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Authors: Nick Hornby

Tags: #Relato

Alta fidelidad (24 page)

BOOK: Alta fidelidad
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23

Finalmente, un mes después de marcharse, Laura viene a recoger todas sus cosas. No cabe la menor discusión sobre qué pertenece a uno u otro: los discos buenos son todos míos, y los muebles buenos, casi todos los cacharros de cocina
y
los libros de tapa dura son suyos. Lo único que he hecho ha sido escoger unos cuantos vinilos y algunos compacts que quiero regalarle; son cosas que yo quise comprar y compré, de acuerdo, pero en parte porque a ella le gustaban. De alguna manera, terminaron mezclados con los demás discos de mi colección. He sido extremadamente escrupuloso en la selección: ella no se hubiese acordado ni de la mitad, y yo me los podría haber quedado, pero los he sacado todos, sin olvidar uno solo.

Me temía que decidiera venir con Ian, pero no lo ha hecho. En realidad, se siente visiblemente molesta por su llamada.

—Olvídalo.

—No tenía ningún derecho, y se lo he dicho.

—¿Seguís juntos?

Me mira para saber si lo digo en broma, y hace una mueca como de mala suerte, que en realidad no me parece nada atractiva.

—¿Va todo bien?

—Sinceramente, prefiero no hablar de eso.

—Mal asunto, ¿eh?

—Ya me entiendes.

Se ha traído prestado el Volvo familiar de su padre, y lo llenamos hasta los topes entre los dos. Cuando terminamos, entra en casa a tomarse una taza de té.

—Vaya cuchitril, ¿eh?

La veo mirar el piso entero, observar los parches polvorientos y descoloridos que han dejado sus cosas en las paredes, y por eso entiendo que es preferible evitar toda crítica.

—Por favor, Rob, arréglalo, ¿quieres? No te costará mucho, y seguro que te sientes mucho mejor.

—Me juego cualquier cosa a que ahora ya ni te acuerdas de lo que estabas haciendo aquí, ¿verdad?

—Sí, sí que me acuerdo. Vivía aquí porque quería estar contigo.

—No, no iba por ahí, ya sabes. ¿Cuánto ganas ahora? ¿Cuarenta y cinco? ¿Cincuenta mil? Piénsalo: con esa pasta vivías en este cuchitril infumable de Crouch End.

—Sabes de sobra que no me importaba. Y tampoco pienses que el piso de Ray es mucho mejor.

—Oye, a ver si nos aclaramos de una vez. Cómo se llama, ¿Ian o Ray? ¿Cómo le llamas tú?

—Ray. Ian no me gusta nada.

—Bien. Lo digo para saber a qué atenerme. De todos modos, ¿cómo es el piso de Ian?

Esto es pueril, pero me hace feliz, así de claro. Laura adopta su mejor expresión de contrariedad, de estoicismo. Se la he visto unas cuantas veces, en serio.

—Pequeño. Más pequeño que éste. Pero más aseado y menos desordenado.

—Eso será porque sólo tiene unos diez discos, y todos en compact.

—Ya, y eso lo convierte en un tipo espantoso, ¿no?

—En mi opinión, sí. Barry, Dick y yo llegamos una vez a la conclusión de que nadie puede ser una persona seria si tiene...

—Menos de quinientos, ya lo sé. Me lo has dicho muchas, muchísimas veces, y no estoy de acuerdo. Puedes ser una persona seria aunque no tengas ni un solo disco.

—Como Kate Adie.

Me mira, frunce el ceño y abre la boca: es su manera de insinuar que me he vuelto tarumba.

—¿Sabes con toda seguridad que Kate Adie no tiene ni un solo disco?

—Bueno, alguno tendrá. Dos o tres, seguro: Pavarotti, algo así. Puede que algo de Tracy Chapman, un ejemplar de los
Grandes éxitos
de Bob Dylan y dos o tres álbumes de los Beatles.

