Alexis Zorba el griego (5 page)

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Authors: Nikos Kazantzakis

Tags: #Relato

BOOK: Alexis Zorba el griego
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Calló otra vez Zorba. Afiló el bigote, llenó hasta el borde un vaso de agua helada y la bebió de un sorbo.

—¿Qué ocurrió en Creta, Zorba? ¡Cuéntame!

—No vamos a ponernos en discursos —me contestó fastidiado—. Viejo, lo que yo te digo es que este mundo es un misterio y el hombre nada más que un bruto. Un verdadero bruto y un dios. Un cochino rebelde, llegado conmigo de Macedonia, Yorga lo llamábamos, un tipo digno de la horca, un infecto cerdo, pues bien, lloraba "¿Por qué lloras, condenado Yorga?", le dije, y yo también lloraba a lágrima viva. "¿Por qué lloras, so marrano?" Y he aquí que se arroja en mis brazos, sollozando como un niño. Y enseguida, el grandísimo avariento saca la bolsa, vuelca sobre las rodillas las monedas de oro saqueadas a los turcos y las arroja al aire a manos llenas. ¿Comprendes, patrón? ¡Eso es la libertad!

Levantéme, subí al puente para que me azotara el áspero soplo marino y medité:

"Eso es la libertad. Tener una pasión, amontonar monedas de oro, y repentinamente dominar la pasión y arrojar el tesoro a todos los vientos. Liberarse de una pasión para someterse a otra, más noble. Pero, ¿no es ésta, también, una forma de esclavitud? ¿Brindarse en aras de una idea, de la raza, de Dios? ¿O es que cuanto más alto se halle el amo más se alarga la cuerda de nuestra esclavitud? Podremos así holgarnos y retozar en unas arenas más amplias y morir sin haber hallado el extremo de la cuerda. ¿Acaso sería eso lo que llamamos libertad?"

Al caer la tarde llegamos a la ribera arenosa. Una arena blanca, muy fina; laureles rosas todavía en flor, higueras, algarrobos y, más allá, a diestra, una colinita baja y gris, semejante a un rostro de mujer acostada. Y por debajo de la barbilla, en el cuello corrían las venas pardas del lignito.

Soplaba el viento de otoño desgarrando las nubes que pasaban lentas y suavizaban la aspereza de la tierra con la sombra que proyectaban. Otras nubes subían del horizonte, amenazadoras. El sol se cubría y descubría a ratos y la faz de la tierra se aclaraba o se oscurecía como un rostro vivo y turbado.

Me detuve un instante en la playa para mirar en torno. La santa soledad se extendía ante mí, triste, fascinadora, como el desierto. El poema búdico se alzó del suelo y se infiltró hasta lo hondo de mi alma.

"¿Cuándo, pues, me retiraré al fin a la soledad, solo, sin compañeros, sin alegrías ni tristezas, acompañado solamente de la santa certidumbre de que todo no es más que sueño? ¿Cuándo, con mis andrajos —sin deseos—, me retiraré feliz a la montaña? ¿Cuándo, viendo mi cuerpo reducido sólo a enfermedad y crimen, vejez y muerte —libre, sin temor, lleno de regocijo—, me retiraré a la selva? ¿Cuándo? ¿Cuándo? ¿Cuándo?"

Zorba con el santuri bajo el brazo se aproximó, vacilante aún en su andar.

—¡Allí está, el lignito! —dije por disimular mi emoción. Y tendí el brazo hacia la colina con forma de rostro femenino.

Pero Zorba frunció las cejas sin moverse:

—Más tarde, no es ahora el momento, patrón —dijo—. Antes tiene que detener su vaivén la tierra. Se mueve todavía, ¡ojalá el diablo se la lleve!, se mueve, la muy zorra, como el puente de un barco. Vayamos pronto al pueblo.

Y así diciendo, se marchó a zancadas resueltas, esforzándose por dejar en salvo el buen parecer.

