—¿Cómo estás? —le pregunta Liz, y al hacer hincapié en «estás», consigue que la pregunta resulte directa, simpática, cargada de aprecio y de emoción. Jo se encoge de hombros.
—Bien, supongo que bien. Mamá tampoco está demasiado molida, pero Laura..., no sé qué decir.
—Antes de esto ya llevaba unas cuantas semanas bastante duras —dice Liz, y noto un matiz de algo que debe de parecerse al orgullo: ha sido por mí. Se le ha hecho difícil por mí. Bueno, en todo caso ha sido por mí y por otros dos, incluida la propia Laura, pero eso es lo de menos. Se me había olvidado que yo era capaz de hacerle sentir algo; de todos modos, es bastante raro que alguien te recuerde precisamente por tu poder afectivo en medio de un funeral: de acuerdo con mi muy limitada experiencia, en un funeral es cuando se pierde por completo el dominio de los afectos y las emociones.
—Se pondrá bien —asegura Liz de forma concluyente—. De todos modos, cuando estás esforzándote al máximo en una de las facetas de tu vida, se hace muy cuesta arriba descubrir de repente que esa faceta no funciona.
Me mira de reojo, como si de pronto estuviera avergonzada, o como si se sintiera culpable, o algo parecido.
—Por mí no os preocupéis —les digo a las dos—. En serio. Por mí no hay problema: hagamos como si estuviésemos hablando de otra persona.
Pretendía decirlo con toda amabilidad, en serio. Solamente quería decir que si van a hablar de Laura y de su vida amorosa, de cualquier aspecto de ella, a mí no me importaba, y menos en un día como el de hoy.
Jo sonríe, pero Liz me mira con cara de pocos amigos.
—Estamos hablando de otra persona. De Laura. Mejor dicho, de Laura y de Ray.
—Eso no es justo, Liz.
—¿Ah, no? —lo dice enarcando la ceja, como si yo fuese un chiquillo insubordinado.
—Y no me jodas con esa jeta que pones.
Dos de las personas que están más cerca se vuelven hacia nosotros al oír la palabra malsonante que he dicho, y Jo me pone la mano sobre el brazo, pero me la quito de encima. De repente estoy enojado, y ni siquiera sé cómo calmarme. Me da la sensación de haber pasado estas últimas semanas con la mano de otra persona en el brazo: no puedo hablar con Laura porque vive con otro, porque me llama desde cabinas telefónicas y además finge que no; no puedo hablar con Liz porque ella sabe lo del dinero y lo del aborto, y sabe que yo estuve saliendo con otra persona; no puedo hablar con Barry y con Dick porque son Barry y Dick; no puedo hablar con mis amigos porque no me hablo con mis amigos; no puedo hablar ahora porque ha muerto el padre de Laura, y tengo que aguantar lo que caiga, porque si no quedaré como una mala persona, poniendo todo el énfasis en mi persona, en mi egoísmo, mi ceguera y mi estupidez. Bueno, pues estoy hasta los huevos de todo esto, de tener que estar así a todas horas. Ya sé que no es el sitio más apropiado para decirlo; no soy tan idiota, pero ¿cuándo podré explayarme, eh?
—Lo siento, Jo. De veras que lo siento. —Vuelvo a hablar en murmullos, como corresponde a un funeral, aunque tengo ganas de ponerme a dar voces—. De todos modos, Liz... Una de dos: o me defiendo algunas veces o termino por creer que es verdad todo lo que dices de mí, y así acabaré por aborrecerme a todas horas. A lo mejor es eso lo que tengo que hacer, al menos en tu opinión, pero eso no es vida, ¿sabes?
Liz se encoge de hombros.
—Con eso no me basta, Liz. Estás totalmente equivocada. Y si no te has dado cuenta, es que eres más torpe de lo que yo pensaba.
Suspira teatralmente y se fija en mi expresión.
—Puede que haya sido un poquito injusta, de acuerdo. De todos modos, ¿te parece que es el mejor momento?
