Robert llegó. Lo primero que vio fueron los estados de cuenta bancaria y una botella de vino vacía. Lo segundo, a Jenna sentada en el suelo del pasillo, con su mejor vestido y otra botella de vino.
—¿Qué estás haciendo?
Jenna giró con lentitud la cabeza, que tenía apoyada contra la pared y lo vio.
—Emborrachándome.
—¿Por qué?
La cogió del brazo. Ella se soltó con violencia, haciendo caer la botella. Glu, glu, dijo mientras se vaciaba sobre el suelo. Robert la cogió y la enderezó.
—Contrólate —rogó, aferrándole un brazo con fuerza. Jenna se debatió.
—¡No me toques! —chilló—. ¡No me toques!
Siguió chillando hasta que Robert la soltó y dio un paso atrás. La miró. Patética, borracha, vestida como una puta, se le veía la ropa interior, tenía toda la falda subida; la furia le hizo sentir deseos de follársela.
—¿Qué te pasa? Te llevaré al hospital…
—Siete, tres, cinco, uno, dos, cinco, cinco.
—A una clínica donde te curen tu adicción.
—Siete, tres, cinco, uno, dos, cinco, cinco.
—¿Qué demonios es eso?
Ella le clavó una mirada de odio y habló con los dientes apretados.
—Es lo que tu hijo vale para ti.
Vio cómo él sentía el impacto. En el estómago. Dio un respingo de dolor, se volvió, comenzó a alejarse, volvió sobre sus pasos.
—Te lo iba a decir cuando estuvieses preparada.
—Estoy preparada. Dímelo.
Una vez más, él le volvió la espalda y comenzó a alejarse.
—¡Dímelo! —Él se detuvo en seco, pero no se volvió hacia ella.
—Ya lo sabes, ¿verdad? Entonces, ¿qué quieres que te diga?
—Dime cómo te sentiste cuando lo firmaste dos semanas después de su muerte. ¿Te sentiste bien?
Él seguía sin mirarla a la cara. Le era imposible hacerlo. Se pasó las manos por el rostro y se aflojó la corbata.
—Por supuesto que no.
—Entonces, ¿por qué firmaste? ¿Por qué aceptaste el dinero?
—No pude hacer otra cosa.
Ahora, se volvió a mirarla. El pasillo estaba a oscuras. Jenna no había encendido la luz. Eran apenas dos siluetas de rasgos borrosos.
—Me ofrecieron dinero y no supe qué hacer. No quise discutirlo contigo, porque estabas muy alterada. Sabía que era imposible ponerles una demanda…
—¿Por qué?
—No fue culpa de ellos. ¿Qué reclamación íbamos a hacer? Además, tú habrías tenido que declarar. Steve me dijo que si lo intentábamos, presentarían batalla. Que sería muy doloroso para todos.
—Steve.
—Dijo que no podíamos ganar y que sólo serviría para que tú sufrieras más. Y que perderíamos mucho dinero.
—¿Y por qué no podíamos ganar? ¿Porque la culpa fue mía?
—No…
—Porque si la culpa no es de ellos, es mía.
—No, no fue culpa de nadie. Sólo sucedió.
—Por eso pactaste con ellos.
—Fue un accidente.
—Aceptaste el dinero.
—No podía hacer otra cosa.
—Porque yo maté a Bobby.
Quedaron en silencio, sólo interrumpido por los sollozos de Jenna en la oscuridad y el crujido del entarimado bajo los pasos de Robert. Se acercó a ella y se acuclilló, acariciándole el cuello, su adorable cuello, entre las sombras. Tocarla era muy agradable. Quería tocar y ser tocado, amar y ser amado. Pero el amor se había ido, la alegría también. Demasiado lejos, desaparecidos para siempre detrás del horizonte.
—No mataste a Bobby. Sucedió, nada más.
La ayudó a ponerse de pie y la abrazó.
—Vamos arriba, así duermes un rato. Haré traer algo de comer.