Laura se echa a reír. Sinceramente, yo no estaba de broma, pero si a ella le parece gracioso, estoy más que preparado para actuar como si lo estuviera.

—Y me juego cualquier cosa a que era una de aquellas que, en las fiestas, se ponía a chillar «¡Uau!» cuando se terminaba «Brown Sugar».

—Y por lo que a ti se refiere, no existe un delito mayor que ése, ¿no?

—Lo único que se le acerca bastante es corear a gritos el estribillo de «Hi Ho Silver Lining».

—Pues yo lo hacía.

—Imposible.

Ahora se han terminado las bromas, y la miro apesadumbrado. De pronto se echa a reír.

—¡Te lo has creído! ¡Te lo has creído! ¡Debes de pensar que soy capaz de cualquier cosa! —dice, y se echa a reír de nuevo, pero se da cuenta de que lo está pasando bien y se corta.

Le insinúo por dónde van los tiros.

—Ahora es cuando te toca decir que no te habías reído tan a gusto desde hacía un montón de tiempo, y entonces descubres que has cometido un error.

Pone cara de «¿y a mí qué?».

—Me haces reír muchísimo más que Ray, si es eso lo que pretendes decir.

Esbozo una sonrisa de satisfacción, pero no me siento ni mucho menos satisfecho. Me siento como me siento.

—Pero eso no cambia las cosas, Rob. De verdad. Podríamos estar riéndonos hasta que tuvieras que llamar a una ambulancia para que viniera a recogerme, pero ni por ésas descargaría el coche para volver a meterlo todo aquí dentro. Siempre has sabido hacerme reír. En cambio, de todo lo demás no estoy tan segura.

—¿Por qué no reconoces que Ian es un gilipollas como la copa de un pino? Te sentirías mucho mejor, seguro.

—¿Has hablado con Liz o qué?

—¿Por qué? ¿También ella piensa que es un gilipollas? Qué curioso.

—Rob, no lo estropees. Hoy nos hemos entendido bien. Mejor será dejarlo así, ¿eh?

Saco la pila de discos y de compacts que he escogido para ella. Está
The Nightfly,
de Donald Fagen, porque Laura nunca lo ha oído, y hay algunas recopilaciones de blues que he llegado a la conclusión de que más le vale tener en casa; también hay algo de danza jazz, cosas que le compré cuando empezó a ir a clases de danza jazz, aunque sus clases eran con una música distinta, mucho más lamentable; le incluyo alguna cosa de country, en un vano intento por conseguir que cambie de opinión respecto al country, y también...

No quiere llevarse ninguno.

—Pero si son tuyos, Laura.

—No, en realidad no lo son. Ya sé que me los compraste tú, y te lo agradezco; fue un gesto muy dulce, pero sucedió en la época en que aún intentabas convertirme en una persona más parecida a ti. No me los puedo llevar. Sé que me los encontraría a cada paso, y que su presencia me daría vergüenza, y que... no encajan con el resto de las cosas que sí son mías, ¿lo entiendes? Ese disco de Sting que me compraste... Es distinto, porque fue un regalo para
mí.
A mí me gusta Sting, y tú en cambio lo detestas. En cambio, todos ésos... —Escoge la recopilación de blues—. Por ejemplo, ¿quién demonios es Little Walter? ¿Quién es Júnior Wells? Yo no los conozco de nada...

—Vale, lo entiendo, lo entiendo.

—Siento ponerme tan pesada con esto, pero es que, no sé, tiene que haber una lección escondida en algún sitio, y prefiero asegurarme de que te la aprendes bien aprendida. ¿Vale?

—Lo entiendo. Te gusta Sting, pero no te gusta Junior Wells, porque nunca has oído hablar de él.

—Te estás portando como un zoquete, y además lo haces a propósito.

—Pues sí, así es.

Se levanta para marcharse.

—Bueno, piensa en ello.