Dos chiquillos descalzos, bronceados como campesinitos egipcios, se nos acercaron para cargar con las valijas. Un aduanero gordo de ojos azules fumaba un narguile en la barraca que hacía las veces de aduana. Nos echó una mirada oblicua, la deslizó luego negligentemente hacia las valijas y movióse un tanto en la silla como si estuviera por levantarse de ella. Pero no le alcanzó el ánimo para tanto. Sólo alzó lentamente el tubo del narguile:

—¡Sed bienvenidos! —nos dijo, soñoliento.

Uno de los chicuelos se me acercó. Guiñó los ojos negros como olivas.

—¡No es cretense! —dijo guasón—. ¡Un pachorrudo, vamos!

—¿Acaso los cretenses no son pachorrudos?

—Lo son... lo son... pero de otra manera...

—¿Queda lejos el pueblo?

—¡No, qué! ¡A tiro de fusil! Mira, ahí, pasando los huertos, en la barranca. Lindo pueblo, patrón. Tierra de Jauja: hay algarroba, judías, garbanzos, aceite, vino. Y allá, en la arena, salen cohombros, tomates, berenjenas, las más precoces sandías de Creta. El viento de África es el que las hincha, patrón. Si pasas de noche por la huerta, las oyes que crujen ¡crr! ¡crr! y que crecen.

Zorba iba delante. Todavía con mareos, escupía a menudo.

—¡Ánimo, Zorba! —le grité— ¡Estamos fuera de peligro, no tengas miedo!

Caminábamos con paso rápido. La tierra estaba mezclada con arena y conchillas. De cuando en cuando veíamos algún taray, una higuera silvestre, una mata de juncos, unas molanas amargas. El tiempo se ponía pesado. Las nubes estaban cada vez más bajas; el viento calmaba.

Pasamos por junto a una gran higuera de tronco bifurcado, retorcido, que comenzaba a ahuecarse de vejez. Uno de los muchachos se detuvo. Moviendo el mentón me señaló al viejo árbol.

—La higuera de la Señorita —dijo.

Me sobresalté. En esta tierra de Creta, cada piedra, cada árbol, tiene su trágica historia.

—¿De la Señorita? ¿Por qué así?

—En tiempos de mi abuelo, la hija de un notable del pueblo se enamoró de un joven pastor. Pero el padre no consentía; la niña lloraba, clamaba, suplicaba, sin que el viejo cambiara de canción: no quería. Pues ocurrió que una tarde ambos jóvenes desaparecieron. Los buscaron durante un día, dos, tres, una semana. ¡Nada lograban saber de ellos! Pero comenzaron a heder: entonces, yendo hacia el lugar que apestaba dieron con ellos al pie de esta higuera, podridos y abrazados. ¿Comprendes? Los encontraron por el hedor.

El chico se echó a reír. Oíase el rumor del pueblo. Algunos perros ladraron, algunas mujeres chillaban, los gallos anunciaban con su canto que estaba por cambiar el tiempo. En el aire flotaba el olor del orujo de uvas que exhalaban las calderas donde se destilaba el
raki
.

—¡Ahí está el pueblo! —gritaron los chicos echando a correr.

En cuanto doblamos la colina de arena, el pueblecillo se nos apareció, trepado al borde de la barranca. Casitas bajas de techos planos, encaladas, pegadas unas a otras. Y como las ventanas abiertas eran unas manchas negras, parecían cráneos blanqueados, acuñados entre las piedras.

Me acerqué a Zorba.

—Cuida, Zorba —le recomendé en voz baja—, de portarte como es debido cuando entremos en el pueblo. ¡Es preciso no despertar sospechas, Zorba! Portémonos como personas serias: yo, el dueño; tú, el capataz. Los cretenses, has de saberlo, no admiten bromas. En cuanto te echan la mirada encima, al punto notan por dónde flaqueas y te ponen un mote, y luego no hallarás modo alguno de librarte del mismo. Tendrás que seguir corriendo con él a cuestas, como un can al que le atan una cacerola al rabo.

Zorba se tomó el bigote con toda la mano y sumióse en meditación.

—Oye, patrón —me dijo al fin—, si hay una viuda en el pago no tienes por qué temer, si no la hay...