La condujo al dormitorio y la desvistió. La ayudó a meterse en la cama como si fuese una criatura, una hija enferma que necesitaba acostarse. Sentado en el borde, le acarició la frente, contempló cómo entreabría los labios al respirar. Recordó que la había amado. Pero ella se había marchitado tanto desde la muerte de Bobby, estaba tan fría y muerta por dentro que ya casi no la reconocía. Le dio un ligero beso y salió de la habitación, dejando la puerta abierta para oír si se levantaba. Bajó las escaleras y encargó comida china.
Vertió lo que quedaba de la botella de vino en el fregadero y maldijo. Acarrear semejante fardo era injusto. Necesitaban algo bueno en sus vidas, un poco de luz, nada más, para poder disfrutar juntos de ellas. Había demasiado pesar, y los abrumaba, los aplastaba.
Cuando llegó la comida, Robert puso en una bandeja el pollo al jengibre y los buñuelos que a ella le gustaban y subió por las escaleras. Cuando llegó a la planta alta, se encontró a Jenna inconsciente en el suelo del cuarto de baño. Se había tomado una sobredosis de píldoras para dormir y ya casi estaba muerta. Se salvó de milagro. Siguió viviendo.
C
uando Eddie vio a Joey sentado sobre el parapeto que separaba la calle de la playa, justo enfrente de su casa, sintió la necesidad de aporrearlo. O al menos de decirle que era una escoria, un delincuente. Cruzó la calle y se enfrentó al infeliz, que alzó la cabeza y le sonrió.
—Eres una bazofia —comenzó Eddie.
Joey se rio.
—Venga, es mi trabajo. No vine aquí por propia iniciativa. Él me contrató. No mates al mensajero.
—¿Y qué hay de esa mierda de la foto? No estábamos teniendo relaciones.
—Un tecnicismo… —dijo Joey con tono negligente. Encendió un cigarrillo.
—Nunca tuvimos relaciones sexuales.
—Sí, claro. ¿Bromeas? Sé que hicisteis la porquería. No, no tengo una foto del acto en sí, pero sé que lo hicisteis.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—Tío, llevo mucho tiempo en este negocio. Me doy cuenta por la mirada. Además, tendrías que ser marica para no tirarte a la hembra esa. Vaya, si la tuviera en mi cama, me la follaría hasta volverla loca… y después me pediría más.
—Algo me dice que te pediría que parases.
—Eso es lo que más me gusta. Cuando lo hacen, les doy más duro.
Eddie alzó la vista al cielo y dio un paso en dirección a la playa. El tipejo era demasiado. Debía de tener una vida social de lo más animada.
Joey rio otra vez.
—Disculpa. No quise ofenderte.
Eddie lo miró.
—No, no me ofendiste. Sólo estaba pensando en lo patético que eres, nada más.
—¿Que yo soy patético? Oh, eso sí que es bueno. Veamos…, tenemos una esposa deprimida que ni siquiera tiene suficiente lucidez para escapar de su marido de un modo eficiente. Tenemos un marido celoso que le paga a un investigador privado un montón de dinero para que rastree a su esposa y que después vuela a Alaska de un momento para otro para poner las cosas en claro con ella. Y te tenemos a ti. Un artículo de lujo. Un joven semental que conoce a una extraña mujer cosmopolita, se enamora de ella, quiere conservarla con desesperación. Pero sabe que ella pertenece a otro mundo y que nunca podrán seguir juntos. Pero insistes, ¿no? Siempre queda un rayito de esperanza. Tu amor es fuerte.
Joey tiró al mar la colilla de su cigarrillo.
—Bueno, amigo, te contaré cómo son estas cosas. No te quedas con la chica. Eso nunca ocurre. Los pobres desgraciados que las chicas eligen para follar por un tiempo siempre terminan por quedar a la intemperie. Es una ley de la naturaleza, así que será mejor que te vayas acostumbrando.
—¿Ah, sí? Quizá las leyes de la naturaleza no se aplican en Alaska.
Joey sonrió y meneó la cabeza.
—Quizá.
