bufete dedicado a asuntos fiscales y financieros, como todos los que hay en la City (de ahí, imagino, los restaurantes caros, los trajes carísimos y la desaparición de su pelo de pincho, así como un gusto por el sarcasmo hastiado que antes no se le notaba nada), pero no porque experimentase una conversión política, para nada, sino porque primero se quedó en paro y luego no encontró trabajo en el tipo de asesoría legal que a ella le gustaba. Tuvo que conformarse a regañadientes con un trabajo con el que gana cuarenta y cinco mil libras al año porque no encontró ninguno en el que le pagasen menos de veinte mil; comentó de pasada que con eso no hacía falta saber nada más del thatcherismo, y supongo que tenía razón. Cambió un montonazo cuando empezó en el trabajo nuevo. Siempre había sido muy intensa, sólo que esa intensidad tan suya antes la podía dedicar a causas satisfactorias: se interesaba por los derechos de los inquilinos, por los dueños de los pisos de las zonas más desfavorecidas, por los niños que vivían en casas sin agua corriente. Ahora es muy intensa sólo cuando se trata de su trabajo: lo mucho que se le acumula, las presiones que tiene que soportar, cómo resuelve los asuntos más difíciles, qué piensan de ella los socios del bufete, en fin, esas cosas. Y cuando no se muestra así de intensa por el trabajo, su intensidad se centra en por qué no iba a tomarse el trabajo con tanta intensidad, o en cualquier caso su trabajo.

A veces —últimamente no muchas, todo hay que decirlo— yo sabía decir algo o hacer algo que le permitía escapar de sí misma y de sus cosas, y era entonces cuando mejor estábamos; ella se queja a menudo de mi «implacable trivialidad», es cierto, pero eso no deja de tener sus ventajas, ¿o no?

Nunca estuve totalmente colado por ella, y eso me preocupaba de cara al futuro; antes pensaba que toda relación amorosa necesita ese violento empujón que trae consigo un enamoramiento incontrolado, más que nada para echar a andar con buen paso, para salvar sin complicaciones cualquier cabreo —y puede que, tal como terminamos, aún lo piense—. Así, cuando la energía de ese empujón desaparece, cuando ves que se aproxima un parón, basta con mirar a tu alrededor para comprobar qué es lo que tienes. Puede que sea algo totalmente distinto, puede que sea algo más o menos semejante, aunque más suave, más tranquilo. Si no, puede que no sea nada de nada.

Con Laura cambié durante una temporada de forma de pensar sobre ese proceso. No hubo noches en blanco, no hubo pérdida de apetito, no hubo esperas agonizantes hasta que sonase el teléfono; no las hubo para ella ni para mí. Pero seguimos como si tal cosa; como no tuvimos que desahogarnos, nunca tuvimos que echar ese vistazo alrededor, ni fijarnos en lo que teníamos, porque teníamos lo que siempre habíamos tenido. Ella no me hizo sentirme triste, ansioso, incómodo; cuando nos acostábamos, no me entraba el pánico, no sé si me explico del todo, pero creo que sí se me entiende.

Salíamos mucho; ella venía al club todas las semanas. Cuando le venció el contrato de alquiler de su piso de Archway se vino a vivir conmigo, y todo fue de maravilla, y así siguió siendo durante años y más años. Si a mí me diera por ponerme algo obtuso, diría que el dinero lo cambió todo: cuando ella cambió de trabajo, de pronto le sobró el dinero; cuando yo perdí el trabajo en el club, cuando la recesión hizo que la tienda pareciera invisible para los transeúntes, yo me quedé sin blanca. Está claro que las cosas así complican la vida y que hay que pensar en toda clase de reajustes, en batallas que librar, en fronteras que trazar con pulso firme. Pero lo cierto es que el dinero no tuvo nada que ver. En el fondo, fui yo. Ya lo dijo Liz: en el fondo, soy un mamón.