En ese momento, a la entrada del pueblo, una mendiga cubierta de andrajos se acercó tendiendo la mano; atezada, mugrienta, con unos pelos negros y duros en el labio superior.

—¡Eh, compadre! —le gritó a Zorba—. ¡Eh, compadre! ¿Tienes tú alma?

Zorba se detuvo.

—Sí, la tengo —contestó con toda seguridad.

—Entonces, dame cinco dracmas.

Zorba extrajo del bolsillo una cartera de cuero muy ajada.

—¡Toma! —le dijo.

Y una sonrisa borró la amargura que todavía aparecía en sus labios.

—Por lo que veo —comentó—, las cosas no están caras acá: cinco dracmas el alma.

Los canes de la aldea se arrojaron contra nosotros, las mujeres se asomaron a las azoteas, los niños nos siguieron chillando. Algunos imitaban el ladrido de los perros, otros las bocinas de autos, otros se nos adelantaban mirándonos con ojazos extasiados.

Llegamos a la plaza del pueblo: dos inmensos álamos blancos, rodeados de troncos groseramente cortados a escuadra, servían de asientos; en frente, el café con la amplia muestra descolorida: "Café-Carnicería El Pudor".

—¿De qué te ríes, patrón? —me preguntó Zorba.

Pero no me dieron tiempo para contestarle. De la puerta del café-carnicería surgieron cinco o seis colosos, de bragas azul oscuro y faja roja.

—¡Bienvenidos, amigos! —exclamaron—. Tengan la bondad de entrar a beber un
raki
. Todavía está caliente, recién salido de la caldera.

Zorba chasqueó la lengua:

—¿Qué te parece, patrón?

Me miró, guiñando el ojo:

—¿Bebemos uno?

Bebimos uno, que nos quemó las entrañas. El cafetero-carnicero, un viejo fortachón, bien conservado y ágil, nos trajo sillas.

Yo pregunté dónde podríamos hallar alojamiento.

—Vean a
madame
Hortensia —gritó alguien.

—¿Una francesa? —dije sorprendido.

—¡Vaya uno a saber de dónde viene! Aventuras, las pasó a montones. Después de sortear mil escollos, se quedó enganchada en el último, este pueblo, y aquí ha puesto un mesón.

—¡Vende también confites! —exclamó un niño.

—¡Se pone harina y se pintarrajea! —chilló otro—. Lleva una cinta en el cuello... también tiene un loro.

—¿Viuda? —preguntó Zorba—. ¿Es viuda?

Nadie respondió.

—¿Viuda? —volvió a preguntar, relamiéndose.

El cafetero se tomó la espesa barba cenicienta.

—¿Qué más da eso, amigo? ¿Qué? Pues digamos que es viuda de muchos. ¿Comprendes?

—Comprendo —contestó Zorba, rebosante de esperanzas.

—Puede que te deje viudo a ti.

—¡Ten cuidado, amigo! —gritó un viejo y todos se rieron a carcajadas.

El cafetero volvió con una bandeja en la que traía lo que nos brindaba: pan de cebada, queso de cabra, peras.

—¡Vamos! Dejen en paz a esta gente. ¡Aquí no hay madame que valga! Yo los alojaré.

—Se vendrán a mi casa, Kondomanolio —dijo el viejo—. No tengo hijos, la casa es grande, sobra lugar.

—Perdone, tío Anagnosti —gritó el cafetero inclinándose hacia el oído del viejo—. Yo lo he dicho antes.

—Pues quédate tú con uno —dijo el viejo Anagnosti—; yo me llevaré al viejo.

—¿Qué viejo? —dijo Zorba picado en lo vivo.

—Nosotros no nos separamos —dije, indicándole con un ademán a Zorba que no se irritara—. No nos separaremos. Iremos a ver a
madame
Hortensia.

—¡Sed bienvenidos! ¡Sed bienvenidos!

Una mujercilla menuda, rechoncha, regordeta, de cabello descolorido, como hebras de lino, apareció entre los álamos contoneándose con las piernas tuertas, tendidos los brazos.