—Pues sí, porque parece que el mejor momento no llega nunca, así que da lo mismo. No podemos pasarnos el resto de la vida pidiendo disculpas, está claro.
—Si con esa primera persona del plural te refieres a los hombres, debo decir que con pedir disculpas una sola vez es suficiente.
No voy a irme del funeral del padre de Laura de mala leche. No voy a irme del funeral del padre de Laura de mala leche. No pienso hacerlo.
Me marcho del funeral del padre de Laura con toda mi mala leche.
Los Lydon viven a varios kilómetros de la población más cercana, que es Amersham. Da lo mismo, porque ni siquiera sé dónde queda la población más cercana. Doblo una esquina, luego tuerzo a la izquierda y salgo a una especie de carretera: veo una parada de autobús, pero no es de esas paradas de autobús que inspiran mucha confianza, porque no hay nadie esperando, y tampoco hay gran cosa alrededor: una hilera de casas bastante grandes a un lado de la carretera, un parque al otro. Espero un rato; me estoy quedando helado con este traje que llevo, y cuando por fin he llegado a la conclusión de que es una parada de autobús que requiere invertir varios días en la espera, en vez de un cuarto de hora, veo un Volkswagen verde que me resulta familiar. Es Laura y ha venido a buscarme.
Sin pensarlo dos veces, salto la tapia que separa una de esas casas de la acera y me quedo tendido sobre las flores. El suelo está empapado. Prefiero quedarme calado hasta los huesos antes de que Laura se vuelva loca y se abalance sobre mí por haber desaparecido sin despedirme, así que allí me quedo todo el tiempo que es humanamente posible. Cada vez que pienso que ya he tocado fondo descubro una nueva forma de hundirme más aún, aunque ahora sé que esto es lo peor, y que no importa todo lo que pueda pasarme en lo sucesivo, lo pobre que sea, lo idiota que sea, lo solo que esté, pues estos minutos permanecerán en el recuerdo como si fuesen una señal luminosa, un aviso. «¿No es mejor acaso que estar tendido boca abajo encima de unas flores, después del funeral del padre de Laura?», me preguntaré cuando vengan a detenerme a la tienda, o cuando la próxima Laura se largue con el próximo Ray, y la respuesta siempre, siempre será afirmativa.
Cuando ya no aguanto más, cuando mi camisa blanca se ha puesto traslúcida y la chaqueta se me ha embarrado del todo, cuando empiezo a notar calambres en las piernas, o puede que sean dolores de reumatismo, o de artrosis, a saber, me pongo en pie y me sacudo un poco. Laura, que se ha pasado todo este tiempo en el coche, junto a la parada de autobús, baja la ventanilla
y
me indica que suba.
Lo que me pasó durante el funeral fue más o menos esto: por primera vez en mi vida me di cuenta del miedo que me da morir, y también que mueran otras personas, y entendí que ese miedo me ha impedido hacer toda clase de cosas, como es dejar de fumar (ya que si te tomas la muerte muy en serio, o si no te la tomas demasiado en serio, que es lo que me ha pasado a mí hasta ahora, ¿qué sentido tiene?), o pensar en mi vida, y sobre todo en mi trabajo, de una manera tal que abarque cierta idea del futuro (eso da verdadero miedo, porque el futuro termina en la muerte). Por encima de todo, ese miedo me ha impedido aguantar una relación de pareja, porque si aguantas una relación de pareja, y si tu vida empieza a depender de la vida de esa persona, y si entonces resulta que se muere, tal como a la fuerza ha de ocurrir a menos que medien circunstancias excepcionales (por ejemplo, que sea un personaje de una novela de ciencia ficción)... Bueno, en ese caso vas de culo, cuesta abajo y sin frenos, ¿a que sí? No pasa nada si yo muero antes, digo yo, pero tener que morir antes que muera otra persona no es una idea que me seduzca demasiado: ¿cómo sabré en qué momento se va a morir ella? Podría atropellarla un autobús mañana mismo, lo cual implica que hoy mismo tendría que tirarme yo delante de un autobús. Cuando vi la cara de Janet Lydon en el crematorio..., ¿cómo se puede ser tan valiente? ¿Cómo lo hará? Para mí, es más sensato ir saltando de mujer en mujer, hasta que ya seas demasiado viejo para seguir dando saltos, y entonces es sencillo: vives solo y mueres solo, y tampoco es tan terrible, teniendo en cuenta las alternativas. Hubo noches con Laura en las que de alguna manera me acurrucaba contra su espalda, cuando ya estaba dormida, y me invadía este inmenso terror sin nombre, sólo que ahora ya le he puesto nombre: Brian. Ja, ja. Vale, vale; no es un nombre de veras, pero así pude ver de dónde salía, y por qué me empeñé en acostarme con Rosie, aquella pedorra de los orgasmos simultáneos, y si parece algo flojo como justificación..., ¡qué más da! Ah, ya entiendo: se acuesta con otras mujeres porque le da miedo la muerte. Lo siento mucho, pero así son las cosas.