Eddie cogió un palo y lo partió. Después rompió las mitades, y así sucesivamente.
—¿Y tú, qué? —preguntó.
—¿Yo? Cobro mi cheque, regreso a Seattle, me tiro a alguna hembra, y a continuación me embarco en mi siguiente aventura…, rastrear a otra panda de perdedores patéticos e inadaptados.
—Parece que lo tienes todo calculado, ¿no?
—Mira, yo no inventé el sistema. Sólo trabajo dentro de sus reglas. Y son reglas sencillas. En realidad, sólo hay una: llegado el caso, todos están dispuestos a joder a todos los demás.
—Una visión muy saludable de la vida.
—Digamos que sirve para pagarse el alquiler.
Eddie miró hacia la casa y vio a Jenna y a Robert en el interior. Jenna seguía sentada en el sofá. No parecía contenta. Robert daba vueltas por la habitación con aire desesperado. Se pasaba la mano por la cabeza, casi con furia, sin dejar de hablarle a su mujer.
—La mano me está matando —se quejó Joey, quitándose la gasa de la mordedura y haciendo una mueca de dolor—. A ese perro habría que examinarlo para ver si está rabioso.
—No está rabioso —contestó Eddie sin mirarlo. Seguía contemplando a Jenna y a Robert. Quería saber qué ocurría. ¿Qué estarían discutiendo durante tanto rato? Se dijo que arreglar los desperfectos de años de matrimonio debía de llevar un buen rato.
—¿Sabes cómo se analiza a un perro para ver si tiene rabia? Se le corta la cabeza —explicó Joey en tono informativo.
Eddie miró a
Óscar
, que estaba echado junto al parapeto.
—Este perro no está rabioso —repitió.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque no es un perro. Es un ayudante espiritual.
Joey alzó las cejas. Eso sí que era algo nuevo. Qué divertido.
—¿Ayudante espiritual? ¿De qué clase?
—No lo sé. Cuervo lo envió para proteger a Jenna de los kushtaka.
—¿Perdón? ¿Cuervo? ¿Kushtaka? Por favor, cuéntame más. Soy todo oídos.
Pero Eddie no tenía tiempo para explicar nada. Lo que le preocupaba era lo que ocurría entre Jenna y Robert. Anhelaba oír su conversación, enterarse de lo que decían. ¿Qué decidiría Jenna? Era probable que Joey tuviese razón; ella se marcharía. Pero tal vez no.
—¿Qué clase de ayudante espiritual? —insistió Joey.
—No lo sé —replicó Eddie con brusquedad—. El chamán dijo que es un espíritu. Para mí, es un perro. Tú qué dices, ¿es un ayudante espiritual o un perro?
—Sólo hay un modo de averiguarlo —respondió Joey—. ¿Quieres que lo haga?
Eddie estaba a punto de responder con otro «no sé» lleno de impaciencia cuando sonó el estampido. Fuerte y hueco, seguido de un eco que rebotó desde el mar y de un gruñido de
Óscar
. Eddie se volvió y vio que Joey tenía una pistola en la mano.
Óscar
, con un balazo en el flanco, pugnaba por levantarse, abrumado por el peso de la herida. Trataba de levantarse, pero las patas no le obedecían. Miró a Eddie con expresión de desconcierto. Eddie se quedó paralizado, mirando con horror la sangre que manaba del costado del animal.
Jenna y Robert salieron de la casa al oír el disparo y cruzaron la calle a la carrera. Jenna gimió al ver que
Óscar
estaba herido.
—¿Qué has hecho? —gritó.
—No es un verdadero ayudante espiritual —dijo Joey mientras enfundaba su arma—. Si lo fuera, no se estaría muriendo.
—¿Qué hiciste? —volvió a preguntar Jenna. Pero sabía que nada podía explicar lo que acababa de suceder. Cayó de rodillas ante el perro moribundo y llevó las manos a la herida en un infantil intento de detener la sangre—. ¿Qué has hecho?