Un lunar erizado de cerdas porcinas le adornaba la barbilla. Llevaba cinta de terciopelo rojo en torno del cuello y las agostadas mejillas enyesadas con polvos malva. Un mechoncito rebelde brincábale en la frente, dándole cierto parecido con Sara Bernhardt, anciana, en
El Aguilucho
.

—¡He tenido gran placer en conocerla,
madame
Hortensia! —contesté yo disponiéndome a besarle la mano, impulsado por repentino buen humor.

La vida se me presentó de pronto como un cuento, como una comedia de Shakespeare,
La Tempestad
. Acabábamos de desembarcar, empapados tras el supuesto naufragio. Estábamos explorando la ribera sorprendente y saludando con toda ceremonia a los habitantes del lugar. Esta doña Hortensia se me antojaba la reina de la isla, algo así como una foca rubia y luciente que hubiera venido a encallar, medio podrida, en estas playas. Detrás de ella, con sus múltiples cabezas crasas, peludas y pletóricas de buen humor, Calibán el pueblo, que la mira con orgullo y desprecio.

Zorba, el príncipe disfrazado, la contempla también con ojos muy abiertos, como a antigua compañera, vieja fragata que había combatido en lejanos mares, a veces victoriosa, a veces vencida, con las troneras hundidas, rotos los mástiles, desgarrado el velamen, y que ahora, surcada de fisuras que calafateaba con cremas y polvos, se había acogido a esta costa y esperaba. Sin duda, lo esperaba a Zorba, el capitán de las mil cicatrices. Y era un placer para mí el ver cómo se encontraban de nuevo ambos comediantes en esta decoración cretense, sencillamente montada y pintada con brocha gorda.

—Dos camas,
madame
Hortensia —dije inclinándome ante la vieja comediante de amor—. Dos camas sin chinches...

—¡No hay chinches, no, no hay chinches! —exclamó echándome una mirada provocativa.

—¡Las hay! ¡Las hay! —gritaron entre risas las bocas de Calibán.

—¡No las hay! ¡No las hay! —insistía ella golpeando las piedras con el regordete piececillo, envuelto en gruesa media celeste. Calzaba gastados escarpines, adornados con un nudito muy pulido de seda.

—¡Hu! ¡Hu! ¡El demonio sea contigo,
prima donna
! —burlóse Calibán.

Pero doña Hortensia se marchaba ya, muy dignamente, mostrándonos el camino. Olía a polvos y jabón baratos.

Zorba la seguía devorándola con la mirada.

—Oye, patrón, mira eso —me confió—. ¡Cómo se menea la zorra: "plaf", "plaf", lo mismo que esas ovejas que tienen de pura grasa el rabo!

Cayeron dos o tres gotas gordas; el cielo se cubrió. Algunos relámpagos azules tajearon la montaña. Unas niñas, protegidas por las capitas blancas de piel de cabra, traían de regreso, apresuradamente, la cabrilla y el cordero de la familia. Las mujeres, en cuclillas ante el hogar, encendían la lumbre de la noche.

Zorba mordía nervioso el bigote sin dejar de mirar la grupa temblequeante de la dama.

—¡Hum! —murmuró suspirando—. ¡Demonio con la vida! ¡No para de tendernos lazos, la tunantona!

III

L
AS
que otrora fueron casetas de baño, unidas unas a otras, formaban ahora el albergue de propiedad de doña Hortensia. La primera caseta era la tienda. Había allí confites, cigarrillos, cacahuetes, mechas para lámpara, alfabetos, cirios y benjuí. Cuatro casetas más, en fila, servían de dormitorios. Detrás, en el patio, estaban la cocina, el lavadero, el gallinero y la conejera. En torno, plantados en la fina arena, grupos de cañas de Indias e higueras chumbas. Todo el conjunto olía a mar, a estiércol y a orines. Pero de tanto en tanto, cuando pasaba doña Hortensia, el aire variaba de olor, como si hubieran volcado ante vuestras narices la jofaina de un peluquero.

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