Y después me pongo a pensar que para qué: ¿qué sentido tiene que piense en eso? Si alguna vez llego a entablar otra relación de pareja, seguro que le compro, quienquiera que sea, discos que tendrían que gustarle a la fuerza, pero que aún no conoce. Para eso sirve tener un novio nuevo. Es de esperar, además, que no le pida dinero, que no tenga un lío con otra, que ella no se quede embarazada y no decida abortar, que no se largue un día con un vecino, y que al final no haya gran cosa en que pensar. Laura no se fue con Ray porque yo le comprase unos compacts que a ella no le gustaran, y pensar lo contrario es..., es... una paja mental, así de claro. Si de veras lo cree, es que las ramas no le dejan ver el bosque, pero no un bosque cualquiera, sino la selva amazónica. Si no puedo comprarle a una nueva novia una recopilación de blues que encuentro a muy buen precio, ya puedo tirar la toalla, pues no estoy muy seguro de saber hacer todo lo demás.

24

Por lo general disfruto el día de mi cumpleaños, pero hoy no me siento tan a gusto al pensar que ya me toca. Habría que cancelar los cumpleaños que caen en años como éste: tendría que haber una ley, si no natural sí artificial, según la cual sólo fuese legal envejecer cuando las cosas van de maravilla. ¿Para qué quiero cumplir ahora treinta y seis? No me viene nada bien. En este momento, la vida de Rob Fleming está congelada, y se niega a envejecer un solo año. Por favor, guardaos las felicitaciones, las tartas y los regalos para mejor ocasión.

En realidad, eso es lo que parecen haber hecho todos. Son cosas de la ley de Murphy, pero este año mi cumpleaños cae en domingo, de modo que no recibo ni una tarjeta, ni un regalo. El sábado tampoco llegó nada por correo. De Dick y Barry no esperaba nada, claro, aunque después del trabajo, en el pub, se lo dije a los dos: parecieron sentirse culpables de algo, me invitaron a una copa y me prometieron de todo (bueno, cintas variadas); yo en cambio nunca me acuerdo de cuándo es su cumpleaños —es imposible acordarse del cumpleaños de nadie, ¿verdad?, a menos que pertenezcas al género femenino—, de modo que tampoco sería especialmente apropiado cogerse un berrinche, vaya. En cambio, ¿y Laura? ¿Y los parientes? ¿Y los amigos? (No son gente que tú conozcas, porque no han salido a relucir por aquí, pero sí que tengo alguno, y a veces incluso los veo; sé que uno o dos saben con toda seguridad cuándo es mi cumpleaños.) ¿Y mis padrinos? ¿Y cualquiera, quien sea? Recibí una tarjeta de mi madre, es verdad, con una posdata de mi padre, pero los padres no cuentan: si ni siquiera recibes una postal de tus viejos, entonces sí que vas jodido.

Por la mañana del día en cuestión paso un montón de tiempo fantaseando acerca de una enorme fiesta sorpresa que me habrá organizado Laura, puede que con la ayuda de mis padres, que quizá le han facilitado el teléfono y la dirección de algunas personas de las que ella no tiene noticia; llego incluso a irritarme porque no me han dicho nada. ¿Y si me da por ir al cine, pasar a solas mi cumpleaños y divertirme un poco sin decírselo a nadie? Se quedarían a cuadros, ¿a que sí? Ya me gustaría verlos a todos escondidos en un armario mientras yo me voy a ver las tres partes de
El padrino
en el Scala. Se lo tendrían bien merecido. Por eso, decido no decir a nadie adónde voy a ir. Que se queden todos apretujados y a oscuras, malhumorados, acalambrados. («Pensé que tú te encargabas de llamarle», diría uno. «¿Yo? ¡Pero si ya te dije que no tenía tiempo!») No obstante, con un par de tazas de café caigo en la cuenta de que esta línea de pensamiento no me va a dar el menor fruto; al contrario, podría volverme loco de atar, y decido en cambio hacer algo positivo.

¿Como por ejemplo?