—¿Qué coño te pasa? —bramó Eddie, dirigiéndose a Joey. Dio un paso hacia él, pero Robert lo contuvo. Joey agitó el índice con aire admonitorio.
—Cuidado. Estoy armado.
Eddie se volvió violentamente hacia Robert.
—Suéltame. ¿Qué te crees que haces, trayendo aquí a este psicópata? ¡Vete ya mismo!
Jenna abrazaba a
Óscar
. Procuraba ayudarlo a incorporase.
Óscar
alzó la cabeza y miró a Jenna. Sus ojos pedían auxilio, suplicaban entender qué le había pasado.
—Ayudadme —exclamó Jenna—. Ayudadme. Tenemos que llevarlo al médico.
Intentó cargar al perro moribundo, pero pesaba demasiado para ella. Tenía la ropa cubierta de sangre del animal. Sus esfuerzos por auxiliar a
Óscar
horrorizaban a Robert. Quería que se detuviera. ¿No se daba cuenta de que el perro estaba muerto?
—¡Que alguien haga algo! ¿Es que no tenéis corazón? Necesitamos un médico. ¿Por qué no me ayudáis?
Una vez más, trató de levantar en brazos a
Óscar
, pero cayó hacia atrás. Robert se le acercó e intentó abrazarla.
—Jenna, por favor —dijo—. Por favor, detente.
—¡Quítame las manos de encima! —chilló ella. Le dio una bofetada en el rostro—. ¡Vete! ¿Por qué estás aquí? ¿Por qué viniste? ¡No volveré contigo, nunca! ¡No me toques!
De rodillas, lloraba, abrazando a
Óscar
, que aún respiraba, pero apenas. Unos pocos jadeos superficiales, sus últimas respiraciones antes de morir. Robert no sabía qué hacer. Miró en torno a sí, pero Eddie ya se había marchado. Joey se había movido un poco calle abajo, pero aún estaba bastante cerca. ¿Qué había pasado? ¿Por qué le había disparado Joey al perro?
Eddie regresó; traía una manta. La extendió en el suelo.
—¿Qué haces? —preguntó Jenna.
—Lo vamos a llevar al doctor —dijo él.
Entre los dos, alzaron a
Óscar
y lo depositaron sobre la manta. Transportaron el cuerpo exangüe a la camioneta de Eddie, mientras Robert los contemplaba. Ambos abordaron el vehículo y Eddie lo puso en marcha. Eddie se detuvo frente a Joey y le hizo seña de que se acercara a la ventanilla.
—Será mejor que te marches del pueblo por la mañana, de no ser así, te buscaré y te mataré.
Joey hizo una mueca de miedo fingido.
—Ay, qué duro.
—Te destriparé como a un pescado, pedazo de mierda.
—Sí, señor —dijo Joey mientras hacía una reverencia—. Lo tendré en cuenta a la hora de tomar una decisión.
Eddie comenzó a alejarse, pero Joey lo llamó. Eddie detuvo la camioneta. El otro extrajo del bolsillo una llavecita plateada y se la pasó.
—Esto es para ti. Creo que tu amigo, el vejete, debe de estar buscándola.
Eddie tomó la llave y fulminó a Joey con una mirada tan airada e intensa que, durante un instante, éste se sintió verdaderamente asustado. Sabía que no valía la pena salir lastimado; abordaría el vuelo de la mañana siguiente. Una pena, ya que le habría gustado permanecer unos días más para cazar un poco.
Eddie aceleró y puso rumbo al centro del pueblo. Sabía que
Óscar
ya estaba perdido, pero Jenna se merecía que intentara hacer algo. Alguien tenía que hacer algo, ¿entiendes? No hay nada más abrumador que la sensación de impotencia, que el verse forzado a ver que algo ocurre sin que uno pueda hacer nada al respecto. A veces, en ocasiones tan terribles, lo mejor que podemos hacer es abrazarnos unos a los otros, ayudarnos a salir adelante. Así, cuando los acontecimientos ocurren, al menos sabremos que los vivimos juntos.