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Authors: Nick Hornby

Tags: #Relato

Alta fidelidad (10 page)

BOOK: Alta fidelidad
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No tengo ni idea de qué puedo ofrecerle. El lote debe de valer al menos seis o siete de los grandes, y ella lo sabe. ¿De dónde voy a sacar tanta pasta?

—Pues dame cincuenta libras y te los puedes llevar todos hoy mismo.

Me la quedo mirando: acabamos de dar oficialmente el salto a Chistelandia Fantástica, que es donde aparecen esas viejecitas que te pagan unos buenos dineros para convencerte de que te lleves sus muebles estilo Chippendale. Lo que pasa es que no me las estoy viendo con una viejecita, y ella sabe de sobra que lo que tiene ahí vale muchísimo más de cincuenta libras. ¿Qué está pasando?

—¿Son robados?

Se echa a reír.

—No creo que me hubiese valido la pena, ¿verdad que no?, llevarme todo este lote por una ventana para sacar en total cincuenta libras. No, son de mi marido.

—Entiendo. ¿Así que últimamente no se lleva demasiado bien con él?

—Ni me llevo ni me dejo de llevar. Se ha largado a España, a no sé qué costa, con una chavala de veintitrés años. Una amiga de mi hija, para más señas. Y ha tenido el morro de llamarme y pedirme dinero prestado. Yo le he dicho que no, así que me ha pedido que venda su colección de singles y que le envíe el cheque por lo que saque, quedándome un diez por ciento de comisión. Ahora que me acuerdo, asegúrate de darme un billete de cinco libras, porque quiero enmarcarlo y colgarlo de la pared.

—Le tiene que haber costado muchísimo tiempo reunir esta colección, ¿sabe?

—Sí, años enteros. Esta colección es más o menos el único éxito que ha tenido en toda su vida.

—¿Tiene trabajo?

—Él dice que es músico, pero... —Hace una mueca de incredulidad y de desprecio—. No hace otra cosa que gorronearme y pasarse el día ahí sentado, con el culo cada vez más gordo, mirando los sellos de los discos.

Imagínate: vuelves a casa y te encuentras con que se han pulido tus singles de Elvis y tus singles de James Brown, tus singles de Chuck Berry y todos los demás por cuatro perras, por puro despecho. ¿Qué harías? ¿Qué dirías?

—Mire, ¿no puedo pagarle como es debido? Ni siquiera tendría que decirle a él cuánto ha sacado por los singles: le manda las cuarenta y cinco libras y el resto se lo gasta en lo que quiera, o lo da para obras de caridad, o lo que sea.

—No, ése no es el trato. Quiero ser odiosa pero justa.

—Bueno, lo siento. Yo... prefiero no tener nada que ver con este asunto.

—Como quieras. Seguro que hay otros muchos que sí.

—Ya, lo sé de sobra. Por eso estoy intentando llegar a un acuerdo. ¿Qué le parece mil quinientas? Lo más probable es que la colección valga cuatro veces más.

—Sesenta.

—Mil trescientas.

—Setenta y cinco.

—Mil cien. Y de ahí no bajo.

—Pues yo no pienso vendértela por más de noventa.

Los dos estamos sonriendo. Es difícil imaginar otras circunstancias en las que pudiera darse semejante negociación.

—Es que así mi marido podría permitirse el lujo de volver a casa, ¿entiendes? Y eso sí que no, de ninguna manera.

—Lo lamento, pero creo que lo mejor será que busque a otro.

Cuando regrese a la tienda me pondré a llorar a moco tendido, a llorar como un crío durante un mes entero, pero es que no puedo animarme a hacerle a ese tío semejante putadón.

—Por mí, estupendo.

Me levanto para marcharme, pero me vuelvo a arrodillar. Sólo quiero echar una última mirada con calma.

—¿No me podría vender solamente este single de Otis Redding?

—Desde luego que sí. Diez peniques y es tuyo.

—Venga, por favor. Déjeme pagarle diez libras; por mí, como si después quiere regalar todos los demás.