No el día en que Liz y yo habíamos quedado en vernos para tomar una copa en Camden, sino la noche anterior, Liz y Laura habían quedado para cenar juntas, y Liz sondeó a Laura sobre el tal Ian, pero Laura no tenía pensado decir nada en defensa propia, porque eso habría sido como agredirme, y siempre ha tenido un poderoso sentido de la lealtad, bien que a veces mal encarrilado. (Yo, la verdad sea dicha, no habría podido contenerme.) Por lo visto, Liz se pasó de rosca en su interrogatorio y Laura no pudo aguantar, se quebró y le salieron a borbotones un montón de cosas sobre mí; luego lloraron las dos, y Liz pidió disculpas entre cincuenta y cien veces por haber hablado cuando no le tocaba el turno a ella. Y al día siguiente, claro, fue Liz la que se quebró, intentó llamarme por teléfono y luego se plantó en el pub y me puso verde. Todo esto no lo sé con seguridad, claro. No he tenido ningún contacto con Laura, y sólo he tenido un breve e infeliz encuentro con Liz. Sin embargo, no hace falta ser muy refinado a la hora de entender a los personajes en cuestión para imaginarse cómo está el patio.

No tengo ni idea de lo que le pudo decir Laura con todo detalle, pero seguramente le reveló al menos dos, y puede que las cuatro informaciones sobre mí que enumero a continuación:

1) Que me había acostado con otra cuando ella estaba embarazada.

2) Que esa aventura mía influyó directamente en el hecho de que ella pusiera fin a su embarazo.

3) Que, después del aborto, le pedí prestada una considerable cantidad de dinero que aún no le he devuelto.

4) Que poco antes de que me dejase, le dije que yo no estaba contento con nuestra relación y que tal vez estaba ya más o menos buscando a otra chica.

¿Hice o dije yo todas estas cosas? Sí, es verdad. ¿Existen algunas circunstancias atenuantes? La verdad es que no, a menos que cualquier circunstancia (es decir, el contexto) pueda ser considerada como atenuante. Antes de emitir un juicio, aunque probablemente ya lo hayas hecho, yo te pediría que anotases las cuatro cosas más lamentables que le hayas hecho a tu pareja, sobre todo —y muy especialmente— si tu pareja no las sabe. No las disimules; tú apúntalas, haz la lista con el lenguaje más sencillo que sepas utilizar. ¿Has terminado? Estupendo. Ahora, dime quién es el mamón.

8

—¿Dónde cojones te has metido? —le pregunto a Barry cuando aparece a trabajar el sábado por la mañana. No le he visto desde que fuimos a la actuación de Marie en el White Lion: ni una llamada telefónica, ni una disculpa, nada.

—¿Que dónde cojones me he metido? ¿Que dónde cojones me he metido yo? Dios, Rob: eres un gilipollas del copón —espeta Barry por toda explicación—. Lo siento mucho, Rob. Ya sé que las cosas no te van del todo bien, ya sé que tienes problemas y todo eso, pero, joder, tío, nos pasamos horas buscándote la otra noche, ¿no se te había ocurrido?

—¿Horas? ¿Quieres decir que estuvisteis más de una hora buscándome? ¿Dos horas al menos? Yo me fui a las diez y media, así que abandonasteis la búsqueda, supongo, a las doce y media. ¿Es eso? Tuvisteis que ir a pie de Putney hasta Wapping.

—No te pases de listo, gilipollas.

Un buen día, y puede que no durante las próximas semanas, pero sí desde luego en el futuro que se puede concebir como algo más o menos inmediato, tal vez haya alguien que sea capaz de referirse a mí sin utilizar la palabra «gilipollas» en una parte u otra de la frase.

—De acuerdo, lo siento. Pero me juego cualquier cosa a que me buscasteis durante diez minutos y luego tomasteis una copa con Marie y con su guaperas, el tal T-Bone.

Me toca la moral llamarle T-Bone. Me da dentera, como cuando tienes que pedir una Buffalo Billburger, cuando lo único que quieres es una hamburguesa de cuarto de libra normal y corriente; mejor dicho, es como tener que pedir «Como me lo hacía mamá», cuando lo que quieres es un simple pastel de manzana. Son como niños.