Cuando me acurrucaba de noche contra la espalda de Laura, tenía miedo porque no quería perderla, y al final ya se sabe que perdemos a alguien, o que ese alguien nos pierde a nosotros. Prefiero no correr ese riesgo. Prefiero no volver a casa después de trabajar, un día cualquiera, dentro de diez, o dentro de veinte años, y encontrarme con una mujer pálida y aterrada, que me dice de pronto que hace deposiciones con sangre —lo siento, lo siento, pero a veces sucede, le puede pasar a cualquiera—; vamos juntos al médico, el médico dice que no se puede operar, y entonces... yo no tendría cojones, así de claro. Lo más probable es que me largase, que me fuera a vivir a otra ciudad, con nombre falso, y que Laura ingresara en el hospital, a morirse allí, y que le preguntaran si su compañero no irá a visitarla. Ella tendría que contestar que no: «Cuando se enteró de que tenía cáncer, me abandonó.» ¡Vaya tío! «¿Cómo, que tienes cáncer? Lo siento mucho, pero eso no lo aguanto. ¡Ni por el forro!» Es mejor no ponerse en semejante situación. Es mejor dejarse de líos.
En resumidas cuentas, ¿adónde me lleva todo esto? La lógica del asunto es que estoy metido en un juego de porcentajes. Ahora tengo treinta y seis años, ¿no? Digamos que la mayor parte de las enfermedades mortales —cáncer, problemas de corazón, lo que sea— se producen después de los cincuenta. Hay quien tiene mala suerte y se come el marrón mucho antes, pero el grupo de individuos de más de cincuenta años tiene todas las papeletas para que le pase lo peor. Por eso, para no correr riesgos hay que parar antes de llegar a los cincuenta: con tener relaciones de pareja que me duren dos años durante los próximos catorce y dejarlo entonces en seco, de una vez por todas, asunto resuelto. ¿Se lo explicaré a la persona con la que conviva? Puede que sí. Es justo, desde luego. Y es menos emotivo, sin duda, que ese follón con el que suelen terminar las relaciones de pareja. «Te vas a morir, así que no tiene mucho sentido que sigamos juntos, ¿no te parece?» Es perfectamente aceptable poner fin a una relación de pareja cuando uno de los dos emigra a otro país, o cuando vuelve a su país de origen, dando por sentado que cualquier prolongación de la relación sería demasiado dolorosa. ¿Por qué no iba a ser igual al pensar en la muerte? La separación que la muerte entraña por fuerza ha de ser más dolorosa que la separación producida por una emigración, qué duda cabe. Quiero decir que si ella emigra a otro país, siempre podrás ir con ella. Siempre puedes decirte: «Bah, a tomar por el culo. Hago el equipaje y me voy con ella; seré vaquero en Texas, o recolector de té en la India, o lo que sea.» Pero cuando viene la vieja dama eso no se puede ni pensar. A no ser que uno opte por la solución Romeo, y si lo piensas despacio...