—Hecho, pero sólo porque te has tomado la molestia de venir hasta aquí, y porque eres un tío con principios. Y sólo por esta vez. No pienso vendértelos uno a uno.

Y así es como voy hasta Wood Green y vuelvo con un «You Left the Water Running» que está nuevecito, y que me ha costado sólo diez libras. No está mal para una sola mañana de trabajo. Barry y Dick se quedarán impresionados, pero si alguna vez se enteran de todos los Elvis y los James Brown, de todos los Jerry Lee Lewis y los Pistols y los Beatles que se han quedado allí, sufrirán un inmediato
shock
traumático posiblemente grave y yo tendré que darles asistencia terapéutica, y así...

¿Cómo leches he terminado poniéndome de parte del malo de la película, del cabronazo que ha dejado a su mujer y se ha largado a España con una nínfula? ¿Cómo es que no consigo sintonizar con lo que siente su mujer? No sé, a lo mejor tendría que ir derecho a casa y pulir la escultura de Laura, dársela a alguien que luego la haga pedazos y la use de relleno; a lo mejor me sentaría muy bien. Pero sé que no lo haré. Lo único que veo es la jeta de ese cabrón cuando reciba su patético cheque por correo, y sólo siento una desesperada, dolorosa compasión por él.

Sería estupendo poder contar que la vida está llena de incidentes exóticos como éste, pero no es así. Dick me graba el primer disco de los Liquorice Comfits, tal como me prometió; Jimmy y Jackie Corkhill dejan de reñir, al menos de momento; la madre de Laura ya no llama, pero mi madre sí. Se le ha ocurrido que a lo mejor Laura sentirá más interés por mí si me apunto a unas clases nocturnas... de lo que sea. Estamos de acuerdo en que no estamos de acuerdo, o, en todo caso, termino por colgarle el teléfono diciéndole que me deje en paz. Y voy con Dick y con Barry en minicab al White Lion para ver actuar a Marie, y es verdad que nuestros nombres figuran en la lista de invitados que maneja el tío de la puerta. El trayecto nos cuesta exactamente quince libras, pero eso no incluye la propina, y la cerveza negra está a dos libras la pinta. El White Lion es más pequeño que el Lauder, así que parece medio lleno, en vez de dos tercios vacío, y es más agradable, y hay incluso un telonero, un terrible cantautor local al que se le acabó el mundo después de «Tea for the Tillerman», de Cat Stevens, y no con un estruendo, sino con un quejido.

Buenas noticias: 1) No lloro mientras canta «Baby, I Love Your Way», aunque sí me siento un pelín enfermo. 2) Nos saluda en plena actuación: «Eh, ¿no son esos de allí Barry, Dick y Rob? Me alegro de veros, colegas.» Y luego añade, para información del público presente: «¿No habéis estado nunca en su tienda? Se llama Championship Vinyl y está por el norte de Londres. ¿No? Pues deberíais ir, os la recomiendo.» Y la gente se vuelve a mirarnos, y los tres nos miramos con timidez, y Barry está a punto de echarse a reír por lo bajo, el muy gilipollas. 3) Todavía tengo ganas de salir un día en los créditos de un álbum, donde sea, a pesar de que esta mañana, cuando fui a trabajar, estaba hecho unos zorros, pues me había pasado la mitad de la noche en vela, fumando cigarros liados con restos de colillas apagadas y bebiendo licor de plátano y echando de menos a Laura. (¿Ésa es una buena noticia? Puede que sea bastante mala, es verdad, la prueba definitiva de que estoy como una cabra, pero es una buena noticia porque demuestra que todavía me queda una especie de ambición, y que el hilo musical no es la única visión del futuro que se me presenta.)