—No se trata de eso.

—Lo pasasteis bien, espero.

—Fenomenal. T-Bone ha tocado en dos discos de Guy Clark y en uno de Jimmie Dale Gilmore.

—No jodas, tío.

—Que te den por el culo.

Me alegro de que sea sábado, porque estamos pasablemente ajetreados, así que Barry y yo no tendremos gran cosa que decirnos. Cuando Dick prepara café y yo ando en busca de un viejo single de Shirley Brown que estaba en la trastienda, o al menos eso creo, viene a decirme que T-Bone ha tocado en dos discos de Guy Clark y en uno de Jimmie Dale Gilmore.

—¿Y sabes una cosa? La verdad es que es un tío bien majo —añade, asombrado de que alguien que haya alcanzado tan alucinantes alturas sea capaz de cruzar unas cuantas palabras en tono civilizado en un pub. Pero el contacto entre el personal de la tienda en realidad no pasa de ahí; hay muchas otras personas con las que sí hay que conversar.

Aunque entra un montón de gente en la tienda, la verdad es que sólo un reducido porcentaje de los que vienen llegan a comprar algo. Los mejores clientes son los que a la fuerza tienen que comprarse un disco los sábados, aunque en realidad no busquen nada en particular; son los que si no vuelven a casa agarrados a una bolsa de plástico plana y cuadrada, se sienten desdichados. A los adictos al vinilo es fácil descubrirlos, porque al cabo de un rato se cabrean con los expositores que han estado repasando a conciencia, se marchan a una sección totalmente distinta, sacan una funda casi parece que al azar y se acercan con ella al mostrador; es porque mentalmente han confeccionado una lista de posibles adquisiciones («Si no encuentro nada en cinco minutos, tendré que dar por buena esa compilación de blues clásico que vi hace media hora»), y de pronto se ponen de los nervios por la cantidad de tiempo que han perdido buscando algo que en realidad tampoco quieren llevarse. Es un sentimiento que conozco bien (es mi gente; la entiendo mejor que a nadie en el mundo); una sensación pegajosa, como si se te pusieran los pelos de punta, una especie de pánico ilocalizable, y terminas por salir de la tienda dando tumbos. Después caminas mucho más deprisa, tratando de recuperar la parte del día que se te ha escapado, y muchas veces sientes después la necesidad de leer de cabo a rabo la sección internacional de un periódico, o de ir a ver una película de Peter Greenaway, de consumir algo denso y jugoso, que te ancle en tierra y que disipe toda la futilidad de azúcar de algodón que te envuelve la cabeza.

Las otras personas que me gustan son las que vienen impulsadas por el empeño de encontrar una melodía que no les ha dejado a sol ni a sombra, que les trae incluso por el camino de la amargura y les distrae a diario, una melodía que oyen al jadear cuando van corriendo para alcanzar un autobús, o en el ritmo de los limpiaparabrisas cuando vuelven a casa después de trabajar. A veces, la distracción sólo se explica por algo banal y evidente: han oído esa melodía en la radio o en un bar. Pero otras veces es una melodía que se les ha metido en la cabeza como por arte de magia. A veces se les ha metido en la cabeza porque no lucía el sol y han visto a una persona que les ha parecido la octava maravilla del mundo, y de pronto se encuentran tarareando un trozo de canción que no oían desde hace quince o veinte años. Así, una vez vino un tío porque había soñado un disco entero, como lo oyes: melodía, título y artista. Y cuando se lo encontré (era un viejo tema reggae, «Happy Go Lucky Girl», de los Paragons) y resultó que era más o menos exactamente lo que a él se le había aparecido en sueños, se le iluminó la cara de tal modo que no me sentí como el individuo que tiene una tienda de discos, sino como una comadrona, como un pintor, como una persona cuya vida roza lo trascendente en todo momento.

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