—Pensé que te ibas a quedar toda la tarde tumbado entre las flores.
—¿Eh? Oh. Ja, ja. No, qué va.
Adoptar un aire de indiferencia y despreocupación es más complicado de lo que parece cuando te encuentras en este tipo de situación, aunque quedarte tendido entre las flores del jardín de un perfecto desconocido, para esconderte de tu ex el día en que su padre ha sido enterrado, o incinerado, mejor dicho, probablemente no es ningún tipo de situación, sino más bien algo único, algo nada típico.
—Estás empapado.
—Ejem.
—Y además eres un idiota.
Habrá otros combates por librar. No tiene mucho sentido empeñarse en éste, porque todos los elementos conspiran contra mí.
—Ya entiendo por qué lo dices. Mira, lo siento mucho. De veras. Lo último que hubiese querido... Y por eso me marché, porque... perdí los estribos, y no quise armar una bronca allí en tu casa, y... Mira, Laura: la razón por la que me acosté con Rosie, la razón por la que lo eché todo a perder, es que tenía miedo de que tú murieses. Me daba miedo, en serio, tu muerte. Lo que sea. Y ya sé que parece inaceptable, pero...
Todo se reseca con la misma facilidad con la que antes brotó. Me quedo mirándola con la boca abierta.
—Bueno, pues está claro que un día moriré. En ese sentido no ha cambiado nada.
—No, no, lo entiendo perfectamente, y no cuento con que me digas otra cosa. Sólo quería que lo supieras, eso es todo.
—Gracias. Te lo agradezco de veras.
No hace ademán de poner el coche en marcha.
—No puedo decir lo mismo.
—¿Qué quieres decir?
—No me acosté con Ray porque me diera miedo tu muerte. Me acosté con Ray porque estaba harta de ti y necesitaba algo que me ayudara a salir de ese atolladero.
—Oh, claro, claro, lo entiendo. Oye, no quisiera abusar de tu tiempo. Es mejor que vuelvas; yo me quedo aquí a esperar un autobús.
—No quiero volver. Yo también la he armado.
—Ah, ya. Estupendo. O sea, no quiero decir que sea estupendo, pero tú ya me entiendes.
Empieza a llover de nuevo. Pone en funcionamiento los limpiaparabrisas, aunque no se ve gran cosa por el cristal.
—¿Con quién te has enfadado?
—Con nadie. No creo ser lo bastante adulta, eso es lo que pasa. Quisiera que alguien me cuidase, ahora que mi padre ha muerto. Pero allí no hay nadie que pueda cuidarme. Por eso, cuando Liz me dijo que te habías largado, lo aproveché como excusa para salir de allí.
—Somos tal para cual, ¿eh?
—¿Con quién te has cabreado tú?
—Oh, con nadie. Bueno, con Liz. Le dio por... —No se me ocurre una expresión adulta para decirlo, así que utilizo la que tengo más a mano—. Le dio por meterse conmigo.
Laura resopla.
—Ella se mete contigo y tú te chivas como un acusica.
—Sí, la verdad es que ha sido eso. No ha llegado la sangre al río.
Suelta una carcajada breve, sin alegría.
—No es de extrañar que estemos todos metidos en semejante fregado. Joder, si es que somos como Tom Hanks en
Big...
Somos como críos y crías atrapados en cuerpos de adultos, obligados a vivir así. Y en la vida real aún es peor, porque no todo son besuqueos y dormir en literas, ¿verdad? Además está todo esto. —Hace un gesto hacia el parabrisas, hacia el parque y la parada de autobús, hacia un hombre que ha sacado a pasear al perro, pero entiendo lo que quiere decir—. Te voy a decir una cosa, Rob. Largarme de ese funeral ha sido de lo peorcito que he hecho en mi vida, pero también ha sido de lo más alegre, de lo más liberador. No te puedes ni imaginar qué mal y qué bien me he sentido, no te lo puedo explicar. O sí, sí que puedo: me he sentido como Alaska calcinada por el sol.