Ahora, las malas: 1) Marie saca a un tío para que cante con ella los bises. Es un menda que comparte micrófono con ella, pero con un grado de intimidad que no me hace ninguna gracia, y que le hace los armónicos en «Love Hurts», que la mira y la remira mientras canta, pero de una manera que me lleva a pensar que está por delante de mí en la cola de los que esperamos salir en uno de sus discos un buen día. Marie sigue teniendo aire de Susan Dey, y este tío —nos lo presenta diciendo que es nada menos que «T-Bone Taylor, el secreto mejor guardado de todo Texas»— parece una versión remozada de Daryl Hall, el del dúo Hall and Oates, si es que hay quien pueda imaginar a semejante monstruo. Tiene el pelo muy rubio y muy largo, los pómulos marcados, mide más de dos metros y medio, pero tampoco le faltan sus buenos musculitos (lleva un chaleco tejano sin camisa debajo), y canta con un vozarrón al lado del cual el tío que hace los anuncios de Guinness resultaría incluso baboso, una voz tan profunda que parece aterrizar de un golpetazo en el escenario y rodar hacia nosotros como si fuese una bala de cañón.

Ya sé que en estos momentos no ando muy sobrado de autoestima, sobre todo sexual; ya sé que a las mujeres no les interesan por fuerza el cabello largo y rubio, los pómulos marcados, la estatura; ya sé que a veces les da por el cabello castaño y tirando a corto, los pómulos que no se notan y cierta anchura corporal, pero, sin embargo... ¡Si es que basta con echarles un vistazo! ¡Susan Dey y Daryl Hall! ¡Encima, entrelazando las líneas melódicas de «Love Hurts»! ¡Si es que casi mezclan la saliva de uno con la del otro! Menos mal que el otro día, cuando vino a la tienda, me había puesto mi camisa preferida; si no, es que no hubiese tenido nada que rascar.

Fin de las malas noticias. Eso es todo.

Cuando termina la actuación, recojo la chupa del suelo y me marcho.

—Sólo son las diez y media —dice Barry—. Venga, vamos a tomar otra.

—Ve tú si quieres. Yo me piro. —No me apetece nada tomar una copa con un tío que encima se hace llamar T-Bone, pero tengo la impresión de que eso es precisamente lo que a Barry más le gustaría. Tengo la impresión de que tomar una copa con un tío que se hace llamar T-Bone sería el momento culminante de la década en la vida de Barry—. Prefiero no chafarte la noche. A mí es que no me apetece quedarme.

—¿Ni siquiera media horita?

—No, de verdad.

—Pues entonces espera un momento. Tengo que echar una meada.

—Yo también —dice Dick.

Cuando se van camino del lavabo, salgo sin pensarlo dos veces y paro un taxi de los normales. Esto de estar deprimido es estupendo: te puedes portar como un cerdo si te apetece.

¿Qué hay de malo en quedarte en casa con tu colección de discos? No tiene nada que ver con coleccionar sellos, o posavasos de marcas de cerveza o dedales antiguos. En una colección de discos hay todo un mundo, un mundo más simpático, más guarro, más violento, más apacible, más lleno de color, más sórdido, más peligroso, más adorable que el mundo en el que vivo; en él hay historia, geografía, poesía y otras mil cosas que debería haber estudiado en el instituto o en la facultad, incluyendo música.

Cuando llego a casa (son veinte libras el trayecto de Putney a Crouch End, y no cuento la propina, porque no la doy) me preparo una taza de té, me coloco los cascos y pongo una tras otra todas las canciones de auténtico cabreo contra las mujeres que encuentro entre los discos de Bob Dylan y Elvis Costello, y cuando he terminado me pongo un directo de Neil Young hasta que me rechina la cabeza de tanto
feedback,
y cuando he terminado con Neil Young me voy a la cama y me quedo mirando al techo, aunque ésta ya no sea aquella actividad neutra y repleta de ensoñaciones que era en tiempos. Ha sido un chiste, ¿eh? Lo de Marie. Las cosas como son: me estaba engañando al pensar que habría algo por donde iba a poder continuar tal cual, una transición sencilla, sin pliegues ni rupturas, que podría hacer sin altibajos. Ahora me doy cuenta. Siempre me doy cuenta de las cosas con retraso: el pasado se me da muy bien, no el presente. El presente no lo puedo entender.