Para empezar, ir al videoclub y alquilar montones de películas que llevaba reservando para una ocasión tan deprimente como ésta:
Agárralo como puedas 2 1/2, Terminator
2,
Robocop 2.
Luego llamaré a un par de personas, a ver si les apetece que tomemos una copa esta noche. Y no me refiero a Dick y a Barry. Puede que a Marie, por qué no, o a otras personas a las que hace mucho que no he visto. Veré un vídeo o dos, me tomaré unas cervezas y algún que otro aperitivo, frutos secos. Tiene buena pinta; tiene toda la pinta del tipo de celebración de cumpleaños que un tío tendría que darse sin dudarlo al cumplir los treinta y seis. (A decir verdad, es el único tipo de celebración de cumpleaños que se puede dar un tío a los treinta y seis años, sobre todo si es un tío de treinta y seis años sin mujer, sin familia, sin novia, sin dinero. ¡Aperitivos, frutos secos! Anda, no me jodas.)

¿Qué, ya suponías que no iba a quedar nada apetecible en el videoclub? Ya habías pensado que soy tan gafe que encima iba a tener que conformarme con alguna comedia-
thriller
de Whoopi Goldberg que ni siquiera llegó a estrenarse en los cines de este país. Pues no, nada de eso. Están todas las pelis que busco, así que salgo del videoclub con toda esa basura debajo del brazo. Acaban de dar las doce, por lo que puedo comprar también unas cervezas. Me voy a casa, abro una lata, cierro las cortinas para que no me moleste el sol de marzo y veo
Agárralo como puedas,
que encima resulta ser bastante entretenida.

Llama mi madre cuando estoy poniendo
Robocop 2
en el vídeo, y una vez más me desilusiona que sea ella y no otra persona. Si ni siquiera te llama tu madre el día de tu cumpleaños, entonces sí que vas jodido.

Me trata con tacto, con amabilidad; me compadece por tener que pasar el día solo, aunque sé que en el fondo le duele que no haya pensado en ir a pasar el día con ella y con mi padre. («¿Te apetece venir al cine esta tarde, con tu padre y con Yvonne y Brian?», me pregunta. Y le digo que no. Así de claro. No, sin más. Conciso, ¿eh?) Después de su invitación ya no se le ocurre qué más decir. Debe de ser muy duro para los padres, me imagino, ese momento en que se dan cuenta de que a sus hijos las cosas no les van nada bien, de que sus hijos ya no son fáciles de alcanzar a través de los viejos caminos del amor paterno y materno, más que nada porque esos caminos son larguísimos. Se pone a hablar de otros cumpleaños, de un cumpleaños en el que me puse enfermo por comer cientos, miles de canapés, o por beber demasiados cócteles arco iris, aunque aquélla fuera una vomitona concebida desde la felicidad. Como su conversación no me anima lo más mínimo, la detengo. Y opta por iniciar entonces un sermón algo quejumbroso, ese «cómo has podido meterte en semejante atolladero», que ya sé que es resultado de la impotencia y del pánico, aunque hoy es mi día, está bien claro, y tampoco estoy dispuesto a aguantar semejante chorreo. No le importa que termine diciéndole que se calle: como todavía me trata como a un niño, los cumpleaños son ocasiones en las que me está permitido comportarme como un niño.

Llama Laura a mitad de
Robocop 2,
desde una cabina. Me parece interesantísimo, pero puede que no sea el mejor momento para comentar la razón, al menos con Laura. Tal vez más tarde, con Liz, o con quien sea, pero ahora no. Eso es evidente para todo el mundo, salvo para un idiota de remate.

—¿Por qué me llamas desde una cabina?

—Ah, ¿te llamo desde una cabina? —dice. No es la respuesta más suave del mundo precisamente.

—¿Has tenido que introducir monedas en una ranura o una tarjeta para poder hablar conmigo? ¿Notas un olor horroroso a orina rancia? Si la respuesta a cualquiera de las dos preguntas es sí, entonces llamas desde una cabina. Así que ¿por qué me llamas desde una cabina?

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