Llego tarde a trabajar, y Dick ya ha tomado nota de un mensaje que me ha dejado Liz. Tengo que llamarla al trabajo; es urgente. No tengo la menor intención de llamarla al trabajo. Lo que seguramente pretende es cancelar la cita que teníamos esta noche para tomar una copa, y ya sé por qué, y no le voy a dejar. Tendrá que decírmelo a la cara.

Consigo que Dick le devuelva la llamada y le diga que se había olvidado de decírselo, pero que no iré a la tienda en todo el día: le dice que me he ido a una feria del disco que hay en Colchester, y que pensaba volver a tiempo de asistir a una cita que tenía esta noche. No, Dick lo siente mucho, pero no le he dejado un teléfono de contacto; tampoco cree que vaya a llamar a la tienda a lo largo del día, repite que lo siente mucho. Durante el resto del día no cojo el teléfono, no sea que haya intentado pillarme en un renuncio.

Habíamos quedado para vernos en Camden, en un pub tranquilo que hay en Parkway. Llego temprano, pero voy con el
Time Out,
de modo que me siento en un rincón a tomarme una pinta y un platillo de pistachos, a seleccionar qué películas me gustaría ir a ver si tuviera con quién ir.

La cita que tenía con Liz no dura demasiado. La veo venir hecha un basilisco hacia mi mesa: es una tía simpática Liz, pero es enorme, y cuando está rebotada, como ahora, la verdad es que da miedo. Intento lucir mi mejor sonrisa, pero me doy cuenta de que no me servirá de nada, porque está demasiado pasada de vueltas como para volver a la normalidad así por las buenas.

—Eres un mamón de mierda, Rob —me dice. Se da la vuelta y sale por donde ha venido. Los de la mesa de al lado se me quedan mirando. Me pongo como un tomate, miro el
Time Out,
le doy un trago largo a la pinta y espero que la jarra me tape la cara colorada.

Tiene toda la razón, qué coño. Soy un mamón de mierda.

7

Durante un par de años, a finales de los ochenta, trabajé de pinchadiscos en una discoteca que estaba en Kentish Town, y allí conocí a Laura. No era gran cosa; poco más que una sala amplia encima de un pub, es cierto, pero durante unos seis meses fue muy popular entre determinado tipo de londinenses, los de 501 negros y botas Doctor Martens, que iban en masa al mercado de la zona, a Town and Country, a Dingwalls y al Electric, una sala de baile que estaba en Camden Plaza. Creo que se me daba bien eso de pinchar discos. En todo caso, la gente que venía parecía estar encantada: bailaba, se quedaba hasta tarde, me preguntaba dónde podría encontrar alguno de los discos que había puesto, y sobre todo volvía a la semana siguiente. Llamábamos al local Groucho Club, por aquello de que Groucho Marx dijo que nunca se apuntaría a un club en el que lo admitieran como miembro. Más adelante descubrimos que existía otro Groucho Club en el centro de la ciudad, pero nadie parecía confundirse: todos sabían cuál era cada cual. (A propósito, las cinco canciones con las que más se llenaba la pista en el Groucho: «It's A Good Feeling», de Smokey Robinson y los Miracles; «No Blow No Show», de Bobby Bland; «Mr. Big Stuff», de Jean Knight; «The Love You Save», de los Jackson Five; «The Ghetto», de Donny Hathaway.)

Y me flipaba, aquello me flipaba. Ver la sala llena de gente, ver cómo todo el mundo cabeceaba al ritmo de la música que yo había elegido era algo de lo más exultante que se pueda sentir. Durante los seis meses en que el club estuvo de moda, fui más feliz que nunca. Fue la única temporada en que de veras tuve una sensación de impulso, aunque más adelante comprendiera que era un impulso falso, ya que no tenía nada que ver conmigo: estaba exclusivamente en la música, pero todo el que hubiese puesto sus discos de baile preferidos en un sitio lleno de gente hasta la bandera, de gente que además había pagado por oír esos discos, habría sentido exactamente lo mismo que yo, seguro. La música de baile, a fin de cuentas, tiene que tener impulso. Lo que pasa es que me confundí.

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